… en medio del lujo y la alegría de los últimos bienaventurados de este mundo miserable, continúo sola, sola.
Paul Morand, El aire de Chanel
Hojeo un cuaderno de mis diecisiete años. Atardece. No he prendido las luces y toda mi habitación va adquiriendo un tono grave, parecido al mío. Me quedo allí, detenida en una breve redacción que tal vez pretendió ser un poema:
El tiempo pasa solo, sin ayudas;
unas veces volando, otras veces corriendo.
No has de preocuparte por ganarlo ni perderlo:
hará de nosotros lo que quiera;
escondiéndose a ratos detrás de la alegría,
para que, por un instante al menos,
nos olvidemos de que la muerte acecha.
Quizá por haber cometido la indiscreción de hablar de ello, el tiempo ha pasado con demasiada prisa, la alegría fue escasa, y la muerte —torpemente disfrazada de soledad— duerme a mi lado cada noche, enfriándome la almohada.
Salgo del cine con un humor espantoso. Detesto las películas de este tipo y, cuando digo tipo, no me refiero solamente al carácter o al estilo de la cinta, sino también al director. Pedantes, lentas, rebosando desde la primera escena hasta la última de una vacua pretensión de trascendencia. Sin embargo, he caído nuevamente en la trampa que me tendieron la curiosidad y mis amigos. ¡Ángeles a mí! Una señora trapecista, con tobillos del grosor de mis muslos, cara de borrega y alas chamuscadas de última comparsa en un triste pesebre pueblerino, enamora a enviado del cielo, abotagado y cotilla, logrando que abandone para siempre su condición angélica por un triste puesto de marido de la artista en una ciudad desoladora, fría e inhumana. Basura. Mentiras sin sangre disfrazadas de filosofía, emociones tan edulcoradas como las de la novela de sobremesa. Como decía la abuela: mucha frivolidad y muchas corbatas, con eso no se gobierna.
Dispuesta a no irme a la cama sin despejar un poco la resaca producida por las dos largas horas de ingestión de tanta palabra trascendente, estoy a punto de pedir una vulgar cerveza fría en la barra de un bar atendido por mujeres. En la penumbra, una media docena de señoras solas, esparcidas por las mesas, esperan váyase a saber qué cosa. «Patético», pienso, y pido un whisky. Al menos, que me acompañe algo masculino.
Allí, rodeada de todas esas mujeres expectantes y cansadas, hábiles intérpretes de un perenne papel comprometido, puedo verme a mí misma, una más de ellas: la mirada errabunda, temerosa de encontrarse con las otras miradas; las manos, de impecable manicura, cerradas como cepos alrededor de la superficie escurridiza, húmeda —una piel terminal, de muerte próxima—, los dedos apretándose con rigor alrededor del vaso frío, tratando de enfriar las ganas de salir corriendo.
Debemos comprenderlo. No es nada fácil ser una mujer independiente.
Tienes que mantener siempre un aspecto impecable y a la moda, evitando caer en la mediocridad o la extravagancia; cuidar tus palabras casi tanto como tu piel y soportar la soledad a la que todo eso, inevitablemente, te condena. Es como si, escudándose tras sus convenciones y sus hombres, libraran contra las que osamos desafiar rígidas normas seculares una impía batalla silenciosa. Somos las pérfidas rubias de la película, las malas, las otras. ¿Cómo una señora de su casa, ordenada y juiciosa, puede ser amiga de una mujer sin ataduras, siempre dispuesta a arrebatar lo que no tiene a su vecina más cercana? Para estas, nuestro perfume es provocativo, nuestras faldas demasiado cortas, los pantalones excesivamente ajustados y el corte de cabello inadecuado, aun si de verdad tuviéramos la sospechosa edad que confesamos tener. Nuestras camisas siempre están desabrochadas más allá del botón reglamentario, muchas veces transparentando escandalosamente la ausencia de sostén, y el color de los labios es, sencillamente, de puta.
Se nos hace imposible charlar con un hombre casado, así lo hagamos rodeadas de gente y en un lugar público. Seremos lapidadas con los murmullos y miradas de todas las defensoras fervorosas de la monogamia sin deslices y, si no desistimos en el presumible empeño de arrebatar del seno del hogar —usando antiguas artimañas de cortesana— al hombre inocente, acabarán con nosotras valiéndose de armas menos metafóricas que el desprecio. ¿Enfrentarse a ellas? Tienen de su lado no sólo la fuerza, sino también la verdad que les confiere ser multitud, y nosotras, marginales y minoritarias, no podemos unirnos, por desconfianza y por principios. Si somos coherentes hasta el final con nuestra declaración de independencia, la asociación es imposible y, además, ¿cómo confiar en alguien con audacia suficiente como para pretender bastarse a sí misma en un mundo de pequeñas sectas familiares, de células inexpugnables y autónomas unidas entre sí por un pensamiento único?
Para compensar tanta soledad, este siglo nos ha permitido rodearnos de algunos personajes especialmente preocupados por nuestra integridad o, al menos, por la integridad de nuestro físico. Allí los tenemos, encerrados en frascos deslumbrantes como si de genios de cuento se tratara; exhibidos en estantes y anaqueles como valiosos trofeos de nuestra agotadora carrera hacia la libertad. Sus nombres —aromáticos, balsámicos, cosméticos— están, sin metáfora, escritos con letras de oro en nuestra memoria: Christian Dior, Helena Rubinstein, Coco Chanel, Yves Saint–Laurent, Margaret Astor, Balenciaga, Madame Rochas, Karl Lagerfeld, Gloria Vanderbilt, Nina Ricci, Paloma Picasso. Ellos palian nuestra angustia, adormecen nuestra ansiedad, gratifican nuestro ego debilitado por el abandono al que nos vemos sometidas.
Mientras tanto, las otras, las Señoras de Tal —cobijadas por La Ley, mantenidas por sus maridos, justificadas por La Sociedad, escudadas tras sus hijos— se reúnen, satisfechas, alrededor de una mesa desbordante de tartas de nata y bocaditos diversos a opinar de nosotras, intercambiando suposiciones como si fueran hechos, conjurando maleficios para destruimos.