Tras un comienzo tan extraordinario, me preparé, como haría cualquier mujer inteligente, para el final. El gran amor siempre viene acompañado de la idea de la muerte y la separación. Aquello era una guerra —entre la decencia y el deseo, entre la convención y el placer—, y ese gran afrodisíaco alimentó mi anhelo. Desaparecido el supuesto —o la expectativa— de duración, el foso de la autoprotección y la apatía de la seguridad se desvanecen y la pasión inunda el mundo, o al menos inundó el mío. El presente era lo único que había, lo único que tenía, y yo lo sabía.
La necrológica aforística resultaba especialmente reconfortante. Mi testimonio sería de utilidad si él moría, si yo moría, o, lo peor de todo, si él me dejaba plantada.
Él tenía la polla más grande, más dura y más delicada que he conocido.
Era el que me follaba por el culo, en la posición del misionero, antes de follarme por el coño.
Era el que me parecía hermoso cuando follábamos. A todos los demás los veía como hombres con el rostro contraído; era mejor no mirar.
Durante el sexo no gruñía, ni gemía ni chillaba. Sonreía y tenía los ojos abiertos, radiantes, y moviendo la cabeza, decía: «¡Uau, uau!», y luego me follaba un poco más.
Era el hombre trigésimo tercero, y el único con el que de verdad me gustaba follar. Los otros eran sólo hombres y yo lo consentía. Con resentimiento.
La mayoría de los hombres folian entrando y saliendo, entrando y saliendo, entrando y saliendo, una y otra vez. Pero él follaba como si de verdad fuera a alguna parte. E iba a alguna parte. Fue el único que se tomó la molestia de hacerse amigo de mi gato. Los otros consideraban mi pequeña bola de pelo un estorbo, un obstáculo o incluso una amenaza. Simplemente no captaban la idea: ámame, ama mi coño.
Él era como de mi sangre.
Él era el que nunca llegó a ser real.
Él era el que nunca conquisté.
Él era aquél con el que más me divertía.
Él tenía la única polla que he venerado.
Él era aquél con quien no sabría decir qué era para mí más placentero, si su placer o el mío. Con los otros, mi placer era el único placer.
Él era el hombre que podía follar tres horas… sin correrse.
Él era el hombre que me enseñó el verdadero goce físico. Con los otros sólo me corría. Con él corría… hasta el Reino.
Él era dulce, dulce, dulce.
Él era el que rezumaba amor. Por las yemas de los dedos, con sus movimientos, con su piel y su polla.
Fuera de la cama no me daba nada. En la cama me daba todo aquello que yo, como mujer, podía desear.
Follaba como un mar embravecido.
Con él, yo no tenía esos orgasmos externos, potentes pero tan breves y geográficamente específicos; era la progresión hacia un maremoto interior que anegaba mi cuerpo, mi cerebro y finalmente se derramaba en mi alma.
A diferencia de los otros, él nunca me pidió que fuera «suya», pero lo era.
Él era el único que me trataba como si fuera suya: en la cama. Todos los demás me trataban como si fuera suya cuando no estábamos en la cama, pero en la cama yo olía su miedo.
Con él, el sexo tenía que ver con la trascendencia; con los otros, con el poder.
Entraba y salía de mi coño, de mi culo, de mi vida. Los otros me asfixiaban, con el necio deseo de colonizar lo que codiciaban.
Follar con él era como respirar en un vasto espacio abierto.
Si no volvía a amar, moriría habiendo conocido un gran, gran amor.
Cuando me follaba, siempre había un momento en que todos mis pensamientos cesaban y se volvían hacia Dios: entraba en Su territorio.
Él no me daba placer. Me poseía.
Veréis, él fue a quien yo amé de verdad.
Tras imaginar su defunción, reuní el valor necesario para continuar con la aventura.