Lector, tengo que hablarte. ¿Crees en mi historia? Es la historia verdadera de un hombre y una mujer que se hablaron durante mucho tiempo, durante tanto se hablaron que se chiflaron de amor. La escuchas, te la digo con una música, porque era así, de allí nacía una música en la que yo me balanceaba, y me oyes a menudo, en este mismo momento, por ejemplo, en que escribo en el borde de mi cama, y me balanceo como se balancean los locos.
Lector, escúchame: el amor que mueve el sol y las demás estrellas, es decir, aquello de donde brota el pensamiento poético, que te hace tutear a la luz y gozar sin descanso, ese amor te vuelve loco, y loco de amor has de trenzar palabras en columpio, en columpio, en columpio… No quiero decir para masturbarte como se masturba uno el sexo, pero aun así para masturbarte, sí, para masturbarte el vacío.
Así, lector, en este instante estoy sola en medio de la noche, todo es silencio y me balanceo en el borde de la cama, medio desnuda, medio solamente, porque el deseo de escribir me ha asaltado en la mitad, y cuanto quiero decirte es que no debes tomar mi historia al pie de la letra, sino en su cabeza.
¿A quién amo? Amo a quien amo, a quien amé, a quien amaré. Aquel a quien amo es una espiral en el tiempo, y esa espiral no tiene fin, ni yo, que la amo. Y cuanto quiero decirte es que sólo existe el amor.
Había llegado el día de la quinta noche, si es que el día llega antes que la noche. Eso es lo que creemos cuando nos levantamos y nos disponemos a llenar el día, pero en realidad primero es la noche, si no, no habría aurora.
Soplaba el viento al caer el crepúsculo, lo recuerdo. A veces, incluso se borra la imagen de Aquel a quien amo, ¿no es extraño? En cambio, el recuerdo del viento no se va. Otras veces nos preguntamos a quién amamos en talo cual persona. O bien a qué persona en esa persona. Tal vez a nadie, a nadie salvo al viento que sopla en ella…
Una ráfaga, una voz, cálida, firme y profunda, esa voz u otra, ese ritmo u otro, esa melodía, ese vuelo, el modo que tiene esa música de volar, esa forma, ese movimiento, el modo que tiene esa forma de moverse… Ese canto, ese perfume, ese paso de baile, el modo que tiene esa carne de soñar…
El error es creer que el amor se explica mediante la psicología, o incluso mediante el psicoanálisis, que puede inscribirse en alguna forma fijada en el marco de la constitución. Ahí se injertan los afectos y proliferan las guerras. Pero el amor verdadero forma parte del arte, es la persona como obra de arte, obra de Dios, si se quiere, susceptible de amar y de ser amada de verdad.
Y el arte no ha cesado de destruir su objeto para transformarlo en perpetua fuente de vida. El arte es el viento, que sopla, limpia y pasa, y por ello el objeto del amor es en realidad inaprensible y, sin embargo, queda eternizado por la eternidad misma del amor, el tiempo lo indulta a fuerza de ser amado.
Me desperté con el mejor humor del mundo, después de salir de un sueño en el que, suspendidos en un balcón, habíamos danzado juntos un baile sublimemente sensual y etéreo, tras el cual habíamos intercambiado un beso tan fogoso, tan voluptuoso, que, sin tocarnos, sin más contacto que la presión de nuestros cuerpos estrechamente abrazados, nos habíamos corrido sin desnudarnos.
Todavía exultante, antes de volver a casa di un largo paseo por calles y plazas, plazoletas y jardines. El sol primaveral resplandecía por doquier, todos los jóvenes, todos los hombres con quienes me cruzaba me adoraban y yo los adoraba a ellos, mi ágil y ligero caminar era un modo de decirles «¡Oh, gocemos!», y eso era lo que oían; me crucé también con una muchacha cuyos ojos parecían perdidos en sus pensamientos, y en su rostro levemente inclinado temblaban, como en la superficie del agua, las ondas de su alegría; sí, estaba enamorada y navegaba en su reino, y a mí me hubiese gustado que mi amante la viera, y pensé mucho en él, me hubiese gustado mostrársela y decirle soy yo.
Al anochecer se levantó el viento, y yo, como en una columna de aire caliente, me elevé de nuevo en el goce prometido, el goce de aquella próxima noche.
Aquella noche podíamos hacerlo todo, siempre que su sexo no penetrase entre mis piernas. Le dije que, puesto que me había hecho gozar la noche anterior, yo ahora quería, en compensación, dedicarme plenamente a él. Le hice acomodarse en el sillón después de desnudarme por completo.
Le tendí una copa, pero antes de dejarle beber le acaricié un poco, besándolo y tocándole la polla a través del pantalón. Mientras bebía me afané por la habitación, deshaciendo la cama, pasando al baño, abriendo la ventana y asomándome un rato para sentir el aire fresco en mi piel estremecida…
Luego llegó el momento de desnudarlo y llevarlo a la cama. Primero me arrodillé para desatarle los zapatos y quitarle los calcetines. ¡Dios mío, qué excitantes eran sus pies! Comencé a besar con fervor sus pies y sus tobillos… en recuerdo de aquel profesor de matemáticas con quien fantaseaba en tercero de bachillerato, cuando miraba, bajo la mesa, sus tobillos enfundados en fino tejido de punto, que al sentarse quedaban descubiertos bajo el dobladillo del pantalón… en recuerdo suyo, y en homenaje a la belleza de los hombres, me humillé con delicia ante sus pies, y también en homenaje a la infinita fuerza de mi amor, en homenaje al cuerpo de mi amado… y al mío, que tan bien sabía reconocer todos los placeres y hacerlos suyos…
Terminé de quitarle la ropa con mucha calma y seriedad, doblándola cuidadosamente en el respaldo de la silla. Él me dejaba obrar a mi antojo, muy formal. Una vez estuvo desnudo, le dije:
—¡Hale, a la cama!
Le hice tumbarse boca abajo y, con las muestras de leche corporal que había encontrado en el baño, comencé a masajearle la espalda, comenzando por la nuca.
Sentada a horcajadas sobre él, fui bajando a ambos lados de la columna vertebral, procurando no apresurarme en llegar a donde tanto me urgía estar. Pero me encanta esa idea un poco viciosa de fingir, siquiera para una misma, no saber adónde se quiere ir…
Al llegar a las nalgas no quedaba suficiente leche para deslizar bien las manos por su piel. Mezclé el resto con saliva, que escupí sobre él, y proseguí mi tarea. No eran nalgas de bebé, había trabajo y me gustaba hacerla. Le abrí los muslos para poder efectuar mi labor correctamente. Escupí varias veces en la raja, era necesario. Por perfeccionismo, le alcé ligeramente la pelvis.
Lo veía todo a la perfección. Lo que quedaba ofrecido y lo que colgaba.
En el bosque oscuro, durante las noches de luna el diablo hace que le laman el culo, y aquella noche lucía la luna en la ciudad… Mi lengua estaba ocupada allí, mis manos llenas con el resto, por fin estaba pegada de verdad a él, tan pegada a él que los dos habíamos dejado de existir… en el mundo tan sólo había culo, sexo y boca, lo palpable, sabor y olor, todo eso unido en un mismo goce abisal, pacificado, rabioso y ajeno a todo.
—Falling Star[2], ¿adónde quieres llegar?
—No lo sé. Sólo estoy haciendo un viaje.
Me detuve y esperé un instante, la lengua rasposa, las aletas nasales estremecidas, los ojos cerrados contra su carne, lo más cerca posible de su intimidad.
Me tumbé sobre su espalda y lo cabalgué frotando mi clítoris contra su culo.
Me acurruqué tras él, regresé allí con mi cara, le levanté la pelvis, volví a pegarme a ella y a pegar la lengua, frotándole la polla con la mano derecha, la mano izquierda metida en mi raja. Me corrí cuando lo sentí listo bajo mi palma, sacudida de espasmos desde los muslos hasta la cara, enterrada en su culo, luego sustituí la boca por los dedos empapados de mí, para galvanizarlo, y para ver caer pesadamente su esperma en la sábana, mientras exhalaba curiosos gemidos.
Dormimos unas horas, estrechamente abrazados. Antes de separarnos, volvimos a amarnos con la boca, apaciblemente, largo rato, uno tras otro. Comenzó él, yo estaba ligeramente adormecida y me abandoné al placer en la penumbra, más abierta que un arco iris, rebotando varias veces como un balón en la portería, la que formaba yo misma con mis muslos. Después recogí la sábana sobre nosotros, y en el secreto de nuestra estrecha tienda, sin contar el tiempo, lo chupé y lo adoré tiernamente hasta que se derramó entre mi lengua y mi paladar.
Así tocó a su fin nuestra quinta noche, el quinto escalón del paraíso.