Este lecho tu centro es, estas paredes tu esfera.
John Donne
Mi primera aventura empezó una semana después de acabar mi matrimonio. Es asombroso lo que pueden precipitar dos llamadas: una dio por terminada una relación de diez años, la otra permitió concertar un masaje de una hora que representó el inicio del resto de mi vida.
El adorable masajista. Ya me había dado dos masajes por mi lesión de cadera, y yo había contenido el aliento para disimular mi deseo: aún estaba casada. Pero llegado el siguiente masaje, ya no lo estaba, y di mi primer paso atrevido. Se le notaba demasiado profesional para insinuarse, así que decidí que eso me correspondía a mí. Planeé de antemano que si (¡ja!), me excitaba otra vez, diría algo hacia el final de la sesión, pero ¿qué? No quería pasar vergüenza, y el riesgo era grande.
Al final de ese tercer masaje, rebosante de una década de deseo sublimado, hablando en general, le pregunté:
—¿Tus clientas se excitan alguna vez?
—Sí —contestó, y se levantó de una silla al otro lado de la habitación para volver a la mesa donde estaba tumbada—. Pero yo paso.
Era joven y guapo, con grandes ojos azules y labios carnosos, pero el motivo de mi atracción no era eso, sino sus manos mágicas. Me puso una bajo la garganta y yo perdí todo pudor y autocontrol. No se apartó, sino que deslizó la mano por debajo de la sábana. Durante las siguientes horas descubrí que su boca y su lengua irradiaban la misma corriente mágica que sus manos, y pensé que moriría del placer que me daba. Era un sueño de placer, de amor; sí, de amor, amor físico. Y sin follar, sólo chupando.
Cuando se fue, me sentía aturdida; nunca había estado tan receptiva. Mi clítoris había salido de la hibernación, ya no se escondía, ya no estaba asustado, sino que asomaba, buscaba contacto directo con el cielo. Por primera vez me sometí a mis propios orgasmos, intentando sólo sobrevivir a las contracciones, permanecer consciente a pesar de aquel placer aniquilador. Supe en ese preciso instante que la decisión de romper mi matrimonio y esos votos expresados ante Dios había merecido la pena. Sólo por esas dos horas había merecido la pena. Tenía la certeza, claro está, de que no volvería a ocurrir. ¿Por qué me sentía tan dichosa cuando también me sentía culpable? Culpa, placer, y el hombre imposible: los ingredientes del éxtasis sexual empezaban a ser evidentes.
Esperé la obligada semana, contando los días, y llamé para solicitar otro masaje, sin esperar nada, queriéndolo todo. Me sobresalté cuando sonó el timbre de la puerta: bañada, perfumada y obsesionada. Volvió a suceder. Otra vez, y otra, y otra más.
Un día propuso un par de reglas: había estado pensando, igual que yo, cómo conseguir que aquello ocurriera cuando no debía ocurrir. Él no jugaba con las clientas: yo era la primera, así que debía ser discreta, muy discreta. Por supuesto. La otra regla: nada de coito. Ningún problema. «Sólo vamos a jugar», explicó, y entendí en qué consistía en realidad el juego. Para mí, en cualquier caso, follar no tenía gran interés. Como mucho, era el pago por una buena lamida. Ahora la lamida era la única actividad. Y él nunca, jamás, en todo el tiempo que lo traté, se quitó los zapatos. Sus zapatos se convirtieron en nuestro mutuo indicador de que seguíamos dentro de los límites de la decencia. Más o menos.
Me enseñó la primera forma de sexo que me representé en palabras, que quise describir y conservar en palabras. Y así empecé a escribir. Cada vez que venía, y se marchaba, yo iba derecha a mi cuaderno y lo anotaba todo. Experimentaba un placer inconcebible, y plasmarlo en papel sería la prueba de que lo inconcebible existía.
Yo era consciente de que algo profundo me había sucedido: había dejado de ser la mujer insignificante, herida, dolida y desdichada de siempre para convertirme en el canal de un placer que era mucho mayor que yo misma, un placer del que no era dueña, pero que podía sentir. Y no podía experimentarlo en silencio. Tenía que contárselo a un público desconocido, indefinido. Quizás ese público en realidad era yo, mi yo ateo e incrédulo que oía hablar sobre la esperanza a mi yo sexual transformado.
Me besa el vientre, el interior de los muslos, el vello púbico. Al final, con una lengua muy suave, muy delicada, entra en contacto con mi coño, mi clítoris. Abro los ojos. Veo sus ojos preciosos, mirándome, con la boca hundida en mi coño. Separo las rodillas ciento ochenta grados, apoyo los pies a los lados de su pecho, aprieto el coño contra su boca, contacto, contacto, contacto. Se queda ahí largo rato. Tengo muchos orgasmos cortos, muy intensos. Mueve la lengua y la boca deprisa de un lado a otro; de pronto, se detiene en la punta, en mi centro, un punto diminuto donde se concentra la esencia de mis emociones, mi poder y mi amor. Mis piernas y mi vientre se convulsionan, se contraen, vibran. Durante estos momentos de liberación sé que no ha terminado. Poseída, estallo. Levanto el torso de la mesa una y otra vez, él mueve la lengua furiosamente, pierdo el control de las piernas, agito los brazos. Lloro, gimo, consciente de mis lágrimas de alegría como nunca antes, consciente de que alguien ha sido tan amable conmigo.
Cada vez que yo telefoneaba, daba y recibía placer. Su lengua en mi clítoris, suave y rápida, se convirtió en el centro del mundo. Y sus dedos por todas partes: sus dedos en mi clítoris, sus dedos en mi coño, sus dedos en mi culo. ¿Cuántos tentáculos puede tener un hombre? Dejé de darle propina. Pero compré un bono por diez masajes con descuento. Insistió, por su propio bienestar moral (y quizá también por el mío), en darme siempre un masaje, aunque en más de una ocasión el masaje llegó después de lo otro.
Me sorprendió lo mucho que me gustaba chuparle la polla. Era porque él antes me había demostrado amor y yo, agradecida, me arrodillaba ante él. Hice a ese hombre la primera buena mamada de mi vida, una que me salió del alma y me hizo saltar las lágrimas. Era la primera vez que me sentí tan agradecida hacia un hombre.
Nunca nos vimos fuera de la habitación de mi apartamento. Nos quedábamos en el dormitorio, y sólo íbamos a la cocina para reponer líquidos y al cuarto de baño para lavarnos. El dormitorio era nuestro mundo. Nada de cenas, nada de citas, sólo llamadas para concertar un masaje. Como la lesión de la cadera había puesto fin a mi carrera artística, el seguro pagaba los masajes. Un seguro para la resurrección de mi deseo sexual profundamente dañado.
Estaba obsesionada con mi masajista. Intenté llenar el tiempo entre las sesiones, preguntándome: ¿vivía para verlo o lo veía para poder vivir? Con él aprendí que me siento más viva y soy más perspicaz e inteligente en plena actividad sexual. Y experimenté por primera vez la intensa belleza de disponer de un tiempo y un lugar reservados a un amante donde el placer sexual es el objetivo mutuo, el único propósito consciente. Al fin y al cabo, nunca se sabe dónde va a acabar una cena. Muy a menudo la conversación se va al traste y frustra la posterior posibilidad de sexo. Me gusta saber cuándo voy a tener una relación sexual: es algo demasiado importante para dejarlo al azar.
Los límites en torno a lo erótico… Mi teoría cobró alas. Una habitación, una cama, dos cuerpos, música, sin intrusiones. Ésta era la vida que deseaba explorar, y exploré, una vez por semana durante más de un año. «El marco es un límite que aísla herméticamente el objeto, de manera que todos lo que experimentas, todo lo que importa, está dentro de ese límite», escribió Joseph Campbell. «Es un espacio sagrado, y te conviertes en un sujeto puro para un objeto puro». La fealdad, comprendí, sólo entra en mi vida amorosa cuando lo hace la vida real. Los coches, las llamadas, las facturas, las hipotecas, la comida, la familia, los horarios, el dinero: todos éstos son temas de controversia y control, y destruyen el vínculo erótico.
¿Me amaba? ¿Fantaseaba conmigo? ¿Soñaba con ser mi marido? ¿Se preguntaba si yo veía a otros hombres y le molestaba? ¿Impregnaba yo todos sus momentos de vigilia? ¿Se preguntaba a quién saldrían nuestros hijos? Si la obsesión mental es la prueba del amor, dudo que estuviese enamorado de mí.
Pero me amaba mientras estábamos juntos. ¿Centraba en mí toda su atención? ¿Era tierno y obsceno y encantador y se entregaba a mí por entero para multiplicar mi deseo? Sí, desde luego, en ese sentido me amaba. Y resultó que esa clase de amor era la que yo deseaba. Empecé a desconfiar de los hombres cerebrales, de los hombres que hablaban, y de las declaraciones de amor verbales. Uno no puede amar sólo con palabras. Eso yo ya lo había intentado. Dar y recibir palabras de amor, por ingeniosas y shakesperianas que sean, es una estratagema propuesta por poetas poco hábiles con la polla. Uno ama de obra. El lenguaje puede esclarecer y explicar y divertir, pero no te puede cambiar la esencia. La experiencia sí.
Yo estaba enamorada de él, por supuesto. Hasta que dejé de estarlo. No creo que el amor sea real sólo cuando perdura muchos años y está marcado por una alianza. Mi anillo de casada sólo me había recluido, arrebatándome en último extremo tanto la libertad como el amor. Para mí, el amor sólo existe en un momento elegido en el tiempo: no hay ninguna otra manifestación salvo la que está disponible en este preciso instante. Repetir esos momentos es la clave.
Pero el masajista no era real, decidí. Era sólo mi efímero ángel sexual que aparecía una y otra vez con su mensaje celestial en mi dormitorio a las horas acordadas. Tal vez, pensé en lo más hondo de mi alma no examinada, soy en realidad una chica convencional que sencillamente se salió de su órbita, y lo que necesito es un novio. Tal vez las masas supieran algo que yo ignoraba sobre los hombres y las mujeres y el amor y el sexo. Así que también intenté salir con hombres. Seis semanas por cabeza, sexo rápido, oral, pero cuando me follaban me sentía jodida en todos los sentidos y los despachaba, uno tras otro.
Entraban, salían, se apartaban, y yo me sentía utilizada y, encima, mal pagada.
Así que seguí llamando al masajista, y entonces pagaba yo. Era un trato mejor.
La decepción es un excelente maestro, siempre y cuando una sobreviva a los desgarros de su ideal romántico. Después de mi matrimonio, yo estaba predispuesta, abierta y furiosa, y nada de lo que hacían los demás o proponía la «sociedad» en cuanto a la manera de relacionarse tenía para mí ningún mérito. Lo que sabía no me había servido de nada, así que podía probar cualquier cosa. Tenía, sobre todo, la valiosa experiencia de primera mano de que, en las «relaciones» desarrolladas en el marco de la «vida real», tarde o temprano se pierde la excitación erótica. No era una conclusión especialmente original, pero había llegado a ella por mí misma. A la vez, como soñadora que soy, estaba convencida de que tenía que haber otro camino. Ahora lo veía todo al revés: donde esté una mamada que se quite el amor.
Estaba descubriendo que si el escenario teatral me dejaba aturdida, temerosa e invisible, el escenario sexual, por el contrario, hacía aflorar en mí una teatralidad y un aplomo espontáneos que, supe, era mi auténtico yo, o al menos el que más me divertía. Así pues, como una científica del sexo, me dispuse a poner a prueba mis teorías, a adaptarlas a conveniencia, y a formular otras nuevas conforme evolucionaban. Ya lo había perdido todo, de modo que no tenía nada que perder. Así las cosas, oscilaba entre los experimentos con el pesadillesco compromiso con el sexo modoso y la emoción del sexo impúdico sin compromiso: coge tu tantra y métetelo por el yoni.
Sólo dos normas regían mi conducta. Una era sexo seguro sin excepción: me convertí en la Reina de los Condones. La segunda era la importancia del control de calidad. Si el sexo no es extraordinario, o al menos fascinante, apéate, déjalo, cambia de marcha y toma otra dirección sin discutir apenas. A consecuencia de ello, había muchos cuerpos desechados flotando en el foso en torno a mi castillo, pero el puente levadizo siempre estaba bajado, invitando a nuevos especímenes a mi laboratorio. Venían en tropel.