¿El sexo anal es sexo? No dejo de preguntármelo. Mi conexión con él se basa en la penetración y, concretamente, en la penetración anal. ¿Eso es sexo? ¿O simplemente un acto de sumisión espiritual, sumisión divina?
El arco de mi orgasmo con él es un acto de entrega, de apertura, de entrega. Con otros es contención, un campo de batalla en torno al control. Antes, llegaba al orgasmo mediante la paradójica experiencia de mantener el control de mi placer todo el tiempo que mi orgasmo, con fuerza vital propia, deseaba su propia satisfacción. La batalla —y es una batalla— siempre termina con un orgasmo más potente por su liberación que por un placer emocional. Hay por ahí bastantes hombres que no desean más que complacer. A ellos llego con actitud airadamente triunfal: cuanto mayor es mi desprecio hacia ellos por su deseo de complacer, mayor es mi resistencia. Y cuanto mayor es mi resistencia, mayor es mi orgasmo. Éste es el placer, literalmente —y clitorideamente—, de la guerra entre los sexos. Después, tan sensibilizada estoy que rehúyo todo contacto y, como la Garbo, deseo quedarme sola. Tomar notas, cenar y leer The New Yorker. ¿Es ésa manera de correrse? Pues es una manera.
Con él, he aprendido otra. La manera de la no resistencia. De las contracciones infinitas y las múltiples llegadas. Y no hubo una lucha para abandonar la lucha. Simplemente pasó con él, como si mi cuerpo supiera —desde luego yo no— que era él, el único hombre en quien podía confiar, el único hombre a quien podía dar sin que malinterpretase el regalo, se aprovechase de él, le diese un sentido distinto del que tenía. Quizá fue su belleza. ADN con ADN. Objetivamente hablando, posee el físico más hermoso de todos ellos. Quizá mi clítoris sabía que era mi compañero sexual mucho antes que yo. Igual que sabía que la resistencia era necesaria con todos aquellos hombres cuyo ADN no coincidía con el mío. Con ellos, me corría por hostilidad; con él, por amor.