A estas alturas he aprendido varias cosas sobre el Paraíso.
El Paraíso no es eso que está en un futuro remoto, nebuloso, en otro lugar, ni en otro mundo, ni en otra galaxia. No es un estado de ánimo, ni un lugar en la mente. Tampoco es el delicioso placer sexual de la sangre palpitante y el deseo anheloso. Al Paraíso no sólo se llega después de un gran sufrimiento. Puede haber gran sufrimiento antes o después del Paraíso, pero no es un requisito para entrar. El ego herido y un narcisismo exacerbado requieren sufrimiento. El Paraíso está justo al alcance de la mano, aquí mismo, si de verdad lo quieres.
Estoy sentada en el umbral. Quizás ésta sea la máxima paradoja entre todas las paradójicas maquinaciones de Dios: mi culo es la puerta trasera del cielo. Las Puertas del Paraíso están más cerca de lo que crees. Lo sagrado y lo profano unido en un agujero.
El Paraíso es gratis. Un don. Un estado de gracia. Una danza en el tiempo y el espacio. Está dentro y fuera del ego, un lugar de armonía pura, otro cuerpo montado en tu culo como si fuera el último polvo de la vida.
El Paraíso es una experiencia que en tiempo real puede durar sólo segundos. Pero en esos fragmentos infinitesimales el tiempo se detiene, y sólo cuando se detiene el tiempo, la muerte muere y se entra en el Paraíso. Éste se revela en los espacios de tiempo en que el yo se ve penetrado tan profundamente que se abre por la fuerza y el amor entra a raudales como un mar por un ojo de buey.
Y el Paraíso, cuando se ha conocido, se convierte en la meta de cada momento de vigilia y su pérdida es inherente a cada momento de vigilia. Éste es el peso del Paraíso hallado.