—Tiene razón […]. ¡Estoy destrozada, cosa que llevaba años deseando!
Jane Bowles, Dos damas muy serias
«No podrás mirarte, querida. Tirada en un cuarto de baño ajeno, en medio de una bañera que no te pertenece, sucia y frágil como un pañuelo de papel usado, los espejos se empañarán de vergüenza ante tu imagen, no se atreverán a reflejarte». Mi madre está en las sombras, murmurando cosas que ya no me interesan; con su voz quebrada, humeante, y su inseparable cigarrillo entre los dedos. Ya no me importa lo que pueda decirme sobre la propiedad de cada cosa. Mi cuerpo es totalmente mío; lo siento, me duele como tal. Mío es cada trozo de piel y cada uña, la vagina ultrajada, seguramente herida, la boca entreabierta que recibe sin ganas las últimas gotas de semen que un atleta de pie, con dudosa puntería, le dispara. Las demás, las que no llegan a su diana, se dispersan por mi cara; resbalando por las mejillas, se escapan hacia el cabello o caen sobre los ojos pegoteando las pestañas. A pesar de todo, logro verlo: la cabeza hacia atrás, la pelvis totalmente adelantada, las manos apretando —con fiereza, como siempre— su sexo coloreado por la asfixia, tercamente empeñado en extraer su contenido hasta el final, hasta ese escalofrío que le recorre la columna vertebral y lo endereza nuevamente, permitiéndole mirarme.
Desde sus pies, yo espero ser mimada, comprendida. En cambio, él estira un brazo hacia los grifos de la ducha, y, abriéndolos, se lava las manos sobre mí, mientras me dice:
—A ver si te aseas un poco. Estás hecha un asco.
Sigo su consejo. Voy arrastrando con la esponja enjabonada sus restos fuera de mi cuerpo. El semen y la orina escapan por el sumidero mezclados con la espuma, aromatizados de violetas frescas. Hay lugares que duelen, otros que escuecen, algunos que arden. Sentirme me alegra. Estoy entera, viva.
Encuentro una mirada de muchacho sobre mis ojeras pronunciadas. El cabello peinado hacia atrás —corto, brillante, mojado— acentúa el efecto. Sonrío descubriendo los dientes y un sonido lejano de tango subraya la nada ambigua imagen del espejo. Bajo los ojos para cerciorarme de que aún soy yo, mujer. No hay de qué preocuparse. Todas las diferencias están en su sitio.
Abro la maleta. También allí las cosas siguen igual que antes, como yo las dejara. Saco un albornoz ligero de color violeta, me lo pongo, y luego de anudar el cinturón hacia un costado, meto en uno de los bolsillos el frasco de pastillas. Estoy lista para comenzar.
A partir de este momento la improvisación ha terminado; tendré que ceñirme al guión de la manera más precisa posible. Cuando vuelvo a cerrar la maleta, un trueno imprevisto divide el silencio. «Alucinas», pienso, e inmediatamente un segundo estruendo, más próximo y cercano, corrobora el primero.