No hacemos vida doméstica. Nos quedamos en el deseo, en el dormitorio, y fuera de la cocina, el lavadero, el despacho y cualquier otra habitación que amenace con acercarnos a la realidad. En alguna ocasión, hambrientos después del sexo, preparamos la cena; bueno, en realidad la prepara él, pero luego comemos en la bañera con velas y carne cruda y tierna flotando entre los dos en una gran fuente de metal. Los dos en el lado profundo, claro. Nunca hemos ido al cine y tampoco pensamos ir. ¿Para qué? Nosotros somos la película: el porno imposible: visualmente asombroso, espontáneamente inventivo, genitalmente gráfico y visceralmente abrasador. Con Un Hombre, no hay nada previsible. El sexo, el enculamiento, ésa es la única constante. Siempre que nos vemos, follamos.
No somos monógamos. Nunca lo hemos sido y nunca lo seremos. Ninguno de los dos lo ha pedido y ninguno lo ha ofrecido. Ofrecerlo es la única manera en que podría ocurrir: ninguno de los dos se entrometería en la elección libre del otro. La elección libre forma la esencia de lo que arde entre nosotros. Hemos tratado el tema para dejar bien sentado lo que se sobrentiende. «No preguntes ni cuentes» es la política básica. Él dice: «No necesito saberlo». Él se fija en lo que hay, no en lo que no hay.
Dado que era la primera vez que me hallaba en esta situación, pensé mucho en ello. Si una se acuesta con alguien que no es el Ser Amado, ¿qué pasa? ¿Se arriesga a que disminuya el afecto por el Ser Amado? ¿Contamina el amor? ¿O simplemente confirma el amor en todos los sentidos, porque con el contraste se ilumina la belleza del Ser Amado una vez más, de otra manera, desde otro ángulo? Y este regalo mutuo —la libertad de permitir otras experiencias— no hace más que realzar el amor. El amor sin cadenas es amor.
La experiencia de ser realmente libre, sin recriminaciones, sin juicios, de elegir cualquier momento, cualquier día, éste o aquél, no hace más que reforzar el amor del Ser Amado, reforzar la elección del Ser Amado como Ser Amado. No ser monógamos, y ejercer esa opción, asegura el gran amor: siempre puesto a prueba, se ve confirmado, fortalecido, reconstituido, redefinido.
Si un hombre puede poseer a una mujer sexualmente —poseerla de verdad—, no necesitará controlar sus ideas, sus opiniones, su ropa, sus amistades, ni siquiera a sus otros amantes. Por mi experiencia —y he tenido muchos amantes—, puedo decir que sólo él me ha poseído de verdad y me ha hecho libre de este modo. Se pasa horas dándome por el culo con una polla dos centímetros demasiado grande para esa tarea: eso es posesión. Después de una sesión como ésa, no necesita infiltrarse en mi vida, ni en mi psiquis, ni en mi tiempo, ni en mi armario, porque se ha infiltrado en la esencia de mi ser; el resto es decoración periférica. En la dominación —la dominación total y absoluta de mi ser— es donde encuentro la libertad.
Supuse desde el principio de nuestra relación que probablemente follaba con otra en algún sitio. Y él sabía que yo lo sabía. No era la pelirroja prerrafaelita sino una morena muy mona y callada que también iba al gimnasio. Incluso me excitaba el poder que yo suponía que él tenía sobre ella. Yo sabía de su existencia, pero ella no sabía de la mía, y eso ya me iba bien. De hecho, tenía fantasías con ella. De que yo misma la seducía, de que él le decía que me comiera el coño mientras nos miraba. De vez en cuando me encontraba con ella en el gimnasio y siempre teníamos un trato cordial; parecía una persona agradable, discreta.
Él y yo incluso hablamos de hacer un trío con ella; siempre recordábamos con cariño la magia de nuestros tiempos con la pelirroja y nos preguntábamos si podría reproducirse con alguna otra persona. Pero dijo que no estaba seguro de si a mí me gustaría el cuerpo de ella. Para mí, en cuestiones de belleza, la proporción es importante, y si bien ella era delgada, tenía el culo ancho y las tetas pequeñas. A él ya le valía, obviamente, pero quizá no a mí. Una evaluación curiosa, pero probablemente correcta.
Sin embargo, con el paso del tiempo, esta mujer se volvió cada vez más abstracta. Un Hombre me follaba tan a menudo y tan bien que fue fácil dejarla de lado, casi olvidarla. El hecho de que tenga libertad de follarse a quien le apetezca y sin embargo me llame repetidamente, venga a mí, me folie, parece una mayor prueba de amor y deseo cotidianos que un compromiso de monogamia, sobre todo si éste se crea sólo para que no asomen a la superficie las inseguridades.
¿Es su amor por mí tan profundo como el mío por él? Me da igual si es tan superficial como profundo el mío, siempre y cuando él, y su deseo duro como una piedra, se presenten en mi puerta trasera varias veces por semana. La sodomía enciende una gratitud de gran alcance. Sospecho que hasta que él hizo pedazos el panel de control de mi ser —mi agudeza mental y mi fuerza física—, yo nunca había amado.
¿Cómo se sabe que es amor, amor verdadero?
Cuando conoces a aquél con quien no temes morir. Aquél que elimina ese miedo constante y corrosivo a la muerte y te da aire para respirar.
No tener miedo a la muerte, ésa es la sensación que me invade cuando me da por el culo. La penetración por el coño no ahonda tanto en mi psiquis; no rompe la barrera; no detiene el miedo.
¿Qué llegó antes, el amor o la sodomía? El amor surge de la lujuria. Eso lo sé. Además, no confío en el amor. Me lo han declarado demasiadas veces. Sin embargo, confío plenamente en la lujuria.