Ese goce es tal que nada puede perturbarlo y el objeto que lo sirve queda transportado indefectiblemente al tercer cielo cuando lo gusta. No hay otro comparable, no hay otro que pueda satisfacer de manera tan completa a los dos individuos que a él se entregan, y es difícil que aquéllos que lo han gustado vuelvan a otra cosa.

Donatien de Sade

La suya fue la primera. En mi culo.

Desconozco la longitud exacta, pero desde luego es demasiado grande: ideal. De anchura media, ni demasiado delgada ni demasiado gruesa. Preciosa. Mi culo, pequeño, de chico, de adolescente, y prieto, muy prieto. Después de veinticinco años retorciéndome en el ballet. Desde los cuatro, la edad en que declaré la guerra a mi padre. Abrirse de piernas desde la cadera retuerce el suelo pélvico como un sacacorchos. Me pasé toda la vida tensando el culo en la barra de ballet. Ahora lo distiendo.

Su polla, mi culo, distensión. Una maravilla.

Cuando me penetra, aflojo la tensión, milímetro a milímetro, tirando, apretando, aferrando. Soy adicta a la resistencia física extrema, la maratón de la intensidad gradual. Relajo los músculos, los tendones, la carne, la rabia, el ego, mis normas, mis censores, mis padres, mis prisiones, mi vida. Al mismo tiempo, tiro y succiono y lo atraigo hacia dentro. Me abro y succiono, todo a una.

La dicha, como aprendí gracias a la sodomía, es una experiencia de la eternidad en un momento de tiempo real. La sodomía es un acto sexual donde la confianza lo es todo. Me refiero a que, si te resistes, pueden hacerte daño de verdad. Pero una vez superado ese miedo, una vez traspasado literalmente…, ¡qué placer tan grande encuentras al otro lado de las convenciones! La paz más allá del dolor. La clave está en ir más allá del dolor. Una vez absorbido, se neutraliza y permite la transformación. El placer por sí solo es un mero abandono temporal, una distracción sutil, una anestesia en el camino hacia algo más arriba, más profundo, más abajo. La eternidad está más allá, mucho más allá del placer. Y más allá del dolor. El contorno de mi culo es el horizonte de los sucesos sexuales, el límite de ése más allá del que ya no hay escapatoria. Al menos no para mí.

Soy atea, por herencia. Llegué a conocer a Dios por medio de la experiencia, dejándome follar por el culo, una y otra vez, y otra vez más. Aprendo despacio, y soy de un hedonismo voraz. Lo digo en serio. Muy en serio.

Y ese despertar curiosamente brusco a un estado místico me sorprendió a mí más que a nadie. Ahí estaba: la gran sorpresa de Dios, su humor sutil y su poderosa presencia, manifestándose en mi culo. En fin, sin duda es una buena manera de captar la atención de un escéptico.

En el sexo anal la cooperación es fundamental. Cooperación en una labor de política aristocrática, que implica una rígida jerarquía, posiciones feudales y actitudes monárquicas. Uno tiene el mando, el otro obedece. Un mando absoluto, una obediencia absoluta. En el sexo anal, no tienes debajo una red de seguridad democrática, de acción positiva. Pero más vale que la acción sea firme, muy firme. No se puede dar por el culo a medias. Sería una farsa. En el Cirque du Soleil anal, no hay suplentes, no hay respaldos. Es un número en la cuerda floja, de principio a fin.

En el culo, la verdad siempre sale a la luz. Una polla en un culo es como la aguja de un detector de mentiras. El culo no sabe mentir, no puede mentir: si mientes, duele, físicamente. El coño, en cambio, puede mentir nada más entrar la verga en la sala; lo hace continuamente. El coño está concebido para engañar a los hombres con sus aguas incitadoras, su predisposición a abrirse y sus dueñas airadas.

Dejándome dar por el culo he aprendido mucho, pero sobre todo una cosa: he aprendido a rendirme. El otro agujero sólo me enseñó a sentirme utilizada y abandonada.

Mi coño plantea la pregunta; mi culo da la respuesta. El coito anal es el acto que, de hecho, encarna definitivamente la máxima sagrada de Rainer Maria Rilke: «Vive ahora las preguntas». La penetración anal resuelve el dilema de la dualidad que plantea y magnifica la penetración vaginal. El coito anal va más allá de todos los opuestos, todos los conflictos —lo positivo y lo negativo, lo bueno y lo malo, lo alto y lo bajo, lo superficial y lo profundo, el placer y el dolor, el amor y la muerte—, y los unifica, los reduce a uno solo. Para mí es, por tanto, el Acto por antonomasia. El enculamiento ofrece una resolución espiritual. ¿Quién iba a decirlo?

Si se me pidiera que eligiese un solo lugar de penetración para el resto de mi vida, optaría por el culo. Mi coño ha sufrido demasiado a causa de las falsas expectativas y la penetración no deseada, de movimientos demasiado egoístas, demasiado superficiales, demasiado rápidos o demasiado inconscientes. Mi culo, conociéndolo sólo a él, conoce sólo la dicha. La penetración es más profunda, más honda; está en el límite de la cordura. El camino directo hacia Dios a través de mis entrañas ha quedado despejado, abierto.

Norman Mailer ve las rutas sexuales invertidas: «Así fue como por fin le hice el amor, ahora en una, ahora en la otra, una incursión en el Demonio y un viaje de regreso a Dios». Pero Mailer es un hombre, un perpetrador, un penetrador, no un receptor, no un sumiso. No ha estado, supongo, en mi comprometida posición.

Mi anhelo es tan grande, tan abierto, tan cavernoso, tan profundo, tan largo, tan amplio, tan viejo y tan joven, tan, tan joven, que sólo una gran polla hundida hasta el fondo de mi culo puede saciarlo. Él es esa polla. La polla que me salvó. Él es mi respuesta a todos los hombres que vinieron antes que él. Mi venganza.

Veo su polla como un instrumento terapéutico. Seguramente sólo Dios podría haber concebido semejante tratamiento a mi insondable herida: la herida de una mujer cuyo padre no la quería lo suficiente. Quizá no sea una herida de origen psicológico ni mucho menos, sino realmente el espacio interior que anhela a Dios. Quizá sea sólo el anhelo de una mujer que se cree incapaz de tener a Dios. Una mujer a quien su padre dijo hace mucho tiempo que Dios no existía.

Pero yo deseo tener a Dios.

El enculamiento me da esperanzas. Soy inaccesible a la desesperación cuando él me mete la polla por el culo, haciéndole sitio a Dios. Él me abrió el culo y, con esa primera embestida, puso fin a mi negación de Dios, puso fin a mi vergüenza y la sacó a la luz. El anhelo ya no está oculto; ahora tiene nombre.

Éste es el trasfondo de una historia de amor. Un trasfondo que es la historia completa. La parte de atrás de una historia, para ser exactos. El amor desde dentro de mi trasero. Colette declaró que no podía escribirse sobre el amor cuando se estaba bajo su embriagador influjo, como si sólo el amor perdido tuviera resonancias. Yo, por mi parte, en este gran amor, no vuelvo la vista atrás, sino que más bien miro desde atrás, narro a partir de lo que he visto con el ojo de detrás. Éste es un libro donde el asunto principal es breve y lo que hay detrás lo es todo. Al fin y al cabo, lo que yo tengo detrás cuenta mucho. Cuando a una la han follado por el culo tanto como a mí, las cosas enseguida se vuelven muy filosóficas y a la vez muy tontas. Me han sacudido el cerebro junto con el culo.

Cuando una mujer tiene una polla metida en el culo, se centra de verdad. La receptividad se convierte en actividad, no en pasividad. Hay mucho que hacer. Su polla perfora mi yang —mi deseo de saber, controlar, comprender y analizar— y obliga a mi yin —mi apertura, mi vulnerabilidad— a aflorar a la superficie. No puedo hacerlo sola, voluntariamente. Debo ser forzada.

Él me folla en mi feminidad. Como mujer liberada que soy, es para mí la única manera de acceder a ella y conservar la dignidad. Boca abajo, con el culo en alto, no me queda más remedio que sucumbir y perder la cabeza. Así puedo vivir una experiencia que mi intelecto nunca permitiría, una traición a Olive Schreiner, Margaret Sanger y Betty Friedan, y una afrenta, desde la retaguardia, a muchas «feministas» modernas. Pero una vez ahí, no hay vuelta atrás: al control, a ponerme encima, a hombres más femeninos que yo. Sencillamente es así como se manifestó mi liberación. Para una mujer racional, la emancipación por la puerta de atrás nunca sería una elección. Puede ocurrir sólo como un don. Una sorpresa. Una gran sorpresa.

Ésta es la historia de cómo llegué a experimentar —y a veces comprender— términos que aluden a la vida espiritual. He aprendido más sobre su significado y su poder por medio de la sodomía que de cualquier otra enseñanza.

Y para mí el sexo anal es un acontecimiento literario. Las primeras palabras empezaron a fluir cuando él estaba en lo más hondo de mi culo. Su pluma en mi papel. Su rotulador en mi secante. Su cohete en mi luna. Es curioso de dónde saca una la inspiración. O cómo recibe una el mensaje.

Después de mi iniciación supe que debía escribirlo todo. Seguir el rastro, prestar testimonio ante mí misma, ante él, ante la energía armónica que generábamos. Suficiente para horadar los parámetros de mi mundo existente. Suficiente para que la palabra «Dios» cobrase sentido. Suficiente para que la gratitud fluyese como el agua.

Al fin y al cabo, yo no deseaba sólo un recuerdo. Inevitablemente, un recuerdo empañaría la verdad con la vanidad de la nostalgia y la autocompasión del deseo perdido. Yo quería documentación, como un informe policial, donde dejar constancia en el mismo momento —o poco después, como mucho una hora— de los detalles del delito, el delito de forzar la entrada y allanar mi culo, mi corazón. El informe diría: esto ocurrió, esto realmente sucedió en mi vida, teniendo yo plena conciencia del hecho.

Además, si no lo escribiera todo, nadie lo creería jamás, y yo menos que nadie. No lo creí dos horas después de que él dejase mi cama. Así que lo escribí todo para hacerlo durar más. Para hacerlo real. Me pareció que las palabras eran la única manera de marcar el hito, de conservar mi experiencia transitoria de la eternidad. Esto es un documento testimonial. No paséis por alto el mensaje, distraídas por la profanidad del acto.

Como veréis, soy una mujer que ha buscado toda su vida la rendición: encontrar algo, a alguien, ante quien poder someter mi ego, mi voluntad, mi triste mortalidad. Probé con distintas religiones y distintos hombres. Probé incluso con un hombre religioso. Y de pronto me encontró él, el agnóstico que exigió mi rendición.

—Agáchate —decía, con delicadeza y a la vez con firmeza. Aún ahora lo oigo, un eco en las entrañas de mi ser.

Follar por el culo es el gran gesto antirromántico, a menos, claro está, que, como es mi caso, la idea de romanticismo empiece cuando estás de rodillas con la cara contra una almohada. En el mundo de atrás, no hay lugar para la poesía, las flores ni las promesas de amor eterno. La penetración por el culo implica el filo duro de la verdad, no los suaves pliegues del sentimentalismo inherente al amor romántico. Pero follar por detrás es más íntimo que follar por delante. Te arriesgas a enseñar tu mierda, metafórica y literalmente. Al permitir a un hombre acceder a tus entrañas —tu espacio más profundo, el espacio que durante toda la vida te han enseñado a olvidar, a esconder, a mantener en secreto—, nace la conciencia. ¿Quién necesita diamantes, perlas y pieles? Aquéllas que nunca han estado donde he estado yo. La tierra prometida, el Reino.

Si eres capaz de permitir que un hombre te dé por el culo —y sólo debería concederse ese privilegio al amante realmente sensible—, aprenderás no sólo a confiar en él, sino también en ti misma, sin ejercer el menor control.

Y allí donde no hay control, está Dios.

La humillación es mi mayor demonio, pero cuando ha sido penetrado el ojo de mi terror, siento que mi miedo es infundado. A través de esta rendición física, de este camino prohibido, he encontrado mi yo, mi voz, mi espíritu, mi valor… y la risa socarrona de una vieja bruja.

Y no es un tratado feminista sobre la igualdad. Ésta es la verdad sobre la belleza de la rendición. El poder está en la rendición. Desde mi punto de vista, como veréis, me he topado con la broma cósmica, la ironía suprema de Dios.

Entrad por la salida. Os espera el Paraíso.