Para mí, encontrar el Paraíso empezó hace décadas con la búsqueda de Dios. He intentado dar con Él desde los cinco años, cuando mi familia se trasladó al sur del país, a una zona dominada por el protestantismo evangélico. Allí daba la impresión de que todo el mundo conocía personalmente a Dios menos yo. Le pregunté a mi padre. Él tenía razón en todo. «No, Dios no existe», explicó. «Eso es para la gente que lo necesita. No es nuestro caso».
Pero yo sí lo necesitaba. En mi colegio todos eran creyentes practicantes y temerosos de Dios. ¿Podían estar todos ellos equivocados, y también sus padres? Fui declarada atea desde que nací. Lo hecho, hecho estaba. Pensé que podía dar la gran noticia de que Dios no existía a todos mis compañeros de clase, o que podía investigar a Dios por mi cuenta, no fuera que tuviesen razón sobre él.
Ahora pienso que hay dos maneras distintas de creer. O te adoctrina tu familia, y la fe te acompaña toda la vida, pese a la rebeldía o las pruebas de lo contrario; o tienes una experiencia real de Dios tan poderosa como para contradecir tu adoctrinamiento inicial. Así que asumí una identidad difícil: la del ateo que ansia creer, pero no puede. La duda predeterminada siempre me dejó el anhelo de un Dios que no podía existir. Había nacido el Conflicto; la Búsqueda había empezado.
El año anterior, a los cuatro años, había empezado a ir a clases de ballet. Esta sencilla actividad, al principio de una sola sesión semanal, se desarrolló a lo largo de las dos décadas siguientes, culminando en una carrera profesional de diez años con una de las mejores compañías de danza del mundo. Sin embargo, la intención inicial de mi madre era tan sólo proporcionarme ejercicio físico para estimular mi inexistente apetito, y para mantenerme alejada de los deportes de equipo donde se utilizaban pelotas: de niña, me aterrorizaban las pelotas de cualquier tamaño lanzadas hacia mí. En el ballet no había pelotas, y por tanto nada tenía que temer. Me concentré, pues, en el vestuario bonito, las zapatillas de ballet rojas y los movimientos muy controlados.
Fue en el mundo del ballet donde mi investigación sobre Dios encontró su mayor laboratorio. Las mejores bailarinas creían en Dios, todas y cada una de ellas, así de sencillo. Realicé varios estudios por mi cuenta en el transcurso de los años, y seguí atenta a Dios durante toda mi carrera profesional, donde las pruebas eran más sólidas. En la academia de ballet, creían en Dios entre el sesenta y el setenta por ciento de las damiselas; entre la selecta minoría que había superado todos los obstáculos y llegado a formar parte de la compañía, el porcentaje se elevaba a cerca del noventa y cinco por ciento. Deduje que la clave de la superioridad de esas bailarinas residía en su capacidad de creer. Conservaban la fe cuando las cosas se torcían. A mí, cuando una clase me salía mal, la mala era yo, y eso me llevaba a más clases malas. Cuando a ellas les salía mal una clase, creían que era una «lección», «la voluntad de Dios», una señal luminosa en la pantalla, y la siguiente clase les salía bien y, de ese modo, progresaban de una manera uniforme y previsible. Yo, como atea, no tenía a quién echarle la culpa; la duda acerca de mis aptitudes crecía en proporción directa al número de clases que me salían mal.
Después de diez años de este tipo de formación, incluso una clase buena se me antojaba mala; no sólo había perfeccionado los pliés, sino mi capacidad de autocrítica. Claro que lamentaba no poder achacar esas clases malas a Dios como las demás chicas; habría sido todo un alivio. Pero ellas vivían bajo una «ilusión», mientras que yo enarbolaba la bandera de la verdad, de modo que seguí en la brecha, mártir de mi ateísmo. ¡Dios mío, cómo las envidiaba! No por su danza, sino por su fe.
Mi angustia por este imponderable obsesivo encontró una salida productiva cuando, a los once años, aprendí a hacer ganchillo yo sola con la ayuda de un libro. Mi madre hacía calceta y me había enseñado aquello de un punto del derecho, otro del revés con las dos agujas; pero cabía la posibilidad de perder un punto, y descubrirlo demasiado tarde para corregirlo. Semejante riesgo me horrorizaba. Con el ganchillo, en cambio, no sólo había muchas más combinaciones posibles, sino que, además, nunca se perdía un punto.
Empecé con bufandas y gorros y evolucioné a los ponchos, jerséis de cuello cisne, bolsos de todos los tamaños, blusas de encaje con volantes, corbatas, colchas e intrincados mantelitos de hilo muy fino y brillante. Todos esos puntos, todo ese hilo y algodón mercerizado, todos esos colores pastel, dentro y fuera, arriba y abajo, tirando y aflojando, nudo tras nudo. Se me daba bien, era rápida, compulsiva e incansable con mi ganchillo y mi hilo: todos los miembros de mi familia llevaban alguna extraña prenda de lana hecha por mí. Yo siempre tenía varios proyectos en marcha a la vez, así que mis manos nunca estaban quietas.
El punto, ahora lo veo, era un depositario perfecto de mis ambiciosas tendencias anales; cada objeto crecía de una manera controlable y predecible, y no se exponía al caos irracional de mis inquietudes existenciales. Me abrí paso a través de la adolescencia a golpe de ganchillo mientras cosía cintas a mis zapatillas de ballet e intentaba emular la fe de mis compañeras.
Ahora creo que la danza se basa en dos cosas: la buena conducta y una fe visible. Para mí lo primero era fácil; lo segundo imposible, y, por consiguiente, tanto más deseable. Ser bailarina fue mi primer y, quizá, más serio intento de alcanzar la fe. Pero fue como proponerse ser monja sin creer en Dios. Tenía capacidad de esfuerzo más que suficiente, pero no podía obligarme a creer.
Aun así, negarme la comida durante todo el día a la vez que bailaba durante todo el día me pareció un buen punto de partida. Al menos ejercitaba el autocontrol, asegurándome de que mi cuerpo sería tan esbelto como el de las chicas creyentes. Eso podía conseguirlo sin Dios. Bastaba con no comer hasta la noche. Así me sentía de fábula. Poderosa. Con la comida —o, mejor dicho, sin la comida— podía competir con las creyentes. Incluso podía estar más delgada que algunas de ellas. Pronto aprendí a sobreponerme al dolor, a negar el dolor: los dedos de los pies ensangrentados y los tendones distendidos, la horrible soledad de la atea. Muy útil. Si conseguía negar lo suficiente, razoné, quizás incluso conseguiría negar mi negación de Dios.
A los diecisiete años ya era bailarina profesional, y empecé a actuar en público ocho veces por semana. Fue entonces cuando comencé a santiguarme antes de salir al escenario. Se lo había visto hacer a la mejor bailarina del mundo, y pensé que acaso fuera ése su secreto. Así que lo intenté, entre bastidores, sola, cuando nadie me veía, antes de salir a escena. Era como un paso de ballet más. Yo quería que tuviese un significado. Y lo tenía. Si bien no implicó la aparición de Dios en mi conciencia, sí puso de manifiesto mi convicción de que el ritual era la manera de invocarlo, en el improbable caso de que Él se dignara alguna vez revelarse ante mí.
Un verano en que estaba en París de gira empecé a coleccionar rosarios de las tiendas de antigüedades del Boulevard Saint–Germain: viejos, con el nácar desportillado. Suponía que si eran viejos y europeos, estarían impregnados de la fe de creyentes anteriores, y así, pese a mi deplorable darwinismo, tal vez me contagiasen parte de su fe. Llevé uno a modo de collar durante un tiempo, aunque me dijeron que era un sacrilegio. Daba igual. Necesitaba ese rosario en mi cuello, que su historia se filtrara en mi piel pagana con el roce.
Los rosarios me llevaron a los santos. A los dieciocho años, los leía ávidamente a todos —san Francisco, santo Tomás, san Jerónimo, las dos Teresas—, pero me centré en las mujeres que morían de hambre, que se desangraban, que se flagelaban con ramas de abedul, que lamían las heridas supurantes de los leprosos, que despertaban en medio de la noche traspasadas por el amor de Dios. Eso sí era interesante. Contemplé brevemente la posibilidad de dejar el ballet —ya de por sí bastante monjil por su dedicación— para ser santa. Desde luego, nada se me antojaba más meritorio, y la santidad parecía exigir las disciplinas en las que yo tenía ya una sólida experiencia: autocontrol y autonegación. ¿Exactamente cuánto dolor y sufrimiento era capaz de soportar, de elegir, de provocarme? Poner a prueba mi fortaleza de este modo me resultaba sumamente atractivo.
Pero tras mucho reflexionar, me lo replanteé: ser santa implicaría incluso más dolor del que podía imaginar. ¿Y si una padecía todo ese dolor y, aun así, no veía a Dios, no experimentaba esa unión mística? Desde luego, el riesgo era muy grande. Además, no quería sufrir por sufrir. La danza me había enseñado a sentir dolor a cambio de algo, dolor a cambio de belleza. El dolor por el dolor era un capricho, en tanto que mi masoquismo juvenil era ambicioso y realista. Yo no rivalizaría con santa Teresa de Ávila.
Seguiría, pues, con la danza, calzándome esas fundas preciosas, ajustadas y relucientes conocidas como zapatillas de punta. Y ahí estaba el milagro, que se manifestaba a diario en mis propios pies. Pese a las ampollas y la sangre que demostraban lo contrario, mis pies no me dolían en absoluto mientras llevaba puestas las zapatillas, mientras bailaba. Sólo me dolían cuando me descalzaba, cuando liberaba el pie de su prisión de raso. Esta curiosa experiencia, la irónica combinación de malestar físico y euforia, me enseñó el poder de la trascendencia. Mis zapatillas de punta de color rosa se convirtieron en mi aliado fetichista, mi corona de espinas, mi lecho de clavos. Adoraba mis zapatillas de ballet.
Junto con mi obsesión por la santidad, desarrollé la pasión por la lectura. Esta pasión, llegué a pensar, me apartó del éxito definitivo como bailarina al alejarme del mundo restringido, no verbal, del movimiento y llevarme a las ilimitadas llanuras del pensamiento. La Fase del Libro incluyó a Simone Weil (a quien está fuera de mi alcance emular); Nietzsche (Así me habló); Henry Miller (¡la aventura de la pobreza en París!); D. H. Lawrence (John Thomas y Lady Jane); Anaïs Nin (la liberación sexual entre las sábanas y en el papel, en París); Freud (el incesto es lo mejor, o al menos lo inevitable); Thomas Mann (la profundidad poética de la radiografía); Henry James (yo soy Isabel Archer, en la época equivocada, con la indumentaria equivocada); Virginia Woolf (diario tras diario hasta el fondo del río); Erich Fromm; Eric Hoffer; Ernest Becker (La negación de la muerte, cada página subrayada en rojo); y Søren Kierkegaard (siete tomos seguidos, con largos apuntes en blocs o fichas…; me encantaba Kierkegaard).
Estos libros y sus revelaciones constituyeron mi vida secreta hasta casi los veinte años. Entonces perdí la virginidad. Y si bien mis intereses más profundos tal vez nunca hayan cambiado, se desviaron de manera inmediata e irrevocable hacia las respuestas —el ballet había planteado todas las preguntas— derivadas de la experiencia, no sólo de los libros.
Pero aunque toda esta lectura y esta búsqueda de una conexión externa se desarrollaba a primera hora del día y ya entrada la noche, mi lealtad y dependencia más profundas estaban en otra parte durante el día: en las paredes del estudio de danza, donde no podía huir de mi yo salvaje.