Tuve el primer orgasmo, yo sola, a los dieciséis años, después de ver una película pornográfica francesa titulada Exhibition en un cine de arte y ensayo del Upper East Side, Nueva York, en compañía de una amiga tan curiosa como yo. Pese a que no había nada de impropio en el lugar, fue mi primera experiencia cinematográfica en la que mis pies permanecieron clavados al suelo frente a mi asiento; fue una experiencia de lo más perturbadora para mi alma virgen.
No obstante, mientras veía masturbarse a la mujer en la pantalla, me di cuenta de que yo sencillamente no había prolongado lo bastante mis propias exploraciones para llegar al big bang. Al salir del cine, me fui derecha a casa e imité a mi nueva mentora con resultados inmediatos. Así se inició mi larga y secreta carrera de aspirante a actriz porno.
Seguí ensayando para mi debut, pero no vi razón para utilizar a un hombre en el proceso. Un año más tarde, en una fiesta, un chico torpe me metió la lengua hasta la garganta a la vez que me apretaba algo duro contra el vientre. Esto confirmó mis sospechas. Los hombres eran unos ordinarios.
Poco después, un atractivo mujeriego que sabía que yo era virgen insistió en perseguirme y logró cambiar todas esas percepciones negativas. Era famoso, fuerte, carismático y sexy como mala cosa. Un donjuán. Tras mucho resistirme, actitud que le divertía, le permití la entrada. Excitación, presión, un charco de sangre, y el despertar.
Hasta entonces nunca había visto un pene erecto. Me quedé pasmada. Pero en cuanto empezó a penetrarme, me sobrepuse. Me dominó —físicamente, por completo— y fue lo más emocionante que me había pasado jamás. Sin embargo, creo que nunca tuve un orgasmo con él: me excitaba demasiado. Y estaba perdidamente enamorada. Él me inducía a imaginar un mundo más allá del mío.
Seguí enamorada durante dos años a pesar de que la aventura duró menos de tres meses. Volviendo la vista atrás, ahora caigo en la cuenta de que el primer comentario sexual que me hizo fue: «Tienes un culo fantástico». Ya por entonces debía de ser mi destino. Pero tardé años en saberlo. Vista por detrás, yo gustaba.
Después de perder la virginidad, empecé a sentir gran interés por mi coño. Hasta entonces no sabía que ese agujero oculto por debajo de mi cintura era la vía de entrada a mi corazón. Otros llegaron a la puerta, ahora abierta, y yo pasé a tener lo que, por lo visto, todo el mundo tenía: sucesivas relaciones monógamas de distinta duración. Nunca se me ocurrió que no era necesario ser monógama a partir del momento en que un hombre te metía la lengua en la boca. Sencillamente era así —sellada con saliva—, y yo no tenía experiencia suficiente para pensar que había otras opciones. Mi segundo y tercer novio —los dos «buenos chicos» y jóvenes «idóneos»— me dieron a conocer el orgasmo a través del sexo oral y me quedé colgada de eso, de sus lenguas, pero no tanto de ellos. El coito que seguía a eso sencillamente parecía una parte del trato. Y después de ellos hubo otros novios. Más de lo mismo.
La única vez que tuve una relación sexual no definida por la monogamia fue con un tramoyista que conocí en un bar. Melena rubia, vocabulario vulgar, tatuajes. Yo estaba tomando una copa con unos amigos una noche cuando se volvió hacia mí y me susurró: «Quiero que te sientes en mi cara».
«¿Cómo dices?», pregunté. No sabía de qué me hablaba. Él pensó que yo bromeaba, pero no era así. Así que me lo explicó. Tomé otro vodka, salí del bar con él y me senté en su cara. No lo había hecho nunca. Tenía unas manos grandes con las que me manejaba como si fuese carne, y de primera. Fue la segunda vez que supe lo que era estar con un hombre que no me «convenía», un hombre con quien sabía que no habría «relación». Follando con él, sentí la extraordinaria fuerza del choque con un ser totalmente ajeno a mí. No podía abandonarme con un igual, sino sólo con un hombre que fuera imposible.
Pero entonces me enamoré profunda, repentina y absolutamente del hombre que sería mi marido —fue como darme un golpe en la cabeza con un bloque de cemento, catacroc, y de pronto estaba en el altar— y los chicos malos quedaron desterrados. Ni se me ocurrió tener una aventura mientras estuve casada. Era impensable: quería demasiado a mi marido.
Él era mi destino, mi marido. Pero había pensado que eso significaba mi final, mi última parada, cuando en realidad era el comienzo, el maldito comienzo. Dios mío, cuánto sufrí. La profunda desilusión de que el gran amor de mi vida se estrellara en la pedregosa carretera de la realidad fue un golpe tan duro que mi conciencia no pudo sobrellevarlo, y menos aún comprenderlo.
Abandoné a mi marido después de diez años. Él ya no me veía, y ni siquiera supo que yo tenía ojo del culo. Me había retirado de la danza unos años antes debido a una lesión de cadera cuyos primeros síntomas aparecieron seis meses después de casarme. Ya veis, las malévolas señales de la vida. Según una amiga mía, es en las caderas donde una deposita la confianza en su cuerpo. ¿Paparruchas? Quizás. En cualquier caso, tanto la articulación de mi cadera derecha como mi confianza quedaron heridas.
Me volví insoportable, tanto para mí como para mi marido. Un alma en pena quejumbrosa, una ninfómana célibe con una maleta llena de motivos de resentimiento y lencería a juego. Hice una lista de cincuenta y dos de los primeros y me marché con lo último. Libertad. Miedo.