Recuerdos

Cuando nos acercábamos al doscientos, sentí que se intensificaba mi deseo de repetición continua, de garantías imposibles. Administrar mis ansias de estar con él se convirtió en un trabajo a jornada completa. Hubo un día espantoso en que la mujer de la limpieza cogió su camisa usada de la cama, junto con las sábanas, y cuando yo llegué a casa vi, horrorizada, que había lavado, secado y plegado cuidadosamente mi ancla de salvación aromática. Había dormido todas las noches con la camisa que olía a él. Ahora olía a detergente.

Todas estas palabras interminables arrojadas hacia ese acto, ese Polvo Sagrado, todas parten del intento de creer en ello, de creer en una cosa tan profunda y tan poderosa, aferrarme a ella, no dejar que expire en el agujero negro de mi íntimo terror. Mis demonios son como una infección en el alma y desean devorar y destruir la verdad —e incluso la belleza— de mi propia experiencia. Son los demonios. Mis demonios. Malditos demonios.

Todo se reduce a reunir pruebas. Mi búsqueda mística de pruebas. Pruebas de apego porque el apego augura la repetición. Cuando una se ha visto transportada a la tierra de la dicha primigenia, volver a esa tierra se convierte en el único deseo. Unas palabras, una llamada, una mirada, un suspiro, la tercera erección de la tarde, todo son pruebas. Un condón lleno de semen; dos condones, uno lleno de semen, el otro vacío porque él salió y se corrió en mi espalda y en el vello de mi nuca. Su camisa usada, su aroma…, mi magdalena. O el recuento de polvos. Por eso los cuento, para saber que realmente han ocurrido, para saber que pueden volver a ocurrir. Como una detective, reúno las pruebas del amor, el amor que fue, el amor que es, y por eso intento convencer a mi jurado interno de que el amor será. Sin embargo, demasiado a menudo no me creo las pruebas. Hasta la siguiente vez. Otro número, otro aplazamiento. Otro chute, otro colocón.

Soy una adicta anal, pero sólo con él. Quiero hacerlo de manera constante, frecuente, repetitiva, ritual, y si no lo hago, me siento triste, llorosa, sola, desdichada, infeliz, malhumorada, sin fe y apenada. Necesito una dosis de él. Sólo su penetración en mi culo excava mi miedo y restaura mi fe, la fe que él ha creado.

Cuando llega una experiencia amorosa que reduce todas las demás a imposturas, eso conlleva, en el propio júbilo, un miedo atormentador. ¿Cómo es posible que esta delicia haya recaído en mí, una mujer mortal con los pecados habituales, heridas sin curar, ira desesperada y un deseo feroz?

«¿Por qué yo?», dice mi voz de la incredulidad.

«¿Por qué no yo?», dice una vocecilla que no es la mía y resuena como un eco procedente de mis entrañas.

De pronto encontré la mejor prueba de todas, la que de verdad surtía efecto, la que aliviaba los síntomas de abstinencia y me daba consuelo. Él tenía un juego, el juego poscoital de lanzar el condón a la papelera junto a la cama. Como no es de extrañar, tenía una puntería asombrosa. Después de marcharse, yo cambiaba de sitio el condón para dejarlo colgando del borde de la papelera, tirante por el peso de la bolsa de semen, la abertura cerrada por el K–Y aún viscoso. Y dejaba ese trofeo allí donde podía verlo, hasta la siguiente vez que llamaba y decía: «Es la hora». La hora de afeitarme el coño, la hora de poner el contestador del teléfono, la hora de dar paso a nuevo ADN, la hora de poner fin al tiempo. Con este ritual, me las arreglé para no quedarme nunca sin su estructura molecular cerca de mí en todo momento.

Cada vez que miraba el condón, y lo miraba mucho, sentía la erupción de su belleza en mi interior. Siempre he tenido debilidad por el simbolismo; esta goma colgante me proporcionaba la prueba opaca de lo que fue y de lo que volverá a ser. Me aferré a su ADN hasta recibir el siguiente depósito, como si mi inconsciente se refugiara en el conocimiento teórico de que existía una posibilidad de recrear su esencia en todo momento. Esos condones me consolaban, recordándome la cuarta dimensión, la dimensión más allá de las facturas, la ansiedad, el autodesprecio y el deseo, la dimensión donde reina la dicha, y yo soy su esclava balbuceante.