En cuanto volví a hallarme bajo los efectos de la ley de la gravedad, empecé a analizar mi experiencia. Me lo tomé como un trabajo nuevo. Había recibido un don y ahora debía tratar de entenderlo. ¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué él? ¿Por qué ahí?
Había ofrecido mi virginidad vaginal al primer hombre que me prestó cierta atención sexual constante. Me habría casado con él sólo como lo haría una virgen: con adoración e ignorancia. Ocho penes más tarde, me casé con uno. Diez años más tarde, cuando abandoné esa unión, yo llevaba una calentura de mil demonios, como nunca antes —una coneja sobre un tejado de cinc caliente—, pero lo que yo buscaba no era el coito. Necesitaba amor, admiración y adoración al coño. Ese deseo insaciable regía mi vida. Pero entonces apareció Un Hombre y sacudió mi ego hiperanalizado derribándolo de su pedestal de presunción.
Yo era una virgen anal. Él me enseñó, físicamente, dónde residía mi rabia. La ira se desarrolla en el culo. Es un callejón dickensiano, el culo. Pese a su diminuta y olvidada entrada, una vez abierto, contiene literalmente metro tras metro de viejos traumas enrollados, la adherencia interna de lo emocionalmente insoportable. Un Hombre penetró en el enclave de mi rabia y cauterizó la herida.
Ahora yo recibía una segunda oportunidad —no en el hollado camino vaginal, sino en un lugar completamente nuevo para mi conciencia— y pronto se convirtió en el enclave de mi conciencia. Verdaderamente virgen, otra vez. Con el descubrimiento de este nuevo mundo, experimenté todo el prodigio y la belleza que podía ser una desfloración pero que rara vez lo era.
Y así empezó, en mi ingenua complicidad, una vez por semana, dos veces por semana, tres veces por semana. En la mayoría de los casos, a última hora de la tarde. Él era un experto y yo estaba predispuesta. Empecé a contar las veces. Me pareció lo propio.