Soy víctima de la desdichada y aburrida situación de tantas mujeres: allá en mi infancia, papá no me quería. Y mi vida con los hombres se ha convertido en una larga sucesión de intentos, en general inconscientes y a veces desesperados, por llenar ese vacío, por sentir ese amor, por curar esa herida, por afrontar la pérdida. Ahora mi padre me quiere, me acepta, me respeta, y yo lo quiero a él. Pero eso no viene al caso. Esa brecha se abrió a una temprana edad y ahora forma parte de mí. Mi padre ya no puede llenarlo.
Además, ¿quién sería yo si él no fuera mi padre? No yo. No yo la que escribe esto. Claro que no. Así que, en definitiva, le estoy agradecida. Al fin y al cabo, no querría tener mi yo ileso; a esa otra mujer no le gustaría que le dieran por el culo, ¿y dónde estaría entonces? Desde luego, no en mi privilegiada posición, apuntalada en el cuadrante rosa, con el culo al aire varias tardes por semana. En ese momento probablemente estaría haciendo cuatro coladas para su marido y sus tres hijos y se preguntaría cómo llenar ese vacío que siente.
Únicamente he conocido a una mujer que decía que no sólo siempre había adorado a su padre, sino que él la adoraba a ella, siempre la había adorado, y ella afirmaba con orgullo que él era el hombre a quien más había querido en su vida. Todos los hombres deseaban a esa mujer. No tenía heridas, ni ira, ni aristas. Al final, se casó con un empresario absurdamente rico. Pero las demás estamos heridas, iracundas y llenas de aristas. Somos bombas de relojería. Desactivar la bomba es un desafío para el hombre feminista, y en su arrogancia se cree capaz de conseguirlo. No puede. Es mi herida, mi dolor, ¿y quién eres tú para quitármelo? No necesito que me rescaten, no necesito compasión, necesito follar, y tal vez una azotaina en el culo por dejarme llevar por la ira.
Siempre he asumido el desafío de David Copperfield: ser la heroína de mi propia vida. Sin embargo, pensaba que eso implicaría grandes hazañas públicas y sacrificios desgarradores, pero no, no es eso en absoluto. Cuando le chupo la polla y me da por el culo, soy esa heroína. Es el conocimiento profundo y cierto de que por fin, por fin, he amado de verdad a un hombre sin más propósito que el propio amor. Con el padre que tuve, eso desde luego es un milagro.
Él ha sanado mi herida.
Mi culo inició su vida como el pequeño y pálido receptor de la mano airada de mi padre. Era el lugar de la vergüenza, el punto de la humillación, la zona que ocultar a La Mano. Recibía la prueba de mi maldad vergonzosa, mi mala conducta en apariencia inevitable. Yo era Mala y recibía mi Castigo. Y ahora el mismo culo —más viejo pero más sabio— es el codiciado espacio del placer de un amante donde soy traviesa y recibo mi recompensa. Y de ese modo mi culo sigue siendo el mayor punto de contacto con los hombres más importantes de mi vida. Contiene mis terminaciones nerviosas emocionales más profundas y antiguas.
¿Existe una relación directa entre recibir, de niña, una azotaina en el trasero y esta inclinación a la penetración anal? Posiblemente. Si todo padre que ha azotado a su niña pensara que está creando a una voraz sodomita, quizá fuese disuasorio.
Ser sodomizada ahora, por voluntad propia, reconcilia esta herida con la situación del macho dominante y la niñita obediente. En lugar de rechazo y críticas, oigo: «Buena chica, buena chica». Cuanto más mala soy y cuanto mejor le chupo la polla, mejor soy, hasta que soy la niña más buena del mundo. Por fin soy amada. Siento un profundo alivio.
De hecho, yo, con mi sumisión absoluta, poseo un gran poder sanador: cuanto más me someto, más se excita él, hasta que inicio la fase más profunda de rendición y se corre. Sólo se corre cuando yo me he abandonado. Hace falta mucha rendición, disciplina y amor para dejar que un hombre te dé por el culo el tiempo suficiente y con suficiente fuerza, profundidad y ritmo para eyacular. Su orgasmo es mi victoria sobre mi yo inferior, sobre el dolor de mi ira. Llena el agujero; por fin estoy entera.