La España de Picasso
Un nuevo Gobierno para un problema permanente
El nuevo jefe de Gobierno, Antonio Maura, era un hombre que despertaba viejas pasiones, más institucionales que populares, pero puntal del mejor monarquismo y, como tal, leal e insustituible. Había dirigido al país en cuatro complicadas ocasiones —1903-1904, 1907-1909, 1918 y 1919—, en especial la segunda y la tercera.
Líder natural de los conservadores tras la desaparición de Sagasta y Silvela, podía haber sido el relevo eficaz del sistema tras la fatal desaparición del liberal Canalejas en 1912, pero la doble oposición de Romanones y Dato fue superior a su honesta visión de la naturaleza ética del Gobierno que necesitaba España.
Nació así el maurismo, experimento de coraje y sobriedad que no tendría éxito oficial aunque sí moral, pues ser maurista fue —salvo excepciones— símil de honestidad en la España alfonsina. No pensaba Maura que volvería a ser llamado por el Rey, pero en agosto de 1921 la Monarquía se encontraba huérfana, sin ningún tutor de Estado. Era Maura o la dictadura militar.
El nuevo ministro de la Guerra, Juan de La Cierva y Peñafiel, era un conservador tan radical como constante. Doctor en Derecho, formado en el tardocanovismo —diputado, en 1894, por un distrito de Murcia, su ciudad natal—, había pasado por todos aquellos puestos relacionados con la defensa del orden: desde gobernador civil a ministro de Gobernación o de la Guerra.
Atento y servicial con las personas que estimaba, brutal y sanguíneo con las que rechazaba, Juan de la Cierva, a sus cincuenta y siete años, despreciaba los matices.
Devoto del Rey más que de la Monarquía —lo contrario de Maura—, queriendo ser hombre de hierro no supo serlo donde debía: ante la situación militar. Culto, generoso en actos y tacaño en ideas, adusto en la forma y reacio al disimulo, levantaría tempestades de críticas en el Congreso, a las que haría frente en su estilo: desafiante y dramático.
Barreras contra la firme instrucción de Picasso
Eza había abierto la caja de las responsabilidades. Su fondo era oscuro, mas su tapa llevaba escrita una dirección: Jefatura del Ejército de África. Su destinatario quedó oculto tras una Real Orden, la del 24 de agosto, en la que, respondiendo La Cierva a una notoria preocupación de Berenguer, quedaba exento «el alto mando» de toda investigación. Se repitió tal aviso el 1 de septiembre. Y aún habría un tercer recordatorio sobre la prohibición de investigar la Alta Comisaría, que fue un telegrama «personal y reservado» que La Cierva cursó a Picasso el 6 de septiembre, y cuyo nudo argumental, era el siguiente:
«Aunque es propósito del Ministro que se juzguen esos tristes hechos con imparcialidad, serenidad y necesaria extensión (…) parece llegado el momento de que los datos obtenidos o que se obtengan, se sometan a instrucción judicial, procurando (…) formar tantos procesos como hechos ofrezcan caracteres singulares. Para ello, el Juez instructor deberá dar cuenta al Alto Comisario de cada uno de esos hechos, con su testimonio, y el Alto Comisario, haciendo uso de la jurisdicción que, como General en Jefe le corresponde, designará los jueces que sean necesarios…».[694] Aquel telegrama, por «reservado» y muy «personal» que fuese, hacía de lo improcedente norma oficial. En 1922, en el Suplicatorio Berenguer, se decía de ese texto que «ni tenía ni podía tener carácter de Real Orden, no sólo porque carecía de la forma extrínseca peculiar de tales disposiciones, sino porque, precisamente, ese carácter de reservado (en cursiva en el original) hacía que le faltase la condición esencial de toda disposición legislativa»[695].
Para cuando Picasso recibió ese despacho, nulo de procedimiento, ya se había rebelado contra su propósito. A ello haría referencia La Cierva cuando, el 24 de agosto, contestaba a Picasso sobre «las dificultades que en su carta apunta». El general había mostrado su desacuerdo al ministro al ordenársele instruir una información gubernativa, que adquiría visos de sumaria sobre el Ejército de África, y que, mutilada, nada quería conocer sobre lo hecho o no hecho por el Alto Mando. La Cierva tranquilizaba a Picasso diciéndole: «Conviene que el esclarecimiento de los hechos sea completo, para que nada quede oculto en la gran tragedia que tantos daños ha causado a España en todos los órdenes».[696]
Desde Melilla, el miércoles 31 de agosto, Picasso le dice a La Cierva con diáfana voluntad:
«Vine a la ingrata comisión que desempeño, animado de la mejor conformidad, acometiéndola con empeño superior a mis fuerzas y, desde luego, ratifico que entró en mi ánimo, deliberadamente, envolver en las actuaciones al Alto Mando, por prestigio del mismo, por deber de justicia y por respetuoso afecto; pues, si de algo tengo que tildarle, en mi opinión, es de “condescendencia” (entre comillas, en el original); y por eso he tomado como punto de partida de mis indagaciones el suceso lamentable y significativo de Abarrán».[697]
Argumentaba Picasso que la primera Real Orden (la dictada por Eza el 4 de agosto) le permitía, «con arreglo al artículo 762 del Reglamento de Campaña, toda latitud para esclarecer los antecedentes y circunstancias que concurrieron en los sucesos de este campo». Pero la segunda (obra de La Cierva, el 24 de agosto), «dicho sea con el mayor respeto, no parece sujeto proporcionado a mi representación, envolviendo cierta incompatibilidad…». De seguido, aviso al ministro: «Sería insigne sutileza concretar dicha responsabilidad a sucesos incidentales, consecuencia natural y obligada de los errores y desaciertos del mando».
Picasso era, como acostumbraba, muy claro. No obstante, reconociendo el movedizo terreno en el que se encontraba, dejaba a La Cierva una salida. Relevarle de la comisión encargada:
«Por lo demás, me creo en el deber de participar a V. que he sido citado el 5 de septiembre para asistir a las sesiones de la Comisión Consultiva de la Sociedad de Naciones, de la que soy representante militar, por si esto facilitara otras soluciones que entraran en su ánimo y que, de antemano, acato».[698]
La Cierva, temeroso de que Picasso le presente su dimisión, dicta otra Real Orden el 6 de septiembre. Su esencia se la adelanta por carta (1 de septiembre), diciéndole al general que «dejando aparte, en absoluto, cuando se refiere al Alto Mando, o sea, al Alto Comisario, los actos de todos los demás, sin excepción alguna, caen bajo la jurisdicción de usted para su investigación»[699].
Picasso lee esta repetición de errores sin alterarse. Ha decidido no dimitir y buscar la verdad. Con su Expediente.
Un militar de excepción
Juan Picasso González había nacido en Málaga el 22 de agosto de 1857. Estaba relacionado con un pintor ya entonces entrando en la fama, Pablo Ruiz Picasso, de quien era tío segundo.
Los Picasso provenían de Italia, de Sori, en la costa adriática. De allí era natural Tommasso Picassi, nacido en 1787, luego Picasso y casado con una malagueña, doña María Guardeño. El primer Picasso falleció en 1851. Dos hijos de ese matrimonio, Francisco y Juan Bautista Picasso Guardeño, darían lugar a una muy ampliada familia, con tres ramas, extendidas por Argentina, España e Italia.
Juan Bautista Picasso casó con Dolores González Soto. El matrimonio tuvo seis hijos —Trinidad, Dolores, Eulalia, Adela, Juan y Amelia—. El único varón sería el célebre general.
Una hija de Francisco Picasso, María, casaría con José Ruiz Blasco, y de esa unión nacería Pablo Ruiz Picasso (en 1881). Pablo Ruiz y Juan Picasso se llevaban veinticuatro años. Sobrino y tío se trataron con afecto, sometido al imperativo de la distancia: los Ruiz Picasso en Málaga, luego en La Coruña y Barcelona, acabando Pablo en París; y los Picasso González en Granada y después en Madrid. En 1921, lo único que se sabía del general Picasso era su condición de miembro del Consejo Supremo y el hecho de ostentar la Cruz de San Fernando, conseguida en otra crítica ocasión en la que Melilla estuvo sitiada por las gentes del Rif.
Picasso era un enamorado de los caballos y extraordinario jinete. Había ingresado en la Academia de Estado Mayor en 1876, con dieciocho años, Cuerpo en el que formaría su talante, y en una rara especialidad para un país que, siendo muy militar, menospreciaba los estudios para dirigir la guerra. Al tener derecho a «plaza montada» (montura sufragada, en sus gastos, por la unidad de destino), a Picasso, ya capitán, se le había asignado, el 9 de octubre de 1893, el caballo Príncipe, que le fue traspasado por el coronel Guillermo Iriarte. Con él realizaría una portentosa galopada bajo el tiroteo de toda la harka (contingente), tres semanas después y en el frente de Melilla.[700]
Ese día, 28 de octubre, es el de la muerte del general Margallo en la entrada del bastión de Cabrerizas Altas. Cercadas las tropas españolas, resultaba imprescindible no sólo pedir refuerzos, sino indicar cómo y por dónde podían llegar esas fuerzas, y sujetas a determinado plan. Se necesitaba un correo y muchísimo coraje. Había que romper el asedio, cortar por la tierra de nadie y llegar al fuerte de Rostrogordo. Picasso se presentó voluntario. Una pequeña escolta —veinticinco hombres— cubriría sus espaldas. La acepta pero, en la salida, acosado el grupo por los pacos (tiradores emboscados), decide adelantarse a la guerrilla «con inminente riesgo de su vida»[701]. Su primer galope terminaría en la explanada de Rostrogordo, adonde llegó como una exhalación. Pero las líneas telefónicas estaban cortadas y por heliógrafo tampoco había posibilidad de enlace con Melilla. Quedaba volver a Cabrerizas o permanecer allí mismo, pues la posición estaba siendo rodeada. Picasso decide lo contrario, entrar en Melilla. Tiene por delante más de tres mil metros siguiendo el traicionero borde de los atrincheramientos. Irá solo. Sabe que apenas tiene posibilidades y no quiere más muertos a su lado. Nada más salir del respaldo de los muros de Rostrogordo, jinete y montura se convierten en blanco para cientos de fusiles enemigos. La emoción de la cabalgada fue tal que todo el ejército salió de sus posiciones, animando aquel desesperado galope. El griterío acabó haciéndose más fuerte que el tiroteo, y no cesó hasta que Picasso entro en Melilla.
Recibir la Laureada no garantizaba una fulgurante carrera, aunque sí la propiciaba. Un año después de su gesta, Picasso era ascendido a comandante. En 1895 llegaba a teniente coronel. Ya en octubre de 1902 dispondría de las tres estrellas de ocho puntas. Pese a ser el número 3 de la escala de coroneles, hasta 1915 no ascendería a brigadier. Un año más tarde era suprimida la llamada «Sección de Estado Mayor». Picasso debió sentir pena por esa supresión, que privaba a la oficialidad española no sólo de una filosofía para hacer la guerra, sino de entender la milicia. Siguió afanándose en sus tareas, próximas a una burocratización que le inquietaba. Había cesado en julio de 1919 como subsecretario de Guerra, luego de haber rechazado antes el cargo de ministro, aún más inquieto por perder ese capital de honradez que había atesorado y que siempre le distinguiría. Ascendería a divisionario el 16 de febrero de 1921, un mes después de llegar Silvestre a Annual.
Picasso no pensaba pasar de esa graduación. Sentía cercano su retiro, lógico a sus sesenta y cuatro años. Sus afanes profesionales se dirigían hacia el mundo exterior, el de las grandes potencias y la compleja resolución de los conflictos surgidos tras la Gran Guerra. Elegido como representante de España en la Sociedad de Naciones (SDN), formaba parte de la Comisión Permanente Consultiva de Asuntos Militares, Navales y de la Aviación, para la que había sido designado en julio de 1920. Al sobrevenir la derrota de Annual, Eza se fijó en él. Sin duda, la mejor decisión del ministro en toda su vida.
Picasso conservaba una estricta valoración de Marruecos. Sabía de la hostilidad del clima y de la orografía. Y de la resistencia de sus habitantes. Pensaba que se había tenido respeto a esas fuerzas. Quedó asombrado al ver que ni se entendieron ni respetaron. Picasso acabó acusado de republicano, masón y protestante, cuando la II República le ignoraría por completo, nunca se afilió a ideología alguna, y siempre llevaba consigo una medalla de la Virgen de Las Angustias de Granada. Ése era todo su sectarismo oculto.[702] Estaba casado con el amor de su vida, María Luz Vicent Lasso de la Vega, mujer de singular apostura, cuatro años más joven que él. El matrimonio tenía dos hijos: Nestor y Adalberto, nacidos en 1887 y 1893.[703]
Picasso tenía detrás de sí el clamor del público, la mirada febril de la política, y el claro disimulo de las instituciones, que, siendo comprensivas con él, acabaron aborreciéndole; aunque La Cierva, honesto él, mantuvo al general a capa y espada. Picasso tenía que dar satisfacción al Ejército, al Estado, al Parlamento y al Pueblo. Daría satisfacción, en la medida de sus fuerzas, a la verdad. Y ante ella ni claudicaría, ni reconocería amistades; menos aún, recomendaciones interesadas.
Refuerzos de caridad y la odisea del barco del agua
Avanzado agosto de 1921, España, conmovida, se había cubierto de esquelas y funerales; de procesiones como la de la Virgen de los Reyes, en Sevilla, donde se «pedía por el alma de los soldados de África»[704]; de tómbolas y rifas benéficas; de suscripciones públicas —la reina Victoria Eugenia encabezó cuatro de ellas, y en dos semanas pasaron todas de las trescientas mil pesetas recaudadas—; incluso de corridas de toros, al término de las cuales los matadores y sobresalientes paseaban por el ruedo una gran bandera, y hasta «echaban al suelo sus capotes manchados de sangre» para que los espectadores arrojasen sus donativos «con destino a los heridos de Melilla».
Así hicieron en Madrid los diestros Nacional II y Fausto Barajas, en medio del delirio patriótico que recorría los tendidos de Vista Alegre.[705]
En el País Vasco se haría un llamamiento a los vizcaínos pudientes para que contribuyan a una suscripción con el fin de adquirir un tanque de guerra, que se denominará «Tanque de Vizcaya». Del ingenio bélico se diría que «es el dique más eficaz contra la barbarie de los rifeños»[706].
Las donaciones alcanzaban a todo el marco social, pues si «la aristocrática dama doña Catalina Urquijo de Oriol ha ofrecido un magnífico edificio que posee en Santurce para residencia de heridos y enfermos»; en Sevilla, «los maquinistas y fogoneros de la Compañía de Ferrocarriles de M.Z.A. (Medina del Campo a Zamora), han entregado cien pesetas al gobernador para el hospital de sangre», y hasta la colonia británica en Málaga contribuía con «tres mil seiscientas pesetas para los heridos»[707].
En Barcelona se hacían gestiones para formar un «Tercio de voluntarios catalanes»[708], que reverdeciera los laureles de 1860. Hasta los alumnos de Teología se incorporaban. Caso singular fue el de Pío Brezosa, teniente coronel de Sanidad, que se ofreció a La Cierva como voluntario «para internarse en las cábilas más enemigas de España para curar nuestros heridos y procurar su libertad», y hasta propuso «la formación de una legión de médicos que vayan a Marruecos a ejercer su profesión, obteniendo de esa suerte las simpatías de los rifeños a nuestra acción». Otros decidían colaborar por la vía de la suerte: «Don José Vicente ha regalado tres décimos de un billete de la Lotería con destino a los soldados de África».[709] No se sabe si tocó.
Por todo el territorio nacional se hacían colectas para comprar aviones para el Ejército, que ostentarían los nombres y escudos de esas provincias: el Granada sería un aparato De Havilland, «de gran potencia», cuyo precio fue de ochenta y cuatro mil pesetas.[710] En Almería y Cádiz se abrieron suscripciones al efecto con quinientas pesetas. En la capital, la suscripción promovida por el diario El Sol para adquirir el aeroplano Madrid, recaudaría 11.078 pesetas en menos de un mes[711]. En Zaragoza se iba más lejos, pues «el capitán general, señor Ampudia (por Francisco de Ampudia López, brigadier de Caballería), ha lanzado la idea de abrir una suscripción nacional para adquirir un aeroplano de guerra, bombas y gases asfixiantes»[712].
Avanzado octubre, se contaría, por suscripción popular, con diez aparatos —cuatro donados por Murcia y Cartagena; dos por Salamanca y dos por Zaragoza; uno por Ávila y otro por Vigo—. Y estaban pendientes de entrega veinte aparatos de diecisiete provincias[713], más seis aviones aportados por particulares.
Frente a la épica de las colectas, las cuentas de la realidad. En Rincón del Medik (al suroeste de Tetuán), alineados los componentes de un regimiento para recibir la vacuna antitífica, sólo se disponía de «cuatro o cinco agujas de acero, que no pueden desinfectarse bien, porque no se pueden quemar». Cinco agujas para pinchar a más de mil hombres. Gracias a la entusiasta intervención del francés Thiebault y su hija María Teresa, que regalaron «doce o trece docenas de agujas de platino», pudo solventarse un problema que merecería, del diputado Solano, la calificación de «cosa verdaderamente vergonzosa»[714].
En Castellón, Jaén y Málaga, los funcionarios de la Diputación cedían como donativo «un día de sus haberes». En Sevilla se celebraba la «Fiesta del Cigarro para el Soldado», de la que se haría recuento el 23 de agosto, «llenándose diecisiete cajones de cajetillas, tres de cigarrillos sueltos y cinco de puros». En bancos, comercios, casinos y hoteles se instalaban buzones de tabaco con este reclamo: «Para los soldados que luchan en África».[715]
A los puertos de Andalucía y Levante llegaban los barcos del ultramar rifeño. Todo un ejército herido, enfermo, desorientado y abatido, salía de aquellas bodegas del desconsuelo. Atrás dejaban una insólita guerra, pues Melilla había quedado sin agua potable.
Desde Málaga se había «acordado enviar diariamente a Melilla cincuenta mil litros de agua». No fueron suficientes. Hasta la prensa bilbaína propuso a sus lectores que «regalen camiones-cuba a los soldados de Garellano», regimiento destinado en la plaza.[716] El Gobierno fletó el Conde de Churruca. Y el Churruca zarpó rumbo a lejano destino: Londres. Allí cargó seis mil toneladas. Y a casa.
De las singladuras del Churruca ofreció el marqués de Cortina (José Gómez Acebo), ministro de Marina, esta pasmosa explicación: «La trae (el agua) de Inglaterra para no tener que detenerse en España y poder ir directamente a Melilla».[717]
La expectación por ver atracar al Churruca abarrotó de gente los muelles melillenses. Y hubo un chasco enorme. No había calado suficiente —el carguero daba 23 pies (7,6 metros)—; ni mangueras; ni depósitos, ni soluciones. Y allí quedó el barco del agua, meciéndose en la rada, inutilizada su misión y nulo su cargamento. Un mes después seguía en la misma bochornosa situación.[718]
Diferencias militares entre ingleses y españoles
La guerra de África atrajo inesperados fervores castrenses hacia España. Al abrirse ventanillas de alistamiento en los consulados, la reacción fue espectacular. En Londres, a las nueve de la mañana del jueves 18 de agosto, un millar de entusiastas excombatientes se agolpaban en las puertas de la embajada española, en el aristocrático barrio de Chelsea. Muchos de aquellos aspirantes al sacrificio africano guardaban cola «desde las tres de la madrugada». A las diez, los voluntarios pasaban de dos mil quinientos. Un centenar eran antiguos oficiales, con gran experiencia de combate. Los diplomáticos españoles, asustados ante aquel gentío, pidieron instrucciones a Madrid.
La solución acordada fue lamentable. Se divulgó la especie de que «sólo se admitirían soldados y sin gratificaciones para sus familias», advirtiéndose que «los contratos se firmarían en España», a donde tendrían que «marchar por sus propios medios» los voluntarios. Estupor e indignación. Hubo entonces que recurrir a la policía «para dispersar a la muchedumbre»[719].
En Nueva York, el alistamiento fue menos tumultuoso que en Londres, aunque pronto fueron «doscientos hombres los admitidos». Todos ellos embarcarían para España el 23 de agosto por la noche.[720] Mientras tanto, se agudizaba el problema inglés.
Era embajador en Londres Alfonso Merry del Val. Sus informes durante la Gran Guerra habían sido modélicos, pero ante la oleada de furores movilizadores británicos hacia España y la naturaleza de la guerra en Marruecos, hará unas abrumadoras manifestaciones.
En carta (18 de agosto de 1921) a González Hontoria, ministro de Estado, reclamará su atención sobre «ciertos inconvenientes que ofrece el recluta inglés». Tales inconvenientes eran éstos: «Está habituado a un refinamiento en las raciones, vestuario, etc., que le hacen muy exigente. No es esto, sin embargo, lo peor, sino que, díscolo por naturaleza, el soldado inglés se subleva fácilmente, jamás por motivos políticos, sino en forma de motines cuarteleros (…). La tropa inglesa no se hubiera movido por Espartero ni por O’Donnell (en referencia a la Legión Inglesa durante la primera guerra carlista), ni hoy se movería por los sindicalistas, pero un rancho deficiente o inferior a sus pretensiones, un equipo de mala clase, la falta de municiones en un combate sangriento, la dureza de un oficial, en todo esto descubre motivos para revolverse contra sus jefes, destruir cuanto haya (sic) bajo la mano o desaparecer del campamento. En los países exóticos (…) se les ha visto con frecuencia pasar al enemigo y organizarlo, aspirando a cargos y mandos que nunca pudiera soñar».[721]
Para el embajador, dado que el recluta británico exigía condiciones mínimas para luchar, y éstas no las iba a encontrar en el Marruecos español, mejor no alistarlo; mejor disponer del sacrificado soldado de España, el que combatía no ya con «rancho deficiente» o «equipo de mala clase» y con «falta de municiones», sino el que se batía desde el hambre y desde la desnudez, con armas descalibradas o sin ellas, corto de municiones y sin sublevarse jamás. El mejor soldado del mundo.
Y el desconcertante Merry del Val resumiría, desinhibido: «Debemos tener en cuenta que, por canallas que sean los voluntarios de su nación, y en el caso presente no son sino obreros sin empleo o enemigos del trabajo por efecto del servicio militar, siempre estará detrás de ellos el embajador británico para apoyarles en cualquier reclamación, lo que constituye una complicación más. En suma, no soy muy favorable al reclutamiento de ingleses en gran número, pues su prurito innato de superioridad sobre las demás razas les hace sujetos poco fáciles de manejar. Si se admiten en gran número, como buenos guerreros que son, lo mejor sería ponerlos a las órdenes de uno de los innumerables oficiales de este país que se están ofreciendo, pues éste les entenderá y llevará como conviene».[722]
Los guerreros británicos irían a África, y, con ellos, grandes disgustos para las autoridades españolas: a mediados de noviembre decidirán volver —unos cuarenta, según los datos disponibles—. De sus demandas se harían eco los Comunes y la prensa londinense. La virulencia antiespañola fue tal que González Hontoria dirigió una carta de protesta, el 27 de noviembre de 1921, al embajador en Madrid, Sir Esme Howard, por la ofensiva calificación de spanish borde, utilizada por The Times, con «epígrafes depresivos para España y para su ejército»[723]. Ya en febrero de 1922, uno de los voluntarios, apellidado Dearson, y que había sido herido, reclamaría «una indemnización por supuesta inutilización sufrida, como si fuera un obrero víctima de un accidente», según comunicaría un alterado La Cierva a Berenguer.[724] Pero ninguno se pasó a las filas de Abd el-Krim, donde sí se integraron mercenarios franceses y alemanes.
Recibiría España la fe combativa de aquellos buenos ingleses y la lealtad de un viejo amigo: el general W. C. Rudkin, testigo de aquella embestida de la columna Silvestre en Taffersit.
En carta escrita a The Times —y reproducida en El Sol—, Rudkin denunciaba los graves fallos españoles en sanidad, comida y vestuario, mientras calificaba de «cómicos» los malos tratos. Aportó precisiones al retraso habido en las pagas, pues los legionarios, para regresar a Gran Bretaña, «recibieron dinero por anticipado; se les dio buena ropa de paisano y se les pagaron los billetes para los viajes terrestres y marítimos». En oposición, al llegar a su patria, ni siquiera recibieron «billetes de ferrocarril para sus respectivas localidades». Al efecto, Rudkin criticaba «la torpeza, que no deja de ser frecuente», de los ministerios británicos de Exteriores y Guerra. Al final, Rudkin sólo tuvo palabras de elogio para los mandos del Tercio:
«Lo que a mí me maravilla es que el coronel Millán Astray y sus oficiales hayan obtenido tan excelentes resultados con la Legión Extranjera, después de un periodo tan corto de instrucción. Es cosa que verdaderamente debe citarse en honor de los oficiales y de sus hombres».[725]
Melilla asediada: ángeles cañoneros y milagro diario
El primer Consejo de Ministros del Gabinete Maura tuvo lugar el lunes 16 de agosto de 1921. De sus deliberaciones se filtró una nota oficiosa. En la misma, se declaraba al norte de Marruecos como «prenda inexcusable de la independencia y la seguridad de España»; se hablaba del mando de Berenguer, diciendo que se caracterizaba «por felicísimos métodos de avance»; y de la guerra se advertía que «proseguirá sin titubeos», aclarando que continuaría «hasta dar cima y término a esta obra política, secundada y sostenida por las Armas de la Nación»[726]. Contundente síntesis del militarismo colonial alfonsino.
Para el 15 de agosto, Berenguer reunía treinta y cinco mil hombres en Melilla. Podía comenzar La Reconquista. Cinco días después, Berenguer confesaba a La Cierva que una batería rifeña «consiguió afinar el tiro e introducir proyectiles en la posición» de Sidi Hamet el Hach, provocando dos muertos y cuatro heridos.[727] Melilla estaba bajo los fuegos artilleros del Gurugú.
Pasaría año y medio hasta saberse que el 3 de agosto había recibido Berenguer, vía Riquelme, el siguiente aviso: «Una guardia de unos cien hombres está en el Gurugú: es fácil alguna sorpresa durante la noche por el Barranco del Lobo».[728] La sorpresa sería la ocupación de todo el macizo y los bombardeos.
Los rifeños no habían dudado en servirse de los cañones capturados, ni en utilizar la mano de obra cautiva que estaba en su poder. Aquellas piezas de artillería fueron subidas, a brazo, por los prisioneros españoles, y por pendientes que alcanzaban el 20 por ciento de desnivel. En el sacrificio se emplearon unos ciento cincuenta cautivos, de los que un número indeterminado falleció al abrir aquellas asesinas trochas cañoneras. Poco después se supo que «unos malos españoles» servían esos cañones. Darían fe de ello los soldados Benito Verges Castell y Alfonso Espinosa Sánchez, evadidos del campo moro, los cuales contaron que sus guardianes habían entregado, a los supervivientes de subir los cañones al Gurugú, «dos reales y una cajetilla de tabaco»[729]. Melilla quedó bajo los fuegos del enemigo, lo que no sucedía desde el sitio de 1774-1775, cuando quiso tomarla el cuarto monarca alauí, Sidi Mohammed Ben Abdallah. La furia artillera de entonces —la ciudad encajó «8.239 bombas y 3.129 balas rasas» en un cerco de cuatro meses—[730], no se repitió. Pero el hecho de que la plaza fuese bombardeada con los cañones de Silvestre, supuso una demoledora agresión para el espíritu nacional.
Nunca tuvieron los rifeños más de tres piezas disponibles para bombardear la ciudad, pero cuando estallaban sus proyectiles, el ánimo melillense se enfurecía en lugar de amilanarse. Así que al susto inicial sucedió la altivez, el desafío, ese aquí no llega tan español. El cronista de ABC, Corrochano, tras razonar que «el cañón de los moros buscando la plaza no pasa de ser una distracción, una curiosidad», desafiaba así a las bocas artilleras del Gurugú: «¿Que disparan? ¡Que disparen!»[731] Los artilleros hispano-rifeños mostraron especial preferencia por el barrio del Real —donde la ciudadanía más atrevida puso de moda el aguantar, a pie firme, la llegada silbante del cañonazo—, pero ni fueron tantos como se decía, ni hicieron tanto daño como se temía, pues si los proyectiles caían en sus objetivos —el puerto, los cuarteles, los fuertes, el aeródromo—, de cada diez sólo explotaban dos o tres. Y eso con mala suerte.
Del cañón del Gurugú diría Borrás que «no hace más que salir un momento, echar su salivilla y meterse a escape»; y tras compararle con una singular maquinaria —«Abre su ventanita, da el chillido y se escabulle»—, lo definiría como «el cuco que da la hora en Melilla, despertándola cuando se le había olvidado el peligro». Y el periodista se preguntaba: «¿Quién es capaz de coger al cuco de un reloj?», y también, «¿quién lo dispara, quién lo maneja, quién lo apunta?». Según Borrás, el acertijo radicaba en que el desertor —un cabo llamado Rillo, del que se rumoreaba que una granada disparada desde la plaza le había arrancado una pierna—, podría haberse pasado al enemigo, pero no era tan traidor como parecía. La deslealtad se tornaba en sutil doble juego, pues «un cabo de Artillería sabe preparar las espoletas». Para Borrás, aquel buen desertor evitó que «otro nos arrojara granadas mortíferas, bien graduadas, en lugar de estos cilindros inofensivos».[732]
La verdad se sabría pronto. Emilio Rillo Herrera, corneta a los dieciséis años en el regimiento de Aragón n.º 21, había marchado, tras cuatro años de servicio, a la Legión Extranjera, de la que desertó en 1920. Luego de una fugaz estancia en el Hotel Palace de Zaragoza como «intérprete», decidió alistarse en el Ejército de África. Destinado en Dar Quebdani, fue uno de los pocos supervivientes de la matanza del 25 de julio. Hecho prisionero, apuntó las piezas del Gurugú hasta mediados de septiembre, en que, dudosos ya los rifeños de su fidelidad, le condujeron hasta Annual. Fugado desde Dar Drius, llegaría en noviembre a Melilla.
Rillo testificará ante el equipo de auditores que dirigía Picasso. El artillero conservaba sus dos piernas. Quien había perdido la pierna de un cañonazo era otro apuntador de cañones y desertor, Fidel Porres Martínez, a quien el propio Rillo denunció ante las autoridades españolas. A su vez, Rillo acumuló hasta siete testimonios en su contra por parte de otros tantos excamaradas suyos.[733] Fuese el cabo Rillo o El Botajar, apodo al que respondía Juan López Jurado —un soldado que desertó en 1911—[734], lo cierto es que Melilla, aun bajo el bombardeo rifeño, quedaba a salvo por el remordimiento de los buenos desertores y una fidelidad de atentísima custodia: una talla escultórica de la Virgen de la Soledad.
La imagen se encontraba en una vivienda humilde, en una de cuyas habitaciones dormían, en la misma cama, dos niños de corta edad. Una granada atravesó el tejado, segó el piso superior y cayó entre los plácidos infantes; pero al dar con «el colchón de muelles, elástico», el proyectil, en inverosímil «voltereta», desvió «el surtidor de balines» —era una granada de tipo shrapnel— contra el techo y las paredes, donde causó «trescientas heridas». Los niños se salvaron en presencia de la Virgen, a la que nada sucedió. Ni que decir tiene que se habló de «un milagro, testificado por numerosas mujeres conmovidas»[735]. Y la casa —la número 48 de la calle de Polavieja— quedó convertida en icono de la resistencia de Melilla.
Ya fuera por reacción moral o recurrente fallo de las espoletas españolas, Melilla dormía a salvo, arropada por la Virgen de la Soledad y sus ángeles cañoneros desde el Gurugú.
Quedaba otro milagro. El de por qué no tomó Abd el-Krim el mando de las fuerzas sitiadoras de Melilla y ocupó la plaza. Pero los harqueños, reclamados por sus familias para terminar las labores agrícolas, lo tenían todo: abundante botín, independencia casi asegurada —de España y del Sultanato—, y creciente orgullo nacional ante los pueblos africanos y árabes, como vencedores que eran de una potencia europea. Además, en el Rif se extendía la idea —compartida por los Abd el-Krim— de que los españoles, desalentados, cederían sus derechos a Francia y evacuarían Melilla y Ceuta. Esa marcha hacia el mar no se produciría. Los españoles se quedarían y lucharían. Y esta vez de verdad.
El primer ejército nacional: pobres y ricos luchan juntos
Berenguer decía encontrarse ante un caso extraordinario: el de constituir un ejército para combatir con él «al día siguiente». Había pedido un mes para contraatacar. El plazo se acababa y el ejército no aparecía. Pero los rifeños habían formado el suyo en sólo cinco días. Seguían atacando y venciendo. Los españoles sólo habían movilizado la pasión y la confusión.
Se alistaban oficiales de Caballería que «desconocían lo más elemental de la profesión»; en los Parques no aparecían los autoaljibes, con lo que el Gobierno «tuvo que requisar los que en España tenían las jefaturas de Obras Públicas»[736]. Faltaba de todo. El colmo se produjo en las compañías de ametralladoras, donde «gran parte del personal no conocía las máquinas», y éstas —las funestas Colt— resultaron «inútiles al poco de uso»[737]. Alarmada la conciencia nacional ante las noticias que llegaban de Melilla —un ejército sin ropas y sin armas—, un diputado extremeño tomó una atrevida y eficaz decisión.
Juan Vitórica Casuso fue quien, al parecer, realizó el portento.[738] Informado de que en Lyon se fabricaban fusiles ametralladores, allá se fue sin dudarlo y compró con su dinero seis de aquellas armas automáticas —del modelo Chauchat— con sus municiones, volvió a España, cogió el primer barco para Melilla y las entregó al estupefacto coronel de un regimiento. La proeza se hizo en cuatro jornadas. El hecho fue relatado en el Congreso por Arsenio Martínez de Campos y de la
Viesca, quien, en la sesión del 21 de octubre, razonó que «si el señor Vitórica trajo seis de esas armas, bien pudo un oficial del Ejército haberse traído sesenta»[739].
Más casos. Hacían falta mil monturas para completar los escuadrones destinados al Rif. Sólo aparecieron unas pocas en las estaciones de la Remonta. Hubo que hacer frenéticas gestiones de compra en Argelia, Hungría, Portugal; hasta en Estados Unidos se adquirieron. Martínez de Campos denunció que hubiese «doscientos cincuenta jefes y oficiales destinados en la Cría Caballar, y que para remontar mil caballos tengamos que ir al extranjero». Para colegir, rotundo: «Sobra tal organización si faltan los caballos».[740]
Otro diputado, Solano, denunciaría el bochorno de monturas empleadas «para que paseen las hijas y señoras de algunos jefes», aclarando: «Hay más de doscientos caballos, en un regimiento de Caballería que puedo citar, que están dedicados a esos menesteres, impropios de su oficio (Risas)». Solano señaló el abuso de aquellos oficiales que consideraban «más cómodo sacar con un volante un caballo del Regimiento». Dado que la unidad seguía pagando la manutención del animal, «el jefe se mete en el bolsillo la ración del caballo». El último trámite era éste: «Se mueren, dan un certificado de defunción y requiescant in pace», con lo que dándole por muerto, se podía venderle. Y Solano advertía: «Si hay un diputado que diga que no, estoy dispuesto a demostrárselo cuando quiera (grandes rumores)».[741]
A este desastre moral se opuso una igualdad de deberes que rompió muchos privilegios, como la incorporación de los soldados de cuota. Maeztu, con agudo sentido, definiría así el momento: «Ésta es la primera guerra española en que los hijos de los ricos están peleando, como soldados, junto a los hijos de los pobres».[742]
Una plaza cercada: desconfianzas y resistencias
A finales de agosto, cerca de cuarenta y siete mil hombres se hacinaban en las calles, cuarteles y bastiones de Melilla. La situación era agobiante. Si los oficiales se acomodaban en casas particulares y fondas, la tropa dormía por el suelo, ya fuese empedrado o de tierra. Era aquél un ejército al raso. Se habían acabado las tiendas y colchonetas y no quedaba un solo repuesto. Berenguer había pedido a La Cierva quince mil tiendas individuales «y de ellas con urgencia ocho mil»[743]. A toda prisa se hicieron encargos en Alemania, Francia, Italia y Gran Bretaña, para «evitar complicaciones diplomáticas». Más trámites y más dilaciones.
La marquesa de Urquijo, enterada del drama, dio una ejemplar lección: compró con su dinero cuatro mil colchonetas y las mandó a Melilla, «a donde llegaron en cuarenta y ocho horas», en medio del consuelo de unos pocos y de la rechifla general sobre el Gobierno Maura.[744]
La Cierva convocó a los mejores industriales de Levante y Cataluña, solicitándoles un precio patriótico para cubrir las necesidades de colchonetas del Ejército, cifradas en ciento ochenta mil unidades. El precio ofertado fue de 21,50 pesetas. Habría que esperar a noviembre para que en Melilla hubiese «tiendas suficientes para acoger a un ejército de ochenta y siete mil hombres» [745]. Muchos efectivos, pero poco Ejército. El núcleo operativo —y combativo— estaba formado por hombres de fuego: los Regulares, la Legión, algunas unidades de Artillería e Intendencia, y los regimientos de Burgos, Corona, Granada y Princesa. Pagaban su precio, pues la oficialidad del Princesa perderá cinco de sus capitanes en su primer combate. Y del Grupo de Regulares de Ceuta —sus dos jefes, González Tablas y Mola, fueron heridos de gravedad—, compuesto por setecientos sesenta soldados yebalíes, sólo ciento cuarenta lograrían sobrevivir tras afrontar, en tres meses, cuarenta choques a degüello en torno al siniestro Gurugú. Un día, al ver desfilar a la tropa superviviente, Berenguer, abrumado, sacó de su cartera «cinco mil pesetas», que entregó a González Tablas para que lo repartiera entre los soldados «del tabor Ferrer (por el comandante José Ferrer), que volvía deshecho» [746].
Se demostró que los soldados del regimiento de Sicilia entraron en fuego luego de haber disparado diez veces su fusil. Y los de Wad-Ras lo hicieron tras ¡cinco disparos! Pese a ello, la tropa española subirá sin desmayo al encuentro del enemigo, peleando y muriendo en los barrancos del Gurugú.
La tropa se había acostumbrado a luchar sin instrucción, sin buenas armas, y su general en jefe a sostener la guerra sin buenos generales. Berenguer, en apabullante confesión telegráfica ante Eza (el 29 de julio), había llegado a decirle al ministro: «El único jefe que tengo que me merezca confianza, el general Sanjurjo, que tiene que salir todos los días para ocupar las posiciones exteriores y cuidar de noche de la vigilancia de la plaza, no puede ocuparse del mando».[747]
En pocas frases, Berenguer dejaba como incompetentes a Cabanellas, Cavalcanti, Fresneda y Neila, e incluía a Jordana (coronel y jefe de Estado Mayor) en la desdeñosa calificación. Melilla, a finales de agosto de 1921, era una plaza cercada por un ejército de agresivos montañeses —que no pasaban de quince mil—, y pese a estar defendida por cuarenta y siete mil soldados, sólo tenía un alto comisario y otro general a su frente.
El incendio de la guerra se corre al País Yebala
Berenguer estaba en tratos con un prestigioso cheikh (jefe), Abd el-Malek, pues confiaba en él para impedir la extensión de la rebeldía sobre Yebala. Tenía Berenguer la promesa de Abd el-Malek no ya de su lealtad —la probaría, y a tal punto, que moriría en las trincheras españolas de Azib de Midar en el verano de 1924—, sino la de influir sobre los otros chiuj (jefes). A mediados de agosto, Berenguer enviaría a Abd el-Malek «cincuenta mil pesetas para evitar formación harca Gomara en contra nuestra, y ganar voluntades para que los rifeños no marchen en aquella dirección»[748]. Ese dinero llegaría tarde.
La cábila de los Beni Issef hacía de cuña entre el sur de los Beni Arós —la tribu de El Raisuni— y la zona francesa de Uezzan. Los Beni Issef, de los mejores guerreros de Yebala, decidieron sublevarse. Para proclamar su furia escogieron Akba el Kola: una loma aislada. Allí estaba acantonado medio batallón de Ciudad Rodrigo. Su jefe, el teniente coronel Isidoro Valcárcel Blaya, estaba al frente de 199 hombres. La posición artillaba cuatro piezas Saint Chamond de 75 mm, pero días antes le fueron retirados dos cañones. La vigilancia que se hacía era rutinaria, como si lo ocurrido en el Rif hubiera sido cosa de otro mundo.
En la noche del 27 al 28 de agosto, varios grupos de los Beni Issef se acercaron con sigilo a las alturas de Akba el-Kola. El campamento estaba adormecido, las tropas sumidas en el descanso, y las guardias nocturnas mal emplazadas. El peligro y la muerte llegaron en un mismo torrente. Dado que era imposible defenderse con los cañones, los españoles optaron por formar enrabietados cuadros de resistencia, aglutinados alrededor de unos pocos oficiales. Uno tras otro fueron embestidos y aniquilados.
En los últimos minutos de la pelea, el oficial al mando de la artillería, el teniente Ignacio Gómez de Guevara, tomó una brutal decisión: volar el polvorín. Con él dentro. Y en el instante en que los yebalíes entraban en tromba por la hendidura, accionó un explosivo. El formidable estampido selló el fin de la pugna. Los demás oficiales murieron todos[749], y Valcárcel con ellos; sobrevivió «un oficial moro, Sidi Si Alí Saheli»[750], que logró llegar a las líneas españolas. De la tropa se salvaron veinticuatro hombres —de ellos, quince indígenas—, la mayoría heridos. Los otros 175 defensores murieron. Muchos fueron mutilados.
El 30 de agosto, tropas de la Comandancia de Larache llegaban hasta el devastado campamento, ocupando sólo las avanzadillas, «porque posición está cubierta por cadáveres de hombres y ganado». Berenguer aprovechó este parte para decir a La Cierva: «Después de recibidas las anteriores noticias, considero restablecida la situación, y por ello he felicitado al Comandante General (Barrera)». Incorregible Berenguer. Repite los días de Akba el Kola lo que dijo tras el día de Abarrán.
No habían transcurrido veinticuatro horas cuando otro grave revés demostraba la precariedad de ese restablecimiento militar. El segundo golpe fue más al norte, cerca de Nuader. Como todos los días, un destacamento español bajó hasta el ued (río) Magesar para hacer la aguada. Les estaban esperando «unos cuatrocientos emboscados». Gente de los Sumata, especialistas con el fusil. Cubiertos por la gaba, los sumatíes dejaron «llegar al agua todo el personal y ganado, sin hostilizar los servicios de protección». Entonces abrieron «violentísimo fuego, causándonos veintiocho muertos y catorce heridos, más cuarenta bajas de ganado»[751], según el informe de Berenguer al de nuevo alterado y desconcertado La Cierva.
El ministro no pudo por menos que manifestar: «Inútil decirle, porque seguramente lo ha hecho ya, necesidad prevenir a todos astucia enemigo, que como se ve por sucesos hoy, aprovecha todo descuido». El ministro preocupándose de alertar al alto comisario sobre sus deberes militares, para que éste, a su vez, alertase a sus subordinados sobre prevenciones obvias.
Desdichado La Cierva. Unos minutos antes acababa de recibir la noticia de que un blocao de los situados en las laderas del Gurugú, el de Taguilmanin, había sido evacuado por su guarnición, «por lo que se procederá con la máxima energía contra el jefe de dicho destacamento», según había decidido el mismo Berenguer.
Pistola para un alférez desesperado
El perímetro de defensa de Melilla se ajustaba a la línea CasabonaTizza-Zoco el Had-Ait Aixa-Sidi Musa-Sidi Hamet el Hach-el Atalayón. Eran los campos de batalla de 1909. Allí se encontraban tres puestos avanzados que serían sinónimo de coraje e infortunio: Dat Hamet —apodado El Malo—, Extremadura y Taguilmanin, también conocido como El blocao de la muerte.
Estas cotas, que hacían de verdaderos rompefuegos del correoso cerco rifeño, se convirtieron en cumbres del valor: en el Extremadura, la mitad de la guarnición cayó exterminada (el 21 de agosto), en una embestida nocturna de la harka, pero el cabo Julio Ara Izquierdo, rodeado de cadáveres y moribundos, mantendrá la defensa. Sobrevivirá a la acción y le será concedida (en 1923) la única Laureada de aquellas durísimas operaciones.
En el primero de aquellos puestos suicidas, El Malo, la guarnición quedará casi aniquilada tras el asalto rifeño de la noche del 15 al 16 de septiembre. Avisado el Atalayón, saldrán de allí, «desobedeciendo órdenes», el cabo Terrero y catorce soldados de la Legión, los cuales intentarán entrar en el ensangrentado blocao. Antes de partir, los voluntarios presienten que no van a volver, por lo que reparten sus propiedades entre los compañeros, y hasta se transmiten direcciones de novias de guerra o domicilios de familiares donde enviar la carta fatal. Uno de los que salen es Lorenzo Camps Puigredón, que acaba de recibir parte de su prima de enganche. Y a Eduardo Agulla Jiménez-Coronado, al mando del Atalayón, le dice: «Mi teniente: como vamos a una muerte segura, ¿quiere usted entregar este dinero a la Cruz Roja?»[752] El soldado tiende al oficial cincuenta duros. Agulla, con lágrimas en los ojos, coge los billetes y asiente en silencio. El grupo cruza las alambradas y se pierde montaña arriba. En una impetuosa carrera entran en Dat Hamet. Los rifeños aproximan sus cañones y, a doscientos metros, rompen fuego. Las granadas alcanzan la techumbre del blocao, incendiándolo. Minutos después, toda la viguería se viene abajo sobre sus defensores. Los harqueños se lanzan al ataque, pensando más en el saqueo que en el combate. Su sorpresa es enorme, pues los heridos les hacen frente. Ni uno sólo de los quince legionarios se salvará. En cuanto a los veinte soldados de la Brigada Disciplinaria que componían la guarnición, sobrevivirán dos, ambos heridos, entre los que no se contaron Camps y Terrero.
En el de Taguilmanin, la acción se consuma en dos fases: atacado por la harka en otra oleada nocturna (30 de agosto), el jefe de la posición, un alférez ya maduro, decide replegarse con los sobrevivientes. Ramón Mafioli-Rodés tiene treinta y un años. Ha entrado en el Ejército —en 1899— como simple «soldado voluntario» y cree justificado el abandono del blocao. Deja atrás nueve muertos de los suyos —alguno enredado en las alambradas, donde se ha luchado cuerpo a cuerpo— y se refugia, «con once heridos y diez ilesos»[753], en la segunda línea. Mafioli-Rodés no teme nada, pues su pelotón de treinta hombres ha tenido veinte bajas, el 66 por ciento. Muchos han corrido, en el desastre de julio, por menos motivos y sin tener la hombría de quedarse al lado de su gente, incluso siendo coroneles. En todo ello confía el bueno de Mafioli.
Al amanecer del 1 de septiembre llega Sanjurjo a los campos de Taguilmanin. Se encuentra el puesto derruido, libre de enemigos, los muertos españoles alrededor, y el oficial al mando, por ahí atrás según le dicen. Sanjurjo ordena que se le presente el alférez. Y delante de la tropa, formada ésta, demudado aquél, ordena su arresto fulminante y su presentación ante un Consejo de Guerra. La reclusión se empieza a cumplir ese mismo día en el fuerte de Rostrogordo. Dos semanas después, privado de toda asistencia, abrumado por avisos humillantes, Mafioli-Rodés decide acabar con su agonía y se dispara un tiro en la cabeza.
El suceso será recogido por el Parte de Guerra del 15 de septiembre, hecho del todo inusual, pero de forma tan ambigua como contradictoria: «Ha fallecido el alférez de Almansa señor Mafioli-Rodés, que intentó suicidarse». Solano sería el relator del triste caso. Y sobre la conducta de Mafioli, precisó: «Debió pensar que no le iban a encausar por ello, cuando han debido fusilar a tantos». Luego desveló, ante la conmoción de la Cámara, que fueron los mandos del alférez quienes «le dieron, caritativamente, una pistola para que se pegase un tiro»[754].
Bloqueadas las operaciones, las críticas llegaron desde el interior del Ejército. Riquelme encabezaría esas denuncias: «España no puede soportar una ocupación permanente de la zona. Para eso necesitaría tener aquí quinientos mil hombres».[755]
En cuanto al rifeño, mostraba una singular imaginación en su deseo por expulsar a los españoles, pues se supo, por algunos evadidos, que los santones recorrían los zocos «diciendo que los cañones y fusiles de los cristianos se transformarán en agua, y los musulmanes imperarán en el mundo»[756].
Berenguer, por su parte, había hecho sorprendentes declaraciones a la prensa. Al ser preguntado por Borrás sobre qué tipo de colonización consideraba preferible, afirmó: «El Protectorado tal como lo comprenden los ingleses (vínculos confederales)». Añadiendo con insólita resolución, a lo Prim: «Todas las colonias acaban por emanciparse al sentirse fuertes. Marruecos no será una excepción en el porvenir».
Y cuando Borrás le apuntase el afán nacional de desquite —«Entonces no será usted partidario del exterminio de esa raza»—, Berenguer le tranquilizaría: «Nadie lo es y yo menos. Nada de ideas absurdas. Castigar hasta donde sea preciso, eso sí. Despoblar, no».[757]
Vuelven «los muertos» y retrato psicológico de un líder
El día antes de iniciarse la Reconquista hubo gran revuelo en Melilla. Acompañado de dos indígenas, apareció Felipe Peña, al que todos daban por muerto en Arruit. Peña, todavía no curado de su herida en la cabeza[758], había acabado de curandero en un aduar próximo a Adaten, donde su experiencia y afabilidad causaron admiración entre los rifeños. Ese mismo 16 de agosto llegaron, en tandas de tres o cuatro, hasta «veinte soldados de la columna de Navarro»[759]. Los muertos volvían.
Un mes después llegaba a Melilla otro espectro, médico también, Antonio Vázquez Bernabeu. Había sobrevivido a la caída de Buymeyan, avanzada del ejército de Silvestre. Luego de inutilizar la artillería, la guarnición descendió hacia la hoya de Annual, siendo rodeada por la harka y destrozada.[760] De los noventa y uno de Buymeyan sobrevivieron veinticinco, entre ellos su capitán, Salto Vázquez había reaccionado igual a como hiciera en la dura acción del 16 de junio en la Loma de los Árboles: defendiendo sus heridos a tiro limpio, para evitar que fueran rematados. Los rifeños, admirados, respetaron su valor y su condición de médico.
De sus impresiones del fatídico 22 de julio, Vázquez Bernabeu destacó una escena de sacrificio. Entre los restos de un reducto encontró los cadáveres «de un capitán y los dos tenientes de una compañía de ametralladoras, echados de bruces sobre sus máquinas». Ya en Annual, se topó con el espectáculo de la rapiña de los harqueños: «No pienso ver nunca locos más locos que los que practicaban el pillaje, quitándose las cosas unos a otros. Se subían a los mulos que, espantados, les derribaban a coces. Daban gritos de energúmenos».
Vázquez fue conducido hasta el jefe de la rebelión, quien le recibió, sentado «entre un montón enorme de objetos, todo lo que habían robado en la posición». Abd el-Krim, que sabía de la fama de Vázquez en el Rif —había asistido a las mujeres de los chiuj (jefes) en sus partos, distinción de máxima confianza—, le propuso ser su médico. Pero aunque «las proposiciones que me hizo eran, metálicamente, bastante buenas», Vázquez respondió que «los españoles no éramos tan canallas como los que se fingían amigos para luego traicionar». Abd el-Krim ordenó su prisión, en Axdir.
Vázquez atendió a los cautivos españoles, pero también a los rifeños. Sus recuerdos fueron éstos: «En los zocos curaba entre el desprecio de algunos tebib (médicos) y la atención imitativa de otros: en un zoco vi aplicar pasta de los dientes a un herido de bala en el pecho». El español curaba a hombres, «con gusanos en sus heridas», pero cuando creía ya sanarlos, se encontraba con que la ignorancia cabileña quitaba sus ungüentos para sustituirlos «por apósitos hechos con pan mascado, hojas de maíz, cuerdas y lienzos sucios». Y Vázquez confirmaba: «Naturalmente, se murieron casi todos».[761]
Las primeras semanas en cautividad se caracterizaron por el buen trato y la buena comida —«gallina y arroz, en platos, y con cubiertos»—, condiciones que se endurecieron al progresar las columnas españolas hacia el interior rifeño. Este avance originó sistemáticos intentos de desmoralizar a los prisioneros: «A todas horas nos decían que habían tomado Ceuta y Melilla».
Cuando llegaron los supervivientes de Arruit, hubo que ceder al general Navarro «la única cama que había». Hasta setenta y dos hombres se hacinaron en una casa-prisión. Sintiéndose falto de fuerzas, Vázquez decidió fugarse. Hasta el Peñón, a nado y solo.
Sería en «una noche de septiembre» —Vázquez empezaba a perder la noción del tiempo—, cuando no pudo más. De la playa le separaban tres kilómetros. Empezó a correr. Pronto fue descubierto, y las guardias rifeñas le dispararon.
Aunque apenas hacía ruido al nadar, los rifeños seguían disparando en dirección al Peñón. Los tiros, espaciados, acabaron al fin, y quedó rodeado de silencio. Para soslayar el cansancio, haría su recorrido «nadando boca arriba»[762]. Rodeó los aplomados escarpes del Peñón y, por su vertiente septentrional, subió hasta las primeras casamatas. En un postrer impulso se introdujo en ellas. El 23 de septiembre estaba en Melilla. El mismo día de su llegada, y ante Berenguer, Vázquez realizaba una declaración, transmitida a La Cierva. Manifestó cosas sorprendentes, que fueron silenciadas al público:
«Los oficiales no están mal tratados, aunque la alimentación es deficiente. Compleméntase con la que se envía desde aquí. Abd el-Krim les trata afablemente (…). El General Navarro y demás prisioneros desean el rescate, pero esperan resignados el momento (…). Al principio, la harca aspiraba a que abandonásemos incluso las plazas de soberanía, luego transigen con que éstas sigan en nuestro poder y que nuestro Protectorado se limite a enviar los Maestros, Ingenieros, etc., para que ellos se civilicen».[763]
Vázquez, al enfrentarse a la prensa, tuvo que dar una doble imagen de Abd el-Krim. De él diría que era hombre sin ambiciones —«me aseguraba que él no quería dinero y que sólo aspiraba a que nos marchásemos del territorio»—, aunque lo presentaba como descarado oportunista y al límite: «Hizo creer que los billetes españoles (de 50, 100 y 1.000 pesetas) carecían de valor, y de este modo los adquirió a duro. Hoy tiene sacos enteros».
Vázquez aportó más detalles, haciendo parecer a Abd el-Krim como jefe despiadado para los suyos: «Cuando le comenté el elevado número de bajas habido en un combate, me dijo: Mejor, tantos salvajes menos». Actitud extendida a los prisioneros: «Las medicinas que necesitábamos han estado en la playa ocho o diez días, sin que se preocupase de mandar a recogerlas». Vázquez aportó dos rasgos más, como el de predestinado a un gran empeño —«unir a su gente»—, y el de caudillo angustiado: «Prevé que su final es caer en manos de los españoles o perecer a manos de los suyos.
O huir Dios sabe dónde».[764]. Quedaba así dibujada una personalidad altanera, cruel y pragmática, impredecible y obstinada. Un verdadero rifeño.
Juan, el botero de Nador y setenta más
La lucha por el Gurugú cubría toda la montaña, y los combates alcanzaron el anillo fortificado de Casabona. Allí, en dos choques brutales (4 y 8 de septiembre), se logró sujetar la línea a costa de los cincuenta y seis muertos y doscientos dos heridos que lamentaron los españoles, mientras la harka perdía unos doscientos hombres. El frente rifeño empezó a retroceder hacia Nador.
El 16 de septiembre, con dos columnas (las de Sanjurjo y Federico Berenguer, hermano del alto comisario) que sumaban quince mil hombres, con unas cincuenta piezas de artillería y el apoyo de dos baterías flotantes —en Mar Chica—, los españoles fueron al choque contra la harka, de unos seis mil efectivos.
Ambos bandos sufrieron graves pérdidas —los españoles, treinta y tres muertos y ciento trece heridos—[765], pero los rifeños, al verse arrojados de Monte Arbós y de «Las Tetas de Nador» (dos sinclinales colgados, en forma de seno), cedieron el dominio de la devastada población. En ABC se calificará a la operación de «muy feliz», y al avance combinado de los infantes y jinetes, bajo el vuelo de las escuadrillas, de «preciosidad»[766].
Enorme era la expectación por volver a Nador. Se estaba en pleno espíritu de reconquista, esas ansias de desquite que parte de la prensa azuzaba. En ABC se había pedido «una acción resuelta, enérgica, arrasadora de las guaridas en que se refugian nuestros enemigos», precisando: «En el caso de que los rifeños esquiven ese choque, para que la traición no quede impune, hay que llevar el exterminio a los aduares enemigos, y cuando los cabileños sientan en sus vidas y haciendas el quebranto del escarmiento, entonces habrá llegado la hora de discutir y acordar la política que ha de seguir España en Marruecos».[767]
Los españoles fueron con ganas de revancha. Por algo se llamó campaña del desquite a aquel apasionado empeño bélico. Lo que hallaron sólo les dejó fuerzas para llorar. Las tropas se dispersaron y razziaron (saquearon y destruyeron) huertas y casas. De la requemada y silente población diría Corrochano que «tiene olor de cadáver y de incendio». Hubo que enterrar despojos hasta sumar setenta y un cuerpos. Y aunque aparecieron ocho supervivientes —casi moribundos, escondidos en el fondo de un aljibe hediondo—, jamás pudo enterrarse la memoria de lo sucedido en Nador.
El espanto surgió en la llamada Casa del Matadero, donde habían sido torturados numerosos colonos. La visión de aquel lugar llevaba la alucinación y el vómito al ánimo más templado: la sangre salpicaba suelos, rincones y muros, agrupándose en panzudos y costrosos charcos, cubiertos de insectos; los cuerpos, torturados hasta extremos imposibles, eran restos irreconocibles. Pero lo que sobrecogió a todos fue un mensaje grabado en la pared:
«Si alguno entrara en este cuarto, sepa que aquí hemos sido quemados treinta hombres y dos mujeres. Llevamos cinco días sin comer ni beber y nos han hecho mil perrerías. Hermanos españoles, defendernos y pedir a Dios por nuestras almas. Yo, Juan, el Botero de Nador, natural de Málaga».
Borrás detallará el consternado desfile de los soldados españoles por este antro de las peores vilezas, mudos muchos, jurando otros vengarse ante el martirio de Juan, el Botero de Nador, y todos los como él allí inmolados.[768]
Tizza: un general al galope y un capitán en la pendiente
Reconquistada Nador, no podía avanzarse hacia Zeluán sin antes socorrer a Tizza, desafiante posición al suroeste de Melilla, que llevaba cuarenta y nueve días cercada. Para aliviar su suerte, se formaron dos columnas (general Sirvent y coronel Tuero), unos diez mil hombres, a los que apoyaban trece baterías (unas cincuenta piezas). Y allá fueron el 26 de septiembre. Pero el fuego rifeño clavó en el suelo a los atacantes. Toda la línea española flaqueó a media mañana. Surgieron airados reproches entre los mandos y el entonces comandante general de Melilla, Cavalcanti.
José Cavalcanti de Alburquerque era uno de los favoritos del Rey. Estaba considerado militar de pecho: en Taxdirt, el 20 de septiembre de 1909, había cargado contra mil quinientos rifeños al frente de los sesenta y cinco jinetes del 4.º escuadrón de Cazadores de Alfonso XIII.[769] El laureado Cavalcanti, pues, sabía de cargas. A sus cuarenta y cuatro años daría una más —y memorable— tras convencer a un capitán. Tres días después del primer fracaso ante Tizza, se repitió el intento. Sirvent y Tuero reunieron dieciséis mil efectivos. Enfrente, una intimidante harka compuesta por nueve mil combatientes. Los rifeños volvieron a rechazar a los españoles. Y de nuevo surgieron palabras fuertes entre los mandos de la plaza.
Cavalcanti, al observar que el convoy seguía bloqueado en la subida, se acercó al oficial que estaba al mando y le dijo: «Yo voy a Tizza, y usted viene detrás de mí con el convoy, y cuando llegue, porque Vd. tiene cara de ser de los que llegan, se me presenta»..[770] Sin más, Cavalcanti arreó espuelas a su montura, un caballo llamado Bado. Su escolta, desconcertada, le siguió como pudo, quedándose hombres y caballos en la pendiente.
El capitán Mariano Aranguren Landero tenía treinta y tres años. Detrás suyo se estiraba la interminable reata de trescientos mulos. Había visto cómo su general forzaba los portillos de la posición. Estaba obligado a no ser menos. Y se lanzó cuesta arriba con su gente. Las ametralladoras y fusilería de la harka se cebaron en ellos. Aranguren no tenía caballo, y sus hombres tampoco, con lo que su ascenso tenía que ser lento, zigzagueante y mortal, al paso de los mulos. Pero entró en Tizza, herido en un brazo, y a Cavalcanti, tambaleándose, le espetó: «Mi general, aquí está el convoy». O lo que quedaba de él: la mayoría de los mulos yacían muertos, reventados en la ensangrentada subida. Y de su compañía sólo podía ofrecer una larga lista de bajas.
Tizza, en sus dos actos, costó 81 muertos y 383 heridos.[771] De agua, víveres y municiones, llegó poco al enclave asediado, pero de honra castrense entró una barbaridad.[772] Pero si no hubiera sido por el coraje de Cavalcanti y el temple de Aranguren y los suyos, habría habido un descalabro mayor.
Tuero y Sirvent fueron encausados y también Cavalcanti. Su fervor real no le privó de que el mismo Rey criticara su proceder temerario. En 1924, un indulto regio absolvería a Tuero y Sirvent. Aranguren, propuesto en 1922 para la Laureada, se quedaría sin ella, pero llegaría a general de división.[773]
Los españoles seguían con sus grandes columnas, y los rifeños, firmes en su condición de ejércitos de un solo hombre, impedían esos avances. Borrás resumiría la titánica pelea: «Ellos luchan por instinto. No tienen ningún jefe, no hay instrucción militar, nadie da una orden.
Un individuo solitario ataca un convoy de diez mil hombres; o diez mil, a su vez, atacan a un soldado solo. Cada cual toma su iniciativa».[774]
La noticia de que llegaban a Ceuta los 731 componentes de la Legión Hispanocubana, levantó los deprimidos ánimos nacionales.
Los hispanocubanos —466 españoles, 225 cubanos, y el resto de otras quince nacionalidades— venían en el Manuel de Camps. Procedían de La Coruña, adonde habían arribado el 4 de octubre tras hacer «un viaje rápido, de doce días», desde La Habana. Otros 287 legionarios, embarcados en el vapor Infanta Isabel de Borbón, habían llegado a Cádiz el 19 de septiembre, procedentes de Buenos Aires. Traían en su memoria una fervorosa despedida: en los muelles bonaerenses se reunieron «unas cincuenta mil personas», animándoles en su partida hacia la guerra de Marruecos.[775] Su destino final era Ceuta, adonde les llevaría el Guillén Sorolla. Cuatro años después, los voluntarios argentinos volverían al puerto ceutí para embarcar rumbo a su patria. Habían pasado por el cedazo bélico del Rif. De aquellos 287, volvían veinticinco.[776]
Maura y su conciencia de Estado
El mismo día en que Cavalcanti resolvía el asedio de Tizza, Maura se encerraba en su despacho. Tenía que romper un cerco moral que le angustiaba y quería vencerlo a solas. Quiso también dejar por escrito sus dudas y afirmaciones. Porque de ambas cosas había al tratar sobre los cautivos españoles en Annual y Axdir.
El 20 de agosto, Berenguer había comunicado a La Cierva un dato singular: la recepción, por medio de «un enlace que tengo con Abd el-Krim», de la exigencia de éste por el rescate, mostrando su pasmo por la cifra: «Una cantidad fabulosa, tres millones, que he rechazado».[777] Pasó el tiempo y Abd el-Krim añadió otro millón a sus demandas —por daños a las propiedades rifeñas, lo que exasperaría a Maura—, más la excarcelación de doscientos indígenas, presos en cárceles del Marruecos español.
A mediados de septiembre, tras un tenso Consejo de Ministros, aducía Maura que, mientras Abd el-Krim y su tribu «rehusaran enviar contingentes a combatirnos, era lícito y hasta loable el intento de neutralizarlos (por dinero)». Tras definir a los Beni Urriaguel como «el nervio más poderoso de la hostilidad con que se procura expulsarnos (de Marruecos), convictos de importancia ante los moros y el Mundo entero», Maura afirmaba: «Mientras se ventila por las armas este conflicto, está cortada por imperativos categóricos la vía del rescate».
Preso entre tan severas dudas —rescatar a los cautivos, con lo que rearmaría al enemigo en lo económico y político—, diría Maura de aquellas opciones: «Examinándolas, se redobla el voto contra la promiscuidad de tratos y combates».[778] La lectura de sus confesiones en aquellos días muestra su desesperación, pero también la síntesis de su pensamiento político: el Estado antes que sus gentes. En 1923, García Prieto lo entendería al revés: las personas antes que el Estado. Ésa era la ética. Y sólo así sobrevivía el Estado.
Tanta resistencia gubernamental no pudo luchar con la angustia social ni con la airada división existente en el seno del Ejército. La rebeldía la iniciaron varios oficiales de Ingenieros, coordinados por el comandante Alzugaray, que sabía de las penalidades de sus compañeros de Arma —veinticuatro en total—, y por los que Abd el-Krim pedía «treinta mil duros»[779]. Cuando el rescate iba a pagarse, concentrados ya en Axdir veintitrés de los veinticuatro cautivos, La Cierva, alertado por el general Los Arcos, prohibió tales convenios. Tuvo razón el Gobierno. Pero la herida nacional estaba ahí. Derivaría en denuncia antimonárquica.
España en sobresalto: se toma el Gurugú y surge Zeluán
Tras la reocupación de Taiuma, el 23 de septiembre, la flecha de la maniobra española se torcía hacia su derecha para tomar de revés los contrafuertes meridionales del Gurugú, Segangan y la meseta de Atlaten. Aparecía la posibilidad de quebrar las espaldas rifeñas y romper el cerco de Melilla.
Tres fuertes columnas —Berenguer (Federico), Cabanellas y Sanjurjo— se lanzaron al amanecer del 2 de octubre sobre una amplia línea. La harka se mantuvo, recia y cohesionada, en los primeros tanteos del combate, apoyándose en líneas de trincheras «abiertas con profusión y repletas de gente que bravamente las defendían», según precisaría el alto comisario al ministro de la Guerra. Cuando los harqueños contraatacaron, fueron deshechos. Primero por la artillería, «que les obligaba a retirarse, quedando gran parte sobre el campo»; luego, cogidos entre dos fuegos, «y con la retirada cortada por nuestros jinetes, cayeron en nuestro poder, después de perder la vida»[780]. Fue una lucha sin piedad y sin remordimientos. El 10 de octubre, el Gurugú caía en manos españolas.
En el Congreso de los Diputados se libraba ya la batalla de las Responsabilidades. Y en ese marco, tenso, se dijo por Prieto que, en una crónica de la prensa madrileña —tal vez en ABC, siendo Corrochano su posible autor—, había sido censurada la siguiente descripción: «Esta mañana la duquesa de la Victoria recibió de los legionarios una corbeille (cesta) de rosas encarnadas. En el centro lucían, con su morena palidez de alabastro, dos cabezas moras, las más hermosas entre las doscientas de ayer (Rumores)».[781] El estupor se adueñó de la Cámara.
Carmen Angoleti y Mesa, duquesa de la Victoria —título que tomaba de su marido, nieto del general Espartero—, había nacido en Madrid, el 7 de septiembre de 1875. Mujer de excepcionales dotes morales y físicas, al enterarse de lo ocurrido en Annual sospechó el desastre sanitario que se cernía sobre Melilla. No lo dudó. Reunió un grupo de enfermeras, voluntarias de la Cruz Roja, y en pocos días llegaba a su destino. Prieto la había conocido en Melilla, quedando admirado de su temple y profesionalidad. Meses después, con motivo de un homenaje popular a Carmen Angoleti, diría de ella: «Bondad, modestia y valor, he ahí las características predominantes en la duquesa de la Victoria».[782] Pero el 27 de octubre de 1921, Prieto tenía que rendir primero homenaje a la verdad africana. Por dura que fuese.
Cuando La Cierva tomó la palabra, estimó que en aquellos días, en que los soldados encontraban «martirizados, destrozados, torturados» a sus compañeros, y, a su lado «las infelices mujeres, los niños y los ancianos de aquella población civil (Nador), hablar en la Cámara española de crueldades de los españoles, y no tener una censura enérgica contra todo eso, es cosa que someto al recto espíritu de S. S., señor Prieto».
Añadiría el ministro que «nosotros no podemos imitar a las bestias salvajes; somos un pueblo civilizado, y aun con ellos, que tienen esas crueldades, debemos proceder como proceden los pueblos civilizados y tratarlos como seres humanos». La Cierva aseguró que a los rifeños se les trataría «con arreglo al derecho de gentes», aplicándoles «las leyes militares cuando proceda», y concluyendo: «Todo eso que S. S. ha leído de cabezas de moros dedicadas a una ilustre dama, a la que S. S. con tanta justicia ensalzó, todo eso es una mera leyenda».[783]
Prieto ni engañaba ni fantaseaba. La guerra era la guerra, y en el Rif más. Quien mentía era el ministro. El aviso lo había recibido La Cierva, por conferencia telegráfica, de Berenguer en persona. En la batalla más que choque del 2 de octubre —Berenguer diría de él que «no recuerdo haber presenciado más importante combate que el de hoy, ni mayor encarnizamiento por una y otra parte, rivalizando en bravura»—, de las pérdidas del enemigo dijo que «sólo en el campo ha dejado más de doscientos muertos, por lo que seguramente habrán pasado del millar sus bajas». Pero al relatar las fases finales de la lucha, el alto comisario había precisado al ministro: «En ese flanco (entre Sebt y Segangan), fueron frecuentes los episodios en que nuestra Caballería cargó sobre esos grupos, que trataban de caer sobre nuestras guerrillas, habiéndose recogido muchos muertos, cuyas cabezas trajeron nuestros soldados a Nador».[784]
Los rifeños no habían perdonado. Ni en combate abierto, ni en las rendiciones logradas con engaño. Los españoles tampoco perdonaban. Aunque lo hicieran cara a cara. Pues había más. En ese mismo parte de novedades del 2 de octubre, Berenguer, tras señalar «la conducta bizarrísima de los Regulares de Ceuta, diezmados por su intervención en los más duros combates», y la acción «no menos ejemplar del Tercio», diría de ambas fuerzas: «Con un denuedo que supera a toda ponderación, llegaron también al cuerpo a cuerpo con el enemigo, tomándole sus atrincheramientos con numerosos muertos y heridos, a quienes remataron, combatiendo sin parar todo el día y encarnizadamente».[785] La guerra en el Rif era rifeña y para todos. Sin cuartel. Lo comprobarían las tropas de Sanjurjo en Segangan, entre el 8 y el 9 de octubre. Hallaron allí «cadáveres de españoles sometidos a crueles martirios», y, entre éstos, «una pobre mujer atravesado el vientre con una estaca de tienda de campamento»[786], según dramático relato de La Cierva al Rey.
Perdidas sus espaldas, el Gurugú tuvo que entregarse. Tres brigadas —Berenguer (Federico), Fresneda y Sanjurjo— lograban dominarle a las 09.15 horas del lunes 10 de octubre, al plantar sus enseñas sobre el pico Basbel, la cumbre más alta. Tres cuartos de hora más tarde, el pico Kol-la, y la retranqueada meseta artillera de Hasdú, eran dominados. A poco de pasar los temidos Barrancos del Lobo y del Infierno, aparecieron dos Schneider de 75 mm: los bombarderos de Melilla. En la ciudad, las campanas fueron echadas al vuelo, la población llenó las calles y se esforzó en «obsequiar con vino, golosinas y agua» a los soldados que regresaban de vencer la montaña maldita.[787] En la noche se produjo un gran sobresalto: «El Gurugú puede decirse que es una inmensa hoguera».[788] Palabras de un testigo de excepción, el propio La Cierva. Era el desquite de los vencidos de julio.
La harka había esperado a que la columna Sanjurjo iniciara el repliegue para lanzar sus efectivos sobre ella, copándola. El mando bífido —Sanjurjo y Castro Girona—, más la voluntad de no rendirse nunca más, llevó al sacrificio de las tropas —hubo 74 muertos y 298 heridos—[789], logrando permutar el fracaso inminente por la victoria repentina. Renacía el Ejército. Pero las filas de tantos compañeros caídos enrabietó a los hombres y fueron contra la montaña. Una noche y un día estuvo ardiendo.
El camino de Zeluán estaba libre. La fortaleza de El Roghi parecía intacta, pero dentro y fuera de ella se alineaban largas columnas de ajusticiados: quinientos muertos. La prensa no ahorró detalles, publicando planos con el emplazamiento de aquellos restos: en la alcazaba, veinticuatro; al lado del cementerio, seis más; en la orilla del río, otros cuatro, «a quienes, por la posición de los cuerpos, sorprendió la muerte bebiendo»; entre la línea del ferrocarril y el poblado, otros ocho, uno de ellos «un soldado de Alcántara, muerto con su caballo, y aún tenía las riendas en la mano»; en la pista hacia Taiuma «no menos de ciento cincuenta», y «otros tantos en el camino viejo»[790]. El horror, si aún cabía más, se concentró en Casa la Ina —por el nombre de una conocida bebida jerezana—. Cuando se descubrieron las bestialidades que contenía estaba presente Martínez de Campos, que retrató así la pesadilla: «Aquello más que casa parecía un matadero, pues en su recinto hallamos más de cien cadáveres, abiertos unos en canal, otros clavados en la pared, muchos con los atributos sexuales carbonizados, y todos con la mueca del dolor más agudo en la lividez de sus rostros».[791].
Cabanellas, que mandaba una de las columnas, dirigió una carta abierta a los «Señores presidentes de las Juntas de Defensa o Informativas», acusándoles del desarme moral y material del Ejército. Decía así en su versión completa y más fidedigna:
«Muy señores míos: Perdonen que, ante la imposibilidad de dirigirme a cada uno de ustedes, lo haga de esta forma.
»Acabamos de ocupar Zeluán, donde hemos enterrado quinientos cadáveres de oficiales y soldados. El no tener el país unos millares de soldados organizados les hizo sucumbir. Ante estos cuadros de horror no puedo menos que enviarles mi más dura censura. Creo a ustedes los primeros responsables, al ocuparse sólo de cominerías, desprestigiar al mando y alcanzar en los presupuestos aumentos de plantilla, sin preocuparse del material, que aún no tenemos, ni de aumentar la eficacia de las unidades.
»Han vivido gracias a la cobardía de ciertas clases, que jamás compartí. Que la Historia y los deudos de estos mártires hagan con ustedes la justicia que se merecen. Siento expresarme tan claro, pero queda así tranquila mi conciencia. De ustedes queda, Cabanellas. Esta carta no es reservada».[792]
Miguel Cabanellas Ferrer tenía cuarenta y nueve años. Severo con sus oficiales, era comprensivo, hasta patriarcal con sus tropas. Al lucir larga y tupida barba blanca, tomaba aspecto de general antiguo. Fuerte de complexión, de mirada franca y dura, hablaba poco y escuchaba mucho. La carta le hizo muy popular. Las Juntas le hicieron cara, planteándole una querella «por difamación», lo que, poco después, forzaría su cese. Al general le cabría la satisfacción de asistir al descoyuntamiento de aquéllas (en 1922).
Guerra entre el ministro del ramo y dos diputados
Entrado el otoño de 1921, la crispación gobernó el país. Desde la perspectiva histórica, causa asombro que se dijeran en el Congreso las cosas que se dijeron y que las Cortes aún permaneciesen abiertas. Subsistían, pero sin futuro. Empezaba a planear sobre ellas la amenaza de su disolución violenta.
Hasta que llegara su muerte institucional, en septiembre de 1923, el Congreso daría fe de su insumisión ante la negligencia, la cobardía, el nepotismo o el disimulo: era un Parlamento rebelde y noble. Pero como a la vez que se denunciaba no se cambiaba nada, y censurando tanto y a tantos, los mismos censurados eran quienes gobernaban la guerra de Marruecos sin lograr terminarla, el Parlamento tomaba otros perfiles. Los de la incapacidad, el cinismo y el ridículo. Tanto fuesen hacia el lado de la rebeldía, como hacia el de la inutilidad, más alto y más cortante se alzaba sobre aquellas Cortes el sable militar.
La batalla por África, en el Congreso, empezó el 20 de octubre. Cuatro días antes de llegar las tropas a Monte Arruit.
Ramón Solano tuvo una durísima intervención. Tras hacer un paralelismo de calamidades entre el 98 y el 21, justificó tal correspondencia: «Aquellos nombres de generales que exornaban las calles de Manila, aquellos ochenta o noventa; unos idiotas, otros imbéciles, y otros ladrones, entre muchos respetabilísimos, figuraban también, exactamente lo mismo, en las calles de Melilla». Sin dar respiro a la Cámara, calificó lo sucedido de «desastre extraordinario», y manteniendo las responsabilidades de los mandos militares, dedujo que, de tal desastre, «tiene la culpa todo el país, y principalmente los Gobiernos y el Poder público, pues sabiendo que la cobardía se paga cara en todas las ocasiones, fue cobarde frente al enemigo»[793].
Solano había recorrido el frente de Melilla. Y allí, en primera línea, muchos oficiales —del Tercio, Regulares y de regimientos como los de Burgos, Corona y Granada— le plantearon, indignados: «¿Es que acaso nosotros, que nos jugamos la vida aquí, después de tolerar que nos confundan con los autores del desastre de julio, no hemos de ver que se impone la sanción debida a esos individuos que se entregaron sin disparar un tiro, que han robado a los infelices indígenas y han sido la causa de que tantos compatriotas nuestros hayan sido asesinados?»
Solano había hecho promesa solemne de transmitir esas reclamaciones al Congreso, junto con su crítica porque hubiese un solo modelo de soldado y dos maneras de mandarle. Y mencionó al coronel del regimiento de Ceuta, que le decía, enrabietado: «Mis hombres son capaces de ir a todas partes, pero ya ve usted cómo se encuentran». Sin armas, sin tiendas, sin comida. Por el contrario, otros oficiales le susurraban: «Con estos soldados vamos vendidos». Y Solano se preguntaba: «¿Qué indica una y otra cosa? Que aquél (el coronel de Ceuta) sabía llevar a la tropa; era el jefe y sabía conducirla; los otros, no».[794]
Al relatar otra experiencia personal, daría Solano medida emocionante de lo que algunos hombres entendían por Ejército: «Yo he visto cómo los soldados del Tercio se acercaban a un teniente y le decían: Usted es Dios». Porque aquel oficial había saltado las trincheras para «recoger un herido», frente al enemigo, dando ejemplo a la tropa. Por eso «sabían perfectamente los soldados que les acompañaban unos oficiales con los que quizá morirían todos, pero ninguno caería en poder de los moros»[795].
Sin conceder tregua a la Cámara, denunció Solano que en Melilla hubiera otro tipo de oficiales, esos «individuos (capitanes) que tenían seiscientas pesetas de sueldo, y gastaban doce mil y hasta catorce mil pesetas mensuales con sus queridas; que se metían el dinero del rancho en el bolsillo». El orador pediría, «en nombre de la oficialidad sana del Ejército», medidas de este porte: «Que se fusile a los cobardes y a los canallas, de la misma manera que desea se premie a los valientes y a los honrados». Entendía Solano que en tales inmoralidades e injusticias «vemos uno de los hilos de la trama del desastre».
Fiel a un discurso como el suyo, sin miramientos, Solano presentó una denuncia tremenda: «Ha habido oficiales que, para sostener el boato y las queridas en Melilla y Tetuán, han hecho contrabando de fusiles y municiones (Grandes rumores)». Sin inmutarse, prosiguió: «Seis individuos han hecho contrabando de guerra y han sido expulsados de su regimiento, de una manera callada, y puedo probarlo (Continúan los rumores)». Ya en pleno escándalo, el orador inquirió a la Cámara: «Pero señores, ¿es que solamente hay en el Ejército hombres honrados?» Y se preguntó: «¿No se ha hecho en Francia? Pues absolutamente igual».
La Cierva, sentado en el banco azul, aparecía confundido, crispado ante semejantes afirmaciones. Rehaciéndose, acusó a Solano de generalizar, de deshonrar a las instituciones, y de que, siendo aquél «un momento de la vida nacional verdaderamente grave», no se alabasen los esfuerzos del militar español y, en cambio, «se hable sólo de nuestros vicios, de aquel Ejército, de su inmoralidad (Rumores)». Solano le interrumpió: «Que algunos eran unos bandidos, lo he dicho y lo digo».
Al recibir Solano el apoyo de Lazaga, La Cierva, dirigiéndose a ambos, les dijo: «Si habláis del Ejército español, además de incurrir en injusticia, vais contra la Patria (Fuertes rumores)». A continuación, y en gesto melodramático, preguntó a la Cámara: «¿Es que hay alguien aquí que diga, con carácter general, que el Ejército español es un ejército de bandidos? (Grandes protestas en la izquierda)». Nuevo alboroto, que fue vencido por las enérgicas razones de Villanueva: «Hay preguntas que son inconcebibles, y, sobre todo, por parte de un Ministro de la Guerra (Muy bien. Aplausos en la izquierda)».[796]
Lazaga pidió el uso de la palabra. Al serle concedida, se volvió hacia La Cierva y, muy emocionado, le recriminó: «Siendo el Ejército sangre de mi sangre, y habiendo dado yo por él la sangre de mis venas, no merezco una acusación semejante por parte de S. S. (Muy bien, muy bien)». La Cierva prefirió no replicar al diputado conservador por Cádiz. Lazaga, coronel de Artillería de la Armada, tenía motivos sobrados para hablar: la muerte, a consecuencia de las cinco heridas recibidas en la evacuación de Sidi Dris, del alférez José María Lazaga y Ruiz, su hijo.
Un ministro sin «hermanos» y un capitán sin contemplaciones
El 21 de octubre intervino Eza en el Congreso. Proclamó encontrarse en política «de buena fe»; proceder «por obligación»; ocupar cargos públicos «por disciplina» y estar «deseoso de abandonarlos». Llegó a llamar «mis hermanos» a los diputados, que le escuchaban entre absortos y compasivos. Dijo sentirse abrumado «por la enormidad misma de esa calamidad», y anunció que daría lectura a unas cartas de Berenguer, para demostrar que «aquello (el desastre) no ha sido más que una lamentable sorpresa».[797]
La Cierva se opuso, pero el presidente del Congreso, Sánchez Guerra, permitió su lectura. Eza leería esas cartas, pero no la del 4 de febrero de 1921, en la que Berenguer se le quejaba del estado desastroso del soldado. Demostraba Eza ser muy selectivo. El 25 de octubre, Berenguer —alertado por La Cierva— se enteraba, en Tetuán, de que Eza leía sus cartas en el Parlamento. Quedó tan estupefacto como dolido. Y amargado, le diría al ministro: «… desde luego sin haber tenido (Eza) la atención de pedirme autorización, a lo que creo tenía algún derecho, pues al fin y al cabo eran mías».[798]
Si Eza sorprendió al Congreso, un capitán de Caballería lo había alterado antes. Se trataba del marqués de la Viesca (Arsenio Martínez de Campos), diputado por Almadén y nieto de El Pacificador. De Abd el-Krim hablaría con conocimiento de causa, pues de él diría que «era el moro que iba a llevarnos al desembarco de Alhucemas». El diputado calificaba de «curioso» el hecho de que la sublevación rifeña «se iniciara, precisamente, por la cantidad de trescientas mil pesetas que, por unas minas, dieron a Abd el-Krim». Con esa suma, «los Beni Urriaguel han comprado todas las existencias de fusiles y municiones de las cábilas que se iban sometiendo a España, y a muy buen precio»[799].
Martínez de Campos fue el primero en ofrecer a la Cámara un anticipo de horrores contables. Las «algo más de ocho mil bajas» españolas en el Rif. Tras precisar que los supervivientes llegados a Melilla no pasaban de mil ochocientos hombres, y estimar en «diez y nueve mil los restantes», se preguntó por esos «diez mil y pico de hombres, que no se encontraban por ninguna parte».
Mayor expectación causó cuando, al relatar las vicisitudes de Berenguer en Melilla, mencionó las resurrecciones de no pocos oficiales: los emboscados. Hombres que «fueron apareciendo por la Comandancia y la Alta Comisaría, y a los que, con estupor, decía el mando (Berenguer): “Yo creía que usted había muerto”».
No menor asombro provocó Martínez al decir: «Según mis cuentas hay, en las Zonas de Reclutamiento, en la Cría Caballar, en los Depósitos, y en las Secretarías de los Gobiernos militares, unos tres mil jefes y oficiales, cuyos servicios no son imprescindibles en estos momentos, y que deben ir a Marruecos».
Definitiva, por la prueba de doblez que suponía, sería su censura de los escapismos de algunos reclutas que, amparados por sus familias o amistades, ocupaban cómodos puestos en Melilla. Y citó el caso de un batallón «que tiene setenta destinos en la plaza». Fue interrumpido por otro diputado que denunció: «Y otro hay con ciento catorce». El momento sería aprovechado por Rafael Guerra del Río, republicano, que pidió al orador, «los nombres, ahora». Martínez de Campos, sin dudarlo, señaló: «El señor García Vaso no dejó de intrigar hasta que su hijo se quedó de cartero (Rumores y aplausos)». José García Vaso, diputado liberal por Cartagena, era hombre de confianza del conde de Romanones.
Martínez arremetió contra las Juntas de Defensa. Desveló que Jiménez Arroyo era el jefe supremo de esas Juntas en Melilla, mientras Araújo —de quien dijo que «más hubiera valido que no hubiese estado en el campo (el frente), dada la rendición que hizo»—, era el presidente de la Junta de Infantería en la plaza. Luego precisó, dando la puntilla: «Entre la directiva de esa Junta no ha habido un muerto y ni siquiera un herido (Rumores)».[800]
En su intervención, tuvo Martínez un lamentable error, fruto de la pasión de aquellas jornadas. Fue cuando definió como «el caso más extraordinario que recordará la Historia del Mundo», el hecho de «perder una artillería (ciento diecisiete piezas) y no perder los jefes, algo absurdo». Sería Prieto quien, levantándose, recordó a Martínez el sacrificio del comandante Marquerie, y otros como él, Blanco y Bandín, los artilleros de Arruit.
Borrador de condolencias y la cruz de Arruit
Al reocuparse Zeluán, la expectación fue máxima en toda España. En Melilla se hizo insostenible. Arruit estaba a diez kilómetros del frente. Allí esperaba el grueso del ejército muerto.
Una lacerante contradicción dominaba a los españoles que acumulaban hombres y materiales en Zeluán. Nadie quería ser el primero en llegar al lugar de la infamia, y nadie tampoco quería dejar de verlo, como si en la constatación del horror residiese la comprensión del porqué de aquella insensata guerra.
Durante meses, los familiares de los desaparecidos habían ido y vuelto a Melilla, esperando recibir alguna respuesta a su martirio. Habían llegado a ser tantos, que Berenguer, en una conferencia con Eza, había sugerido: «Afluyen muchas personas a Melilla atraídas por el interés hacia parientes desaparecidos o por simple curiosidad (¡!); esto dificulta los alojamientos, por lo que convendría aconsejar que no vinieran».[801]
Una más entre aquellos cientos de personas era la condesa de Hornachuelos. Buscaba señales, consuelos si fuese posible. Todo sobre un nombre. El del teniente José de Hoces y Olalla, perteneciente a la columna de Navarro. Era su hijo. Llevaba haciendo gestiones «para averiguar su paradero» desde primeros de agosto.[802] A finales de octubre, escribió una angustiada carta a Picasso. De la respuesta del general se conserva un borrador autógrafo, fechado en Melilla el 4 de noviembre de 1921:
«Mi respetada señora: He recibido su atenta del día 31 y comprendo su natural impaciencia por adquirir noticias ciertas sobre el paradero de su hijo. No dude que preguntaré con interés a cuantos prisioneros se presenten, por si saben algo de él, quedando en transmitirle las informaciones que adquiera, pero el estado de ánimo de los sobrevivientes de Arruit les impidió hacerse cargo de lo que pasaba a su alrededor; por lo que dudo que después de la tragedia sepan nada concreto; y sólo rumores que toman, en su imaginación, forma real, por lo que no se puede dar mucho crédito a sus informaciones. Reiterándole mi consideración, se ofrece de V. affmo. amigo y s.s».[803]
Picasso no llegó a firmar esta carta. La tachó con un aspa enérgica, pensando hacer otro manuscrito. Se había llegado a Arruit once días antes y la condesa lo sabía, o estaba allí, ante el desastre mismo, y era aún más difícil escribirle una carta.
La harka no ofreció resistencia. Sabía que en campo abierto, y dada la potencia artillera —unos cien cañones en línea— y aérea —una veintena de aparatos— de los españoles, no tenía ninguna posibilidad. El repliegue hacia Batel era evidente en cuanto los españoles salieron en tromba de Zeluán.
Al mando rifeño, Arruit no le había importado nunca. Lo consideraba nulo en valor militar; aunque sabía de su validez destructora en lo moral. Los guerreros del Rif no enterraban jamás los cadáveres de sus enemigos, pues, como musulmanes que eran, sentían repugnancia de tocar los cuerpos sin vida de los kaffar (infieles), lo que no les impedía utilizar esos cadáveres como nueva agresión contra su adversario, al forzarle a reconocer, una vez más, el grado de su derrota.
Dos españoles lo habían comprobado por sí mismos. Se trataba de Rafael Fernández de Castro y Pedrera, y Rogelio Navarrete Hidalgo. El primero, periodista; el segundo, farmacéutico. Conjurados en adelantarse a la ofensiva, se atrevieron el 23 de octubre. De por vida llevaron la impresión de lo allí visto.[804]
El ataque español no fue tal, pues golpeó en el vacío, y las columnas ocuparon Monte Arruit a las 08.30 horas del 24 de octubre. Todo cuanto se había dicho de su horror quedaría justificado.
Se esperaba la muerte y apareció la barbarie. Arruit probó, con abrumadoras evidencias, su condición de tumba sin cerrar para una política de Estado más que militar. Cuervos y buitres habían abandonado Arruit hacía semanas. Ni los gusanos subsistían bajo el sol justiciero y frío del Rif preinvernal. En las brigadas de Sanjurjo y Cabanellas, que se abrieron en trompicados abanicos sobre el terreno para contabilizar aquellas atrocidades, nadie pudo contarlas y nadie pudo llorar. La tragedia era inabarcable para un solo hombre. El ejército muerto representaba a una sociedad, a la nación. Poco a poco se juntaron sus restos. Sobre ellos se alzó una sola cruz. Un único signo de dolor y respeto cobijaría a los tres mil de Arruit.
En ABC se calificó la escena de «cuadro espeluznante», y El Sol diría que «el olor era tan pestilente que los generales dieron orden de alto y renunciaron a entrar en el reducto»[805]. Pero sí entraron, y, como todos, con un pañuelo en la boca, la mirada extraviada, el pulso alterado. Las fotografías mostrarán a Berenguer, que llegó poco después, protegido con su característico abrigo gris en tela de chilaba, recorriendo la enfermería, donde se contabilizaron ciento siete cadáveres.
Las demás necrópolis fueron apareciendo y sin faltar una: en la pendiente y aledaños de la posición, «más de un millar»; en la aguada del río Caballo, «doscientos cuerpos momificados»; en «una era, propiedad de la Compañía Colonizadora, doscientos cadáveres»; y en las casas de Ben Che-lal —donde fueron apartados Navarro y sus oficiales para librarles del homicidio de todo su ejército—, «a un kilómetro, otros seiscientos». En seis días de vomitivos cómputos, los equipos de higienización rescataron 2.618 cadáveres.[806]
Al saberse en Melilla de la llegada de las tropas a Monte Arruit, los familiares de los desaparecidos cruzaron las líneas en avalancha. Llegados a la pendiente de Arruit, sobrevenía el desplome, la confusión ante la magnitud incomprensible de la hecatombe. Allí se acababan todas las esperanzas, y no sólo por los hombres fulminados de la columna Navarro, sino por todas las guarniciones que aún estaban «desaparecidas» y a las que sólo cabía dar ya por perecidas. El Rif contenía cien Arruit.
Tras el estupor, la identificación, que resultó estéril para la mayoría de los soldados, no así para algunos oficiales: el comandante Marquerie estaba allí, al frente de los suyos, formados de cuatro en fondo; el capitán Sánchez Monje, con una pierna cercenada por una granada rifeña, seguía en su camilla, donde le remataron el 9 de agosto. A su lado, los cuatro soldados que le llevaban hacia la imposible salvación, y tan aniquilados como él. Muy cerca se encontraban el teniente Gay de la Torre y el capitán Bandín, abrazados, intentando el primero proteger el cuerpo herido de su amigo. En la misma postura bajaron a la fosa, pues no se les pudo separar.
Ya en la pista que llevaba a Batel, se encontró al gran peleador de la cuesta de Arruit, al capitán Arenas. Estaba solo. Igual a como estuvo en su muerte, defendiendo aquellos cañones perdidos el 29 de julio. No muy lejos aparecieron los hermanos García Martínez, ambos oficiales médicos: Víctor y Modesto. Tenía uno treinta y tres años y el otro, veinticinco.
En un ángulo de la posición apareció, desafiante y terrible, falto de su brazo izquierdo, mas no de su ejemplaridad, el jefe de Alcántara. Le habían inhumado el 5 de agosto tras morir de gangrena. Los rifeños le habían desenterrado. No les costó mucho: el cuerpo estaba casi a ras del suelo. Sus soldados le habían cubierto con puñados de tierra, que antes pasaban, con incontenible emoción, por los labios. Rígido, conciso en su fin y ya libre, al aire fétido de Arruit, Primo de Rivera debió parecer a los rifeños más invencible muerto que vivo. Intrigados por saber más de aquel hombre, el coloso que había cargado contra ellos, sable y grito en alto, por cuatro veces, en las asesinas márgenes del Igan, rodearon sus restos. Necesitaban saber cómo era. Respetuosos de su valor, no le tocaron. Se limitaron a contemplarlo.
Corrochano, en su mejor artículo sobre la campaña, El manco de Monte Arruit, dijo cosas vibrantes como ésta: «Yo hubiese preferido encontrar a Navarro al lado de Primo de Rivera, que es muy poco Abd el-Krim para albergar prisioneros de Monte Arruit». Y criticaría que no se hubiese hecho entonces un espontáneo desfile, en «columna de honor», militares y paisanos unidos, «pues todos éramos españoles», delante de los restos del teniente coronel como símbolo de todos los allí caídos. Y hasta llegó a acusar: «Nos faltaron bríos, nos faltó alma, nos faltó patriotismo»..[807]
Entre la desesperada muchedumbre aparecieron unos jóvenes sacerdotes, los Hermanos de la Doctrina Cristiana, que pedirán al teniente médico Manuel Miranda Vidal permiso para que los fotógrafos les retratasen «en ademán de enterrar a los muchos cadáveres que había». Miranda accedió. Les entregó unas palas y una carretilla y siguió a lo suyo.
Sólo había treinta mascarillas para los quince mil liberadores de Arruit. Y del cloruro de sal —imprescindible como desinfectante— nada quedaba. Los recipientes enviados a Melilla habían quedado destapados en el puerto, evaporándose su contenido, como censurarían Ortega y Nogués.[808]
Mientras Miranda y su gente se afanaban en su tarea humanitaria, «los Hermanos» dieron por terminada la suya una vez concluida la sesión fotográfica. Pero un testigo, José Ramón Fernández Oxea, soldado de Transmisiones, haría de notario de la superchería, asegurando que aquellos sacerdotes engañaron su voto de caridad: «No hicieron otra cosa. Lo juro por mi salvación».[809]
En oposición, la labor de los capuchinos andaluces Emilio de Baeza, Félix de Segura y Juan de la Cruz Úbeda, que recuerda González Caballero [810], y a la que se sumaron otros religiosos de la misma Orden, como los castellanos Emiliano de Revilla —célebre por acompañar a las tropas del Tercio en primera línea—, y Manuel de Hontoria, distinguidos en el auxilio a heridos y enfermos.
Tres días antes de la reocupación de Arruit, ya pedía Martínez de Campos la disolución del clero castrense. Y tras recordar que Weyler lo hizo por decreto, cuando debería ser «por ley», denunció: «Por regla general no se encuentra a los capellanes donde debían cumplir su misión, pero en los cafés de Melilla hay unas cuantas tertulias del Clero castrense».[811]
En España se estaba a ciegas de lo ocurrido en el Rif. El 24 de octubre, al regresar de Arruit, Berenguer había dicho a La Cierva que «el espectáculo era horroroso», añadiendo: «A primera vista, había cerca de ochocientos cadáveres». La Cierva tomó esa cifra como equivalente al total de muertos allí contabilizados.
Al marchar Berenguer a Tetuán, La Cierva mantendría con Cavalcanti, comandante general en Melilla, una conversación telegráfica. Dicha comunicación, a las 21.00 horas de aquel 25 de octubre[812], se desarrolló en estos términos:
Comandante general: «—Las tropas destacadas en Monte Arruit se dedican asiduamente a higienizar el Campamento y a cumplir el triste deber de dar sepultura a los restos de los compañeros, que alevosamente murieron allí. Hoy se han enterrado quinientos treinta y nueve cadáveres, y ayer cuatrocientos ochenta y uno, y según me comunican, aún quedarán mil o más por enterrar».
Ministro: «—¿No habrá error en las cifras?»
Comandante general: «—No debe de haberlo, porque además del telegrama, yo he recibido noticias personales del comandante Fernández Martos, director de los Servicios de Higiene».
Minutos después[813], La Cierva hablaba con Berenguer, recibiendo de éste la inapelable confirmación. El ministro no supo qué contestar, aplastado por aquellos números.
La Cierva decidió ir a Arruit. El jueves 29 de diciembre cumplió su propósito. Al regresar a Melilla, informó al Rey. Tras describir el escenario —«Junto a la fosa donde la mayor parte de los cadáveres encontrados lograron tierra»—, y exponer el clímax emocional —«Los vítores fervorosos, viriles a España, al Ejército y a la memoria perdurable de las víctimas, conmovieron a todos»—, deslizó La Cierva, en su despedida, una significativa frase: «Acto digno de que Vuestra Majestad lo hubiera presenciado».[814]
Costó años reunir a los tres mil de Arruit. Se encontraba una calavera, unas vértebras, un fémur o parte de una mandíbula. Así cientos y cientos de restos, separados por kilómetros. Eran los hombres inconclusos. Al juntarlos, parecía configurarse una sola identidad, la de aquel ejército que un día formaron.
A todos se les llevó hasta el osario de Arruit. En 1949 fueron trasladados al Panteón de los Héroes en Melilla. Nada recuerda hoy en Arruit su martirio. Pero sólo con ver el paisaje donde cayeron es fácil imaginar su cruz.
El diputado por Bilbao levanta al Congreso
A los tres días de haberse llegado a Arruit, se proclamaba un virtual estado de guerra parlamentario. Era el 27 de octubre en el Congreso, con Prieto en el uso de la palabra. No dio cuartel.
Luego de restar a los efectivos presentes en Melilla los desaparecidos (13.192), dedujo que el cómputo de las bajas era de 8.668, de las cuales «han de tener la Cámara y el país la sensación de que hay ocho mil muertos», para de seguido razonar que «ocho mil muertos dan derecho, macabramente, pero lo dan, a exigir una responsabilidad concreta». Prieto advirtió que sus datos sobre efectivos de la Comandancia de Melilla (24.332) diferían de los 25.790 presentados por Eza, pues si estos últimos fuesen los verdaderos, los muertos españoles podrían ser 10.126.
Prieto, al referirse a Eza, hizo un elogio sibilino del exministro, pues involucró al Rey: «Tengo para mí que uno de los servicios más preeminentes que se han prestado a la Corona en este desdichadísimo reinado es el que ha prestado, con una generosidad sin límites, el señor Vizconde de Eza, y para encubrir responsabilidades ajenas, de un orden muy superior (Rumores)». A continuación, relató la confusión gubernamental con ocasión de Abarrán y hasta mencionó el crimen del infortunado Sidi Alkalay, que achacó, sin presentar pruebas[815], a Silvestre. Nada sabía Prieto sobre Ruedas Ledesma. Este capitán era uno de los diecisiete oficiales propuestos para ascenso, y así incluidos en una lista que el alto comisario había pasado, el 24 de octubre, a La Cierva.[816] Berenguer mismo era elevado al rango de teniente general, «por méritos de guerra». Ya en diciembre, Prieto se enterará de la verdadera trama del crimen perpetrado en Cuesta Colorada y denunciará a Ruedas en público.
Vértigo más que estupor causó Prieto cuando informó de que se había rechazado, por las autoridades de Melilla, la oferta de varias cábilas, consistente en recuperar parte de la artillería perdida desde Annual: «Yo traigo ante vosotros la afirmación de que parte de ese material, sesenta cañones, ha sido adquirido por las tropas francesas». Estimaba que el error residía en que «no lo hayamos comprado nosotros, porque Francia realizó la adquisición a precio de balde, y, lo más esencial, logró quitar de en medio sesenta cañones que podrían volverse contra ella». Por eso denunciaba que, en paradójica actitud, se hubiese realizado la recompra, por agentes españoles y en zona francesa, de «la mayor parte de los mulos de nuestra Artillería e Intendencia», apuntando: «Hemos vuelto a comprar aquel ganado que se nos robó».[817]
Siguiendo el hilo virulento de su discurso, Prieto se introdujo en cuatro delicadas situaciones: los prisioneros, los expeditivos métodos bélicos que empezaban a utilizar las tropas españolas en su avance, la autorización a Silvestre para marchar sobre Alhucemas, y la responsabilidad de los consejeros del Rey.
Indalecio Prieto Tuero tenía entonces treinta y ocho años. Nacido en Oviedo, de origen humilde, había marchado a Bilbao, donde trabajó como taquígrafo en el diario La Voz de Vizcaya, y más tarde en El Liberal (de éste acabaría siendo director y propietario en 1932). Corpulento, pero sin mostrar su característica papada —con la que se le caricaturizaría en la II República—, venía a ser la antítesis de La Cierva: calculador, atrevido y preciso en sus argumentos, inflexible en sus intenciones. Mantenía una oratoria fluida y contundente, cañonera, muy difícil de rebatir. Aquel 27 de octubre recordó Prieto que el monto del rescate por los prisioneros ascendía a cuatro millones de pesetas, y dijo que era del dominio público la versión de que el Gobierno «no quiere dar por ellos una peseta», pues «hay quien atribuye esa actitud a una frase altísima, según la cual resulta muy cara la carne de gallina (Fuertes rumores)». La alusión al Rey era tan directa que Sánchez Guerra acabó confirmándola, al tratar de impedir, en sus palabras, «un agravio a persona que, por su prerrogativa, está aquí fuera de toda crítica (Fuertes rumores)»[818].
La frase llegaría hasta las mazmorras de Axdir, donde hizo un inolvidable daño. Cuando los prisioneros se acercaban a su liberación, al ver entrar (27 de enero de 1923) al Antonio López en la bahía de Alhucemas, Pérez Ortiz apuntó en su Diario esta exclamación: «¡Ya están compradas las gallinas!», para, a renglón seguido, matizar: «Por mi parte perdono la ofensa, pero me entristeció tanto el recibirla que pequé de pensamiento».[819]
Prieto persistió en su tarea de demolición. Reveló la anécdota sobre Silvestre al volver a Melilla desde Valladolid, cuando afirmó que marchaba sobre Alhucemas por aprobación del Rey; denunció la incongruencia de que «esté todavía cobrando pensión del Gobierno el padre de Abd el-Krim, que murió hace dos años —obligó esto a que un pasmado Maura pidiera explicaciones a González Hontoria, enterándose por su ministro de que a Melilla se destinaban, en fondos reservados, «cerca de medio millón de pesetas al año»—[820]; constató que «Melilla, efectivamente, señor Solano, era un lupanar y una ladronera», y desenmascaró el fariseísmo de una censura que vetaba aquella crónica donde se aludía al regalo de dos cabezas de rifeños a la duquesa de la Victoria, permitiendo decir al diario El Sol, el 4 de octubre: «No se ha hecho, en el combate de ayer, un solo prisionero». Luego calificó, una vez más, al régimen de «desdichadísimo reinado», lo que le llevó a un agrio cruce de reproches con José Sánchez Guerrra.
En medio del tumulto, citó Prieto la visita de Alfonso XIII al alto de Uixan, al que apodó «atalaya de la muerte». Pero al rememorar la frase «de un palatino», que alababa al monarca por ser aquélla la primera ocasión, «desde Felipe II», en que «ningún Rey puso su planta en terreno conquistado por España», generaría nueva exasperación en los bancos conservadores y liberales.
La mencionada frase correspondía a un discurso de Eugenio Montero Ríos, en los salones de palacio, el 23 de enero de 1911, al regreso de Alfonso XIII de su viaje a Melilla días antes. Montero Ríos —entonces presidente del Senado— había hablado de Carlos V, no de su heredero. Nadie reparó en el fallo.
Y el diputado por Bilbao, lanzado en su soflama, declamó: «Aquellos campos de dominio son hoy campos de muerte, ocho mil cadáveres parece que se agrupan en torno a las gradas… (Grandes protestas y rumores impiden oír el final de la frase del orador. El señor presidente agita la campanilla y llama al orden al señor Prieto, con palabras que tampoco se perciben)».[821]
Al terminar la sesión del 27 de octubre, el Congreso parecía un campo de batalla. La crispación y la incertidumbre se reflejaban en los rostros de los diputados. La guerra de Marruecos había llegado a Madrid. Y tampoco perdonaba.
Se proponen escuadras aéreas con «polvo amarillo»
Tres semanas antes de los altercados habidos en el Congreso, Berenguer mantenía una conversación telegráfica con Alfonso XIII. El 8 de octubre de 1921, a las 18.35 horas, el alto comisario transmitía al monarca unas pésimas expectativas: el rescate de los prisioneros se mantenía en cuatro millones de pesetas; Abd el-Krim ejercía un control vacilante sobre las tribus, y, «dolidas las cábilas por sus derrotas de aquí, pueden tomar represalias incalificables con ellos». La angustia e impotencia hacen mella en el Rey. Y cuando Alfonso XIII sugiere hablar con aquellas cábilas que muestren «buena disposición», Berenguer le desalienta, sin ofrecerle alternativa alguna. La conversación entre ambos se atuvo a los siguientes términos:
Alto comisario: «—No creo que se consiguiera nada, Señor, porque esos prisioneros son ya propiedad de la cábila de Beni Urriaguel, que se los arrancó a los de Guelaya imponiéndose por la fuerza, y los últimos entregados lo fueron como precio a la ayuda que los rifeños les prestaron para contener nuestro avance. En realidad, hoy es tan molesta para los guelayas la presencia de los rifeños en su territorio como pueda serles la nuestra, pues aquéllos los tratan despóticamente, y sólo un pequeño número de los recalcitrantes, o que mayores cuentas pendientes tienen con nosotros, son los que ven con agrado su presencia».
Alfonso XIII: «—Lástima no te hayamos podido mandar una escuadra de bombardeo, para con gases llevar la desolación al campo rifeño y hacerles sentir nuestra fuerza, rápidamente y en su terreno. Obrando con todos los aparatos a la vez, el efecto se multiplica. Y no creo resistiesen arriba de siete u ocho focos violentamente disueltos».[822]
Las escuadras aéreas llegarían. En 1925. Cargadas con las C-2 (iperita), C-3 (fosgeno) y C-4 (cloropricina). Bombas de cincuenta, veinticinco y diez kilogramos, que no perdonarían. En sus entrañas llevaban al-gabra as-safra («polvo amarillo»). Un informe cifrado de Sanjurjo a Primo de Rivera, a diez días de los desembarcos en las playas de Alhucemas, precisaría consecuencias y detalles:
Telegrama n.º 215, de 29-VIII-1925. Melilla a Tetuán.
«Según partes diarios que conoce V. E. se tienen noticias del crecido número de rebeldes que han resultado muertos o iperitados a consecuencia último bombardeo, y como confirmación hoy recibo confidencias de que, desde Quilates a Alhucemas, se han encontrado unos 180 hombres ciegos y unos 160 muertos; habiendo manifestado confidentes que toda la arboleda ha quedado quemada, y los indígenas de dicha región han reclamado a Abd el-Krim diciéndole que no pueden seguir más. Aunque estas cifras sean exageradas, la noticia coincide, en el fondo, con las recibidas por conducto de Oficinas de Intervención, lo que demuestra que, aunque las cifras no sean exactas, el hecho es cierto».[823]
Quedó en pie, como el palo mayor de un buque de tres puentes —Ejército, Gobierno, Estado— a punto de zozobrar, rodeado por las alborotadas aguas nacionales, en medio de descomunal tormenta de jurisdicciones, corporativismos y tribus periodísticas. Su norte fueron los hechos, ante los que nadie pudo apelar.
La antorcha por las responsabilidades de lo ocurrido en Marruecos pasaría al Parlamento —Comisiones de los llamados «Diecinueve» (1922) y «Veintiuno» (1923)—, mientras Picasso volvía a sus labores en la Sociedad de Naciones. De allí regresaría para encontrarse con un cambio de régimen y el impunismo alzado al poder. Había sido decretado, al unísono, por el primorriverismo impulsivo y el alfonsismo complaciente. Ese impunismo socavó el edificio monárquico hasta hacerlo caer.
Picasso encontró al ejército muerto, pero al investigar cómo fue destruido y por qué, acabó rehaciéndolo. Así le devolvió su dignidad, su razón de estar en la historia. El silencio oficial sobre la suerte padecida por los hombres de Silvestre les hería a éstos tanto o más que la furia rifeña, al proporcionarles una segunda muerte, injusta y cruel. Picasso acabó con ese martirio.
Cuando Picasso puso en pie aquel instrumento acusador —el Expediente se registró el 18 de abril de 1922—, la algarada entre personalismos e institucionalismos cesó. Ante el drama africano, todos detuvieron sus guerras.
Tenían delante, desenterradas pero identificables, sus obligaciones y deserciones, sus creencias y abjuraciones. Picasso, en figura de tutor dativo, sostenido por la legitimidad nacional, evitaba la indefensión del ejército perdido. Y aun estando como estaba, momificado y desmembrado, a punto ya de desvanecerse, parecía resucitar. Tenía una estricta petición que hacer y un ansia por alcanzar: pedía justicia y quería paz.
Vuelve Picasso con las demandas del ejército muerto
Picasso regresaría a la Península el 23 de enero de 1922. Traía consigo el Expediente que llevaría su nombre, una obra titánica y terminante, compuesta por 2.433 folios.
El Expediente se convirtió en informe fiscal del África alfonsina; en consecuencia, en materia peligrosísima para la ficción estatalista, con veinte años de errores coloniales a su cuenta. Eran fuerzas poderosas, pero el general no les volvió la cara. 18
Historia de unos papeles de Estado
El 10 de julio de 1923 quedó constituida la segunda Comisión de Responsabilidades. Surgían así los famosos «Veintiuno», los diputados que deberían dictaminar sobre los sucesos de 1921. Estaban obligados a pronunciarse en un plazo de veintiún días, vencimiento que pronto se consideró inalcanzable, por lo que la resolución se pospuso hasta el 1 de octubre, fecha de apertura de las Cortes. Dos semanas antes, un golpe militar acabó con sus afanes.
Los «Veintiuno» reflejaban las siguiente ideologías en el Congreso: Alas Pumariño (conservador), Díez de Revenga (ciervista), Domingo Sanjuán (Marcelino, de Izquierda Catalana), Fernández Jiménez (alcalá-zamorista), García Guijarro (tradicionalista), Inza (gassetista), Lequerica (maurista), Los Ríos (Fernando de, socialista), Martínez de Campos (independiente), Morote (romanonista), Palacios (reformista), Prieto (socialista), Rodés (nacionalista), Rodríguez Valdés (ciervista), Rodríguez de Viguri (conservador), Ruano (conservador), Sagasta (demócrata), Soto Reguera (albista), Taboada (conservador), Tejero (Izquierda Catalana), y Zancada (demócrata). De entre ellos eligieron a un vicepresidente (Rodríguez de Viguri); y un presidente, que fue Bernardo Mateo Sagasta Echeverría, diputado por Caldas de Reyes (Pontevedra).
La Comisión se disponía a trabajar en agosto. Cuando el Gobierno de García Prieto se negó a proporcionarle las Actas de la Junta de Defensa del Reino, se enfrentó a su primer revés. A continuación, lo que tantos temían: el golpe primorriverista.
Aquel 13 de septiembre de 1923, Sagasta estaba en Madrid. Y nada más enterarse de que Primo de Rivera venía hacia la capital en tren, pues su golpismo era aceptado por el Rey, tuvo un presentimiento: vendrán a por el Expediente Picasso y lo destruirán o secuestrarán. Sagasta no lo dudó. Fue al Congreso, hizo allí valer sus derechos como presidente de la Comisión, y rescató el Expediente. El hecho es cierto: en septiembre de 1998 encontramos una parte del Expediente en el Archivo del Congreso. En uno de los legajos, bajo la mención de «Índice de documentos de la Alta Comisaría que se hallan en el Consejo Supremo de Guerra y Marina», escrita en lápiz rojo y con trazo enérgico, se lee esta advertencia: «Se los llevó el señor Sagasta».[824]
Dueño de tan valiosa documentación, Sagasta la puso a buen recaudo en la Escuela Especial de Ingenieros Agrónomos, de la que era director y profesor. Sagasta, para reforzar la seguridad del comprometedor Expediente, confió su custodia a otro profesor en la Escuela, Enrique Jiménez Girón. Este último será quien relate dicho episodio a Juan Carlos Picasso López.[825]
Llegó Primo de Rivera a Madrid y, en efecto, de las primeras cosas que hizo fue reclamar el Expediente Picasso. Pero cuando la policía primorriverista fue al Congreso, los papeles ya no estaban. Tampoco los tenía el general Picasso, así que Primo de Rivera tuvo que contentarse con el chasco y la impotencia. Conocedor, días después, de quién era el responsable, ordenó a Sagasta que le devolviera el Expediente. El profesor, impávido, dijo que no sabía nada. Quedó aún más enfadado Primo por este atrevimiento, pero no quiso encarcelar al desafiante ingeniero. Años más tarde tomaría represalias técnicas: dado que la Facultad de Agrónomos había solicitado —a la Junta de la Ciudad Universitaria— terrenos para llevar a cabo su labor docente en una extensión de setecientas hectáreas, el dictador, al enterarse, las dejó reducidas… a veintiuna.
Cuando Primo de Rivera perdió las confianzas alfonsinas y marchó a su fugaz exilio parisino en el Hotel Meurice —en el que moriría (17 de marzo de 1930)—, no por ello Sagasta quedaba liberado de prevenciones. Faltaba el tránsito de los gobiernos de Berenguer y del almirante Aznar. Con ellos se cerraron las puertas para el alfonsismo, al que derribarían las urnas en 1931.
Una vez Alfonso XIII en el exilio, Sagasta rescató el Expediente, y con él se fue al Congreso, donde lo depositó. Los papeles de Picasso conocerían la guerra civil y luego el olvido. Sagasta tenía cincuenta y siete años en 1923, y, por lo que sabemos, falleció antes de 1961. De Jiménez Girón, sólo conocemos la fecha de su nacimiento: 1890.[826] Pero la historia del Expediente no concluye aquí.
Un dictador preocupado por el juicio histórico
El Expediente Picasso ya estaba en el Congreso cuando lo restituyó Sagasta. Al menos, una parte sustancial. Lo había devuelto su enemigo: el presidente del Directorio, en 1927.
El órgano sustitutorio de las Cortes, la Asamblea Nacional, había surgido en 1927 de un Real Decreto Ley, el 1.567. En su artículo 2.º exigía, a la nueva Cámara, el «enjuiciar la política general desde 1 de julio de 1909». El propio Primo de Rivera argumentó así tal insólito proceder: «No cabe dudar de que a partir de esa fecha se inicia el periodo de inquietudes, revoluciones y dificultades en España, y como al desarrollo y carácter de ellas no puede haber sido ajena la actuación de los mandos y de los Gobiernos, se impone clasificar aciertos y errores, más que en busca de las responsabilidades concretas, de la de los partidos y organismos que influyen en la vida de los pueblos».[827]
Después, una argumentación tan gallarda como coherente: «Señaladamente, la segunda mitad del año nueve siembra, con la llamada Semana Sangrienta —respecto a la cual ofrece tantas dudas el acierto y competencia de las autoridades—, con la desastrosa iniciación de la Campaña de Marruecos y con otros episodios, el germen de los males que la revolución (sic) de 1923 vino a contener y que, acaso, hoy en parte, aunque muy atenuados, se sufren, por lo que cree el Gobierno que, para la formación del debido juicio histórico y la determinación de las responsabilidades que correspondan al sistema y a las personas que entonces gobernaban, procede comenzar en esa fecha y por esos acontecimientos la obra de análisis y depuración que se precisa para el saneamiento nacional, fundado en el exacto conocimiento de los sucesos y las conductas que lo comprometieron».[828]
Al ordenar tal exhumación documental sobre Marruecos, Primo de Rivera hacía honor a esa idea suya de revolución. Pues además requería a la Asamblea Nacional para que procediera al examen de aquellos sucesos «por etapas sucesivas», al término de los cuales demandaba que se «eleve al Gobierno su labor depuradora».
Retornaba así el mejor Primo de Rivera —el de 1917—, y aparecía, a la par, un dictador preocupado por «la formación del debido juicio histórico». Asombroso pero cierto. Ninguno de los espadones que ejercieron su absolutismo castrense en España —a lo largo del siglo XIX—, se aproximaron a esa honrosa preocupación. Tan loable empeño quedaría en nada.
Se constituyó una tercera «Comisión», en este caso, de once asambleístas —Allué, Buen, Burón, Fernández y Sánchez Puerta, García Goyena, Llanos, Palacio Valdés, Pemartín, Peralta, Trillo—, a los que presidiría Ángel Gassó y Vidal. La Comisión iniciaría sus sesiones el 22 de noviembre de 1927. Pronto empezaron los fracasos: al ser «papeles reservados» la inmensa mayoría de los solicitados, apenas apareció documentación en los ministerios, retirados por los ministros. Tal actitud fue considerada «arbitraria» —por Llanos— y así constó en el acta de la sesión del 27 de junio de 1928. La Comisión fue languideciendo —su última reunión tuvo lugar el 23 de marzo de 1929—, hasta disolverse poco después, junto con la misma Asamblea Nacional.
El Expediente tuvo así un origen y dos destinos: a la retirada de documentos por Sagasta y su devolución parcial en 1931, antecedió la iniciativa de Primo en 1927, la cual agrupó en el Congreso la documentación disponible —tal vez completándola con la existente en el Consejo Supremo de Guerra y Marina—, menos la concerniente a la Alta Comisaría (que se llevó Sagasta y no aparece). A falta de una búsqueda exhaustiva en los archivos del Congreso, sólo se conserva la redacción de
Picasso entre los folios 2.172 al 2.417; cincuenta declaraciones —desde la del coronel Riquelme a la del cónsul español en Uxda—; más el cuerpo argumental de la Fiscalía (Ángel Romanos), que es pieza magistral.
Primo de Rivera y el alfonsismo que no pudo ser
El 4 de julio de 1924 realizó Alfonso XIII un acto que empañó su innato sentido de la justicia: la amnistía que apareció en esa fecha bajo forma de Real Decreto. Su empeño por salvar a las cabezas militares, implicadas en procedimientos sumariales, creó ese concepto de impunismo que tanto lesionaría su prestigio.
Absueltos Cavalcanti y Navarro (entre febrero y junio de 1924), Alfonso XIII exoneró, un mes después, a Araújo, Berenguer, Lacanal y Tuero. En el impulso incluyó a Miguel de Unamuno y Rodrigo Soriano, republicanos de fama y enemigos del régimen. Fue una lamentable concordancia.
Alfonso XIII aceptó la dictadura primorriverista. Con ella pretendía resolver la crisis nacional por la guerra en África, el progresivo desgobierno institucional y la degradación de su propio sistema. Los tres factores se subsumían en la posesión, por la fuerza, del Rif y Yebala. Primo de Rivera, con una valentía y previsión extraordinarias, acabó con el disparate de aquellos ejércitos —unos ciento ochenta mil hombres, repartidos en unas quinientas posiciones—, sin coherencia ni futuro, ordenando la retirada general de 1924 (Xauen) y contraatacando y venciendo en 1925 (Alhucemas). Primo estuvo solo en esa tarea: el Rey ni le ayudó ni quiso estar en primera línea del frente militar y político. Primo tuvo que enfrentarse al ejército airado y obtuso, negado al concepto de la maniobra (Franco, Varela), pero él fue quien le llevaría a la victoria. Si se hubiera retirado de la política tras la paz conseguida el 10 de julio de 1927 en Bab Taza, Primo de Rivera sería hoy recordado como legendario salvador del pueblo español.
Llevado de su vehemencia, enemiga de la doblez, pidió Primo a los capitanes generales (26-27 de enero de 1930) que le renovaran su confianza en una nota oficiosa, sin comunicárselo al Rey. Sus asombrados colegas se disculparon y Alfonso XIII le despidió con frialdad. Apareció así aquel gobierno del error que presidiría Berenguer. Al sobrevenir la intentona republicana de Jaca (12-14 de diciembre de 1930), Alfonso XIII no quiso conceder el perdón a los cabecillas sublevados, mal aconsejado por Berenguer, olvidando uno y otro la clemencia que doña María Cristina dictó en favor del general Villacampa y los suyos, alzados por la república en 1886. El Ejército se apartó del Rey y la sociedad abominó de la mística monárquica.
Alfonso XIII aceptaría el resultado de los comicios municipales, doliéndole el desdén de sus súbditos. Pero su lúcido rechazo al recurso de la fuerza para sostenerse en el poder, aquel martes 14 de abril de 1931 en Madrid, le granjeó el respeto espontáneo de su pueblo y le llevó al reencuentro con la grandeza y la realidad militar. Salvo López Pozas y Cavalcanti —que pretendía, junto con La Cierva, sostener el alfonsismo por las armas—, ningún jefe del Ejército quiso hacer de brazo fuerte del Rey.
Habiendo intervenido tanto en política, más hubiera debido intervenir Alfonso XIII en la resolución de la guerra de Marruecos, debate fundamental de su reinado. Si en 1923, tras la repatriación de los prisioneros, hubiese puesto final al conflicto —con seguir los consejos de Cambó y Maura hubiera bastado—, habría sido un popularísimo rey de España, tan seguro en su trono como para mantenerlo hasta el día de su muerte, pues es muy dudoso que, disueltas ya las Juntas de Defensa, una parte del Ejército se atreviera a desdecirle.
A su vez, ese Ejército repatriado de Marruecos y por orden expresa de su rey, ni se hubiera dividido —a partir del 10 de agosto de 1932 (con el fallido golpe sanjurjista)—; ni defendido la legalidad republicana desde la represión (Asturias, 1934); ni faltado a su deber en defensa del orden constitucional legítimo (1936).