¿Adónde vas cuando ya estás en el Paraíso? ¿Qué ocurre cuando Adán y Eva entran en el Jardín del Edén, y se comen la manzana? Os lo diré. No es posible mantener la perfección. Con el tiempo, aparecen grietas en las tapias del jardín, y la realidad, la insípida realidad, penetra subrepticiamente con su insidioso veneno. La serpiente del conocimiento.
En cierto momento, pasado ya de largo el hito de los dos años, mis incansables intentos de confiar en que Un Hombre fuese real y estuviese realmente en mi vida dieron fruto. Por fin me convencí de que existía una forma de continuidad imprevisible en nuestra relación. Antes, yo sólo tenía un objetivo: la necesidad de creer en nuestra existencia. Pero una vez que dejé entrar la «realidad», pronto siguió el resto del mundo. Intenté taponar las filtraciones, hacer caso omiso de las señales, negar el caos, pero el mundo demostró ser más fuerte que mi pasión por Un Hombre.
Siempre se iba de viaje por trabajo; a veces durante semanas, a veces meses. Sus ausencias me resultaron cada vez más difíciles de sobrellevar. En una ocasión, pagué a una mujer guapa con un minivestido rosa de lentejuelas para que viniera a mi casa y rezara por mí, mientras yo lloraba, a cambio de ciento cincuenta dólares. Así de mal estaba.
Entonces llamó. Las plegarias fueron atendidas. Va todo bien, dice, salvo por una cosa. Su polla no tenía la capacidad de cruzar cuatro estados hasta mi culo. El mundo me parece otra vez alegre y divertido durante unas horas. Y no le digo lo mal que lo estoy pasando. Nunca se lo he dicho. Jamás. ¿Por qué iba a decírselo? La realidad se filtraba de todos modos, pero ¿por qué abrir la puerta de par en par?
Otra vez consulté con una amiga, temerosa de que después de una ausencia de tres meses no volviese a mí como antes. Mi amiga se echó a reír y dijo: «¿Después de doscientos sesenta y pico polvos por el culo, y aún necesitas más pruebas?». El único que cuenta es el próximo, le explico. Y hablo muy en serio. Después hojeé un programa contra la adicción al sexo y el amor en doce pasos, asistí a unas cuantas reuniones y leí el manual. Desde su punto de vista —que intenté adoptar durante una semana o dos—, él es mi droga, yo soy una adicta, y la abstinencia es el principio de la recuperación. Esta información era terrible: ¡lo que me pasaba era una enfermedad! Y tranquilizadora: podía seguir su plan para curarme de la enfermedad, en compañía de otras personas igual de enfermas, y recibir toda la ayuda que necesitaba.
Pero me asaltaron las dudas. ¿Cuándo es amor y cuándo es adicción? ¿Quería yo, una vez más, considerarme un ser patológico, sobre todo después de mi liberación sexual, conquistada con tantos esfuerzos? ¿Deseaba ver la gran apertura de mi corazón y mi culo como un problema que requería solución más que como un don digno de rendirle todos los honores? ¿Deseaba ver a ese hombre de carne y hueso con sus taras como una simple proyección de mis propias ilusiones, obsesiones, conflictos y furiosos deseos sexuales? Se me antojaba una perspectiva muy limitada. Además, lo primero que un adicto al sexo debe hacer es abandonar el sexo. Yo ya había padecido el celibato en mis diez años de matrimonio. ¿Iba a elegirlo ahora voluntariamente? El manual dedicaba un capítulo entero a qué demonios podía esperarse de la abstinencia; no fue un gran consuelo. Desde luego, sería un infierno abstenerme de amar a quien amaba. Quizás esto no era el dolor de un adicto en las garras de la enfermedad, sino simplemente el dolor de la mujer enamorada ante la pérdida del ser amado. (Cuando, pasado mucho tiempo, después del n.º 270, le dije a Un Hombre que era «adicta» a él, lo encontró muy gracioso y, sin pestañear, respondió: «Más te vale»).
Otras cosas me disuadían de la «recuperación». A las reuniones asistían sobre todo hombres masturbadores compulsivos y obsesionados con el porno por Internet. Imaginaba los monitores de sus ordenadores con churretes de semen seco y sus fantasías sexuales desbocadas mientras compartían sus angustiadas y ambivalentes esperanzas de abstinencia. Tenía la impresión de que estar en su presencia, siendo una mujer atractiva, era peligroso. Un día, al final de una reunión, un adicto a medio reformar me cogió la mano quizá con demasiada solidaridad, y no volví nunca más. Mi problema era el amor; el suyo era la lascivia.
A continuación, me dediqué a la meditación budista para deconstruir mi sufrimiento: aceptarlo como una consecuencia kármica de mis vidas pasadas y mi vida presente, tolerarlo sin culpar a nadie, incluso desearlo como parte del ciclo natural de la vida. Intenté ver mi propia contribución a mi infelicidad. Meditaba sobre el sufrimiento ajeno, e intentaba sentar las bases para sufrir menos la próxima vez que él se fuera de viaje. Intentaría recordar que el dolor de mi pérdida y mi apego eran fenómenos ilusorios.
Pensé en lo sencilla que sería la vida si una eliminaba la sexualidad de la ecuación. Entre la búsqueda, la conquista, el hecho mismo de follar, las emociones residuales y el deseo de repetición, mi vida sexual era casi un trabajo a tiempo completo: sin ese trabajo, ahorraría mucho tiempo y energía. Mucho. ¿Para qué? ¿Compasión para todos en lugar de obsesión con uno solo?
Pero después de meses y meses de este trabajo «espiritual», aún deseaba a Un Hombre en mi culo, de la manera más previsible y frecuente posible. Yo era, por lo visto, incurable.
Allí estaba yo: buscando, buscando, buscando en vano la solución a mi dolor. Y entonces ella me encontró.