Una vez iniciada, no podía evitar verlo todo desde el prisma de la analidad. Incluida la mecánica. El aparato digestivo es un canal de una sola dirección donde las contracciones peristálticas impulsan los alimentos desde la boca hasta el ano. El coito anal acarrea el audaz —y contrario— intento de recorrer ese camino a la inversa.
Follar un coño es entrar en una cueva que sólo tiene una pequeña salida: el orificio en el cuello del útero. (Y por supuesto es una «salida» a la paternidad). En circunstancias normales, el coño es un espacio bastante cerrado, aunque dilatable. La vagina es un receptáculo. En cambio, el canal anal está conectado directamente, aunque de un modo complejo, con la boca, el punto de entrada, el lugar por el que se alimenta la vida. Unos nueve metros de tubo digestivo, que incluyen el recto, el colon, el intestino delgado, el estómago, el esófago, la garganta y la boca, es la ruta a la que accede el follador de culos.
Un Hombre y yo existimos en la Tierra fuera de los límites del coito que engendra criaturas. Tampoco es que eso esté mal, no me malinterpretéis. También lo hacemos, a modo de calentamiento. Pero vivimos fuera de ese territorio, detrás. El lugar donde la profundidad es infinita y el amor parece infinito, siempre creciente. Penetración profunda, amor profundo. De algún modo, la profundidad física lleva a esa otra profundidad, como si mi alma hubiese estado dormida en mis entrañas y ahora hubiese despertado.
Las instrucciones están claras: si quieres procrear, entra por la puerta de delante, pero si de verdad quieres pasar a formar parte de la mecánica interna de una mujer, penetrar en su ser más profundamente, la puerta trasera es tu portal. La ansiedad, ese martirio siempre presente, existe por la ineludible certeza de que todo debe acabar. Al entrar en un culo se entra en un conducto sin fin. Es la salida al infinito. La puerta de atrás a la libertad.
Además, los coños ya han atravesado muchas vicisitudes. Démosles un descanso. Son cosa del pasado —exhaustos, traicionados, usados en exceso, reutilizados, maltratados—, y han sido objeto de demasiada publicidad, se han politizado y se han redimido. Ya no representan la menor picardía, no implican desafío, rebeldía ni renacer. Hoy día el coño es demasiado políticamente correcto. Hay que apuntar al culo: el patio de recreo de anarquistas, iconoclastas, artistas, exploradores, niños, hombres calenturientos y mujeres desesperadas por renunciar, incluso temporalmente, al poder que el movimiento feminista conquistó con tanto esfuerzo y a tan alto precio. El sexo anal equilibra la balanza entre una mujer con demasiado poder y un hombre con demasiado poco. (Creo que esto explica el predominio del sexo anal en la pornografía heterosexual: multitudes de hombres, refugiados del feminismo, atentos, empinados y llenos de esperanza).
En sus incursiones dentro de mí, Un Hombre alcanza nuevas paredes, nuevos ángulos, nuevos límites, y esa voz del instinto de conservación que dice «no más» se hace eco en mi cerebro cuando siento una especie de presión, de resistencia. Pero nunca he dicho «no más». Nunca. Respiro hondo, corrijo el ángulo y me quedo quieta mientras él empuja hasta que me abro y lo recibo más adentro. Me expando en torno a él y el dolor disminuye, se transforma en una profunda sensación de libertad: libertad del dolor, libertad para enloquecer, libertad para estar en armonía con el universo. Aquí todo es físico, y es el nacimiento del amor. Su polla es mi láser sanador. Cada milímetro que avanza dentro de mí perfora mi armadura, la armadura de la autoprotección, y los dos miedos —el amor y la muerte— pierden por un momento su poder, y yo experimento un instante de inmortalidad.