Regresé, traspasé de nuevo la puerta del hotel, de mi hombre, virgen y puta.
Llegué unos minutos antes. Fui a sentarme en el bar y encendí un cigarrillo. Me di cuenta de que no estaba sola al descubrir una mirada hacia mis piernas cruzadas. En la mesa del rincón, una pareja todavía joven discutía gravemente en voz baja. Vi que existían y se me encogió el corazón.
Volví la cabeza, expulsé el humo hacia otro lado. El cigarrillo me provocó un leve mareo. Lo apagué, tomé un caramelo de menta del bolso, lo chupé y lo mastiqué. Me levanté y subí.
Cuando me abrió la puerta, me entraron ganas de gritar de alegría. Temía que no hubiera acudido a la cita. Nos abrazamos, nos besamos, apretados el uno contra el otro: bocas pegadas, lenguas fundidas, mi cabeza tendida hacia él, la suya inclinada sobre mí, más, un poco más.
Me ayudó a quitarme la gabardina, y yo, dejándome llevar por un impulso, le tomé de la mano, como una niña. Hubiera querido besársela pero no me atreví, la solté.
En la mesa había una cubitera con una botella de champán. Sirvió dos copas. Yo sonreía tanto que el alcohol me chorreaba por la comisura de los labios. ¿Por qué se bebe cuando ya se está borracho?
Pero no bebimos mucho rato, y volvimos a besarnos. Sus manos en mi espalda, en mi nuca, en mi cintura, las mías en sus hombros, en su torso. A partir de la cintura estábamos pegados, pero, más abajo, sin comprender por qué, yo entablaba una vana lucha para fundir mi vientre con su sexo. Acabé deslizándome por su muslo, que estreché entre los míos, con ardor redoblado a cada instante.
Con la boca colmada por la suya, sofocada de felicidad, me abandoné al goce que sentía ascender en mí. Pero él me apartó y se retiró de mis muslos y de mi boca.
—Todavía no —me dijo al oído.
Decepcionada, le pregunté por qué, pero no contestó. Yo creía que debía saber que podía tener varios orgasmos durante un mismo acto sexual. De ese modo, ya no desearía «reservarme» hasta el final.
Pronto dejé de pensar en ello. Seguía experimentando la delicia de su aliento en mi oído, de su voz tan próxima, próxima y penetrante. Me hubiera gustado que lo hiciese eternamente, aunque fuera para luego decirme: «Todavía no…».
Nos desnudamos ayudándonos el uno al otro.
Nosotras estamos hendidas, pero ellos están heridos. ¿Por qué experimentan los hombres ese dolor interior que han de calmar a base de drogas y violencias?
Yo conozco a este hombre porque los conozco a todos, y le comeré lentamente su mal, en su pecho. Cuando me incorpore su sangre amarga correrá todavía entre mis labios, pero yo destilaré su miel, sanaré su llaga con la miel que él habrá fabricado para mí.
Nos metimos en la cama. Hoy las reglas dictaban que hiciéramos lo que quisiéramos, pero sin llegar al orgasmo y sin tocar las partes genitales con las manos o la boca.
Permanecimos tumbados de lado, el uno frente al otro, mirándonos. «Te amo, Bestia.»[1] Primero nos acariciamos el pelo y el rostro. Sabía que él ardía con el mismo fuego perpetuo que yo, estábamos locos de amor, y frente a frente en esa cama de brasas nos consumíamos tan dulcemente que creímos morir. Su oreja, sus mejillas, su nariz, sus labios, su frente…, nos leíamos el alma y la vida, y cómo su alma atravesaba la vida… «Perplejo, inmóvil te contemplo… mi pensamiento ha enmudecido ante la inmensidad de tus espacios… contigo he vivido sueños poéticos, impresiones divinas…», dijo un poeta hablando de la Santa Rusia.
Nos mirábamos hasta morir, nuestros ojos eran llamas y sol, tocándonos lentamente con la punta de los dedos nos reducíamos a cenizas, hasta la última chispa, aquella en que se renace para sí y para la mirada del otro. Comenzaron a brotar las lágrimas.
A veces deberíamos poder estar en el corazón de un profundo bosque y gritar, gritar al cielo.
Comencé yo. Me acurruqué y contemplé su cuerpo, aquel fantástico paisaje de carne extendido sobre la cama, ofrecido y vedado. Posé las manos en su cuello, las dejé resbalar y pasearse por toda su piel, de arriba abajo y de abajo arriba, tan pronto masajeándole como arañándole, rodeando largo rato las partes genitales que no podía tocar.
Posé mi cabeza en su vientre, a unos milímetros de su polla hinchada, y respiré el olor que subía de ella.
Era tan hermosa y tan tierna… De tan cerca la veía un poco borrosa, un poco doble… Y mi oreja pegada a su vientre como contra una concha gigante me transportaba a un mundo de espuma, y mis dedos querían rascar la arena, rozando la linde de sus pelos, y mis ojos querían cerrarse.
Agotada de deseo, cerré los ojos y me dormí con la cabeza pegada a su vientre. Unos instantes, unos minutos, pero, en tales momentos, ¿quién puede contar el tiempo? Tuve un sueño, un sueño en el que me reía, me reía tanto que me desperté gimiendo.
Me agarró por la nuca y me aparté de aquella orilla del río. Subiendo hacia él, froté la nariz contra su ancho torso, lamí los pelos, lo chupé, pero estaba demasiado nerviosa y me acurruqué encima de su cara, apoyándome en la pared, con los muslos bien abiertos, para que viese cómo me ponía, lo mojada que estaba.
En el bosque profundo hay brujas que montan aquelarres y le lamen el culo al diablo. Hay faunos y sátiras, y ninfas a quienes se tiran. Hay un río con sierpes en el fondo que atraen a los hombres para chuparles el rabo. Hay furor en mi bosque profundo, y el culo del diablo sabe bien. Pero a mí no se me permite. No se me permite esta noche.
—Ven —dijo.
Fuimos al baño y él meó. Me gusta el ruido que hace, porque es suyo. Parece una fuente de guijarros dorados derramándose.
Luego meé yo. Era un goce. Las gotas finales, alborozadas, sonaron como notas de piano.
Sentada allí, le veía mirarme y casi me dio miedo. ¿Cómo puede una mujercita dedicarse a esos juegos con un hombretón, un hombre tan fuerte que podría matarla si quisiera?
Me levanté, le tomé la mano, me arrodillé, le besé los dedos, me temblaba la voz cuando le dije:
—Te quiero, te quiero demasiado.
Le lamí sin alzar los ojos, no me atrevía a ponerme en pie.
Me llevó a la cama en brazos. Yo me sentía orgullosa igual que una reina. En sus brazos creía desvanecer, ya no tenía cuerpo, era un alma de carne, toda yo lo amaba y él era mi dueño; así, dueña de mí misma, lo tomaba como dueño y servidor, pues ahora iba a dedicarse a mí.
Me hubiese gustado hacerme pipí encima y hacérselo encima. ¿Qué sucede cuando no nos corremos? Que nos volvemos locos.
—Hazme pipí encima —le dije—. Hazme pipí por todo el cuerpo.
Acababa de dejarme en la cama, me puse en pie, empecé a arañarle en el pecho y a darle puñetazos.
—¡Vamos! ¡Hazme algo!
Me asió por las muñecas con fuerza y dijo fríamente:
—Si quiero.
Nos miramos, y todo se volvió negro.
Me soltó, yo dije que tenía frío y me puse el vestido. Él se puso la camisa y los calzoncillos. Tenía ganas de largarme pero me daba cuenta de que, al otro lado de la luz, se estaba bien. Algo subía por mi cuerpo como una nube oscura. Era grato. Y tentador.
Me trajo una copa de champán. Encendí un cigarrillo y nos bebimos toda la botella. Yo estaba sentada en el borde de la cama; él, en el sillón. Volvía a quererle, tenía ganas de decirle salvajemente que le quería, me daba rabia quererle tanto.
Abrió el minibar y sacó una botella pequeña de whisky. Me la alargó, tomé un trago, se la devolví y bebió unos sorbitos. Le pedí que me enseñara la polla.
Se rio pero lo hizo. Le dije que se quitase del todo los calzoncillos y la camisa, que me impedía verle. Y que apoyase los muslos en los brazos del sillón para poder verle mejor.
Bajé de la cama y fui a gatas hacia él. Acerqué la cabeza muy cerca, entre sus piernas, y lo olí con fruición. Le dije que íbamos a jugar a ser perros. Que se pusiera a cuatro patas y me siguiera olfateándome el culo. Me levanté el vestido hasta la cintura y empezamos a pasearnos así por la habitación.
No había sitio donde moverse. Entré en el baño con él detrás. Volvía a tener ganas de mear, con tanto champán… Meé. A cuatro patas y sobre las baldosas. Después seguí avanzando para obligarle a meter las rodillas en mi pipí.
Me llevó en brazos a la habitación. Me colgué de su cuello mientras le susurraba mil palabras dulces. Me tumbó en la cama y me besó.
Me besó en la boca, luego en el cuello, en los pechos, en el vientre, en los muslos, en los pies. Yo le decía cosas, estaba tan contenta… Me dio la vuelta para besarme por detrás.
—Muérdeme —le supliqué cuando llegó a las nalgas.
Le pedí también que me azotara y me mordiera en la nuca. Era un modo de olvidar la quemazón en los lugares donde no podía tocarme.
Me dio la vuelta de nuevo, me abrió las piernas y me lamió en el interior de los muslos, donde podía permitírselo. Yo no podía permitírmelo, pero aun así me corrí, sólo con eso. Luego empecé a reírme, y él se rio también, conmigo.
Así fue nuestra segunda noche de amor. Para no tener más tentaciones, nos vestimos y hablamos el resto de la noche, bebiendo tranquilamente, entre risas.