Anoche volví a casa después de un viaje de tres semanas. Él viene, y nos quedamos en silencio. Me folla por la boca y también por el coño, larga e impetuosamente. A continuación, en mi culo virgen hasta hace poco, me la clava despacio, a gran profundidad, hasta la empuñadura. Cuando ya está toda dentro, y mi culo succiona en torno a su cilindro, por fin habla.
—Bienvenida a casa.
—Bienvenido a casa —repito, absorbiéndolo.
Más tarde, cansada, con jet lag, abrumada, me echo a llorar, pese a que no me pasa nada en particular. Me mira sumida en el llanto y me dice lo maravillosa que es mi vida y luego me coge la mano pequeña y cerrada y se la lleva a la entrepierna, y dice: «Y yo tengo esta gran polla aquí para ti; puedes agarrármela si quieres». Me desprendo de mi autocompasión y meto la mano en sus calzoncillos, buscando su polla entre los pliegues, el cambio de marchas que impulsa mi vida. Le miro la cara en la penumbra y veo que le brillan los ojos. Pronto una lágrima resbala lentamente por su mejilla… y otra. Asombrada, le pregunto por qué llora. «No lo sé», susurra. Casi doscientos cincuenta polvos por el culo nos han llevado hasta aquí, a la esencia de la dulzura tácita.