Bajarse al pilón

En los primeros años de mi matrimonio descubrí que el gran antídoto para un mal polvo —o para la ausencia de polvos— es la fantasía, y que la gran ayuda a la fantasía es el Pilonero: el hombre que se desvive por comer el coño. Toda mujer debería tener al menos uno; puede reparar años, incluso siglos, de arremetidas patriarcales. Hay que agradecer, pues, que la liberación de la mujer haya producido toda una generación de esta clase de hombres: el masoquista masculino que ahora puede disfrazarse, legítimamente, de hombre feminista, de lesbiano. Se los puede identificar por todas partes en las esquinas de las calles. Y yo os digo: «Chicas, pillad a uno y ponedlo a trabajar».

El masajista me había enseñado a considerar que mi orgasmo, no el suyo, era el acontecimiento principal, a permitir que el sexo oral compitiese felizmente con el coito, e incluso lo desbancase. Al fin y al cabo, para las mujeres el cunnilingus es una forma de placer mucho más fiable. Es una lección difícil de aprender para una buena chica, sobre todo con tantas pollas por ahí reclamando atención. Los piloneros ayudan. Y también las bragas sin entrepierna. A decir verdad, con un pilonero tenaz las bragas sin entrepierna adquieren su verdadera razón de ser.

Primero como buena chica, luego como mujer casada que no se atrevía siquiera a imaginar el sexo con nadie aparte de su marido, mis fantasías habían sido bastante pobres. Pero tan pronto como apareció el masajista y se convirtió en una fantasía en la vida real, ese poderoso mundo se abrió y mis deseos salieron a borbotones.

Todas esas escenas no vividas me enseñaron mucho sobre mí misma. Estaba la mujer rica que paga por el cunnilingus, y yo pagué, a tocateja. Estaba la chica vulgar con tacones de diez centímetros y un prodigio sin entrepierna: «¡Lámeme los zapatos! ¡Límpiamelos a lengüetazos!».

Y luego estaba la virgen vestida de algodón blanco Victoriano cuyo padre rico paga al «sanador» para que le proporcione su primer orgasmo: es la única manera de salvarle la vida, ya que, por supuesto, tiene una enfermedad mortal. Ella se resiste con todas sus fuerzas, haciéndose la dormida y la frígida, y se corre en un orgasmo que es como una impetuosa avalancha, arrancada de las puertas de la muerte por la caricia de una lengua anónima.

Las fantasías de puta eran prolíficas y mis honorarios exorbitantes. Me fascinaba que el hombre que aparecía en estos encuentros calenturientos fuera muy a menudo casi repugnante físicamente: un hombre–bestia. Por lo general aficionada a la belleza, esta situación inesperada me dio mucho que pensar. Llegué a la conclusión de que toda mujer debe tener un hombre —real o imaginario— con quien ser una puta, para quien ser una puta. Sin embargo, por desgracia siempre he deseado ser la nena tontuela de un hombre. No me refiero a comportarme como una putilla o que sólo me deseen por el sexo, aunque son dos objetivos excelentes. Me refiero a que el sexo sea por un beneficio —ya sea económico o cualquier otro— más que por el deseo físico. Si una mujer se ve impulsada por un anhelo físico, es vulnerable; con un hombre–bestia, obviamente, conserva su poder. Pero eso no es lo más interesante.

También descubrí que el sexo imaginario con un hombre a cambio de algo es de lo más excitante. La puta que una lleva dentro se ejercita a fondo, por así decirlo. Vender la sexualidad, por propia elección, libera los deseos de una mujer de las incriminaciones, restricciones y represiones propias de una buena chica que proliferan cuando una está «enamorada». Y he aquí la paradójica sorpresa: el amor brota en forma de gratitud en un torrente de una increíble energía sexual sin censura. Con los hombres–bestia fruto de mi fantasía conseguía orgasmos que estaban, en último extremo, exentos de toda culpa; era, al fin y al cabo, mi trabajo. Veréis, tengo una ética del trabajo impecable, mientras que en asuntos del corazón ignoro por completo mis derechos, y más todavía su aplicación. Cuando el sexo se convierte en mi trabajo, tengo las de ganar, y encima con dinero en mano.

Descubrí que si dejaba volar estas distintas fantasías sin censura, revelarían partes de mí que de otra manera quedaban por completo ocultas. Me interesó en especial ese breve instante previo al momento de inevitabilidad orgásmica. ¿Qué pensamiento, qué dinámica, qué imagen causaría la pérdida de control final, mágica? Ése era el momento central que parecía unir la conciencia con lo divino, y con mucha frecuencia vi que este camino noble estaba inspirado por actividades totalmente putescas (véase más arriba, y más abajo). Este encuentro de las galaxias en las cloacas aún me fascina.

Aprendí, por ejemplo, que a menudo alcanzo el punto de la inevitabilidad si me inspiro en una imagen o un pensamiento extremo como «último recurso» que me muestra a mí, mi coño, mi clítoris, como lo más expuesto, lo más visto, lo más vulnerable. La pérdida de responsabilidad —yo no tengo la culpa— lo consigue siempre.

Mi fantasía con el ginecólogo funciona muy bien: yo soy el conejillo de Indias, por unos honorarios de quinientos dólares —necesito realmente el dinero; sólo es por el dinero— en el último semestre de clases para los estudiantes de medicina de final de carrera. Estoy detrás de una gran sábana blanca, haciéndolo sólo por la pasta, despierta, y sobre todo: esto es trabajo. Al otro lado de la sábana, mis pies están en unos estribos, los muslos separados y mi coño abierto para la exhibición. El médico que da la clase primero usa un apuntador para señalar a los diez estudiantes la anatomía sexual femenina. Luego, el muy sinvergüenza, empieza a usar los dedos para explicar mejor los detalles. Y todos esos estudiantes, de ambos sexos, miran atentamente mi chocho rosa y afeitado, mientras yo leo la sección de cultura y ocio del New York Times al otro lado de la sábana, indiferente y anónima, sin sentir nada… o eso creo.

La última clase se dedica al clítoris y la excitación sexual femenina, y el médico propone que, para un conocimiento completo, cada alumno se acerque y dé una única y bien merecida lamida antes de la hora del almuerzo. A esas alturas yo estoy un tanto distraída y me pregunto por qué el Times no trae el horóscopo, y entonces el buen doctor remata la faena, demostrando a todos esos jóvenes que es un médico experto. Ahora ya sé mi horóscopo: es un «buen día», lleno de «oportunidades insólitas» con una «tentadora oferta» de un «empleo lucrativo que promete una inesperada recompensa personal».

En cuanto al anonimato y el sexo: considero una actitud muy corta de miras despreciar el concepto de sexo «anónimo» —real o imaginado— por considerarlo «impersonal» y por ser un vergonzoso indicio de «cuestiones íntimas» no resueltas. Esto es un terrible malentendido basado en el mundo posfreudiano, donde la «individualidad» y la «autoexpresión» se han elevado a un rango inmerecido que nos obliga a cargar con el peso de «ser una misma» a todas horas. ¿Quién puede ser «una misma» durante el sexo? Yo no.

En el anonimato reside la libertad de la opresión: de la personalidad del otro miembro de la pareja y de las exigencias del propio ego. Las vendas en los ojos son tus amigos, que ocultan tu vergüenza y la identidad de tu amante demasiado humano. El sexo anónimo no tiene que ver con evitar nada. Para mí, tiene que ver con una especie de grandiosidad inocua: cuando soy anónima, existo como algo mucho mayor que mis detalles particulares. Me convierto en un arquetipo, un mito, una diosa de Joseph Campbell que se abre de piernas para beneficio de toda la humanidad hasta el fin de los tiempos. Esta generosidad imaginaria me reporta los orgasmos más intensos.

Un heroico pilonero se acercaba, me comía, muy, muy despacio, retándome a no correrme. A veces yo aguantaba más de una hora. Es maravilloso estar en la posición de intentar resistirse, no de rezar para correrse. Él deseaba una cosa en especial: lamerme el culo. Vale, decía yo, adelante. Pero no sólo me lamía el culo, me follaba el culo con la lengua, algo de verdad impresionante; hasta la fecha nunca había sentido una lengua a tal profundidad. Él no se quitaba la ropa, y tenía el buen gusto de no besarme en la boca.

Sin embargo, existe un riesgo con los piloneros. A veces, pierdo mi respeto cuando un hombre se muestra tan deseoso de lamerme el coño que sé que se entrega a la necesidad de complacerme más que a su verdadero amor por el coño. Eso me incomoda. La intención lo es todo, y yo la siento en el clítoris. Para mí, es más importante que un hombre ame el coño en general que el mío en particular. Al fin y al cabo, si le gustan todos en su conjunto, el mío es un tanto en su haber. Pero si a un hombre sólo le gusta el mío y no todos los demás…, en fin, sencillamente no me fío de él. Con esa clase de hombres he aprendido a guiar mi orgasmo con la fantasía, y, al igual que él, jugar al juego de la utilización. Mientras lame furiosamente, entregándose a su codependencia, repaso en mi agenda a todos los hombres que he conocido, todos presentes entre el público, sus erecciones perforando el aire, observando a éste mientras pasa la lengua por el altar que todos ellos aún codician. Siempre me surte efecto.

Es mi altruismo, no mi narcisismo, lo que fomenta esta fantasía. Al fin y al cabo, un hombre puede adquirir grandes conocimientos en la fuente del orgasmo de la mujer: cómo reducir la velocidad, acelerarla, ser constante, ser variado, ser insistente, ser imprevisible, ser paciente, ser escandaloso, ser generoso, ser ingenioso. De hecho, no hay nada de valor, en sentido filosófico y práctico, que no pueda aprender si es capaz de convertir el delta de Venus en el Vesubio.

La mayoría de los hombres lamen y chupan y beben un coño, y no me quejo. Pero raro es el hombre que lo hace con toda la conciencia puesta en la lengua. Es esta conciencia la que conmoverá a una mujer; cuando la conciencia de ella —en su clítoris— se encuentra con la de él, el orgasmo señala su unión. En última instancia, es aquí —o más bien allí abajo— donde un hombre aprenderá a ser ganador o perdedor, tanto con las mujeres como en la vida.