—A veces tengo la impresión de besar a un hombre con bigotes. ¿Por qué no te lo afeitas?
—¿Tu mujer ya lo hizo?
—A ella no se lo como.
Nos hablamos desde lejos. Mis pies descansan en la almohada, cerca de su cabeza, mientras una de sus rodillas me roza la oreja izquierda. Ambos metemos los dedos en la boca como si fueran pinzas, inmersos en la ardua tarea de atrapar los pequeños pelos rizados que en su camino hacia la garganta a veces encallan entre los dientes. Insisto en el tema.
—¿Desde hace mucho?
—Nunca lo hice. No me inspira.
En dos saltos estoy en el cuarto de baño. Vuelvo con la máquina de afeitar eléctrica y la arrojo sobre la cama, a su lado.
—Si lo quieres sin pelos, tendrás que ocuparte de hacerlo.
Cuando termina me acerca un espejo de mano.
—Mírate —me dice—. Has vuelto a la infancia.
Se tira nuevamente en la cama, a mis pies.
—Ahora ven, mocosa. Pónmelo en la boca.