El ballet se aprende delante de un espejo. Horas y horas y horas y más horas delante de un espejo. Cuando era pequeña, como alumna concienzuda, y luego como adulta profesional tanto en las clases como en los ensayos, aprendí que cada arqueo del pie, cada mirada, cada ángulo del brazo, cada giro de la pierna, cada sonrisa, cada mueca, cada esfuerzo, es realizado y observado simultáneamente por el propio yo, esa nebulosa entidad llamada conciencia. Una se convierte en sujeto y objeto a la vez.
He calculado que en veinticinco años de danza pasé aproximadamente mil ochocientas horas actuando frente a un público, y dieciocho mil horas ejercitándome delante de los enormes espejos murales que son el elemento principal de todo estudio de danza. Esta intensa e incesante exposición diaria tiene un marcado efecto en lo que llamamos la imagen de una misma. A diferencia de lo que suele creerse, tanto tiempo observándose no fomenta el narcisismo ni la vanidad. Todo lo contrario. Nos observamos con ojos adiestrados para ser críticos, competitivos y comparativos. Sí, de vez en cuando la imagen es satisfactoria, hermosa, digna de verse. Pero con mucha mayor frecuencia es la imagen de una imperfección: del cuerpo, la línea, el rostro, la indumentaria, el movimiento. A menudo, este único defecto parece eclipsar todos los esfuerzos, incluso la existencia misma.
El espejo muestra la imposibilidad de la perfección.
Y de este modo nació una curiosa intimidad: yo me moldeaba, cambiaba, mejoraba y modificaba el estilo constantemente mientras el espejo —frío e inmutable— juzgaba, como Dios. El espejo era ahora carcelero y salvador, una fuente de autodesprecio y a la vez la única fuente de afirmación. Me veía humillada ante el poderoso espejo con su ilusión de tres dimensiones en sólo dos. Me sometía por completo. En tanto que Dios me parecía lejano, la autoridad del espejo sobre mí se me antojaba absoluta.
Con el tiempo caí en la cuenta de que, como Dorian Gray, había abandonado toda la percepción de mí misma en manos de mi reflejo. El inquietante resultado de esta sumisión a lo que veía —a mí, pero invertida— es que, cuando estaba en el escenario, donde el foso de la orquesta y el agujero negro de un público sustituían a mi propia imagen en el espejo, ni siquiera sentía el movimiento de mi cuerpo. Existía única y exclusivamente en el espejo; en el escenario era mi propia sombra, un vapor. Sólo a la mañana siguiente, de nuevo en la barra, me encontraba a mí misma en el espejo y volvía a confirmar mi existencia.
A los veintitrés años, cuando aún bailaba, intenté casarme con Dios. Fue todo muy repentino. Su padre era pastor, y él era creyente, y de ese modo la atea frustrada y en continua búsqueda que llevaba dentro probó a acceder a la religión de la única manera a su alcance: entrando en la familia por vía del matrimonio. Mi marido fue el primer hombre que me devolvió una imagen reflejada de mí misma preferible a la del espejo. Así trasladé de inmediato mi dependencia a su punto de vista. Ahora existía, pero de manera distinta. Él adoraba lo que veía y me lo decía; era una sensación maravillosa. Una vez más, había encontrado una buena razón para sospechar que tenía una existencia.
Sin embargo, con el paso del tiempo, mi marido empezó a ser cada vez menos fiable a la hora de mostrarme mi propia imagen en la vida de cada día. Era un hombre que codiciaba muchas pasiones artísticas y al final fui sustituida por otros intereses. Mi reflejo se desdibujó; demasiadas huellas sobre el espejo en otro tiempo nítido. Emborronada, reducida a una mancha en su cabeza, me encontré, una vez más, bailando aturdida en el agujero negro. Dios había apagado los focos.
¿Dónde estoy? No veo. No siento. Será que no existo.