Contra lo que pudiera parecer, por fin empezaba a asomar en mi vida cierta disciplina romántica. Tras la decepción del cristiano republicano portador de armas, adicto al sexo y dueño de una furgoneta, llegó el momento del ateo izquierdista, monógamo y porrero con un Volvo en leasing. Y una lección liberal sobre la decepción.
Me negué a llorar por el Joven imposible y el cristiano chiflado. Así que intenté lo imposible —un novio con la polla descontrolada— y descubrí que éste también era imposible, pero de otra manera.
Existen dos clases de pollas descontroladas: la primera, la insaciable; la segunda, simplemente indisciplinada y díscola. Yo prefiero la primera, pero a menudo me he encontrado con la segunda.
En una regresión extraña e inexplicable a mis años prematrimoniales, había accedido a ser monógama después de una sesión enloquecida de magreo en mi sofá en la primera cita. Él me lo pidió y yo acepté. Quizá yo misma había vuelto a lo convencional tras la trascendente Trinidad y la enrevesada aventura cristiana. Las travesuras espontáneas eran definitivamente lo más divertido, lo más erótico, pero tenían un precio: la ansiedad de lo efímero.
Enseguida, sin embargo, me acordé de algo peor: la ansiedad de la permanencia. Me había enganchado a un solo ser humano imperfecto. ¿En qué estaría yo pensando? La terapia semanal, en la que despotricaba a voz en cuello, me tuvo «elaborando» esa «relación» durante más de las habituales seis semanas. A lo largo de más de un año intenté ser su novia, sin dejar de patalear y chillar en ningún momento. Incluso me planteé tomar Prozac en este último intento de ser «normal» y «convencional». ¿Acaso no es a través de las drogas como todo el mundo tolera la monogamia?
No soportaba ser el objeto de una pasión desesperada y controladora, pero me pareció que era la postura moralmente obligada si un hombre me «amaba». Me curé el día en que, de pronto, sin darme cuenta, acabé tirada en el suelo de mi dormitorio en posición fetal mientras el Novio me ponía en espera para atender una llamada de trabajo. Me había humillado tanto que no me reconocía a mí misma.
¿Qué me pasa? La maldita pregunta que siempre señalaba con el dedo mi vergüenza, la vergüenza de la niña a quien se consideraba «demasiado sensible». Pero con el Novio progresé. Aguanté lo suficiente para permitir que el dolor traspasase mi masoquismo mental y descubrí el alivio al otro lado: mi sadismo.
Contemplé la posibilidad radical de que tal vez no me «pasase» nada. Salvo quizá que elegía a hombres que me adoraban, me seducían y luego no eran capaces de controlar la polla, y por lo tanto tenían que controlarme a mí. Yo protestaba, me disgustaba, y la discusión se desviaba con éxito de su pene a mi histeria. Ay, el sinfín de inseguridades, comportamientos desconcertantes, adicciones y estallidos de posesividad que habitan en el hombre que persigue el control. Existe sólo una clase de control que de verdad importa.
Concluido mi martirio de buena chica, recurrí a su embriagador antídoto, la liberación de la tiranía. Ya no me adaptaría a los problemas de pene de nadie, fueran inseguridades respecto a la longitud o el grosor, o cuestiones de control perdido y no encontrado. Si una polla dolida y su dueño amenazaban con levantar la cabeza en dirección a mí, me limitaría a alejarme y seguir mi camino.
Le dije al Novio que o lo dejábamos, o podía conservarme como querida, y yo sería mi propia dueña y señora. Incluso redacté las normas: una parodia de un libro de autoayuda, escrito por un par de amas de casa, sobre cómo llevar a un hombre al altar. Sin embargo, mis normas llevaban a la esclavitud.
LAS VERDADERAS NORMAS
Se las mandé por fax. Estas reglas eran un intento serio y demencial de legislar la separación, eliminar todas las áreas de conflicto, convertir nuestra vida sexual en nuestra única vida en común. En fin, merecía la pena probarlo. En realidad, la regla número tres era la única que me interesaba de verdad. Legislaba la esperanza.
El papel de querida funcionó durante unos meses. Él puso a prueba una por una todas las reglas como un niño travieso. Me regaló vestidos y bolsos, y en su arrogancia pensó que ganaría a la competencia. Pero ya era tarde. En cuanto se me presenta un hombre arrogante, saco el machete. ¡Ay, la ira legítima del feminismo! Por fin me había liberado de los hombres cuyo mal rollo era tan grande que yo creía que era mío. Lo que he aprendido de cada relación es la cantidad de dolor emocional que estoy dispuesta a soportar. Éste fue mi último vínculo convencional con un hombre.
La relación tuvo no obstante su lado bueno. Sucedió lo siguiente. Cuando lo conocí, el Novio estaba enfrascado en una terapia con la primera psicóloga de su vida. La adoraba, la elogiaba y quería que yo la conociese: quería su aprobación. Yo era la prueba de su progreso. Entretanto, también yo tenía mi psicóloga, que me ayudó a superar el divorcio, pero yo no la adoraba. Accedí a conocer a la suya.
A las dos semanas de empezar a salir con él, me encontraba ya en un estado de absoluta agitación, y fuimos a verla juntos. Y también yo la adoré. Cielos.
«¿No puedo verla yo también? ¿Por separado?». A él le pareció una idea estupenda: la misma mamá, un terreno común e información similar. Ella mostró menos entusiasmo, pero al final accedió. Fantástico. Por fin tenía a la psicóloga de mis sueños, y ella podía ayudarme a tratar con el irritante hombre que entraba en el paquete.
Éste era un triángulo de otra clase —no sexual en sí mismo—, pero más insidioso. Todas las conversaciones con el Novio eran sobre nuestras terapias por separado y a veces en común. Desde luego, estábamos en la cama con mamá; el problema fue que acabé queriendo más a mamá que a él, mientras que él seguía convencido de ser su paciente más preciado. Igual que cuando un hombre, después de pagar tres bailes a una bailarina de striptease, con la polla tiesa como un palo, afirma muy convencido: «¡Creo que le gusto de verdad!».
Cuando pasé a mi papel de querida, nuestra apreciada terapeuta anunció que uno de los dos tenía que dejarlo, o los dos. Si éramos potencialmente no monógamos, y ella sabía que así era, la terapia se echaría a perder. El Novio anunció que ya había tenido bastante terapia y estaba en condiciones de seguir adelante por su cuenta, reconfortado por la idea de que cuando un hombre prefiere a su amante antes que a su psicoterapeuta es señal de una independencia y madurez recién adquiridas. Esto fue una suerte, porque yo anuncié de manera rotunda que no abandonaría a la psicóloga en ningún caso. Elegí a la psicoterapeuta en lugar de a mi amante, lo que fue señal de mi creciente madurez: por fin había decidido elegir a una mujer y no a un hombre.
Tras cuatro o cinco meses en mi papel de querida, rompí definitivamente y en la última conversación telefónica con el Novio se puso de manifiesto la elegante ironía: no sólo había perdido a su amante, sino también a su psicóloga.
Lo veo de la siguiente manera: una nunca sabe de verdad en qué consiste una determinada relación, hasta después. La mía con ese último novio consistió en encontrar a una mujer que no sólo pudiera analizar y ser testigo de mi desdicha, sino cuya mera presencia en mi vida fuera un eco de mi capacidad, hasta entonces imposible, para sostenerme yo sola independientemente de cualquier hombre.
Y cuando Un Hombre entró en mi vida, ella también me sostuvo por detrás, al tiempo que yo aprendía a darle una orientación sexual a mi masoquismo y eliminarlo así de mi vida.