La pérdida fue desoladora. ¿Acaso tal goce se vería reducido a algo tan sólo pasajero? Probablemente no. La incapacidad de soportar semejante idea me llevó a otro coqueteo con Dios. Esta vez lo conocí en Home Depot.
Yo estaba en un pasillo al fondo con un metro y una sierra intentando cortar por la mitad una barra de madera para colgar una cortina. La vara no paraba de rodar y salirse del banco de trabajo, y las cosas no iban bien. Cuando por fin conseguí hacer el primer corte en la madera, mi bolso de lentejuelas se me resbaló del hombro y la sierra salió volando. Él la recogió y me preguntó si necesitaba ayuda. «¡Ay, sí!», respondí con alivio. Bueno, tal vez sólo era el hijo del carpintero, pero no iba a ponerme quisquillosa con detalles generacionales en ese momento crucial en la sección de maderas. Sencillamente, sabía que me había salvado.
Era alto, apuesto, rubio, de voz suave. Me llevó la barra recién cortada a la caja y me la puso en el maletero del coche. Me preguntó si podía invitarme a comer y fuimos a la hamburguesería de la acera de enfrente. Para un almuerzo de cuatro horas.
¿Cómo puede una mujer soltera, liberada, gozar del indescriptible placer del sexo ilícito? No, no con un hombre casado: eso nunca me ha atraído. Con un célibe. El señor Home Depot era un cristiano converso. Y un «exadicto al sexo». Según él, a menudo se follaba a siete u ocho mujeres distintas en una semana. ¡Dios mío! ¿Podía ser aquél el hombre perfecto? Dios y el Perverso y el Pilonero todos juntos en un tejano de un metro ochenta y cinco. Y además era un manitas.
Me contó la historia de su conversión. Un día de octubre, por la mañana temprano, en una playa de las Bahamas, tras una noche de drogas y desenfreno, Dios —sin que nadie se lo pidiera— le habló. Dijo: «Ha llegado la hora». Como yo misma era una buscadora de la fe, lo envidié. ¿Por qué Dios nunca se había dirigido a mí? Le pregunté si Dios le había hablado en voz alta. ¿Lo habría oído yo también si hubiese estado allí? Pero no obtuve una respuesta clara al respecto. En cualquier caso, a partir de ese día, se había mantenido abstemio y célibe. Ese hombre no había tenido una relación sexual desde hacía quince años. Se me desbocó la imaginación al pensar en todas esas erecciones solitarias. Para mayor interés, no era un converso reciente, sino desde hacía mucho tiempo. Se conocía cada libro de la Biblia del derecho y del revés e impartía catequesis cada semana.
Lo Prohibido unido a lo Inalcanzable era mi afrodisíaco mágico: en esa larga primera comida, me di cuenta de que entre el Converso y yo nunca, jamás, habría sexo, de modo que mi corazón empezó a abrirse y mi coño a anhelar. Una vez más, lo imposible se materializaba ante mis ojos. Él tenía las manos y los pies más grandes que había visto en mi vida. Al escuchar su historia, empecé a sentir una rápida e inminente conversión al cristianismo.
Dijo que no era fácil encontrar una buena esposa cristiana: la única manera en que podía volver a tener una relación sexual legítima. Yo no me lo podía explicar; se le veía tan buen partido… A continuación, admitió, con una sonrisa tímida, que le gustaban las mujeres un poco putas; «pendones», dijo él. Debo reconocer que yo no podía ser una cristiana auténtica, pero llevaba ya varios años ejercitándome como puta y pendón. Las contradicciones de ese hombre eran tan descomunales como las mías.
Le pregunté hasta dónde podía llegar sexualmente sin que Dios se enfadara: «¿Dónde está el límite?». Al cabo de una hora, aún no había recibido una respuesta, sino sólo un perceptible suspiro cuando su lengua alcanzó mi clítoris en el tejado de un aparcamiento cercano. Él había propuesto contemplar la vista. En ese momento, Dios también me hablaba a mí, y la hora había llegado y la vista era magnífica. Así pues, también yo renací a una nueva fe.
Nunca he visto, ni antes ni después, a un hombre mirar un coño de aquella manera. Me sentí penetrada por sus ojos. Proyectaba una avidez inocente y perpleja, cubierta de obscena lujuria y deseo divino. Ha quedado grabada en mi imaginación para siempre y, cuando la recuerdo, cosa que me resulta fácil, me corro en un santiamén.
El riesgo de ser sorprendido en público tenía un efecto prodigioso en el Converso. Una tarde se la chupé en un aparcamiento de una cafetería Denny’s, justo cuando el aluvión de señoras con reflejos azules en el pelo se dirigía a sus Pontiacs después de comer. Tenía una gran habilidad para permanecer tranquilo, sereno y alerta arriba mientras, abajo, me follaba en la boca furiosamente. Jekyll y Hyde, lo sagrado y lo profano, el hombre rijoso de Dios.
En otra ocasión metió la polla tiesa a través de la abertura vertical de mi buzón, follándose a mi puerta mientras yo se la chupaba desde el otro lado y los vecinos pasaban por detrás de él en el patio. Tal vez con ese hombre podría salir. Pero poco después me dijo que tanto Darwin como el Dalai Lama, en general, se equivocaban sobre casi todo, y se desvaneció mi breve esperanza de encontrar un hombre en quien se combinasen lo erótico y lo espiritual. Cuando me dijo que no creía en la evolución (¿acaso yo venía de un mono y él no?), propuse que dejáramos de hablar por completo y buscáramos la abertura de un bonito buzón por la que comunicarnos.
Ese hombre dejaba caer el nombre de Dios como si fueran colegas, y sus herejías se convirtieron en mi obsesión farisaica. Aunque fui invitada a compartir su dicha montando un trío con la pareja que ellos dos formaban, la verdad es que no pude dejar de lado mi inteligencia para aceptarlo. Ahora bien, ser testigo de su arrogancia religiosa en todo su impúdico esplendor fue una inspiración que elevó mi libido a nuevas cotas, y cada erección se convertía en una victoria tangible sobre su conflictiva devoción. Una noche, con mis zapatos rojos de tacón de aguja, medias de malla y un tanga, lo invité a mi jardín trasero. Escondido entre los arbustos, me espió por la ventana del dormitorio, mientras yo, a la luz de las velas, me contoneaba, me desnudaba y me acariciaba. Reinaba el silencio, pero veía su hipocresía endurecerse a la vez que se la meneaba furiosamente. ¿Nos observaba Dios en ese momento en que mi coño tenía prioridad sobre Él? Dado que yo no podía tener a Dios, me conformé con tratarlo como a un rival. De hecho, cada vez que el Converso me tocaba en público, sentía emanar de mi coño una especie de poder religioso.
Me indignaba que el Converso no fuera quien creía ser. Y quien yo esperaba que fuese. Yo quería que fuera de verdad, un auténtico hombre de Dios. Una vez más, descubrí que no era Dios quien me follaba, sino un apóstol suyo. Los defectos de aquel hombre brillaban aún más a la luz de mis desmedidas expectativas y posterior frustración. Al fin y al cabo, yo lo había amado. Un poco. Conmigo él no podía ganar, y al final los juegos se agotaron y yo acabé nuestro autosacramental sólo para adultos. El Polvo Sagrado nunca tuvo lugar. Tal vez ésa fuera su manera de estar a buenas con su colega.