K–Y

—¿Qué haces esta tarde?

Y así empieza.

Él tiene una cita a las seis, vendrá a las tres. Ahora son las dos. Una hora. La cortesana asume su papel. Abro el grifo de la bañera, bien caliente, y la lleno.

Compruebo el alijo de condones y lo relleno. Siempre tengo de sobra, cinco como mínimo, y si son más, tanto mejor; me produce una sensación de abundancia, de posibilidades, como las palomitas de maíz. Compruebo los tubos de K–Y, empujo el contenido hacia la abertura y luego, como están pegajosos de la última vez, los enjuago bajo el grifo. El calor aumenta mientras lavo los tubos. Con el cepillo de uñas rosado, limpio el borde por debajo del tapón que él abre con el pulgar. Ahí siempre se acumula la suciedad; es así como sé que se ha usado ese tubo. Me encanta lavar esos tubos hasta dejarlos impecables.

Al principio, compraba los tubos de viaje, válidos para una o dos sesiones, pequeños, discretos, negables. Al principio, cuando conocí el éxtasis del acto, también pensé que sería un acontecimiento muy infrecuente, una especie de regalo especial de cumpleaños. Creí que no sería saludable para mi pequeño agujero ser invadida demasiado a menudo. Pensé que la dicha no era gratuita, ni planificable y, desde luego, no era algo que se me fuera a cruzar con regularidad. Estos razonamientos me llevaron a comprar los tubos de viaje pequeños. Pero los tubitos se me acababan enseguida, y la negación se convirtió en un esfuerzo. El sexo por el culo pasó a formar parte del repertorio habitual. La siguiente vez que abrió el cajón, sacó un tubo gigante, blanco y azul, de tamaño fálico, lo miró y, desternillándose de risa, se cayó de la cama. Había sido una maniobra arriesgada por mi parte. Presuntuosa. Práctica.

Después de varios meses de usar un tubo grande tras otro, dejé dos tubos grandes juntos en el cajón. Así desarrolló el ritual de esparcir los tubos mientras yo le chupaba la polla. Un hombre muy guapo, con una tremenda erección, lanzando esos grandes tubos de plástico azul y blanco por la habitación (allí donde caíamos, me follaba por el culo, justo allí, en ese mismo momento, sin necesidad de alargar el brazo): nunca he conocido una imagen de promesa tan cercana a una garantía con un hombre. La alianza de oro en mi dedo anular de la mano izquierda era una garantía mucho menor. Pronto hay hasta cinco tubos a la vez en el cajón, cada uno consumido en distinta medida, cuanto más vacíos, mejor.

Todavía no he calculado para cuántos polvos da un tubo de cien gramos. Probablemente unos once. A 4,19 dólares el tubo, sale a 38 centavos el polvo…, si a eso se suma el precio de un condón (14,99 dólares las tres docenas), 42 centavos, resulta que lo mejor del mundo cuesta menos de un dólar. Un día descubrí que en Costco los tubos estaban de oferta, dos por cuatro dólares, y compré seis. Con eso, el total se reduce a 60 centavos por corrida. (Sodomitas: usad gafas de sol cuando compréis K–Y y no os volváis en la cola de la caja: todo el mundo os está mirando el culo con incredulidad).

Voy a hacer acopio de K–Y. El no va más de los lubricantes. Agradecida por el suave viaje.

Una vez vi por la televisión una tertulia en la que una psicóloga interrogaba a un travesti para poner a prueba si era gay o hétero. En un rápido juego de asociación de palabras, ella decía «fútbol», él decía «cerveza»; ella decía…, él decía…; ella dijo «KY», él dijo «Kentucky». Ella anunció triunfalmente que era heterosexual y, añadiría yo, sin duda un heterosexual no sodomita.

Entre los lubrificantes líquidos, Astroglide es el rey. Pero cuidado: si mezcláis Astroglide y K–Y durante un único y vigoroso polvo por el culo, acabaréis con un montón de espuma. Espuma por todas partes.

¿Qué significa la sigla K–Y? Según Johnson & Johnson, que fabrica el gel desde 1910 —sus representantes comerciales estuvieron muy amables por teléfono—, no significa nada; son sólo letras arbitrarias asignadas por los científicos que llevaron a cabo la investigación inicial. Pero han llegado a significar mucho.