Al marcharme le pregunté cuáles serían las reglas para aquella noche. Contestó que ya podríamos tocarnos por todas partes, pero sólo con las manos y sin llegar al orgasmo. Intenté parlamentar, convencerle de que limitarse a la masturbación ya era una sujeción más que suficiente. No quiso abdicar de ese principio. A partir de la cuarta noche podríamos corrernos, pero era importante someterse a cierta disciplina para estimular nuestra imaginación.

—Quiero ver tu alma —dijo.

Antes de salir, tomé un baño y me acaricié en el agua, imaginando que él haría lo mismo, para aguantar mejor durante la noche. Me hubiese gustado verlo, verlo mientras… ¡Dios mío, cómo lo quería, cómo anhelaba su placer! Hubiera deseado que lo hiciera todo el día, que gozase a solas todo el día.

Me planté en el hotel una hora antes. Aquella noche quería verle llegar. Entré en el bar. Todas las mesas estaban ocupadas. Hombres trajeados y encorbatados: un supuesto grupo de ejecutivos en viaje de negocios. Cuando ya me iba, la única mujer que había en el local me hizo señas desde la mesa del rincón.

Me acerqué. Era una morena de unos treinta años, alta y metida en carnes, bastante elegante y muy jovial. Me invitó a compartir su mesa y acepté. Me dejó probar su cóctel y pedí lo mismo. Dijo que le encantaba que yo estuviera allí porque empezaba a deprimirse con aquella panda de capullos. Yo también estaba encantada; era muy divertida.

Me preguntó sobre mí, saltando de un tema a otro. Yo contestaba lo primero que se me ocurría, pues en el fondo daba igual. Me examinaba. Su mirada era segura, y su boca, acariciante.

Me ofreció tomar una copa en su habitación, donde estaríamos más tranquilas. Le dije que a las doce debía reunirme con mi amante. Me gustó decir «mi amante». Mi amante, ese hombre es mi amante…

Pidió dos cócteles más y subimos con nuestras copas a la habitación. Nos tumbamos en la cama y continuamos hablando. Quería saberlo todo acerca de mi amante. Se lo conté.

Se acercó y me acarició el pelo. Dijo que yo era guapa, y que aquel hombre era muy tonto porque no me dejaba correrme. Me eché a llorar pensando que tenía razón, que aquella era una historia muy rara. Entonces me besó.

Yo me dejé. ¿Qué quiere decir «dejarse»? Las palabras son abismos, al borde del abismo hay un tobogán por el que me encanta deslizarme, y me gusta dejarme. Si nos detuviésemos en cada palabra para pensar en ella, reinaría un gran silencio en el mundo. Pero el silencio está ahí, y me gusta escucharlo, dejar que actúe en mí.

Ella se había medio tumbado sobre mi cuerpo, con el suyo, pesado. Yo seguía llorando, pero así me sentía mejor. Ella me besaba moviendo con fuerza la lengua, y su mano subía bajo mi vestido, sus dedos se deslizaban hacia mis braguitas. Notaba sus uñas, sus falsas y largas uñas azules. Me las quitó, me abrió las piernas y me hizo correrme con sus dedos llenos de uñas y su larga y musculosa lengua.

No tardé ni tres minutos, y eso la hizo reír. Me dijo que era muy rápida, yo le dije que ella era una experta. Quise saber si lo hacía tan bien con los hombres, pero esbozó una mueca. Aun así le pregunté si quería acompañarme, sólo para sustituirme en el último momento y hacerle correrse, dado que yo no podía. Al final aquello le pareció divertido y aceptó. Nos retocamos el carmín, muy contentas, y subimos a la quinta planta.

Pero nada de todo eso sucedió, sólo me lo imaginé tomando una copa con aquella gorda fantasiosa que no paraba de hablar y a quien yo no escuchaba, pues miraba sin cesar hacia el vestíbulo, con la esperanza de verlo aparecer.

Tenía ganas de que pasara, siquiera furtivamente, sin que se diera cuenta, amor mío. Pero los ejecutivos empezaron a levantarse, uno tras otro, y durante un largo rato llenaron el vestíbulo con sus idas y venidas. Debió de entrar sin que yo lo advirtiera. A no ser que hubiese llegado previamente. En cualquier caso, se hicieron las doce sin que lo hubiese visto. Tal vez no había acudido a la cita…

Antes de besarle, toqué su sexo a través del pantalón. Cerré los ojos de placer. Nos tocamos, así, de pie: deslicé la mano por su pierna, .la suya subió hasta mis bragas, lo acaricié, todavía blando pero mojado, sentí sus adorados dedos y comencé a gemir; él vio que iba a correrme y los apartó.

Le desabroché el pantalón, se lo bajé hasta los tobillos, me arrodillé ante él y ya estaba completamente erecto. Lo miré ardiendo en deseos de besársela, o al menos probada con la punta de la lengua, allí, en la cabeza desnuda con su brillante lagrimilla en la ranura. La rodeé con la mano derecha y no me moví durante el tiempo que tardó en ablandarse en mi palma y volver a ser un pajarito primaveral, repleto de promesas secretas. «¿Adónde nos empuja el deseo?», dijo un poeta. «Nos empuja fuera de casa… Tentadora era la flauta, tentador el fresco arroyo…».

Me incorporé, nos besamos largo rato sin dejar de tocarnos. Ahora nos masturbábamos abiertamente, con fuerza. Nos detuvimos in extremis.

Se subió el pantalón y me entristeció ver desaparecer su tesoro. Todavía marcaba un grueso bulto bajo la tela. Deslicé las bragas al suelo y dejé caer el vestido.

Tomamos una copa, y él dijo que le gustaría ver qué había en mi bolso de terciopelo púrpura. Se lo alargué. Abrió los dos lados unidos por un sencillo cierre, y del interior sacó otro bolso, de cuero negro, más pequeño y con cremallera.

Del bolso de terciopelo extrajo una bolsita de tela que contenía dos tampax, un salvaslip y dos toallitas. Una agenda con un bolígrafo, una caja llena de caramelos de naranja y menta y un teléfono móvil, apagado. Tres billetes de metro usados, dos entradas de cine, una de museo, un plano de metro, unas gafas de sol, un pasador dorado, un pequeño joyero metálico convertido en pitillera y un mechero de plástico color fucsia.

Abrió el bolso de cuero negro: pasaporte, portamonedas, cuyas monedas se habían derramado en el fondo del bolso, dos tarjetas de crédito en sus fundas, que a su vez contenían varias tarjetas plastificadas, un carné de biblioteca con foto antigua, otro sin foto, un pintalabios, un lápiz kohl negro, un protector labial, un espejo con motivos florales asiáticos, una muestra de perfume, una foto de él manchada de carmín, unas tijeras para las uñas, un peine dorado, varios billetes de metro sin usar y un manojo de llaves.

Tomó el espejo, las tijeras y las llaves. Me hizo sentarme en el sillón, con la falda levantada por encima de la barriga y las piernas apoyadas en los brazos, como él la víspera. Me tendió el espejo y me dijo que me mirase el coño. Me lo coloqué entre los muslos y miré.

Deslizó una llave en su interior, pero los músculos se me contrajeron y la rechazaron. Volvió a introducida y procuré mantenerla dentro. El manojo colgaba en el hueco de los muslos y me cosquilleaba un poco, pero contuve la risa para que la llave no saliera.

Comenzó a cortarme los pelos con las tijeras. El acero brillaba en la carne lisa, era tan bonito y producía un crujido tan grato que empecé a jadear lentamente y expulsé varias veces la llave.

Sólo me cortaba los pelos que crecían en el borde de los labios, uno a uno. Muy pronto renuncié a mirar la operación en el espejo, pero cada vez que volvía a introducir la llave sentía el contacto de las finas hojas puntiagudas, el frío del acero y su dureza. A cada instante me parecía estar a punto de correrme, pero algo me lo impedía: una lámina de terror pulida y helada como un espejo que se interponía sutilmente entre la excitación y el orgasmo, llevando la sensación a un grado de intensidad desquiciante, porque era continua. Respiraba con más fuerza, gemía débilmente, me daba vueltas la cabeza…

Luego el suplicio fue reduciéndose. Había echado la cabeza hacia atrás y percibía su olor. Él estaba allí, de pie contra el sillón, desnudo, erecto. La rodeé con la mano y comencé el vaivén.

Dios mío, qué fabulosa máquina. Pensé: toda la vida, como el primer día en que sentí una en la palma de mi mano, seré esa jovencita fascinada por la mecánica del hombre. No tiene límites ese sagrado estupor que me invadió la primera vez ante la capacidad de metamorfosis del sexo del hombre, no tiene límites esa fascinación… Es infinita, infinita… Es igualmente infinita mi gratitud hacia el hombre a quien amo y que me brinda eso, el poner eso en marcha… Infinito es mi amor…

Al tiempo que le frotaba entre los muslos con la mano izquierda, jugué cuanto pude con su excitación y con la mía, alternando ritmos, presiones, pasión y tiempos de reposo… Luego lo masturbé hasta el límite, hasta que, gimiendo y esbozando una expresión de placer, me asió con fuerza la muñeca para apartarme la mano y, en un último esfuerzo de voluntad, contener la eyaculación.

Me llevó en brazos a la cama. Yo temblaba todavía, transida de amor. Nos desnudamos completamente, nos cubrimos con la sábana y pasamos horas hablando, besándonos, riendo, acariciándonos de cuando en cuando dulcemente. Le conté lo que había hecho mientras le esperaba, y mi fantasía con la morena gorda, mi idea de que le hiciera correrse para mí…

Nos dormimos abrazados. Así fue nuestra tercera noche, durante la cual aprendimos a acercarnos cada vez más al goce supremo, a acercarnos cada vez más el uno al otro.