Capítulo VI

Los tres mil de Arruit y otros muchos

El Gobierno intuye la verdad africana pero disimula

Desde Burgos, Alfonso XIII y doña Victoria Eugenia habían marchado a San Sebastián, para coincidir allí con el cumpleaños de la reina. María Cristina, que lo celebraba el jueves 21 de julio. Y será en la ciudad donostiarra donde recibirán, en la tarde del 22, los primeros avisos de la tragedia española en Marruecos. A Silvestre se le da por muerto y al ejército, perdido. Alfonso XIII pide que le preparen el tren. Cualquiera.

Eza se encontraba también en San Sebastián, en ruta hacia la frontera francesa, donde pensaba recoger a una hija suya que regresaba a España desde «un colegio en Londres». Y allí, en la estación, «el general Querol entregó al ministro de la Guerra un telegrama del subsecretario de dicho departamento, transmitiéndole otro del Alto Comisario, en el que le participa el nuevo avance (i!) efectuado por nuestras tropas en Marruecos y la ocupación de nuevas posiciones»[440]. Es la una de la tarde del 22 de julio y tras Eza van los agobios del desastre, aunque la autocensura del principal diario monárquico presente los hechos justo al revés. En esas horas llega a San Sebastián, «en el rápido» de Madrid, el presidente del Congreso, José Sánchez Guerra. El jefe del partido conservador se ve rodeado por los periodistas y sólo acierta a decir: «Pues no sé nada». Pero al informársele sobre «el viaje del Rey» a la capital, Sánchez Guerra vacila, y confiesa, críptico: «Debe ser algo del otro lado».[441]

La confirmación de un desastre militar está ahí, pues el otro lado es Marruecos. En Madrid circulan «rumores alarmantes» que hablan de una Melilla «evacuada».

Eza «regresa precipitadamente», mientras el monarca, «que no tenía propósito de venir ahora a la Corte, toma inopinadamente el expreso de la noche para llegar a Madrid en las primeras horas de hoy»[442]. A la espera del Rey y de Eza, y con los ministros que encuentra —el Gabinete está en dispersión por las vacaciones—, Allendesalazar reúne un ansioso consejillo que nada resuelve.

Alfonso XIII llega a la estación del Norte (de Príncipe Pío) a las 09.50 horas del 23 de julio: Le recibe el Gobierno en pleno, pues aquellos componentes del mismo que no han podido asistir a la reunión con Allendesalazar han sido citados en la estación. Todos van a palacio y allí tiene lugar el Consejo de Ministros. Cuando finaliza, Eza afirma, ante una avalancha de periodistas, que «ni el general Navarro ni yo tenemos noticias del señor Fernández Silvestre». Después, el ministro se atreve a afirmar, rotundo: «Sigo en comunicación con el general Navarro», cuando el segundo jefe de la Comandancia de Melilla ni siquiera puede comunicar con la plaza, pues lucha por llegar a Batel.

Los informadores de prensa acosan a Eza para que diga cuanto sabe sobre lo que haya podido sucederle al general Silvestre. Eza responde con evasivas evidentes e inútiles, pero la tragedia queda confirmada por vía indirecta: «Por el gesto que hicieron algunos ministros, los periodistas comprobamos que el rumor tenía, por desgracia, fundamento». Aún queda pendiente la comparecencia del presidente del Consejo.

Manuel Allendesalazar, de sesenta y cinco años, representa muchos más en esos momentos. El político liberal está roto por la ansiedad. Y cuando intenta transmitir tranquilidad al país, desliza una frase de este porte: «Esto es muy lamentable; pero ya verán ustedes cómo se arregla rápidamente». En la redacción de El Sol no esperan más y sus linotipistas componen, a cuatro columnas, el que será el titular más contundente del día: «Muerte del general Fernández Silvestre».[443] ABC dará también por muerto al comandante general de Melilla, pero, en un gran subtítulo, insistirá en una ilusión: «La posición de Annual cercada por la jarka de los Beni Urriaguel».[444]

Columna de Cheif: el coronel sale el último de todos

Ese mismo sábado 23, con los alrededores de Annual convertidos en un degolladero, la marea rifeña ha barrido todo el frente. A pesar de ello, aún quedaban importantes fuerzas intactas. Eran tres: la columna de Araújo en Dar Quebdani; la que se encontraba acantonada en Zoco el Telatza al mando de García Esteban; y el contingente asentado en Cheif. La primera cubría el flanco derecho de Silvestre por la costa; la segunda, el izquierdo por el interior; y la tercera el mismo lado, pero en vanguardia.

Eran unos dos mil quinientos hombres (en la cabecera de los tres campamentos), muchos para las mutiladas posibilidades de la España de Navarro. Las tres columnas se perderán.

Cheif está en el llamado boquete de Midar, sobre la margen izquierda del Kert, en el corazón de los Beni Tuzin. La posición acogía a la llamada «columna móvil del regimiento de Melilla», cinco compañías —una de ametralladoras—, más el tren regimental. En total, 604 hombres (19 oficiales y 585 clases y soldados), al mando del teniente coronel Romero.[445] La guarnición se asentaba en un emplazamiento carente de agua, disparate que, una vez más, pasmará a Picasso. La absurda elección obligaba a la tropa a traer el agua de Drius, «distante siete kilómetros», o de la más próxima pero más inaccesible Buhafora, mientras que el ganado tenía que «abrevar en el Kert, a unos tres kilómetros». Todo ello redundaba en una criminal disposición, «en cuanto a las mermas que, en los efectivos, producían el paludismo y, sobre todo, las enfermedades de la piel, debidas a la suciedad»[446].

A las cuatro y cuarto de la mañana del 23 de julio avisan a Romero. El teniente coronel ha visto arder los montes y ha escuchado las sordas luchas de Buhafora e Intermedia A. Con alivio, Romero lee el telefonema de Navarro. Orden de repliegue sobre Drius. Romero ordena inutilizar las dos piezas Schneider y preparar la evacuación. Los avisos a otras posiciones se suceden: Ain Kert, Azib de Midar, Azrú, Hamuda, Isen Lasen.

José Romero Orrego tiene cincuenta y tres años y aún se encuentra ágil. Debe cubrir veintiún kilómetros hasta Drius en «movimiento excéntrico, peligroso», como dirá Picasso. Y comete un único y fatal error en su afán —que luego repetirá Navarro— de no dejar nada en poder del enemigo. Manda incendiar los depósitos. El negro y altísimo penachón de humo se eleva como una bandera de guerra sobre las abiertas tierras de Cheif. Alertados, los rifeños acuden en masa. Y la columna, que «salió en buen orden», se atropella al ser tiroteada y entra en letal dislocamiento.[447] La marcha se convierte en una huida. El teniente coronel queda, muy valiente, de los últimos, defendido por su escolta, intentando proteger la marcha de los suyos. Nadie le volverá a ver con vida.

Navarro, desde Drius, ha intuido el drama, y manda hacia el horizonte de Cheif a los jinetes de Alcántara, con la intención de facilitar la retirada. Sólo así se evita la matanza. A pesar de ello, el recuento arrojará 124 bajas. Pero la gente de Cheif no ha llegado a un lugar de salvación. En Drius se está preparando otra salida. Desesperada.

En menos de cinco horas, los supervivientes de Cheif van a conocer dos retiradas a vida o muerte, cruzando todo el territorio sublevado hasta Melilla. Muy pocos lo lograrán. El 24 de julio, a las 09.30 horas, el capitán Félix Almansa Díaz realizará, ya en la plaza, nuevo cómputo de hombres y material. El segundo es tan rápido como desolador: una ametralladora, cuatro mosquetones, tres fusiles y cinco mulos. El primero ha sido aún peor: seis oficiales, tres cabos y veintiocho soldados: 37 de 604.[448] El 94 por ciento de pérdidas. La columna de Romero ha sido aniquilada.

Las singulares estrategias del coronel Araújo

En dirección a Melilla, siguiendo el reborde montañoso donde se asienta la cábila de los Beni Said, no lejos de la orilla izquierda del Kert, se encontraba Kandussi. Allí se había concentrado la columna de Araújo, antes de salir para Quebdani. Si seguía las órdenes de Silvestre, Araújo podría cubrir dos objetivos esenciales: llegar hasta la desembocadura del Salah, para instalar allí un campo atrincherado, o desviarse hacia el Izzumar, cubriendo las espaldas de Annual. En Kandussi quedaron ochenta y ocho hombres de guarnición, con importantes depósitos de material.

Silverio Araújo Torres no es un jefe de guerra, sino un jefe de despacho que, como tantos de sus compañeros, vive en Melilla. No hace ni veinticuatro horas que ha tomado el mando de cerca de un millar de hombres, puesto que, a las cinco compañías —cuatro de fusiles y una de ametralladoras— que lleva consigo, suma las tres de guarnición en Kandussi, bajo el mando del comandante Sanz Gracia, y a las que añade efectivos de otras Armas y una batería.[449] Silvestre ha recurrido a él para que salve Annual y salve al ejército. Tal acumulación de responsabilidades le destruirá.

Araújo tiene cincuenta y siete años y, aunque está sano de cuerpo —será de los más resistentes en la cautividad de dieciocho meses que le aguarda en Axdir—, su ánimo no está preparado para tan repentina y drástica movilización.[450] Tras lo ocurrido en Annual, que conoce por escapados y telefonemas, ha quedado sin órdenes de quien más confiaba, y tan lejos de Drius como de Melilla. Esa suspensión en un vacío estratégico arruinará su temple. Antes de que empiece la lucha, que presiente de exterminio, piensa en su hijo, el capitán Eduardo Araújo Soler, de treinta y tres años.[451]

Araújo sabe que Navarro está en Drius. Sin embargo, deja pasar todo el día 22 sin tomar decisión alguna. Mientras, a su campamento llegan angustiosos avisos de posiciones atacadas, posiciones cercadas, posiciones que no responden. Más las «peticiones apremiantes de auxilio a otras posiciones», que Araújo no atenderá.[452] Por la noche, el Rif arde en decenas de puntos. Araújo queda paralizado. Por cada hora que pierde, se le escapan oportunidades de maniobra y las vidas de su gente. Picasso lo resumiría así: «La situación, pues, estaba bien clara: o hacer rápidamente la concentración sobre el Kert (para formar segunda línea de defensa en el río), o sostenerse e imponerse, cuanto antes, con la fuerza que se tenía, que parece que había de ser suficiente. No se hizo ni una ni otra cosa»..[453]

Al día siguiente, sábado 23, Araújo decide pedir instrucciones a Navarro. Las líneas telefónicas con Drius no están cortadas, pero hace caso omiso de esa favorable situación y decide que la búsqueda de esas órdenes la lleven a cabo dos oficiales: Alfonso Fernández Martínez, el comandante al que Silvestre desveló su plan de retirada, y su propio ayudante, su hijo Eduardo. Los dos parten hacia Drius en un coche rápido.

Por la pista de Kandussi-Buxada-Dar Azugaj, el Ford de Fernández y Araújo invierte sólo una hora en alcanzar Drius. Son las diez de la mañana. Ambos oficiales piden reunirse con quien es ya la máxima autoridad en el territorio de Melilla. Los dos hombres van a conferenciar «una hora con el general Navarro»[454]. En los patios de Drius se alinean los restos de la columna de Annual y la de Cheif, que acaba de llegar, reventada.

Navarro indica a los oficiales de Araújo lo que procede, la retirada de su columna hacia Kandussi. La orden, de por sí evidente, es transmitida a Dar Quebdani por el canal más rápido: el teléfono, que sigue funcionando. Ambos oficiales vuelven repitiendo un viaje que se podían haber ahorrado. Su coronel tiene ya la orden que buscaba. Pero no hará nada.

Fernández Martínez y Araújo reciben avisos de que el camino por Buxada hacia Quebdani está cortado, pues el jefe rifeño Buharray se ha apoderado de aquella posición. En consecuencia, deciden llegar hasta Batel y, desde allí, girar hacia el Oeste para alcanzar Kandussi. En Batel, y por fuente tan fiable como «el soldado cartero», ambos oficiales reciben nuevas noticias de la sublevación, según las cuales, «no les dejaban ir a Kandussi». Encuentran allí al coronel Jiménez Arroyo, recién llegado de Melilla, y le piden fuerzas de protección. Jiménez Arroyo les responde con una obvia negativa «por la escasez de soldados». Fernández y Araújo llaman por teléfono a su base. Y sucede lo que obligará al encausamiento de ambos: que «después de hablar los procesados con Quebdani, decidieron continuar a la Plaza, no sin antes ofrecer ambos sus servicios al referido coronel Jiménez Arroyo, y contando para dicho regreso el capitán Araújo con la venia de su jefe (su padre), dada por teléfono, y el comandante Fernández con la autorización de dicho coronel».

El comandante Fernández Martínez y el capitán Araújo salvarán la vida y la carrera militar pues el Consejo de Guerra dictaminará una sentencia magnánima para ambos —«Un año de prisión militar correccional con la accesoria de suspensión de empleo durante el tiempo de la condena»—, que el juez instructor, el auditor de división, José María de Sentmenat y Fontcuberta, ratificará en Melilla el 30 de mayo de 1923.[455]

La salida de Drius y el foso del Igan

Cuando Picasso reúna los datos sobre el abandono de Drius, precisará, en uno de sus planos —imprescindibles para conocer lo sucedido en el Rif de 1921—, las características de esta posición clave: dos núcleos defensivos —el campamento sensu stricto a la izquierda; y el hospital, con los almacenes, hornos para el pan y cocinas, a la derecha, divididos por la pista que lleva a Ben Tieb. La separación entre ambos núcleos es de setecientos metros. Sólo con fuego de fusil ya resultaba aquél un espacio infranqueable.

Navarro cuenta con tres baterías: la 1.ª y 5.ª de Montaña (capitanes Rubio y Blanco); la llamada «eventual» del teniente Ayala; un cañón que ha salvado el capitán Ruano de su batería (la 3.ª de Montaña), y otras dos piezas Schneider, que se guardaban en los almacenes de Drius y de las que se hace cargo el teniente Enrile y López de Morla. En total, unos 13-15 cañones, una masa de fuego importante servida por 489 hombres, que disponen de 225 caballerías. El jefe de esta artillería, el comandante Écija, ha cedido su mando al de igual rango, Marquerie.

A las cuatro de la madrugada del 23 de julio, Navarro llama al comandante Eduardo Armijo García, de Intendencia, para consultarle qué hacer: seguir en Drius o salir. Armijo, «como opinión personal», da a su superior «la de mantenerse allí». Sus razones son la mayor capacidad del campamento, el «disponer de aguada y la gran cantidad de municiones existente»[456]. No cabe esperar de Armijo, como profesional en la materia, que considere sólo «cincuenta mil cartuchos» —la cifra que pasará a la historiografía de este drama— una «gran cantidad de municiones». Todo esto sin incluir el pedido urgente de Sabaté a Dolz —medio millón de cartuchos de fusil, mil proyectiles de cañón—, aunque aquí cabe la posibilidad de que este último se perdiera en las pistas hacia Ben Tieb, pues se conocen informes de un gran convoy de cuatrocientos camellos que se desbandó el mismo 22 de julio.

Drius es un bastión con garantías, lo contrario de Arruit. Pérez Ortiz, que ha dirigido las obras del campamento, lo estima tan apropiado para la defensa como para afirmar: «Con su próxima y fácil aguada reforzando la avanzada Hamán (cerca del Kert), me estimo fuerte para resistir meses enteros. A depender de mí, allí nos hubiéramos quedado»..[457]

Ya en la noche de ese 22 de julio, y cuando Navarro preguntó a sus oficiales con qué fuerzas contaba, Pérez Ortiz le había entregado en un papel la respuesta: 1.624 hombres presentes (columnas de Annual y Drius). Al día siguiente, con los llegados de Cheif y de otras posiciones, sumarán mil más. Tras hablar con Armijo, Navarro, conocedor de la opinión de Pérez Ortiz y más convencido de sus posibilidades, ordena suspender la evacuación.

Drius gana en opciones defensivas lo que pierde en bríos morales. El comandante Andrés Fernández Mulero, jefe de los Servicios de Automóviles y Radiotelegrafía, ha presenciado cómo los coches rápidos se iban todos a Melilla. En ellos marchan oficiales, «unos heridos, otros enfermos, y otros que se supone estarían autorizados por el general para regresar a la plaza»[458]. La desmoralización no ha cesado desde Annual, y las imprudencias tampoco. A primera hora de la tarde del 22 de julio, Armijo ha visto al capitán Carrasco, de la Policía, llegado de los primeros a Drius «en un rápido con varias personas», referir lo ocurrido en Annual «con falta de discreción y a oídos de la tropa», por lo que había tenido que advertir al citado capitán «la conveniencia de reportarse, para no deprimir la moral de aquélla»[459]

Al amanecer, una escena conmovedora despierta a Drius. Los trece trompetas de Alcántara tocan diana formados en corro. Los supervivientes de Annual les observan entre admirados y animados. Detrás de esa liturgia castrense surge una esperanza. La caballería va a formar en los flancos, protegiéndoles. Sólo uno de esos trompetas, y herido, logrará salvar la vida.

Llega el mediodía del 23 de julio. En un ángulo del campamento, Pérez Ortiz arenga a sus hombres, asegurándoles que «no se abandonará Drius». En ese instante llega Navarro y le dice, seco y terminante, «que las circunstancias exigían el abandono de la posición»[460]. Conociendo el genio del teniente coronel, cabe suponer un enfrentamiento verbal con su general, aunque Pérez prescindirá de estos hechos en sus memorias. La oficialidad de San Fernando queda confusa, y su jefe, ofendido.

El anuncio del abandono de Drius desata todas las ansias. Grupos de soldados heridos de levedad, o sin herida alguna, asaltan los camiones. Hasta setenta hombres se subirán a algunos de ellos que, bajo tan tremendo peso, volcarán o quedarán inutilizados pocos kilómetros después, al romperse sus ballestas. La fila de vehículos se fragmenta: los que quedan averiados, sufrirán el instantáneo asalto de los rifeños; de los que continúan, varios pasarán de largo ante los dramas con los que van a cruzarse.

En una de las raras ambulancias en servicio va el teniente Ismael Ríos García, que había llegado herido a Drius procedente de Cheif. Sobrecargada, la ambulancia se avería y queda detenida. De inmediato se produce la avalancha rifeña. Los chóferes son tiroteados y los heridos acuchillados. Tras un frenético saqueo de los cadáveres, los asaltantes se retiran. Ríos, confundido entre los muertos, aprovecha para hacer acopio de fuerzas y pedir auxilio.

Ríos lleva encima «veintiocho heridas de gumía», el uniforme en jirones y sangre por todas partes. Plantado en medio de la pista, «con los brazos abiertos y haciendo señales para que lo recogieran», intenta detener el tráfico. Nadie se detiene ante la espeluznante imagen. Y pasará primero «un automóvil y luego un camión», que «no le hicieron caso, continuando a la misma velocidad». Desesperado, está a punto de desistir cuando «otro camión, que pasó después, aunque no paró, acortó la marcha y pudo el oficial colgarse a él, cogiéndolo los ocupantes». El teniente Ríos logrará llegar a Tistutin y de ahí a Melilla.[461]

En Drius, la salida se organiza en cuatro bloques: los primeros, una compañía de Ceriñola; después, los 252 heridos que restan, con algunos carros de municiones y más soldados de Ceriñola; luego la artillería y, por último, las fuerzas de San Fernando, que forman la retaguardia. En total, 2.666 hombres, con las baterías, 91 caballos y 193 mulos.[462] Tienen por delante veinte kilómetros hasta Tistutin.

Hasta el ferrocarril. Muchos no llegarán a verlo, les espera el foso del Igan.

Navarro ha dado orden de quemarlo todo. La misma orden de Romero en Cheif. Y a mismo error, mismo desastre. Los rifeños, sorprendidos por la retirada española a esa hora —la una de la tarde—, empiezan a descolgarse de los montes vecinos hacia la posición, de la que se elevan negras columnas de humo. Todavía está Navarro en Drius, con una pequeña escolta y su fiel chófer, el sargento Melón, al volante de su vehículo de mando.

Camino adelante, la columna va deprisa. El peligro azuza a la gente, y su velocidad, pese al agotamiento, se incrementa. De pronto, el encuentro con los camiones que salieron con los heridos. Están deshechos, algunos incendiados, otros volcados en las cunetas. Sus ocupantes han sido reventados, igual que los vehículos. Todo el ritual rifeño del horror está allí, consumado y a la vista.

En Drius, Navarro hace una señal a Melón. Hay que salir.

El sargento imprime velocidad al coche para alcanzar la columna. Para hacerlo «tiene que saltar por encima de cadáveres y piedras, que interceptaban la carretera»[463]. Melón relatará estos hechos al comandante Fernández Mulero, que se ha salvado con algunos de los camiones bajo su mando y logra llegar a Arruit a las cinco de la tarde. Muy detrás de él, la columna prosigue su avance. Está rota y con la insubordinación en su seno. La causa ha sido una orden de Navarro, al comprobar que la gente pasaba de largo ante la matanza ocurrida en la pista.

Indignado, Navarro ordena que se recojan los cuerpos y se carguen «en los mulos y armones». Los soldados —y no pocos oficiales— se miran entre sí sin comprender. Son las tres de la tarde y su general quiere que hagan no de enterradores, sino de porteadores de cadáveres hasta Batel, aún distante unos diez kilómetros. Comienza una «resistencia pasiva». Navarro, fuera de sí, advierte «que mientras quedara un cadáver no pasaría la columna». Requiere a sus oficiales para que le presten ayuda. Pistola en mano, capitanes y tenientes obligan a la tropa a cargar los muertos. Y ocurre lo inevitable, pues «llegó un momento en que los mulos no pudieron con más, por lo que los heridos los tiraban al suelo para montarse ellos»[464].

Sumida en plena desorganización moral, la columna encuentra un tajo que corta su paso: el cauce del Igan.

Los rifeños están aguardando a los españoles. Sus descargas cerradas desbaratan las filas. Navarro ordena que siga el avance. Peroni tiene tropa ni parece tener mandos. El general insiste. El capitán Saínz, de su Estado Mayor, forma, a gritos, unas pocas guerrillas. Los soldados se agrupan, disparan contra los rifeños, pero son una minoría. La tropa se niega a participar en su propia defensa. Los soldados, a gritos a su vez, dicen a su general «que fueran con ellos sus oficiales, quienes continuaban en la carretera, protegiéndose entre los mulos del fuego enemigo». Navarro y Saínz están lívidos, sintiendo no ya la desintegración de la columna, sino el próximo final de todos ellos. Y es entonces cuando aparece un capitán, Blanco, que «intentó sacar a los referidos oficiales» de su cobardía, sin conseguirlo.

Ramón Blanco mandaba la 5a batería de Montaña en Annual y en el Izzumar. Allí, en el Igan, estará espléndido, recriminando con dureza a sus compañeros —al ver cómo se perdían tres cañones— y dando ejemplo a la tropa. Esto salva el apuro. A continuación, el hecho decisivo. Las cuatro cargas de Alcántara.[465]

Primo de Rivera y los suyos se detienen ante el Igan. ¿Debe cargar contra los rifeños allí apostados, para salvar lo que resta de columna, o debe salvar lo que le queda de su regimiento? Toma la decisión y allá van los de Alcántara. Los jinetes cargarán contra las apretadas filas rifeñas, que les apuntaban desde el trincherón del Igan. Hombres y caballos caerán en bloque, y así se les encontrará cinco meses después: todos en formación, la mayoría de ellos al otro lado del río. Habían logrado pasar y hasta dar la vuelta y contraatacar, salvando así a la columna Navarro. Convirtieron aquella derrota en una gesta.

La cantinera de Batel y el bastón de Navarro

Una escena escalofriante clausura el paso del Igan. A uno de los últimos en cruzarlo, el soldado Vicente Garrido Couceiro, le sobrepasa una motocicleta con sidecar, «en la que iba un individuo completamente desnudo y lleno de machetazos, al que tapaba con una manta la cantinera de Batel»[466]. Ella es Juana Martínez López; de su compañero no se conocerá el nombre.[467]

Al llegar a Batel, Navarro se encuentra con que hay pocos víveres, que sí dispone de agua, pero poca y salobre, y que no puede comunicar con nadie, el teléfono a Arruit está cortado. El ferrocarril es otro desengaño. Ni un solo tren ha llegado de Melilla. Tistutin está cerca, pero Navarro lo ve inalcanzable para ese día. Las partidas rifeñas paquean sin tregua a su aturdida gente. Y mucho más lejos le parece Monte Arruit. Sin embargo, allí llegarán algunos de sus soldados, a pie, esa misma noche.

Navarro sobrepasa el límite de su paciencia en esas tristes horas en Batel. Siguen llegando oficiales, destrozados en lo físico y arruinados en lo moral, despojados de sus insignias, desentendidos de sus tropas. Y el soldado Domingo Tortosa Linares, del regimiento África, «vio que el general llegó a pegar con el bastón que llevaba a un teniente, porque iba, como otros muchos, sin estrellas ni emblemas». Mientras Navarro apalea al atribulado oficial, el estupefacto Tortosa le oye exclamar: «¡No quiero agua; soy viejo, que se marche el que quiera!».[468]

En Madrid no se sabe aún dónde está Navarro. Pero en Melilla sí se conocen su suerte y la de su columna. Les han descubierto, a media tarde de aquel 23 de julio, y «con gran sorpresa», los tripulantes de los aviones Bristol y De Havilland, con base en Zeluán. Bajo sus alas, la derrota se manifiesta como lo que es. Un reguero de cadáveres, cañones, camiones, y todo tipo de impedimenta se extiende desde el Izzumar a Batel. Decenas de columnas negras se alzan a lo ancho y largo de los montes: arden las posiciones. Los cuerpos de sus defensores también.

Berenguer navega frente a una costa incendiada

A la caída de la tarde del 23 de julio, Berenguer sube a bordo del Bonifaz. Es un barco botado en 1911, de 800 toneladas de desplazamiento, sólo 1.084 CV de fuerza, y 127 hombres de tripulación para manejar cuatro piezas de 76,2 mm y dos ametralladoras.[469] Por esa época, Gran Bretaña lanzaba los cañoneros de la clase Afridi, que daban un andar de ¡34 nudos! A ellos habían seguido los Mandate[470], buques de 1.025 toneladas, idéntica marcha de 34 nudos y armados con tres piezas de 102 mm.[471]

Los modelos británicos, muy superiores al Bonifaz, habían sido ofrecidos, «hace poco tiempo», por Londres a Madrid y a precios irrisorios, pues oscilaban entre «150.000 a 200.000 pesetas». Recordaría estos antecedentes el marqués de Cortina, en una carta a La Cierva el 14 de noviembre de 1921.[472]

Berenguer parte, al fin, hacia Melilla. El Bonifaz sale de la bocana ceutí y avanza todo lo que dan de sí sus máquinas: no mucho, poco más de doce nudos.

Desde la pasarela, Berenguer y sus oficiales ven discurrir la costa de Gomara, sumida en el crepúsculo. Al doblar la ensenada de Bades es cuando descubren los primeros destellos que anuncian la importancia de la sublevación rifeña. Los montes de Alhucemas muestran sus cimas en fuego. Las hogueras avisan de la total movilización bélica del Rif.

El Bonifaz rebasa el amplio arco geográfico de Alhucemas. El Peñón, que contiene la gran bahía en su fondo, está en calma. Pero al doblar los farallones de Cabo Quilates, los estampidos y señales de la guerra surgen en toda su violencia. Sidi Dris es un centellear de fogonazos, de resistencias y de repetidas solicitudes de apoyos artilleros al Laya y al Princesa de Asturias, que están allí mismo, haciendo lo que pueden. Saludos reglamentarios de puente a puente de los buques. El comandante del Princesa, capitán de navío Eliseo Sanchiz, advierte que no puede comunicar con la posición, de la que sólo sabe que está sin agua, pues la playa, con la aguada, son ya dominios de la harka. La gente del comandante Velázquez —unos trescientos hombres (sumando a sus 274 efectivos los supervivientes llegados de Talilit)— parece resistir bien. Pero sin poder beber, y pronto sin poder disparar —las municiones se acaban—, los trescientos de Sidi Dris saben que tienen un inapelable plazo de condena. Igueriben otra vez. El Bonifaz sigue adelante.

Aparece el espolón de Ras (punta) Afrau. Otra posición cercada y atacada y sin apoyo naval aún, pues el Lauria, que viene desde Algeciras a toda máquina, no ha llegado a esas aguas rifeñas. Los casi ciento ochenta defensores, que manda el teniente Joaquín Vara de Rey, «ausente el capitán (Francisco Reyes), con licencia en España», todavía aguantan.[473] O eso parece, ya que resulta imposible comunicar con ellos. Afrau queda en silencio, como el alto comisario.

El Bonifaz deja atrás los fuertes del mar. Se aproxima a su objetivo, Melilla, a la que da vista tras superar el espolón del cabo Tres Forcas. Desde allí, Berenguer ve una montaña de fuego. Las hogueras del Gurugú se cuentan por docenas.

Una ciudad inerme y una comandancia «fundida»

A las once de la noche del 23 de julio, el Bonifaz cruzaba la bocana melillense. La capital del Rif español cree estar viviendo sus últimas horas bajo esa bandera. Las noticias de la muerte de Silvestre confirmadas por su propio hijo, más la llegada de los cientos —pronto, miles— de colonos escapados del Garet y el área minera de Beni Bu Ifrur, habían arrebatado a la población cualquier ápice de confianza. El puerto estaba tomado por el pánico y la ciudad, inerme, como rendida.

La fuerza disponible apenas llegaba a los mil ochocientos efectivos. Se esperaba un ataque masivo del enemigo en la madrugada. La línea del Kert había sido rebasada con apabullante facilidad por los rifeños. Los bastiones de la plaza carecían de artillería moderna, y las piezas más potentes o miraban al mar o eran inservibles modelos Krupp y Ordóñez de los tiempos de Margallo. Los cañones apenas tenían municiones. Y de moral no quedaba nada.

La angustia popular se desata cuando se comprueba que el Bonifaz llega solo, no como cabeza de un gran convoy de tropas. ¿Para qué quieren los habitantes de Melilla un general con su escolta? Se necesita un ejército, no un alto comisario. Y el motín estalla: los pocos soldados y marineros de guardia en el muelle son arrollados por la muchedumbre. Unos a otros se atropellan, se golpean. Se cruzan los insultos más soeces, las amenazas de muerte más rabiosas, en el afán de muchos por saltar a bordo de los lanchones o barcazas amarradas, frente al apuradísimo empeño de la tropa y marinería en impedirlo.

Berenguer asiste al penoso espectáculo mientras inclina la cabeza, desalentado, ante las noticias que le transmite Sánchez Monje, que ha subido a bordo del cañonero. No hay comunicación con Navarro en Drius; las posiciones van cayendo una tras otra; por descontado el Gurugú puede perderse; ni siquiera hay tropas para cubrir el perímetro, menos aún para enviarlas al auxilio de Nador y Zeluán; si se subleva la cábila de Beni Sicar, la tribu que guarda las espaldas de Melilla hacia el Oeste, la plaza puede caer. Al alto comisario le esperan los notables de Guelaya, a los que citó, por telegrama, antes de salir de Ceuta. Tiene que verlos sin demora.

Berenguer recordará esos durísimos momentos, aquellas «emocionantes horas, de abrumadora responsabilidad, en que pude darme cuenta de lo que pesa un pueblo que espera su salvación de un gobernante…»[474]. El gentío se dispersa. Es madrugada y nada hay que esperar. El milagro queda para mañana, si es que los rifeños no atacan en las horas próximas. Y Berenguer recordará: «Sensación dolorosa la de contemplar el triste desfile de aquella congregación, dispersándose silenciosa, lúgubre, camino de sus hogares, con la esperanza inconcreta…» Berenguer vive una noche peor que la de Cortés en Otumba. La integrará en la crónica de España y en su rango más desolador: «Noche trágica, de cuya semejanza quizá no registre otra nuestra historia»..[475]

Los jefes rifeños aguardan a Berenguer. Muestran el lógico recelo al verle, pues esperaban, como la gente de Melilla, importantes refuerzos, y España les manda un general abrumado. Ni les da confianza ni tampoco miedo. Como era de prever, la mayoría escoge la rebelión. Muchos se van, unos pocos permanecen. Ben Chel-lal, «que era uno de los que se mostraban más recelosos», y cerca de él «los Chorfas (linaje descendiente de Mahoma) Mizzian, que se quedaron los últimos para hablar conmigo y hacer protestas de que, aunque llegaran a mí noticias de su deslealtad, que no las creyera»[476]. Los demás marchan camino de la traición: obligados por los hechos, por sus pasiones, por sus temores. Será el caso de Ben Chel-lal, jefe de los Beni Bu Ifrur.

Un notario de la plaza, Roberto Cano, animoso, pide armas. Pretende formar un ejército de patriotas. Cano piensa en el teniente coronel Fernández Tamarit como el mando idóneo de esas tropas cívicas. Pero las autoridades militares tienen miedo de su idea, casi miliciana y le niegan las armas.[477]

En Madrid, los informadores y reporteros gráficos asedian los despachos de Buenavista. Eza sabe que Berenguer está ya en Melilla, pero desconoce detalles, desconoce posibilidades y él mismo desconoce qué puede hacerse al otro lado. Y tan sincero como desinhibido, dice a los sorprendidos periodistas: «Acabo de llegar y todavía no me he enterado de nada. Estén en el Ministerio que más adelante les comunicaré noticias»..[478]

En Melilla, Berenguer se dispone a hablar por teléfono con Eza. Son cerca de las dos de la madrugada del 24 de julio.

El alto comisario trata de ser escueto ante el ministro. Demasiadas tragedias consumadas y tantas otras en marcha como para ser preciso en la explicación del drama africano. Berenguer informa sobre los asedios de Sidi Dris y Afrau, y todavía bajo la impresión del caos social vivido en los muelles de Melilla, dice a Eza una parte de verdad y otra de mentira: «He encontrado población mal estado ánimo y esperando confiada la ayuda del Gobierno».[479]

Tratando de aparentar una tranquilidad imposible, expone a Eza que no ha podido comunicarse con Navarro; que la retirada de «los restos columna Annual» prosigue hacia Batel; que esa columna «parece inició un segundo repliegue hacia Monte Arruit, donde en estos momentos llegan los restos desperdigados», para entrar luego en un rosario de lamentos: «… me encuentro con que no hay nada aprovechable, todos los servicios desorganizados y material casi en su totalidad en poder del enemigo, y las fuerzas dispersas y sin mando». Antes de que el ministro pueda replicar, Berenguer le previene de que, «con ser desastrosa la situación que le pinto de recursos de materiales, lo es mucho mayor la moral, que se ha perdido en casi todos los resortes del Ejército».

Eza sigue en silencio cuando Berenguer concluye: «En una palabra, la Comandancia General se ha fundido en unos cuantos días de combate, en forma que de ella poco queda aprovechable, todo hay que crearlo de nuevo…»[480] Son las 01.40 horas del 24 de julio de 1921, y un ministro de la Guerra se entera de que ha perdido un ejército, y aunque cavila que puede perder su empleo, y el Gobierno entero quedarse sin el suyo, no imagina que el régimen puede haberse fundido. Como la Comandancia de Melilla.

En Buenavista, Eza recibe a los periodistas. Son las cuatro menos cuarto de la madrugada. Se convierte en el mejor actor del optimismo oficial. En aquel Madrid lúgubre del 24 de julio, Eza hará gran papel en el teatro del absurdo: «La impresión de la población de Melilla es excelente, encontrando (Berenguer) todos los espíritus llenos de un sano optimismo»; «los jefes de las cábilas inmediatas a esta plaza han hecho voto de adhesión a España»; se «espera reorganizar cuanto antes la Comandancia de Melilla»; aclarando, por último, que «no ha enviado aún la relación de bajas, aunque dentro de dos días podrá facilitarla»[481].

Tres promesas de suicidio salvan a Melilla

Las noticias de Annual sobrecogieron a la población colonial asentada en las tierras de Afrau, en la llanada del Garet, en las minas de Uixán y en los enclaves de Nador y Zeluán. Las noticias tenían vida propia: los camiones cargados de heridos; los coches de mando, repletos de oficiales, con sus rostros de derrota; los convoyes de artilleros sin cañones o los escuadrones desmontados. Todos abatidos, siguiendo la misma dirección: Melilla, Melilla.

Pasó todo un día hasta que Melilla volvió en sí. Con enervante lentitud, los mandos de las circunscripciones y grandes unidades empiezan a salir para el frente. El jefe del regimiento África, Jiménez Arroyo, despertado en su domicilio «a las cinco y media de la mañana (del día 23)» por el oficial de guardia en la Comandancia, decide ir a Batel. Acompañado por el teniente coronel Piqueras y su ayudante, el capitán José de la Lama, suben todos a un coche rápido. En menos de dos horas llegan a su destino.

La carretera hasta Drius sigue abierta. Pero Jiménez Arroyo prefiere recurrir al teléfono. Al otro lado de la línea, en Drius, le responde el hijo del coronel Sánchez Monje, Enrique. El coronel le urge para que Navarro «le diera instrucciones». Las mismas consisten en que «todo el ganado (de Artillería) que volvía sin piezas, y alguno de caballería, se quedase en Batel, y que de los camiones que viniesen con soldados se hiciera una selección, y los que no estuviesen en condiciones de quedarse, podían seguir a Melilla»[482]. Eso no eran órdenes, ni siquiera instrucciones. Son sólo informaciones de un desastre total.

Mientras Jiménez Arroyo decide qué hacer, le reclaman al teléfono. Es su segundo, García Esteban, acantonado en Zoco el Telatza, el lugar donde debería él hallarse en esas horas, pues allí está lo mejor de su regimiento, a esas horas, cercado. Y a García Esteban, siempre por teléfono, su coronel le dice «que resistiera hasta ver si le podía mandar auxilios»[483].

La llegada a Batel, en apelotonada confusión, de los desbandados procedentes de Drius, asfixia el ánimo castrense de Francisco Jiménez Arroyo. Tiene cincuenta y cinco años, ha olvidado su experiencia de combate, y tiene un hijo por el que velar. A eso de las tres de la tarde, decide ir hasta Arruit, «para ver si se habían cumplido sus órdenes». El caso es que, para cumplir una orden que él mismo se autoimpone, el coronel aprovecha uno de los Ford salidos de Drius, «en el que venían un capitán, un teniente y un soldado de caballería», más «un hijo suyo, alférez de Regulares». El grupo llega a Arruit en quince minutos.

En lo que pronto será camposanto del Ejército, lo único que hay es indecisión, desconcierto y negligencia. Parte de esas dolosas acciones las asumirá el capitán Carrasco, jefe de la mía (compañía) de la Policía Indígena allí acantonada. Cuando este oficial decida abandonar Arruit y deje atrás a sus hombres, éstos se rebelarán, haciendo una matanza con los escapados de Drius. Antes de que ese fatal momento sobrevenga, el propio Carrasco, junto a Jiménez Arroyo y otro capitán, éste anónimo, mostrarán un arranque de pundonor, al «apear a viva fuerza, de los camiones que llegaban, a la gente que en ellos venía, habiendo tenido que sacar el revólver para hacerse obedecer». El desastre de Annual tiene trastornados a los hombres. Pasan de héroes a villanos y viceversa, sometidos a una fuerza irresistible y pendular.

En la estación del ferrocarril está el capitán Luis Ruano y Peña, que mandaba en Annual la 3' batería de Montaña. Ruano, que ha llegado a las cuatro de la tarde, trae consigo gran número de acémilas, y desarmados a muchos de sus hombres. Jiménez Arroyo le ordenó que «se quedaran todos» en Arruit, a lo que el capitán opuso la falta de forraje para las caballerías, y las de armas y municiones para la tropa. El coronel cambia de parecer y consiente en que se queden tres oficiales y cien artilleros. Ruano preguntará entonces a Jiménez Arroyo «si pensaba quedarse en Arruit», consulta que repite a Carrasco. De ambos recibirá respuesta afirmativa, más la orden de dirigirse a Melilla con el resto de su fuerza. Ruano se fija en los rostros de los dos oficiales, pues luego testificará «que ni en el aspecto del uno ni en el otro notó nada extraordinario». Son las 18.40 horas del 23 de julio y los restos de la 3a Batería van camino de Melilla. Hacia allí sale otra batería, la del capitán Galbis.

Un último tren se prepara para salir hacia Batel. A él se encaminan Jiménez Arroyo y Carrasco. El coronel se acerca al convoy, pero «al subir a él le dio un vahído, precursor de una congestión cerebral, de la que ha tenido anteriores ataques…». Sin embargo, Jiménez Arroyo queda tan consciente como para reclamar su automóvil, al que sube sin dificultad alguna. El coche arranca y el drama se desencadena en Arruit. Los efectivos de Policía se sublevan, salen del campamento y abren fuego a mansalva sobre la guarnición y los huidos que siguen llegando.

Ruano sigue adelante con los suyos, camino de Zeluán. Un automóvil les da alcance y se detiene. Para su sorpresa descubre en él a Jiménez Arroyo y a Carrasco. Este último indica a Ruano «que detrás venía su Policía», lo que le hizo suponer al capitán que pronto llegaría la Caballería para proteger a su gente, «pero luego encontró que la referida Policía eran sólo cuatro hombres (a caballo), que pasaron de largo hacia la plaza»[484]. Ruano y su pequeña columna alcanzarán Nador a la una de la madrugada y, tras un descanso de dos horas, llegarán a Melilla a las 05.30 horas.

A Nador, en la madrugada del 24 de julio, llega un tren repleto de hombres «completamente desmoralizados». Un oficial de temple, Ricardo Fresno Urzaiz, de la Guardia Civil, ejerce el control en la estación. Sin dudarlo, hace bajar del convoy a los soldados armados, que pone a disposición de Pardo Agudín, excepto «dos o tres que venían conduciendo el equipaje del coronel Jiménez Arroyo, según le confirmó personalmente este jefe»[485].

A Melilla van a salvarla tres valentías: el jefe de los Beni Sicar convence a los suyos para que no se subleven, mientras dos oficiales españoles —cuyos nombres desconocemos—, con sólo setenta u ochenta hombres, le ayudan. Los tres hacen juramento de suicidarse si no llega auxilio de España.

La estremecedora apuesta sería narrada por el diputado Nogués, aclarando que «gracias a dos tenientes de la Policía Indígena y a un moro hoy nombrado caíd, Abd el-Kader, no entraron los moros en Melilla (…), y hubo necesidad de que esos oficiales incluso le ofrecieran a ese moro adicto a España que se suicidarían con él»[486]. Melilla se salva por tres promesas de suicidio.

La colonización, muerta o saqueada

En la madrugada del 24 de julio, colonos y más tropas en desbandada abruman Melilla. La avalancha llega por la carretera de Nador y la pista que desemboca en la anterior, procedente de Segangan y San Juan de las Minas. La columna se convierte en «una multitud abigarrada, con tal número de carruajes, que hubo momentos de atasco». Del tropel sólo pasan cohesionados «doscientos caballos montados de Artillería y fuerzas de Intendencia al mando de sus oficiales»[487].

Los primeros son los hombres de Galbis.

El teniente coronel Fernández Tamarit se encuentra en una improvisada primera línea, a las afueras de Melilla. Tamarit tiene cuarenta y ocho años y está dado de baja, por una grave dolencia de la vista, pero se ha incorporado a su puesto al conocer lo ocurrido.

Cuando Tamarit ve venir aquella doble marea, humana y mecánica, comprende lo que pudo ser el paso del Izzumar. Deja pasar a la muchedumbre, no así a los militares que ve desarmados, entre los que descubre a dos oficiales del regimiento África, Valdés y Fernández Pinedo. El teniente coronel les pregunta por qué no vienen al frente de sus hombres, y qué ha sido de sus armas personales. Los dos oficiales, confusos pero sinceros, atinan a responder que «sus armas las habían entregado a otros camaradas que las necesitaban». Fernández Tamarit toma nota de esas declaraciones, que pasará «al coronel del regimiento», que no es otro que Jiménez Arroyo[488], el cual nada resolverá.

En la carretera de Nador a Melilla está el puente de Triana. Allí se encuentran apostados, con muy poca tropa, el capitán José García Agulla y el teniente Valero Pérez Ondategui, ambos de la Guardia Civil. Como Fernández Tamarit, dejan que pase la estampida civil, mientras vigilan el discurrir de la militar. En un determinado momento, descubren un grupo de penitentes figuras, arrastrándose por el camino. Cuando las tienen cerca, se dan cuenta que no son sino «oficiales fugitivos, a quienes confundieron con soldados, pues no traían insignias en las guerreras». Los dejan pasar.

Salvarse o morir, para los colonos, dependió de sus actitudes anteriores o de la suerte. En los yacimientos de Buxada, «fueron asesinados el ingeniero y siete obreros», si bien el capataz de éstos, Bonila, conducido prisionero a casa del kaid Hach Amar, «propietario de aquellos alrededores», obtendría su libertad bajo rescate. Cinco mil pesetas tuvo que pagar Albatera, uno de los colonos del Garet, para verse libre, después de que Haddú Ben Aisa le robara «los animales y aperos de labranza».

En tierras de Afrau, en donde la Compañía de Sotolazar mantenía varias prospecciones mineras, el capataz, José Jiménez Garrido, recibió protección —junto con su familia— de un antiguo empleado, Maimón, «que les llevó a su casa, y luego de ampararlos en ella durante cincuenta y seis días, gestionó del jefe de la harca (Abd el-Krim) su libertad». Peor fue lo ocurrido a un colono francés, Edmundo Chaffaeul, quien, al huir con su familia y enseres de su finca en el Zaio —cerca de Arruit—, fue sorprendido en el camino por un desertor, «el oficial moro de 2a Bu Amana», que les robó las ropas y los mulos del carro. Pero el prófugo, no contento con esto, «lesionó a la mujer del colono al tratar de arrebatarle una sortija, intentando matar a un niño suyo de un mes, tirándolo violentamente contra el suelo, y que pudo salvarse porque la madre lo cubrió con su cuerpo».[489]

La falsa epopeya de los defensores del Pozo número 2

Según avanzaban hacia Arruit, las gentes de Navarro iban dejando atrás un rosario de posiciones. Dos de ellas intercambiarían sus destinos bélicos, dando origen a lo que pareció ser gran hazaña y luego quedó en vulgar superchería.

A la izquierda de la ruta Drius-Batel se encontraban, entre otros, los puestos de Dar Azugaj y el llamado «Pozo número 2», un fortín con capacidad para una pequeña guarnición: los cabos Jesús Arenzana Landa y Rafael Lillo, y los soldados Virginio Aceituno, Jesús Martínez Terrio, Emilio Muniera y Rafael Sordo Colio. Los seis protegían un motor de gasolina que, a su vez, extraía agua de un pozo, vital para los habitantes de la región.

El pelotón estaba al mando de Arenzana[490], que decidió resistir. Mientras tanto, las posiciones cercanas iban cayendo, una tras otra. Los que podían escapar de ellas, imposibilitados de llegar a Batel —donde aún resistía Navarro—, tomaron el Pozo número 2 como su salvación. Así lo hicieron el soldado Manuel Silverio Corchado y el cabo Joaquín Rodríguez Barreiro.

Para escenificar su epopeya, Arenzana, tras haber soportado «otro ataque» del enemigo, haría la siguiente descripción del campo de batalla: «Al hacer dicha descubierta conté cuarenta y tres cadáveres moros en ropas menores casi todos, pero sin armamento».[491] Sucedía tal gesta el 30 de agosto.

Al día siguiente alcanzaba el Pozo número 2 el alférez Ildefonso Ruiz Tapiador-Guadalupe, jefe del destacamento de Dar Azugaj. Se trataba de un joven oficial —tenía veinte años— que, como otros, estaba trastornado por los terribles sucesos de los que había sido testigo. Agotado y abatido, no relevó a Arenzana en el mando del fortín. Según los luego falsos testimonios del cabo, el alférez no participó en la lucha, al estimarla suicida.

El agua que defendían aquellos nueve hombres era imprescindible para los rifeños y sus ganados. Los españoles tenían el agua (la vida), y sus enemigos podían preservarles esa misma vida, a corto plazo, pero suficiente. Surgió así la necesidad de pactar una tan singular como efectiva paz local, la cual se mantuvo entre el 24 de julio y el 5 de agosto de 1921.

Según Arenzana, el grupo abandonó el pozo al acabarse la gasolina del motor, logrando pasar a zona francesa. Tras brava peripecia fueron descubiertos por dos rifeños, y Arenzana dio muerte, «por su mano», a uno de ellos, y «aprovechando un descuido hizo igual con el otro, matándole con un martillo»[492].

El audaz cabo apareció como un héroe ante la opinión pública, mientras que el abúlico alférez quedaba en ridículo. Todos —menos Sordo— testificaron ante Picasso. A todos se les creyó: la historia era tan fantástica que sólo podía ser cierta. La verdad tardaría en descubrirse, pero se impondría en enero de 1922, quedando de ella enterado, y de los primeros, Picasso. El general se lo comunicaría, a su vez, a Fernández Tamarit, al haber sido éste garante inocente de Arenzana. El coronel quedaría asombrado y dolido por aquella temeridad, pues se había abierto juicio contradictorio para conceder a Arenzana la Laureada. No obstante, el procedimiento —que sumó 195 folios— no establecería sus conclusiones hasta el 13 de octubre de 1925. Fue entonces —Arenzana era ya sargento— cuando el fiscal togado del Consejo Supremo, haciendo resumen de los testimonios comprobados, diría que «después de esta declaración (la “lucha a muerte” contra los dos rifeños), que parecen haber aprendido al pie de la letra los otros defensores, la conciencia se levanta en el interior de Arenzana y le obliga a redactar el escrito que, de su puño y letra, figura en los folios 80 al 83, en los que libre y espontáneamente manifiesta que son inexactas las relaciones hechas sobre la defensa del fortín».

El fiscal, con la nueva declaración del cabo, reconstruyó la verdad: «Que el 28 de agosto (de 1921) al verse solos y abandonados, viendo era imposible la defensa, decidieron arreglarse lo mejor posible con el enemigo», quedando dentro del pozo los rifeños y los españoles prisioneros de éstos, «habiendo tenido que entregar el armamento al jefe Hammú, según confesión del mismo Arenzana»[493]. El lamentable hecho sería silenciado por las instituciones militares, pues el país perdía en Arenzana a un héroe del pueblo, habiendo tantos y de verdad.

Traición en Buhafora y resistencias en la distancia

Enclavadas sobre cerros aislados, Buhafora pertenecía a la circunscripción de Drius; Intermedia A dependía de Annual. Las dos quedarán envueltas por la rebelión el mismo 22 de julio, pero Buhafora aún dispondrá de un día más hasta conocer el fuego y la destrucción.

Antonio Reig Valerino, de veintinueve años, es el oficial al mando de la artillería en Buhafora, que cuenta con una poderosa guarnición: ocho oficiales y 295 de tropa —122 españoles y 173 efectivos de la Policía Indígena—[494]. Estos últimos van a acuchillar a los primeros, pues Buhafora pronto quedará sumergida bajo una masiva traición.

Al conocerse la caída de Annual, el kaid Haddú «aconsejó la evacuación de la posición» a su jefe, el capitán Rafael Capablanca Moreno.[495] Pero éste, oficial de la Policía Indígena, «resolvió llamar a los jefes de los poblados próximos, dejándolos en la posición en calidad de rehenes…»[496]. Sin proponérselo, Capablanca, al tomar una decisión habitual en el Rif, firma su sentencia de muerte y la de casi todos los suyos.

Los rifeños se acercan a Buhafora y disparan, y Capablanca, sin dudarlo, ordena «a los jefes colocarse en el parapeto y hablar con los agresores»[497]. Contenido así el ataque, los chiuj son encerrados en una de las casetas. Al rato aparece Mohammed, el hijo de Haddú, que pretende que se envíe un telefonema «al coronel jefe de la Policía» en Drius. Aún hay línea, y se accede a la insólita petición del rifeño que, dirigida a un ya difunto Morales, debieron recibir Villar o Carrasco, y decía así: «Si tienes confianza en mí, envía refuerzos y municiones a las posiciones de Buhafora y Midar; en caso contrario, me veré precisado a retirarme con mi gente a mi cábila». Y lo inconcebible se produce, pues quien responde es el propio general Navarro, «con la orden de hacer entrega de una caja de municiones de fusil, como hizo (Capablanca), al hijo del aludido jefe»[498]. Ya están armados los asaltantes.

Llega la noche a Buhafora. Y a las 04.15 horas del 23 de julio se recibe orden (desde Drius) de repliegue sobre Cheif, la posición principal más próxima. Dando un ejemplo que pocos cuadros de mando seguirán, los ocho oficiales de Buhafora —capitanes Rafael Capablanca y Luis Lacy de Aguilar, tenientes Antonio Antón Palacios, Francisco Maldonado Mir, Antonio Quero Molina, Reig Valerino, Ramón Rodero Serrano y Manuel Sousa Casani—, convocados en Consejo de Guerra, «decidieron quedarse»[499]. Mientras, con gran sigilo, llega la traición. Varios cabileños se aproximan a los muros, localizan la casa-calabozo donde están recluidos sus jefes y abren tres boquetes —que Picasso, como es típico de su minuciosidad, señalará con otros tantos semicírculos en el plano de esta posición—, por donde les pasan armas y municiones. Los centinelas no se aperciben de nada. Buhafora está perdida.

Pasa la mañana del 23 de julio. Y llegan las cinco de la tarde. Todo parece en calma en Buhafora. El capitán Lacy hace la ronda de los puestos. Llega enfrente del calabozo. Y algo debió descubrir porque, en el acto, le matan y estalla la rebelión. Son las 17.15 horas. Picasso, siguiendo la declaración de Reig, indicará el lugar fatal con una «X» y una «B», aclarando: «Sitio donde murió el capitán Lacy».[500] Reig, que está en la batería —cuatro viejos cañones Krupp—, aún tiene tiempo de dar la vuelta a una de sus piezas: la primera por la izquierda, y a la que Picasso, siempre preciso, señalará con la letra «C». Reig dispara, a bocafuego, contra la casa-prisión, provocando un enorme boquete en ella y varias bajas en su interior. El cafetín, cercano a la posición, es tomado por el enemigo, pero uno de los oficiales (no identificado) dirige un bravo ataque «a la bayoneta» contra esa amenaza. Pero la resistencia se hace imposible. El cafetín se pierde; entran rifeños por todas partes; cae Capa-blanca y caen todos sus oficiales menos Reig, que ve respetada su vida por el hecho de ser artillero. Aún tiene tiempo de inutilizar la mitad de su batería, aunque el enemigo se apodera de «dos cañones útiles y un armón con 127 granadas»[501].

Reig conserva la vida con otros veinte hombres, de los que sobrevivirán tres: el sargento Salvador González, el soldado Eustaquio Albacete y él mismo. Oscurece sobre Buhafora. El teniente oye «el intenso fuego desde Tahuarda». Son los de Intermedia A, que resisten. Reig oirá esos épicos clarines por tres o cuatro días. Lo que allí ocurrió se lo contará el kaid Huddú.[502] Reig será llevado a Annual, «donde había 319 prisioneros». Se escapará y llegará a Melilla el 18 de agosto, en compañía de un soldado herido. De ambos se dirá que «tuvieron que disfrazarse, vistiendo trajes moros, para llegar a la plaza». Por entonces, los cómputos oficiales señalarían «que faltan cuarenta y tres jefes de la Policía Indígena», más doce suboficiales y «seis intérpretes»[503].

Una «mala partida» en Sammar

Cerca de Melilla, en los montes de los Beni Sicar, al oeste de la plaza, estaba Sammar, posición asentada en el límite norte de la línea del Kert. Enclave situado muy en retaguardia, en la mañana del 24 de julio quedó cercado. Un problema angustioso era el del agua, «que había que ir a buscar a tres kilómetros»[504].

Sammar estaba defendida por ochenta y tres hombres (cuarenta y cuatro de ellos indígenas), aunque a pesar de ser tan reducida su guarnición[505], artillaba cuatro cañones Krupp de 80 mm, a los que atendían «un cabo y cuatro artilleros», disparate de por sí criminal, pues para atender uno solo de aquellos cañones hacían falta quince hombres.[506] Los oficiales eran el capitán médico Manuel Peris Torres, y los tenientes Ricardo Sanz Andreu —al mando del destacamento de Policía— y Juan Marco Mir, este último jefe de la posición. El capitán Peris atendía un dispensario indígena, lo que explicaba su presencia en un pequeño reducto como Sammar

El 24 de julio, el rutinario convoy a Ishafen —cabeza militar de la circunscripción— se hizo «con cuatro soldados y tres policías montados, pero les salió el enemigo al camino, marchándose los policías a los primeros disparos»[507]. El problema de la falta de avituallamiento fue solucionado cuando «la policía mató una vaca y entraron otras dos en el fuerte»[508]. Ya en la tarde de ese domingo 24, el soldado Ángel Torres vería cómo «los tres oficiales discutían sobre la rendición» con el sargento moro, «que les proponía le entregaran el armamento y se quedaría guardando el fuerte». Según el cabo Hidalgo, «el teniente de policía (Sanz) trataba de convencer al de Melilla (Marco) que entregara el fuerte y armamento a los policías». Marco, pese a que su camarada de armas consideraba «la situación como insostenible»[509], se niega a ceder las armas y menos a ir, campo a través, hacia la plaza, pues se teme una traición.

Para convencer al teniente, «salió el sargento indígena y trajo varias personas de su familia, entre ellas varias mujeres, que se brindaron a ir entre los soldados desarmados…»[510].

Marco sabe que los indígenas al mando de Sanz pertenecen a los poblados próximos a Sammar, por lo que no puede contar con su fidelidad. Pero la sorprendente unidad de criterio que muestran Sanz y Peris le desconcierta y no tiene más remedio que aceptar la capitulación, aun repugnándole. Resignados, sus soldados dejan las armas. Y el teniente Sanz abre la puerta al enemigo.

Los españoles salen. Los oficiales «con sus pistolas»[511], y los asistentes llevándoles los caballos de la mano. El reducido destacamento avanza. Les acompaña un pequeño grupo de rifeñas. Pero los policías indígenas no van con ellos. Marco, desasosegado, pregunta a Sanz: «¿No decías que la Policía nos acompañaba?» El aludido intenta tranquilizarle, diciéndole que esas fuerzas «se quedaban para hacer guardia y que nadie sacara nada del fuerte». Marco presiente la emboscada, que llega cuando «sonó un disparo, estando rodeados de moros…». La señal. Así la interpretan los rehenes, «escapando las moras» hacia los agresores. El barullo subsiguiente lo aprovecha el oficial de la Policía para subir a su montura. Pasmado, Marco exclama: «¡Oye, Sanz, deja el caballo que nos vas a hacer mala partida!» Sanz pica espuelas, y escapa, «derribando al declarante (Hidalgo), siendo duramente increpado por el otro teniente»[512].

Peris une su galopada a la de Sanz. Marco, traicionado, queda con sus hombres, rodeado. Y es entonces cuando el teniente, desesperado, dice a su gente: «Hijos míos, somos muertos, el que se salve que diga la verdad».[513] Todos salen corriendo hacia la cercana playa. Ángel Pérez también corre, junto a su teniente. De pronto le ve caer, malherido. Duda en ayudarle, pero sigue su carrera. Los rifeños le capturan y, tras despojarle de lo poco que llevaba de valor, le permiten que siga a la plaza. En cuanto a Peris, será hecho prisionero tras perder su caballo. Los rifeños, «después de robarle, le llevaron a una casa donde encontró al teniente Sanz, de la Policía»[514]. De allí irá a Melilla, junto con Sanz. Ambos serán encausados.

El padre de Marco Mir, Juan Marco Rocamora, profesor de equitación, solicitará una investigación. Peris fue condenado «a un año de prisión militar con accesoria de suspensión de empleo», mientras Sanz era declarado en rebeldía, pues «se fugó (de Melilla), hallándose preso». Nada resultará en cuanto a la Laureada solicitada para el teniente Marco. Meses después, a la Sociedad de Socorros Mutuos del Arma de Infantería llegaría un oficio, fechado en Melilla el 13 de mayo de 1922, indicando que dos días antes se había procedido al entierro «de los restos del teniente de este regimiento don Juan Marco Mir, hallados en la posición de Sammar; muerto, según se supone, a consecuencia de las heridas producidas por el enemigo»[515].

Flores rojas sobre Intermedia A

Peña Tahuarda es una aglomeración de rocas y arenisca. Ahí está Intermedia A. Drius queda tan lejos que parece un fortín de juguete. Manda la pequeña guarnición —68 infantes, 11 artilleros, y 4 soldados de Ingenieros, armados con dos ametralladoras y dos piezas de 70 mm— el capitán Escribano, al que van a ayudar, en su pronto gallarda tarea, los tenientes Darío Fernández Raigada, Antonio Márquez Tellechea y Antonio Medina de Castro, este último, jefe de la batería. Medina pertenece a la 206 Promoción de su Arma, y hace sólo dos veranos estaba aún en Segovia, terminando sus estudios.

Este vallisoletano (natural de Serrada), de veinticuatro años, con su frente despejada, su sonrisa franca y modales aniñados, oculta hechuras de héroe. Y de romántico enamorado, pues tiene una novia en Gerona, Rosa Margarita Barceló, con la que se cartea casi a diario. Desde Annual, donde estuvo destinado, el teniente había escrito a su amada (el 7 de marzo) en estos términos: «Y se me ocurrió mirar al cielo. Mi mirada iba a las estrellas y mi alma a la tuya. El campamento duerme, algún ruido lejano. Es una borrachera de luz estelar. Te quiero Rosa Margarita, hermosa vida, chiquitina, te quiero».[516]

El capitán de Intermedia A es un veterano oficial, José Escribano Aguado, perteneciente a la promoción de 1909, año en el que realizó sangrientas campañas por los barrancos del Gurugú y los campos de Nador. Ostenta las insignias de capitán desde 1912. Este toledano de treinta y ocho años es hijo de militar —el capitán Antonio Escribano Onsunbe—[517], y manda sobre ochenta y cinco hombres, tres de ellos oficiales.[518] El capitán, lo mismo que su compañero Pérez García, ha quedado sin instrucciones, y no sólo desde Annual, sino desde Drius, pues «se olvidó el telegrafista de comunicar la orden» de evacuación.[519] Será una inesperada suerte para Navarro —que verá aliviada así su salida, al atraer Intermedia A gran número de efectivos rifeños—, y la condena de muerte para Escribano y los suyos. Excepto para Antonio Tavira Morales, único superviviente.

Escribano y sus soldados se mantienen. Han visto pasar el lamentable cortejo de escapados de Annual, y a Drius no llegan refuerzos. No se desaniman. Disparan sin tregua y rechazan varias intimaciones a la rendición, lo que pasma a los rifeños, acostumbrados a ganar posiciones españolas con rapidez. Intermedia A no se rinde. La bandera sigue clavada en lo más alto, como si fuera el puente de mando de un navío en los días de Trafalgar. La harka persevera en sus ataques. Los muertos y heridos españoles aumentan, pero la guarnición, bien guiada por sus oficiales, todo lo rechaza. La batería que manda Medina hace fuego sin parar. En Intermedia A nadie flaquea.

Pasa la tarde del 22 de julio. Y la del 23. Intermedia A queda sola. Drius es sólo una señal de humazo negro. Navarro se ha ido dejando atrás la que podía haber sido su mejor posición de defensa. Va camino de Arruit, martirio del ejército. A su espalda deja Intermedia A, sin respuesta a sus peticiones de ayuda o de órdenes, «pues enviaba heliogramas dando cuenta de que el enemigo la rodeaba, y a los cuales no recibía contestación»[520]. Tres testigos, el médico Peña, y los tenientes de Artillería Reig y Gómez López, confirmarán ese tremendo abandono y el viril aguante de Escribano y los suyos.

El 24 de julio, Escribano prepara la evacuación, que se intenta en la noche. Pero la reducida tropa es descubierta a poco de salir de la posición, por lo que el capitán «desistió de abandonarla en vista del numeroso enemigo que se disponía a impedirlo»[521]. El soldado Tavira aprovecha la circunstancia y deserta. Quiere ir tras Navarro, a Tistutin, y luego a Melilla.

Intermedia A sigue defendiéndose. Ha caído, muerto junto a sus cañones, el teniente Medina. Pero su batería sigue haciendo fuego. Y vendrán el 25 y el 26 de julio —días en que son aniquiladas Sidi Dris y Afrau—, pero Intermedia A, la última bandera del Rif de Silvestre, sigue, numantina, en su sitio. En las rocas de Peña Tahuarda.

En unas horas más, las evidencias se imponen. Falta el agua y las municiones se acaban. Habrá que parlamentar. Es el 27 de julio (según otros testimonios, el jueves 28), y aunque hablar de capitulación es cosa que repudia su ánimo, «el capitán sale de la posición a fin de concertarla». A Escribano le rodean varios notables —cuatro según testigos—, con los cuales va preparado a discutir como se discute en el Rif: con mucho tiempo por delante. Pero en un determinado momento, Escribano sospecha de alguna frase, de un gesto o una mirada. Y se apercibe de que algunos grupos de rifeños «comenzaron a arrancar los estacones de la alambrada». La traición está ya en el aire y el capitán la corta de raíz. Se desase de los negociadores, avanza rápido unos pasos hacia el parapeto y, resuelto, «ordenó hacer fuego a sus soldados». Es otro Noval. Muere por la descarga de los suyos o por mano artera que le golpea por detrás. Escribano cae, «mezclado con los indígenas». Y es tal la descarga, y tan certera, que las filas rifeñas son barridas, pues se sabrá, por confidencias que llegan al teniente Reig, que «habían muerto ochenta indígenas». Pero la harka se rehace y, en oleada incontenible, se vuelca sobre la posición. Al parecer, hubo un superviviente, compañero de Tavira y con el que se encontró en Arruit, el cual relataría al desertor la epopeya. Este soldado anónimo moriría en Arruit, mientras Tavira lograba escapar con vida de aquella hecatombe.[522]

Hasta Axdir llegaron noticias de la hombrada de Intermedia A, que el fiscal del Juicio Contradictorio para conceder la Laureada a Escribano razonará así (en mayo de 1924): «Es además muy significativo, y de un valor nada despreciable, los favorables comentarios que, entre los rifeños rebeldes, se hicieron más tarde sobre la conducta de esta posición…»[523].

La epopeya de Escribano lo fue para el pueblo rifeño, pero no para la administración militar española, que demostró ser su verdadero enemigo. De nada sirvió que el fiscal togado dijera que «tan brillante actuación está comprendida en lo previsto en el número 11 del artículo 54 del vigente Reglamento (de la Orden de San Fernando)», el cual se fundamenta «en sostener con su fuerza, en virtud de orden recibida, el proteger una retirada, sin abandonar la posición aunque ésta sea asaltada o cercada por el enemigo, perdiendo el tercio de su gente».

No hubo terceras partes de heroísmo en Intermedia A, pues todos sus defensores murieron, con su capitán al frente. Y aunque el fiscal dirá que el artículo citado «es de aplicación al caso que se juzga, cualquiera que sea la forma en que Escribano fuese muerto, toda vez que no solamente cumplió la misión que se le confiara, sino que llenó con exceso el requisito en cuanto al número de bajas sufridas», se rechazará tal razonamiento, al estimar como «deficiente» el testimonio del único superviviente, el de Tavira, un desertor.[524]

El capitán Escribano quedó sin su Laureada. A él nada le importaba, pero a su esposa, María de Loreto Ugarza Jurado, y a su hermano Ricardo, teniente de Infantería, sí. Pero las palabras del fiscal, que supo respetarle, se elevan, en la perspectiva histórica, como un auténtico anexo moral al Expediente Picasso: «En medio de aquella flaqueza general, a la vista de tantas otras posiciones que se incendiaban, abandonándolas después sus defensores, se destaca con trazo vigoroso, en tan triste cuadro, la actuación del capitán Escribano, viendo alejarse los restos de aquellas tropas que, en deplorable estado, se afanaban por ganar lugares más seguros sin que nadie intentase reaccionar; y lejos de imitarlas, rechaza las condiciones que el enemigo impone para la rendición y queda solo, defendiendo con su fuerza la posición, convencido seguramente, por la forma en que se retiraban las tropas, de que todo lo tenía que esperar de sus propios recursos, que no habían de tardar en agotarse».[525]

Lo que nunca se agotó fue el amor de Rosa Margarita por Antonio. Le guardó tan firmísima ausencia que no se casó. Jamás le olvidó. Los restos de Medina fueron hallados e identificados, en marzo de 1924, por el capitán Juan Díez Lizana, quien se preocupó de enterrarlos en Melilla.[526] Rosa lo sabía, pero novia eterna de Antonio, había marchado a Estados Unidos, en 1937.

Desde Miami mantuvo correspondencia con los padres de Antonio. Y. cincuenta y siete años después de Annual, Rosa volvió a España. Fue a Valladolid y luego a Melilla, donde el general Eduardo Represa encargó al comandante Manuel Carmona Mir que la acompañase hasta el único lugar donde aquella tenaz mujer anhelaba ir: la cima de Intermedia A. Dada su edad —setenta y siete años—, a Rosa le costó subir las pendientes del Rif. Pudo más el deseo de llevar consigo, hasta lo alto, un ramo de rosas rojas. Quería besarlo delante de las rocas que defendió su amado, y dejarlo allí, abrazado a ellas. Quedó afirmada en repetir la subida, pero la distancia y su vejez impedirían tal compromiso. No dudó en enviar, al año siguiente, un cheque en dólares americanos con los que el comandante debía comprar el ramo de flores y cubrir los gastos de depositarlo en las rocas de Tahuarda, o en el cementerio de Melilla. Así fue. Año tras año, por las fechas de Difuntos, llegaba el dinero, y ramo tras ramo de rosas rojas se yuxtaponían en el Panteón de los Héroes, que era tanto como depositarlas en las soledades de Peña Tahuarda. Hasta que un año, en 1991, dejó de venir la puntual remesa. Rosa Margarita, la novia de Intermedia A, había muerto.[527] Pero su fidelidad al bravo Medina, como la de éste y sus camaradas a su palabra militar, allí permanecen para siempre.

Dar Quebdani, secretos e infamias del primer Arruit

Monte Arruit tuvo un antecedente despiadado. Fue en Dar Quebdani. Allí estaba acantonada la columna Araújo. Su coronel dejó transcurrir el 23 de julio, y, al terminar el día, el cerco se consuma. Lo que sucede en las siguientes cuarenta y ocho horas supone uno de los más sórdidos y desdichados sucesos de la España de Annual.

Araújo es responsable de la vida de casi mil hombres: dos jefes más, 37 oficiales y 957 soldados.[528] Ni les respetará, ni guardará el debido respeto a su rango, ni sabrá respetar las evidencias tácticas que se le ofrecen y le han sido confirmadas por Navarro, consistentes en retirarse a Kandussi y resistir en la línea del Kert. Cuando sea liberado de su encierro rifeño en 1923 y testifique en la causa sumarial que se le ha instruido, acusará a Navarro de «irresolución» en la cual él «se envolvía», entendiendo que «lo que se le había ordenado era que se sacrificara con su columna y posiciones del sector de Beni Said», con el fin de que «no hostilizaran la marcha de las fuerzas recogidas bajo el mando de aquél en Drius». Ya en 1925, el ponente de la citada causa se referirá a ese «sacrificio que de hecho consumaron (Araújo y algunos oficiales)», diciendo del mismo, con rotunda indignación, que fue ejecutado «en la más completa pasividad y dejación, dicho sea de paso»[529].

Los tratos con los rifeños empezaron pronto en Quebdani. En la mañana del 23 de julio, varios jefes se reúnen con Araújo. Uno de esos notables, Si Hammú, ofrece como acantonamiento una casa próxima a la aguada. Designada por sorteo, hacia allí sale la compañía de Amador. Nada más llegar a su destino, el capitán «quemó, sin aviso previo al propietario, un almiar que, en el exterior había y estorbaba las vistas». Amador despeja sus campos de fuego, se fortifica. Es previsor y es un profesional. Su coronel le criticará, diciendo que se «malograba la misión confiada a la compañía», pues Amador «y el dueño de la casa» quedaban convertidos en «encarnizados enemigos»[530].

Los rifeños cercan la aguada. Y Quebdani queda sin agua. En lugar de emprender el enérgico desbloqueo de la posición de Amador,

Araújo consiente «la compra del agua a los moros». Con uno de sus jefes, Hamed Achehur Ahssub, «ajustó su precio» el comandante Alfonso Fernández Martínez, «entregándosele, por adelantado, quinientas pesetas a cuenta de otras tantas», pago que efectúa el teniente de Intendencia Ricardo Martín López. Parece así arreglado el asunto, pero el propio Araújo «advirtió lo avanzado de la tarde (del 24 de julio), y decidió diferir el servicio». El cambio de opinión se le comunica a Ahssub, «que ofreció volver a la mañana siguiente, no cumpliendo la oferta». Ahssub —que se quedó con las quinientas pesetas— dirá que «se vio rodeado de moros (¡!) que le tiraban y hubo de dejar los tres mulos y escapar»[531].

Poco después llega a Quebdani el teniente Luis Tapia Cantón. Liberado en Tizi Iznoren después de haber sido hecho prisionero, ha cruzado las líneas rifeñas gracias a que lleva una carta para convencer a los españoles de que se rindan. A Tapia le acompañan «el soldado José López, el corneta Cid, y el moro influyente conocido como Convoy»[532]. Este último es el abastecedor de carne en Quebdani, de ahí su mote.

Tapia es portador de sendas cartas de Kaddur Namar, jefe de los Beni Said, para el coronel Araújo, y del capitán Juan de Ozaeta Guerra que «ejercía las funciones de alcaide» en Quebdani. Las dos misivas «habían sido escritas por el capitán Sánchez Aparicio, de la posición de Sidi Abdalah», otro capitulado en Tizi Iznoren y allí hecho prisionero por Kaddur.[533]

Los ominosos convenios de rendición se habían iniciado en Dar Buzian (Alcazaba Roja). Esta encastillada posición tenía una guarnición de sesenta hombres, al mando del capitán Narciso Sánchez Aparicio, quien había ordenado el abandono de la fortaleza. Con su destacamento había salido en dirección a Tizi Iznoren. En el camino perdió «parte de su fuerza», tanto como para abandonar «ocho o diez bajas»[534]. En Iznoren, Sánchez se encontró con Tapia, haciéndose allí con el mando. Los rifeños les cercan. Y tras un breve parlamento —a voces— con sus enemigos, «sacaron entonces aquéllos una bandera blanca y el capitán otra». Concertada así la capitulación, «salieron de la posición todos desarmados». Menos el teniente Manuel Arroyo Moreno, que había anunciado «su propósito de no entregarse», como relatará el soldado José Calzado Pérez. Los españoles dejan sus fusiles y salen a la carrera. Los rifeños, dueños de esas armas, les fusilan por la espalda. Arroyo, empecinado él, muere. Mientras, Sánchez Aparicio se las ingenia para salvar su vida, y la de unos pocos que le siguen, cuando, al ser sorprendidos «por un moro armado», que «les obligó a echarse a tierra», logra convencerle con la entrega de «un cheque de mil pesetas».

Otra abrumadora escena en los campos de Annual: un capitán negociando su libertad previo pago de un talón bancario. La dignidad militar convertida en caja fuerte de ignominias. Y de inutilidades para que sobreviviera la tropa, pues de los ciento veinte hombres bajo la responsabilidad de Sánchez, «sólo llegarían unos cuarenta a la vista de Quebdani», donde morirán tras otra capitulación pactada por dinero. En Dar Quebdani, Sánchez coincide con los restos de la guarnición de Sidi Abdalah, que otro capitán, Liborio Pérez Renuncio, había rendido con similar desastre en vidas.[535] En consecuencia, Sánchez Aparicio —el capitán amanuense, según le definirá el fiscal— sabía de rendiciones, sabía cómo iniciarlas y hasta sabía cómo acababan: en muerte. Y escribe a compañeros suyos —obligados a defenderse—, proponiéndoles el mismo trato con el enemigo y, en la práctica, el mismo brutal fin.

En sus cartas, Sánchez Aparicio pide a Araújo dinero, víveres y mantas «para la tropa suya prisionera», conmina al coronel la entrega de Quebdani «bajo amenaza de la vida de los prisioneros ya hechos»[536], y ofrece la promesa de Kaddur de «escoltar la columna, con sus armas y municiones, fuera del territorio de la kabila, garantizando que no la hostilizarían». El objetivo es llegar a la desembocadura del Kert, donde aguardarían «tres cárabos (pesqueros) moros que los trasladarían hasta Melilla». La proposición es tan quimérica como pretenciosa. Pero Araújo la admite. Un capitán, Macario Bascones Hidalgo, conoce las ofertas de capitulación por un compañero, a su vez informado por otros, pues la rendición es una noticia que se extiende «desde la noche del 24, sin que nadie lo desmintiese»[537].

Al día siguiente, lunes 25, Araújo convoca un segundo Consejo de Guerra —el primero fue el sábado 23—. Mientras van llegando los concurrentes, se produce un hecho singular: el regreso del célebre Convoy. El rifeño trae otra carta de Sánchez Aparicio —el capitán escribirá hasta tres, según precisará Bascones en la causa—. Su llegada provoca gran expectación, tanta que la carta, dirigida a Araújo, venía abierta, pues «fue leída por varios oficiales antes de llegar a sus manos»[538]. Se acabó el miedo a lo irrespetuoso.

Comienza el Consejo en la caseta de mando. Se reúnen hasta veintinueve oficiales, con lo que «estaba el local lleno». Araújo lee la nueva carta, en la que Kaddur decía que «quería mucho al coronel y quería salvarlo, así como a la guarnición». Araújo sigue leyendo y los presentes se enteran de que el jefe de los Beni Said pide «veinte mantas» para los prisioneros españoles que retiene, más «tres carabinas para el dicho Kaddur y otra para otro moro que había prestado buenos servicios»[539].

De seguido, Araújo plantea a sus oficiales tres opciones: resistir en la posición; salir a viva fuerza, o pactar la capitulación. Y como se adelantara un oficial «a exponer que, como comienzo de deliberación, fuera aceptable la solución indicada en tercer lugar», Araújo considerará, según Sanz, «inadmisible» tal iniciativa. Y en dramático gesto suspenderá la Junta, disponiendo que «dieran todos sus opiniones por escrito y firmadas en el término de cinco minutos». Uno de los testigos, el teniente Joaquín Bellón y Roca de Togores, se atreverá a desdecir estos honrosos recuerdos. Testificará que el coronel, ante todos los oficiales, les previene de que, de las tres proposiciones, «las dos primeras no tenían realización posible». Luego aclaró que «era su manera de pensar»[540].

Los oficiales se disponen a votar, cuando entra el sargento Pino. Pregunta a Sanz «si se mandaban a Kaddur Namar los efectos pedidos». El comandante asiente, y la votación comienza. Y llega el resultado, «acreditando que de veintinueve votantes, veintiuno optaban por el pacto». Araújo guardará esos votos entre sus documentos, aunque sumando a tales capitulaciones las «de algunos oficiales cuyo comportamiento posterior no justifica esta injusta agregación», en palabras del fiscal.[541]

Se trata de los capitanes Luis Cuadrado Jaraba y Mariano Viegtiz Aguilar, el teniente Salvador Relea Campos y el alférez Ramón Montealegre Díaz. Los cuatro saldrán con sus tropas de Quebdani y sabrán morir al frente de ellas. De esos buenos oficiales dirá el fiscal que se les debe «reparación, a pesar de los cargos embozados que a ellos dirige el coronel».[542]

Araújo perderá las famosas cartas. Robadas, según él (en Axdir). Y el ponente de su causa deducirá: «Es de lamentar que estas cartas hayan sido sustraídas al coronel en el cautiverio, con otros papeles importantes, ya que tan cuidadosamente haya podido conservar los votos de la oficialidad»..[543]

Terminado el Consejo, las vergüenzas desaparecen. La silueta de Convoy se destaca junto al barracón. El rifeño espera algo, que la oficialidad pase el platillo, pues recogerán dinero para salvar sus vidas, aunque el empeño se pretende noble, salvar la vida de todos. Son casi mil. Sanz Gracia fue quien «invitó a todos los jefes y oficiales, y aun a algunas clases, a que entregaran el dinero que tuviesen por conveniente, de las unidades de su cargo o de su peculio, a fin de que lo guardase dicho moro en concepto de depósito hasta que se resolviera, en definitiva, la suerte que hubiera de correr la columna»[544]. Sanz termina su recaudación, que alcanza las cinco mil pesetas. Justas. Para mil hombres, muy pocas; para treinta, son bastantes. El fiscal apunta: «Suma, en verdad, llamativa por su redondez».[545] Y tanto, pues el mismo ponente señalará que la entrega se hacía «con vehemente sospecha de ser verosímil cantidad, señal o precio estipulado para afianzar el convenio»[546].

No es ése todo el dinero que hay en Quebdani. El sargento Francisco Basallo Becerra recordará que «el capitán iba pagando un duro por cada dos (hombres), diciéndoles que era para que llevaran dinero en el bolsillo a fin de que, cuando formaran fuera, los moros les encontraran dinero por si se evacuaba la posición». A la tropa se le ha ordenado que «se cambiase de ropa y se pusiese las mejores prendas». Luego fueron «dadas las órdenes o avisos para dejar las armas y depositarlas en el suelo, con los correajes, o arrimarlas al parapeto, cual deponen los testigos…»[547]. Dos pesetas cincuenta céntimos, eso es lo que vale la vida de un soldado español de la columna Araújo.

Y sobreviene lo desastroso, precedido de una nueva señal. El teniente Manuel Zaragoza Fernández ve salir a los que guían al mulo con las mantas y mosquetones, «la contraseña convenida»; y a poco «llegó un moro, que cree, pero no lo sabe de cierto, ser uno de los jefes de la kabila». A este rifeño le acompañan otros, «con banderas blancas», los cuales quedan en el parapeto «conteniendo a los demás». El primer rifeño, mientras tanto, «se fue al alojamiento del coronel». Va a estar quince minutos reunido con Araújo, según testimonio de Zaragoza.

Las tropas españolas, aunque recelosas, confían en que no haya sorpresas. En la batería del capitán Victorio Álvarez Griñón se ha pasado la orden: «Dejar el material intacto».[548] Los rifeños se aproximan en masa. Sus ganas de victoria, sus falsas paces, cohíben a los españoles. El capitán Bastones se extrañará de «no hacerse algo encaminado a descongestionar los alrededores de la posición de aquellos moros provistos de banderas blancas». Araújo prosigue su parlamento con el rifeño hasta cerrar el trato. Se ha pactado «salir primero el coronel, luego la oficialidad y, por último, la tropa»[549]. Sucede al revés.

Los rifeños se abalanzan, rebasan el parapeto y corren a por las armas españolas en medio de un griterío tan atronador como homicida. Sorprendida en su buena fe, la tropa salta el parapeto. Algunos oficiales intentan contenerlos, mientras agitan, a su vez, enseñas blancas. No lo consiguen y son ellos los primeros en morir. Otros se defienden. Y mueren también. Mientras, aquella parte de la oficialidad «convenida con el pacto», se aparta del tumulto, al considerarse «ya ajena a sus deberes militares», y se congrega «al lado del coronel para esperar la consumación del acuerdo». Araújo y los que le obedecen entran en la caseta de mando.[550] Dos testigos, el cabo Blas y el sargento López Ródenas, les verán buscar allí protección, mientras los Cuadrado, Montealegre, Relea y Viegtiz son asesinados al lado de sus hombres, luchando.

Cuando Araújo quiera justificar estos hechos, hablará de «la defección de la tropa», definiéndola como «una verdadera explosión, influida por los relatos del desastre de Annual». Por eso le reprochará el fiscal en 1925: «¿Qué había de hacer aquella guarnición desarmada, abandonada de la mayor parte de sus oficiales?»

El exterminio va alejándose del barracón. Quebdani es un cementerio. Los oficiales de Araújo deciden salir. Y «conviniendo en que no teniendo ya nada que hacer allí, procedía marcharse», eso es justo lo que hicieron, «saliendo despacio por la puerta principal». Allí les esperaba Kaddur, Namar, «a unos ocho o diez pasos de la alambrada»[551].

El jefe de los Beni Said mantiene su palabra. Delante de él han muerto novecientos españoles o más, pero necesita a estos otros. Pocos y humillados, sombra de oficiales de España. Los quiere vivos. Debe guardarse una baza cara a un posible contraataque de Berenguer. Y sin duda valen más de las cinco mil pesetas recibidas. Se limita a decirles «que le siguieran y aceleraran la marcha». Y así fueron todos hasta el aduar de Telatza de los Beni Said, «donde montaron al coronel, que iba fatigado, en un mulo».[552]

Los hombres-bayoneta del capitán Amador

A ochocientos metros por debajo del peñote donde se asienta Dar Quebdani, estaba la aguada, junto a la casa de Si Hammú. Allí seguía parapetada la Sexta compañía del Tercer batallón del regimiento de Melilla. Son ciento seis hombres, a los que manda un oficial de puntiaguda barba y mirada incisiva, Enrique Amador Asín, de cuarenta y un años. Está casado con Concepción, la hermana del capitán Francisco Franco Salgado-Araújo, primo del futuro Caudillo.[553]

Asín es enjuto de cuerpo y sobrio de carácter. Capitán desde 1910, ha hecho la guerra del Barranco del Lobo y se ha forjado en el servicio de los duros convoyes africanos.

Amador ha comprobado las sutiles aproximaciones rifeñas, con las que sostiene fuego desde el sábado 23. Ha sido sorprendido por una invitación a rendirse «de parte del coronel», que le ha llevado un soldado de Regulares. Amador, irritado, responde que no hará tal cosa sin recibir «una orden por escrito». Aún no ha llegado el caos a Dar Quebdani, por lo que el capitán puede comunicarse con su coronel. Y es el comandante Sanz Gracia el que responde a Amador, diciéndole que «estuviera atenta la compañía a lo que hiciera la posición, y que siguiese su movimiento». Después de este despacho, Amador «recibió otro, ordenando que se entregara todo al enemigo y que se retiraran»[554]. El capitán vuelve a negarse. Es su deber, pero apasiona su reiteración.

Los gritos de la degollina en Quebdani llegan a la aguada. El capitán se decide. Su gente está hambrienta, pues sólo ha recibido «una lata de sardinas por plaza y otra de carne para dos». Queda beber todo lo que puedan y repartirse las municiones. Si hay que morir, se morirá de frente. En esos momentos, se presentan unos rifeños «diciendo que se había rendido la posición principal y que ellos hiciesen lo mismo»[555]. Es el cuarto aviso de indignidad y Amador, a su lado los tenientes Felipe Casinello López, Francisco Delgado Nuni y Humberto Padura Seguí, se niega. Un alud de enemigos intenta forzar la puerta. Se produce un cruce de disparos a quemarropa. Amador manda armar los cuchillos. Y allá van todos, rectos hacia la muerte.

El bloque de bayonetas que manda Amador entra como una cuchilla en las filas rifeñas, hundiéndose en su centro. La masa enemiga cede, pero se rehace y les rodea. Van a luchar uno contra diez. Mueren casi todos, con Amador y Delgado al frente. Padura y Casinello son heridos: uno cae prisionero; el otro escapa a rastras. El jefe Si Hammú acude a la matanza. Y tiene su bestial premio, pues «se jactará de haber sido él el que mató al capitán Amador»[556].

Tras aplastar a los bravos de Amador, los rifeños se aperciben de una columna que trata de escapar, amparada en trémulas banderas blancas y abren fuego graneado sobre las confiadas tropas. En la desbandada, la mayor parte de los españoles se mete en un barranco sin salida.

Son «unos trescientos». Entre ellos está el soldado Juan Gual, perteneciente a la sección del teniente Arjona —en las avanzadillas de Quebdani—, que se ha rendido sin defenderse. Gual observa cómo las alturas se cubren de rifeños, que «empezaron a tiros con ellos», mientras los oficiales, desesperados, «se tiraron al suelo, sin que hicieran nada para repeler la agresión». Gual, «en vista de que eran fusilados impunemente», sale corriendo, en compañía de otro soldado herido, «y después de vagar por la noche»[557], es hecho prisionero en las cercanías de Segangan. Liberado, logrará alcanzar Melilla.

Dos días después, el 27 de julio, Araújo hace llegar, por un mensajero, una carta a Berenguer. En ella le dice que «creemos nos exigen (los rifeños) el canje de algunos prisioneros que tienen en Melilla y algún dinero». El coronel razona ante el alto comisario que «todas las posiciones han sido abandonadas por estar sin agua, sin municiones ni medios de evacuar las bajas». Lo que es válido para los que supieron luchar. Luego dice que están con él «los oficiales y parte de las tropas que guarnecían Dar Quebdani»[558]. Y Araújo hace tal afirmación cuando le acompañan doce oficiales, cuatro sargentos y un cabo: dieciocho de novecientos noventa y ocho. Los supervivientes fueron pocos más, pues el ponente de la Causa precisará: «No llegaron a veinte los que quedaron»[559], aunque en relación a 957 clases y soldados. Por lo tanto, unos cuarenta de casi mil. Y Araújo se atreve a escribir: «Del resto creemos que está recogido en la cábila de Beni Said, estando hasta ahora atendidos y bien tratados».[560]

El coronel y los suyos quedarán en casa de Kaddur. Uno de ellos recibirá permiso para recorrer los tétricos alrededores de Dar Quebdani. Será Sanz Gracia, quien llegó hasta la aguada, lugar «que encontró sembrado de cadáveres, y algunos quemados». El grupo de Araújo será llevado a Bu Hermana y luego a Axdir. Allí permanecerán dieciocho meses cautivos. Menos Sanz, que se dará a la fuga, «logrando llegar a nado a la isla de Alhucemas»[561].

La retirada de Bu Becker y la pirámide de Uzai

Más atrás de Cheif estaba Zoco el Telatza de Bu Becker, anclada en un universo de rocas y estepas. En Zoco tenía su base otra columna móvil —seis compañías (una de ametralladoras)—, compuesta por 970 hombres (30 oficiales y 940 soldados). Si a éstos se sumaban las guarniciones próximas —sobre un total de veinticuatro destacamentos de la circunscripción—, los efectivos rondaban los mil quinientos.[562]

El mando lo ostentaba el teniente coronel Saturio García Esteban. De cincuenta y seis años de edad, va a afrontar una severa prueba: resistir o pasarse a zona francesa. Su coronel, Jiménez Arroyo, está ausente… ¡desde mayo![563]

La posición artillaba cuatro viejos cañones Krupp de 90 mm «en mal estado de servicio», a los que servían veintidós artilleros al mando del teniente Aurelio Arenas Molina. La posición consistía en un «parapeto de piedra trabado con barro, con coronamiento de adobes y rodeada de alambrada, pero sin foso ni glacis». El agua había que traerla de las fuentes de Ermila, ¡a treinta y ocho kilómetros de distancia! Existía la desesperante posibilidad de ir por ella a Tistutin, «adonde se llevaba, por ferrocarril, desde los pozos de Nador». El suicida dispositivo obligaba a que una flotilla de camiones-cuba, llamados tanques, llevasen su preciado contenido a los puestos principales, mientras que los blocaos eran servidos por camellos. Por si fuera poco, el depósito de municiones sólo «podría hacer frente a dos horas de intenso fuego, y el de víveres y medicamentos estaba casi agotado»[564].

Después de hablar con Jiménez Arroyo (en Batel), García Esteban sabe que depende de sí mismo. Dado que el repliegue hacia Arruit es imposible, tiene dos opciones, pues rechaza capitular. Puede resistir en la posición, lo que equivale a la muerte segura para todos sus hombres, o ponerse bajo amparo de los franceses, con lo que salvaría los hombres, pero no a la artillería.

Entre el 22 y el 24 de julio, los cercos se encadenan y los mensajes se acumulan en el puesto de mando de García Esteban: Haf y Sidi-Jagut están bajo un constante ataque; Loma Redonda y Sidi permanecen en sospechoso silencio; Arreyen-Lao, Siach 1 y Siach 2, más Tazarut-Uzai, también han sido atacadas; al final, Ben Hidur, Loma Redonda y Sidi Alí comunican que padecen el mismo ataque general.

Tres posiciones sintetizarán aquellos primeros dramas. La primera es Haf, al norte, distante catorce kilómetros de Zoco el Telatza. Tras rechazar un duro asalto, pide ayuda con insistencia. Y aquí viene el primer hecho singular. García Esteban convoca a su oficialidad «para darle cuenta de la situación en Haf», y una vez concluida tan —es de imaginar— brevísima información, somete «a la aprobación de los reunidos un acta en la que se hacía constar que, siendo imposible socorrer a Haf, se autorizaba a su guarnición para replegarse al Zoco». En medio del pasmo general, los tenientes Francisco Arenas Gaspar y Arturo Mandly Ramírez, más el alférez Luis Muñoz Bertet, «opinaron que, como habían de matar a los defensores de Haf al retirarse, preferían ellos sacrificarse con sus unidades e ir a proteger la evacuación». Tras una discusión, la proposición de los tres oficiales es «el criterio que prevaleció», cuando debería haber sido el de su coronel desde el principio. Forman las compañías para salir, «pero después nada se hizo, porque hubo noticia de la caída de la posición»[565]. Aquella formación debió llevar horas. Tomada Haf, la harka se lanza sobre Arreyen-Lao y su avanzadilla, Reyen de Guerruao, posición que defiende el alférez Bartolomé León con veintiocho soldados. Los rifeños les ofrecen salir con vida a cambio de dinero. León apenas lleva encima alguna cantidad en metálico, por lo que pide auxilio a sus compañeros.

En el Zoco se toma una rápida y colectiva decisión. Salen el capitán Alonso Estringana, jefe de la 6.ª mía (compañía) de la Policía Indígena, y los tenientes Palacios y Salama, médico el primero. Los tres van «a conferenciar con los moros, consiguiendo que, por dos mil quinientas pesetas, dejaran salir la guarnición con su armamento, cantidad que pagó el citado capitán y los otros oficiales». Otro hecho insólito se produce. Un oficial (cuyo nombre se desconoce), propuso que se «diera mil pesetas del fondo de su compañía», para compensar lo entregado por Alonso y sus compañeros. El coronel se niega. Es testigo de esto el veterinario José Montero y Montero, oficial de Alcántara.[566] Entregado el dinero, el convenio se deshace. Los rifeños quieren las armas, aprieto que supera el resolutivo Alonso al entregarles cinco fusiles. De los pactos se pasa a las traiciones: los de Reyen del Guerruao se salvan, pero los de Arreyen Lao son acometidos por la harka, «sufriendo muchas bajas». Mientras, los efectivos de la Policía desertan. García Esteban ordena la retirada escalonada sobre Zoco.

Aunque pocos indígenas permanecen fieles, Alonso argumenta, ante su coronel, que esos hombres estaban dispuestos «a morir con nosotros, los oficiales», pero con una condición: «Que se hiciese una salida con toda la fuerza en dirección a Melilla», aclarando que «no permanecerían más tiempo en el campamento, donde sabían que les aguardaba una muerte segura»[567]. Son las cinco de la tarde del 24 de julio y en el Zoco el Telatza reina la confusión.

Y se produce el tercer suceso, con el ataque final sobre Siach. Parte de la caballería que había en el Zoco, «con el oficial 2.º Ortega», sale al galope «en dirección al Igan». Visto esto, «corren tras ella los tenientes Benito y Salama con ánimo de detenerla». No lo consiguen, y, bajo «fuego muy nutrido», se lanzan a socorrer las avanzadillas. Los supervivientes, a trompicones, defendiéndose a tiros, muchos heridos, entran en el campamento. Poco después, se produce un hecho impresionante, que relatará García Esteban a Picasso: «Un grupo de unos treinta (Montero hablará de “cincuenta”) jinetes, con la bandera española, y que deduce fuesen los tenientes Benito y Salama con los policías que habían logrado recoger, se encaminaba hacia el Telatza, siendo recibidos con fuego de la posición, por creerlos fuerza rebelde…».[568]

Causa estupor este hecho. ¿Dónde estaba el propio García Esteban para no darse cuenta que eran sus propios oficiales los que regresaban y agitando la «bandera española»? El caso es que, tiroteados por los suyos, Jesús Benito Martínez y Basilio Salama Miguel[569], con la gente que aún mantienen a su lado, vuelven grupas y marchan en dirección a Afsó, esto es, contra el enemigo. Aún verá pasar a este grupo de caballistas desesperados el capitán Moreno desde Loma Redonda. Benito y Salama son dos de los mandos de la Policía Indígena a los que había dirigido durísimas descalificaciones el teniente coronel Fernández Tamarit, cuando este jefe tenía el mando en Zoco el Telatza.[570] Emplazados ante la prueba suprema, Benito y Salama saben responder. Moreno recordará aquella fantástica cabalgada, esos pocos hombres «con dos oficiales» al frente. Ninguno sobrevivirá.

Picasso mostrará su admiración por este hecho, en frases que, a la vez, revelan una fuerte crítica contra la marea de claudicaciones que sumerge el Rif español: «… y juzgando por los hechos apreciados, puede inferirse y enaltecerse su buen comportamiento ante el contraste de tantas abdicaciones»[571].

Ya sólo queda replegarse a zona francesa. A las diez de la noche, García Esteban convoca a sus oficiales. Tomado el partido de la retirada, y de forma unánime, las opciones son cuatro: por la izquierda, cruzando las estepas del Guerruao; por el centro-izquierda, entre Sidi Alí y Ben Hidur, camino donde se suponía estaría apostada la harka; por el centro —el recorrido más corto—, desfilando por la vertiente occidental de Beni Hidur y los escarpes de Tauriart, y por el centro-derecha, el sendero a Tazarut Uzai, siguiendo el curso del Igan, lejos de la dirección que los harqueños creían que tomaría la columna. Se elige la cuarta opción, la correcta.[572] Es la una de la madrugada y la salida se prepara para las tres.

En principio, todo sale bien. La noche, y una oportuna y densa niebla, hacen de excelentes aliados de la columna.

En cuanto clarea el día, la niebla comienza a levantarse, y la retirada es descubierta. Por los rifeños y por otros españoles, los atrincherados en un perfil agudo del páramo de Uzai. La posición, en forma de pirámide muy abierta, mira hacia el macizo de Ben Hidur, un murallón de rocas sobrevolado por bandadas de buitres.

Tazarut Uzai es el último bastión de la línea, y pronto es dejada atrás. Nadie socorre a nadie. Allí, en aquel ángulo, quedan ochenta y tres hombres, y, en una avanzadilla, otros treinta y cinco, de la Policía Indígena. Todos al mando de un teniente, al que se le ha dado la orden, el día antes, de «abandonar la posición e internarse en la zona francesa». Junto al teniente, un alférez. Cuando leen la orden, ni la entienden ni la admiten, al considerarla «equivocada». No es posible que el coronel les pida que huyan; no puede ser que escape el regimiento con los franceses. La orden es nula o falsa, y por eso «no la cumplimentaron»[573]. Los jefes de Uzai son el teniente Elías Bernal González y el alférez Francisco Dueñas Sánchez. Sus nombres permanecían en el anonimato heroico. Gracias a Picasso sabemos quiénes fueron y cómo actuaron.[574] La pirámide de Uzai va a resistir.

Bernal y Dueñas tienen fe en lo que hacen. Sus hombres parecen dispuestos a pelear. Disponen de dos malos cañones —dos Krupp de 80 mm, de los que hicieron las guerras de Cuba—, pero mejor eso que nada. Lo que falte en material, lo suplirá el valor. Son ciento veinte. Van a morir todos menos siete cuando llegue la noche.

Bajo las luces vencedoras de la niebla, Bernal y Dueñas descubren la retirada. A unos cuatro kilómetros, la columna se va. Tal vez son ellos unos suicidas, al no permitir que sus hombres vivan, corriendo hacia aquella salvación polvorienta. Dudas tremendas las que debieron vivir aquellos dos oficiales. Pero las vencen y se quedan.

En el llano, las compañías avivan la marcha. De pronto, empieza el fuego mortífero de los primeros pacos (tiradores emboscados), que aciertan todos sus tiros, dada la densidad de marcha de la tropa de García Esteban, que iba formada «en columna de a cuatro», blanco imposible de fallar.

A continuación, el desastre. Caen varios oficiales, seleccionados por la puntería rifeña. Caen también los mulos, en especial los que portan las ametralladoras. La tropa se asusta, se descompone. Otra avalancha de pánico, otro Izzumar. Los enfermos y los heridos se quedan atrás, abandonados. Entregada al miedo, una parte de la columna quiere desenfilarse del fuego metiéndose en la montaña, la llamada del «Cuadrilátero». Los rifeños se aperciben y corren también. Corren mucho más que sus víctimas.

Aparecen unos grupos de jinetes, de los que luego se dirá que forman la caballería enemiga, pero son sólo «cincuenta o sesenta»[575]. Tan, reducido número basta para aumentar el caos en las filas españolas. Llegan más rifeños, atraídos por el crepitar de las armas. Se apostar en los pasos próximos a Tazarut Ichbaun y el monte Bubris. Los grupos que llevaban algunas ametralladoras dudan entre ir por el camino, que se estrecha en desfiladero, o buscar el llano. Y deciden lo último, yéndose hacia el Guerruao, «sin que a pesar de las voces que se les dieron se lograra su incorporación a la columna»[576]. Ni uno se salvará.

Los restos de la columna acaban en un circo de montañas. Las de Ben Hidur están coronadas de siluetas enemigas. De allí llegarán las últimas heridas: las de la vergüenza. El cónsul español en Uxda lo expuso así: «Todos los heridos que han llegado hasta aquí lo han sido en el lado izquierdo»; aclarando que «los orificios de entrada son en su casi totalidad por detrás», lo cual demuestra que «no hubo reacción de las fuerzas»[577].

La divisoria fronteriza, con los baluartes de Hassi Uenzga, aparece a la vista de todos. Pero el terror agarrota los cuerpos y desata los peores instintos. Se producen peleas a machetazos por los mulos; se niega el auxilio a los heridos que caen; se ignoran las órdenes de los oficiales valientes, como Alonso y Mille. El primero se salva; el segundo, muere. García Esteban se atraviesa en el torrente de huidas queriendo contener lo imposible. Le ignoran.

Al fin se cruza la frontera. Los hombres, derrengados, se arrojan en medio de «un bosquecillo» próximo a Hassi Uenzga, «sin que hubiese medio ni excitaciones para sacarlos», como recordaría el capitán Prats, «por lo que aquella noche desaparecieron». No pocos son muertos, a unos metros de los parapetos franceses, que guardan ominoso silencio. Son los casos del capitán Francisco Asensi Rodríguez, los tenientes Manuel Asaise de Lucas y Fernando Núñez, y el alférez Nicolás Alderete Heredia.[578]

La «postguerra» de Uxda y una carta desde Chafarinas

García Esteban logró salvar, según él, «la mitad» de sus hombres. También había perdido «las actas del Consejo de Defensa, porque las llevaba el ayudante, teniente Mille, que figura desaparecido». Demasiadas pérdidas. El teniente coronel dará cuentas de «unos cuatrocientos supervivientes», lo cual suponía el 59 por ciento de bajas si la columna fuese de novecientos setenta efectivos, o el 74 por ciento si se considera mil quinientos los soldados de los que fue responsable.[579]

Picasso no mostrará contemplaciones ante lo ocurrido en Zoco el Telatza. Por eso dirá que «es de, notar la flojedad, desmoralización y desaliento que acusa esta retirada, en el recorrido de una corta jornada, arrollada y acosada por el enemigo», beneficiado éste de lo «inhábil o impotente del Mando para tomar contra él las aconsejadas disposiciones del caso»[580]. Aún falta un desastre más. El episodio de Uxda.

La tropa, abrumada por lo vivido, se trasladará hasta Camp Bertaux y luego irá a Taurirt (el 28 de julio), pasando después a Uxda y Orán, donde quedará «haciendo vida correcta y ordenada»[581], como precisará el veterinario Montero; pero unos pocos aportarán nuevas derrotas a su uniforme. Y el propio teniente coronel lo aceptará así ante Picasso en su tercera declaración: «Llegó a su conocimiento que el 2 de agosto ocurrió un incidente en una casa de lenocinio entre dos oficiales y tres sargentos de la columna, siendo reprendidos por el testigo (García Esteban), que no tuvieron exigencias de dinero, pues se les dio el suficiente (su paga)».[582] Los soldados, acuartelados; los oficiales, en hoteles; y algunos de juerga a costa de la caja consular, mientras que «la tropa recibía en mano el socorro de veinticinco céntimos diarios»[583]. El desdichado destacamento embarcaría en Orán, el 8 de agosto, hacia Melilla, en el vapor Beliver. Entonces se sabrá el número exacto de los supervivientes de Bu Becker: 22 oficiales y 462 hombres, más 9 heridos que han quedado en Uxda. De todo ello informará Berenguer a Eza el martes 10.[584]

Uno de esos escapados de la muerte es un recio aragonés, Pedro Campo, natural de Costean (Huesca). Le han destinado a las Chafarinas. Y desde allí escribirá a su padre, Modesto, el 25 de agosto. Pedro, analfabeto —como el 65-70 por ciento de la tropa—, escribe por mano de un compañero, cuya ortografía y sintaxis forman parte de las supervivencias de la época, y que se transcriben tal cual: «Querido padre: Mis deseos son de que al llegar esta ha su poder los alle disfrutando la mas completa salud que es cuanto yo les deseo la mia es mediana que desde que sucidio lo que supongo que ustedes estaran enterados (…)». Y sigue: «Padre todo el terreno que tenia España ganado desde el año nuebe hasta la fecha todo esta en poder de ellos. El día 25 dia de Santiago tuvimos que abandonar los campamentos y echarnos a las posiciones de Francia dejando todo el camino lleno de Muertos (con mayúscula en el original). Salimos del campamento mil quinientos hombres y llegamos a francia (con minúscula) 4 cientos. Los demás se quedaron en manos de los rebeldes y los pocos que quedamos se puede decir que quedamos rebentados…».[585]

Berenguer no está para arengas ni para recibir aviones

Al clarear la mañana del 24 de julio, Melilla toda regresa a los muelles. A las ocho, la gente vitorea el horizonte al ver un barco que apunta recto al puerto. Llega el regimiento de la Corona, unidad de reclutas que superará a muchas veteranas. Pero la multitud enmudece al desembarcar las fuerzas. Son sólo veinte oficiales, cuatrocientos cincuenta soldados y diecinueve acémilas. Hacen falta muchos más hombres y medios para salvar Melilla. Pasado el mediodía, otra silueta aparece a lo lejos. Es el Ciudad de Cádiz. Unos aplausos de poco fuste celebran su rápido atraque, a eso de la una de la tarde.

La resignación popular se transforma en alivio cuando identifican los uniformes que descienden por las pasarelas. Llega el Tercio, con treinta y dos jefes y oficiales y ochocientos cuarenta y un soldados. Con ellos viene Sanjurjo, un general que muestra incipiente barriga pero que no se está quieto, y al que se le obedece por los ojos y no por las voces. A su lado, Millán Astray, agresivo más que inquieto, teatral en sus desplantes, brutal en sus maneras.

Desde la borda, Millán improvisa una arenga. Como todas las suyas, provocadora, incendiaria. La ciudadanía oye hablar de victoria o muerte, de salvación para todos y de sacrificio hasta el último de todos. Superando su acongojo, le aplauden. Con mucho más fervor se aplaude el desfile de los legionarios. Van descarados, marcando su paso de ataque. La mayoría a primera línea, los demás, a movilizar la calle. La recorrerán por sus ejes, llegando al fondo y vuelta otra vez. Hasta que caiga la noche, hasta que muera el miedo en la plaza. Será ésta una orden de Berenguer según su testimonio[586], o una iniciativa de Millán Astray —lo más plausible— y autorizada por Sanjurjo, molesto éste porque el alto comisario no ha ido a recibirles.

En la anochecida del 24 de julio, Melilla cuenta sus posibilidades: cuatro regimientos —Borbón, Corona, Extremadura y Granada—, más la Legión. Han llegado 3.149 hombres. En un día. España responde. Falta que responda la inteligencia militar.

En la madrugada de ese mismo 24 de julio, nada más recibir aviso Eza de que Berenguer había llegado a Melilla, pedía a los ayudantes de éste le transmitieran el siguiente mensaje:

Ministro: «—Que me hagan el favor de comunicar al Alto Comisario para que pueda contestarme, cuando hablemos dentro de una hora, (que) pueden enviarse, si lo cree necesario, ocho aparatos de aviación, saliendo de Madrid cuatro Breguet, no pudiendo enviarse más por la falta de pilotos; otros cuatro podrían ir de Tetuán, donde hay catorce con buenos pilotos …»

Eza añadiría que «la consulta la hace el Jefe de Aviación (coronel Vives) para que el Alto Comisario la resuelva»[587].

Horas después, el ministro recuerda al alto comisario «mi consulta de anoche relativa a la aviación, cuyas órdenes están preparadas, en espera tan sólo de su conformidad». De Berenguer va a recibir una respuesta tan inconcebible que Eza tarda en comprender: «En cuanto a la aviación, no la necesito, y además, el aeródromo de Zeluán debe estar abandonado, y en el de Nador, esta mañana di orden para que trajeran los aparatos a Melilla, y no pudieron efectuarlo, era ya tarde».[588]

Extraordinario Berenguer. Se ha quedado sin aviación en el Rif, pero tiene catorce aviones en Yebala y ocho más que le ofrecen en Madrid; puede preparar una pista en el Hipódromo melillense; y hasta tiene a la espera telegráfica a su ministro con «órdenes preparadas». Todo lo rechaza.

Eza, antes de despedirse, le hace un singular encargo a Berenguer: «Llamo atención V. E. acerca un aeroplano civil que ha debido aterrizar ésa (Melilla) conduciendo corresponsales prensa madrileña». Berenguer, sorprendido, responde: «No tengo noticias del avión con periodistas de que me habla, y realmente en este momento no se dispone de ningún campo de aterrizaje».[589]

Se trata de una audaz iniciativa del diario El Liberal: el flete de un aparato Bristol, de 230 CV, pilotado por un profesional de renombre, De Havilland, que había salido «a las cinco de la mañana del 24 de los hangares de Cuatro Vientos»[590], y en el que iba de pasajero el redactor José Espinosa. Vía Córdoba-Sevilla-Gibraltar-Tetuán, los intrépidos viajeros se plantarán en África, cruzarán, de punta a punta, el territorio sublevado, pasarán por encima del Peñón de Alhucemas, sobrevolarán docenas de posiciones que aún humean, dejarán atrás los aeródromos inservibles de Zeluán y Nador, y aterrizarán en la explanada del fuerte de Rostrogordo. En medio del pasmo general, empezando por el de Berenguer.

En esa tarde del 24 de julio, Eza promete a Berenguer que, «entre el día y la noche de hoy lleguen ahí cinco barcos con tropas, completándose en dos o tres días los dieciséis batallones ofrecidos». Y aclara al alto comisario: «Pudiendo decirle que el material de municiones que últimamente pidió el general Silvestre está ya cumplimentado, para su transporte».[591] Las sesenta mil granadas de cañón que pidiera Silvestre están listas. Dos días después de su muerte. Y a falta todavía de barcos para África. Ya en la medianoche, Berenguer recibe en su despacho a un alférez. El joven oficial le pide permiso para irse a Madrid. La conversación se alarga, y Eza exige línea para hablar con el alto comisario. Berenguer deja al ministro en espera. Cuando se comunica con Eza le pide disculpas, «pues me encontraba en una escena muy impresionante con el hijo del general Silvestre».

Caen los fuertes del mar

Sidi Dris y Afrau son los fuertes del mar. Caerán como tales, solos y cercados, luchando hasta el final. El 24 de julio, a las 17.25 horas, el comandante del Princesa envía un radiograma a Berenguer en el que urge el envío de refuerzos, y en referencia a los defensores, pide «que no les dejen morir»[592].

Al mando en Sidi Dris está el comandante Juan Velázquez y Gil de Arana. Cordobés, de cuarenta y cinco años. Manda con energía y tacto, pero no duda en enviar, al capitán del Princesa (Sanchiz), un mensaje para que le sea retransmitido a Berenguer. Es un escueto documento de la desesperación: «Estamos perdidos. Que le digan al Alto Comisario que mande fuerzas pronto. Y que a ver si quieren salir en seguida de la plaza, que estamos muriendo, no podemos más ya»..[593]

Al aumentar su acoso los rifeños, se romperán las últimas prudencias y todos querrán escapar. Todos menos el comandante y un tercio de la guarnición, que quieren dar ejemplo. Lo dan y mueren. Velázquez (laureado póstumo) cae de los primeros. En el cuerpo a cuerpo, ni tiempo hay para inutilizar los cuatro cañones. Un alférez, de la dotación del Laya, José María Lazaga y Ruiz, se interpone. Marcha con dos botes —uno a motor y otro de remos— a por los condenados. Ve la agonía de tantos y no lo duda: ordena embutir su bote en la playa. Salvará a unos pocos, pero perderá la mitad de sus tripulantes y él mismo se llevará cinco balazos. Fallecerá en Melilla el 30 de julio. Tenía veinticinco años.

La pequeña flota vira. En la maniobra los piques (salvas) la rodean; los rifeños han vuelto las piezas y, veloces en su aprendizaje, abren fuego.[594] Antes de partir, entre el oleaje, ya en la noche, se rescata a cuatro soldados. Sumados a los salvados por Lazaga, dan coherencia al esfuerzo, aunque son tan sólo un puñado. Treinta de trescientos.

En la mañana del 26 de julio, un comerciante hebreo, Jacob Farachi, ocupado en «atender a las tropas y obreros de los trabajos de minería que allí se iniciaban», se marcha de Afrau «con otros españoles paisanos», logrando refugiarse «en la casa de un moro amigo»[595]. Por él se sabrá parte del drama.

La guarnición de Afrau sale. Su objetivo es alcanzar los barcos. Conduce la tropa el teniente Joaquín Vara de Rey, pues el jefe de la posición, Francisco Gracia, ha caído «al hacer la retirada de la avanzadilla». Vara de Rey confía en salvar a su gente. Pero no va el último de todos y Picasso le encausará. Un cabo, Mariano García Martín, mantendrá esa posición. Tiene veinticinco años y es del pueblito toledano de La Torre de Esteban Hambrán. Ha cumplido su tercer año y espera ser licenciado. Un tiro en el vientre siega ese derecho. Sintiéndose herido de muerte, coge su fusil y se parapeta tras unas piedras. A sus cariacontecidos compañeros les pide que se vayan, «que él seguiría haciendo fuego para protegerles la retirada»[596].

Pasan los últimos de Afrau. Los cañoneros envían sus botes. Vara de Rey autoriza una última carrera. Se salvarán ciento treinta (cuarenta de ellos heridos) de ciento setenta y nueve. Atrás queda un cabo con el vientre destrozado, tumbado en el camino y apuntando al enemigo, que se le echa encima. Le concederán la Laureada en junio de 1922.

Toque de generala en Nador y confusión en Zeluán

En Nador, la noche del 23 de julio, el teniente Fresno, que estaba acarreando municiones a «la iglesia nueva», para allí parapetarse con otros guardias, ve llegar una columna de artilleros «en estado lamentable»; el oficial al mando le comenta «que en el camino se le había quedado la mayor parte de su fuerza, rendida, herida, y algunos muertos a pedradas»[597]. Al ver esas escenas, los vecinos piden fusiles para hacerse fuertes en la iglesia. No se los dan, porque «no los había». Es mentira. Armas y municiones hay. Pero las van a quemar. Ya de madrugada, «tocaron llamada desde el campamento de la Brigada».

Este toque de generala —«repetido» precisará Picasso— y que ha ordenado Pardo Agudín, servirá a los merodeadores rifeños de oportuna «señal para lanzarse al robo, saqueo e incendio»[598]. En una desbandada más, Fresno logrará rescatar «a sesenta y nueve individuos» que, unidos a los decididos a quedarse, formarán una escuálida guarnición de ciento sesenta y cuatro defensores, de ellos, trece oficiales. Se renunciará a la iglesia fortificada por Fresno, eligiéndose la fábrica de harinas. Antes, Pardo Agudín mandará sacar del depósito «cuarenta cajas de municiones y unos ciento veintitantos fusiles que, con la bandera de la Brigada, pudo mandar a Melilla en un volquete»[599]. Luego ordenó incendiar el barracón y volar las municiones. Las enviadas y las voladas faltarían en la defensa de Nador.

En Zeluán se sublevará el Tercer escuadrón de Regulares, escapando un centenar de hombres, tras tener «catorce muertos» en una refriega con los efectivos leales en la alcazaba, de la que tomaría el mando el capitán Carrasco. A unos cuatrocientos metros de esta posición se encontraba el aeródromo, donde tenía su base la única escuadrilla con la que contaba Silvestre. Cinco aparatos en regular estado, más otro inservible, bajo el mando del capitán de Ingenieros Pío Fernández Mulero. El aeródromo tenía «tres sargentos y cuarenta y tres soldados» para su defensa, y a ellos se agregaron treinta jinetes de Alcántara, más tres oficiales: el teniente Martínez Vivancos y los alféreces Maroto y Martínez Cañadas.

Cuatro pilotos y tres observadores eran los efectivos de la escuadrilla de Zeluán. Los oficiales, a diario, duermen en Melilla. Uno solo quedaba de servicio en el aeródromo. Y si había emergencia, la norma era ésta: «En caso de alarma debían acudir todos a tomar el auto para incorporarse a Zeluán»..[600]

Fernández Mulero había recibido aviso, en su casa de Melilla, del alférez Martínez Cañadas, desplazado en un coche rápido. El alférez —según declarará su capitán— venía a comunicarles que dos oficiales, Arizón y Rueda, «querían quedarse a dormir en el aeródromo». Fernández Mulero contesta que «no convenía se quedasen allí para no soliviantar a la tropa». Picasso no comprenderá aquel viaje por «tan fútil objeto»[601]. Todo parece indicar que Martínez Cañadas ha viajado hasta Melilla para consultar a su capitán qué hacer con los aviones: llevarlos a Nador o a Melilla. Nada se decide a esas horas —seis y media de la tarde del 23 de julio—, y los aviones se perderán.

Pasadas dos horas, Fernández Mulero logra, al fin, comunicar con el aeródromo. Y dicta una orden memorable a sus pilotos, que Picasso resume así: «En vista de la absoluta tranquilidad que reinaba, autorizó a los oficiales de la escuadrilla para bajar a la plaza el que quisiera».[602] Fernández Mulero adujo que «como no tenía órdenes de hacer servicio el 23 por la tarde, dejó libertad (a sus oficiales) para que lo hiciesen o no». La democracia militar se ha enseñoreado del Rif español, primero en el Izzumar y luego en Zeluán. Pero en Buhafora se votó al revés: por la dignidad y la responsabilidad.

Ya de noche, Fernández Mulero «supo tiroteaban el aeródromo»[603]. Se queda en la Comandancia General «hasta las 5 de la madrugada». Luego sale en su coche hacia Nador, «no pudiendo pasar de la 2» caseta». A tres kilómetros de Melilla.

Otro testigo, el también capitán y aviador, José García Muñoz, testificaría que para el 22 de julio estaban ordenados diversos «vuelos de reconocimiento y bombardeo, pero al enterarse de los sucesos (en Annual) se dejó sin efecto la orden».[604] Y el sábado 23, en una acción que reuniría todos los aviones disponibles, Fernández Mulero bombardeará Ben Tieb —ya incendiado por Lobo y los suyos—, acción por la que se le concederá, en 1925, la Medalla Militar. El capitán, tras aterrizar, «regresó a Melilla sin esperar llegasen todos los aparatos»[605].

En su contundente declaración ante Picasso, García Muñoz se quejará de que «el capitán Mulero no se hiciera acompañar de los demás oficiales cuando en la madrugada del 24 trató de llegar a Zeluán», pues sólo el jefe de la escuadrilla disponía de automóvil. Y en cuanto al fallido viaje de Fernández Mulero, diría del mismo que «lo cree una preterición», pues le constaba que «el camino a Nador estuvo libre hasta las ocho y media de la mañana».[606] Y el tren de las siete también llegó a Nador.

En su descargo, Fernández Mulero manifestaría que «aun cuando los oficiales hubieran estado en el aeródromo no hubieran podido salvar los aparatos». Pasmoso ejercicio de anticipación a los hechos, que dejaba en pésimo lugar la voluntad combativa y la profesionalidad de sus hombres.[607] Los aviones, sin pilotos, fueron quemados por los rifeños.

Un capitán en la cuesta de Arruit y una pelea entre jefes

Durante cuatro extenuantes jornadas, Navarro y los suyos permanecieron en Batel, sometidos a continuo paqueo del enemigo. El miércoles 27 de julio, Navarro decide adelantar su aturdida columna hasta la cercana Tistutin. Pero el agua del aljibe se agota en pocas horas y decide dar el salto hasta Arruit, distante catorce kilómetros. Van a mandar la retaguardia dos oficiales de Ingenieros, los capitanes Félix Arenas y Jesús Aguirre Ortiz de Zárate.

Ambos han realizado un acto de valor el martes 25, en Tistutin, al incendiar unos almiares de paja, desde donde los fusileros rifeños abatían a los españoles. Otra gesta a lo Cascorro. Aguirre había formado una fila de buenos tiradores, y entonces Arenas, «acompañado del soldado Calixto Arroyo y un cabo», de pie los tres sobre la línea que barrían los fusiles rifeños, «llevó hasta ocho bidones de petróleo, que le fue entregando Aguirre desde el parapeto, prendiendo fuego al almiar que, al poco rato, ardía por completo». También incendió «ocho o diez cadáveres que producían un hedor grande»[608].

El viernes 29 de julio, Arenas y Aguirre van de los últimos, vigilando a los rezagados y sosteniendo constante tiroteo con los harqueños. Los dos capitanes se defienden con fusiles. Arenas lleva una mano vendada, por las quemaduras sufridas en su gesta incendiaria. Al llegar cerca de Arruit, se encuentran rodeados, y la columna, «que avanzaba ya muy presada por el enemigo», con ellos. La lucha se generaliza, pues «se combatía por los cuatro frentes». Aguirre ve caer, herido, a uno de sus alféreces, Maroto. Y con él al hombro y el fusil en la mano, «entró con los restos de su gente»[609]. Arenas queda solo, entre los cañones.

La única batería que quedaba, la de Blanco, va a perderse. Quiere su capitán defenderla, pero sus soldados le arrollan. Y surge Arenas, que defiende esos cañones como si fueran su vida.

Félix Arenas Gaspar es un español caribeño, nacido en Puerto Rico el 13 de diciembre de 1891. Su padre, Félix Arenas Escolano, es capitán de Artillería. Tras su paso por la Academia en Toledo, ha ido a Guadalajara, para formarse en Ingenieros y queda agregado al Servicio de Aerostación, ya en 1911. Arenas es un gran técnico —ha manejado globos, ha cursado estudios en la Escuela Superior de Guerra (con excelentes notas), y domina la topografía y la telegrafía—, y es un voluntario permanente. Ningún compromiso le detiene. Su hermano Francisco, teniente en la columna de Zoco el Telatza, ha muerto en esa retirada, pero él nada sabe y nada sabrá. Jefe accidental en Tistutin, se ha hecho allí con el mando y con el ejemplo, frente a tantos huidos.

El capitán se defiende a la desesperada, su mano quemada le impide manejar el mosquetón. Los rifeños, admirados de su resistencia, detienen el acoso. Hasta que uno de ellos se atreve, y, poniéndole en la cabeza un fusil, lo mata.

Varios oficiales —los tenientes Calderón y Sánchez, entre otros—, al entrar en Arruit, pedirán a Navarro, a gritos, la Laureada para Arenas. Le será concedida en noviembre de 1924.

Los rifeños cogen esos cañones, los retrasan a brazo —para ponerles fuera del alcance de una posible salida española—, estudian sus mecanismos y abren fuego. Una de sus primeras granadas destrozará al capitán Blanco, el gran peleador del Igan, muerto por su propia batería, la que no le dejaron rescatar.

En la misma cuesta mueren dos hermanos, los García Martínez: Modesto y Víctor, ambos oficiales médicos.

Navarro se ha quedado sin columna y casi sin jefes: en la entrada a Arruit han muerto los tenientes coroneles Álvarez del Corral y Piqueras. Aún tiene a Primo de Rivera y a Pérez Ortiz.

El jefe de San Fernando ha hecho los catorce kilómetros de retirada a pie, recorriendo arriba y abajo la desventrada columna, alentándola y ordenándola. Tiene cincuenta y siete años. Al llegar a Arruit, «sediento y afónico», se sienta en el suelo, acalambrado. No acaba de hacer tal cosa cuando recibe aviso de que el general le busca. Pérez Ortiz resumirá así su reacción: «Mis piernas no me obedecen, el recado me carga, y respondo que no puedo ir». El que viene a buscarle es el propio Navarro, «muy mal impresionado», con el desagrado patente en su rostro. El teniente coronel, al oír la orden (que desconocemos), se revuelve: «Imposibles no, y menos de esa manera». Pero frenará «sus arranques de rebelión». Pérez Ortiz recordará los «ojos fulminantes» de Navarro.[610]

En Arruit hay cercados 3.017 hombres. Y la cuenta de los víveres disponibles es ésta: 109 litros de aceite, 23 sacos de arroz, 5 de café, 228 de cebada, 10 de garbanzos y 16 de judías. Más los caballos de Alcántara y los mulos que se puedan comer.

Alfonso XIII imagina que Berenguer hace lo que debe

En Melilla, el 28 de julio, no hay un solo avión. En el Hipódromo, al fin movilizados por una orden que deberían haber recibido una semana antes, cientos de soldados limpian de piedras las pistas. Al día siguiente, sábado 29, llega, desde Granada, el primer refuerzo aéreo. Un Bristol pilotado por el capitán Manzaneque, con el capitán Carrillo como observador. Ambos oficiales «por la tarde, hacen un vuelo de observación buscando la columna del general Navarro»[611]. La encuentran en Arruit, cercada y resistiendo. El Bristol regresa, comunica la noticia y vuelve a despegar. Sus tripulantes llevan «un saco con chocolate y galletas, cinco grandes panes y un paquete de veinte kilos de municiones».[612] El viaje son cuarenta minutos de ida y vuelta. Carrillo y Manzaneque harán tres vuelos ese mismo día.

Ese 29 de julio, enterado Alfonso XIII «de que existe comunicación con la columna Navarro», pasa a Eza un mensaje de aliento para los cercados. Pero alertado por la negativa de Berenguer a recibir refuerzos aéreos, el Rey le recuerda ese imperativo de socorro, en el que supone ha pensado el general, y que imagina que está cumpliendo: «Al propio tiempo, S. M., en su noble espíritu, pregunta si V. E. cree posible aprovisionar aquella columna en municiones y víveres por aeroplano, bien seguro de que V. E. ya habrá pensado de antemano lo que puede hacerse y la manera de realizarlo. Afectuoso saludo».[613]

Alfonso XIII no sabe que un solo avión vuela sobre Arruit. Cuando podía haber veintidós (catorce en Yebala y ocho en Madrid). Carrillo y Manzaneque siguen con su esfuerzo cuatro días más, tiempo suficiente para haber organizado una escuadra aérea y bombardeado los cañones capturados. En lugar de bombas sobre sus enemigos, a los cercados se les mandan municiones —que se destrozan— o comida que se pierde, «al caer en terreno batido»[614].

Carrillo y Manzaneque perseveran: siguen lanzando panes, latas de carne, paquetes de medicinas, cartuchos de fusil y barras de hielo. Todo envuelto en sacos y destrozándose al caer abajo. No importa el destrozo si son barras de hielo. A por ellas corren decenas de hombres y no pocos mueren bajo las balas rifeñas. Los que vuelven, entregan una parte a los heridos, otra a los compañeros, quedándose con «un pellizco de hielo para remojar la boca».[615] El mismo Manzaneque observa que «las tropas salían a recoger los sacos de pan y no los de municiones», lo que parecía sugerir falta de moral en las tropas. Es sólo pragmatismo. Manzaneque, intranquilo, efectúa una prueba: se eleva con su avión sobre el Hipódromo y deja caer un saco repleto de cartuchería. Entonces se comprueba que «los cartuchos se aplastaban y quedaban inservibles»[616]. Agobiado, el aviador diseña un pequeño paracaídas para frenar el descenso, más un embalaje que amortigüe el golpe contra el suelo. Vuelve a elevarse sobre Melilla y lanza su carga experimental: las municiones quedan intactas. Pero el tiempo se acaba.

Los rifeños insisten en su acoso artillero, pues en un solo día disparan ciento catorce proyectiles. Uno de ellos impacta en la enfermería, matando a dieciséis heridos. El viernes 31, Berenguer manda un heliograma a Navarro donde le dice: «Tengo interés en saber si con pequeño abastecimiento por aeroplano, que intensificaré pasado mañana, que llegarán aeroplanos de Tetuán, puede seguir sosteniéndose».[617]

Pérez Ortiz recordará los avituallamientos del 30 de julio: «Hemos recogido un saquete que contiene treinta panecillos y se dan a los heridos, un trocito a cada uno».[618] Mueren los hombres de hambre, de metralla o de enfermedades. Y ni enterrarles se puede. Los cercados sólo tienen «dos picos y una pala»[619]. Con esos útiles hubo que «hacer fosas para enterrar el promedio de veinticinco cadáveres diarios, sacándose los animales muertos fuera de la posición, con grandes peligros»[620].

Socorros sin sustancia y razonamientos oficiales afines

A las 08.40 horas del 2 de agosto, llegan, desde Tetuán, cinco aparatos De Havilland, pilotados por el capitán Buruaga, los tenientes Hidalgo y Mateo, y los sargentos Carpio e Iglesias, , como observadores «al comandante Aymat y los tenientes Camacho, Bellod, González y Valdés»[621]. Han tenido que pasar ¡diez días! desde la muerte de Silvestre, para que Berenguer se decida a movilizar una parte de su Fuerza Aérea en Marruecos.

Esas tripulaciones, algunas procedentes de Larache, se han unido, el día antes y en Tetuán, en una comida «con el objeto de despedir a los compañeros a quienes, en virtud de sorteo, les ha correspondido marchar a Melilla»[622]. Los aviones han volado con suma prevención, costeando el Rif. Y a lo largo de esa ruta —unos trescientos kilómetros—, se han alineado los cañoneros, dispuestos al rescate por si alguno caía al mar.

Arruit tiene sus refuerzos, seis aparatos —dos de los cuales van a destrozarse en sendos aterrizajes—, contando el de Carrillo y Manzaneque. Entre todos, realizan cuatro vuelos el 2 de agosto; nueve el día 3; ninguno el 4 de agosto, aunque los aviones sobrevuelan Zeluán y la Restinga; cuatro más el viernes 6; seis al día siguiente; nueve el domingo 7; sólo tres el día 8, y cinco el martes 9, el día final. En total, treinta y ocho salidas.[623]

Los aviones pasan, tiran sus fardos y aciertan una vez de cada tres. Los sitiados se desesperan, los rifeños se aprovechan y, a voces, se mofan: «¡Pájaros de Goberno tiran pan al moro!», gritan.[624] Por la noche, una tortura peor. Los sitiados oyen repicar la campana de la estación, mientras sus nuevos dueños «silban parodiando la locomotora y, riendo y gritando como chicos traviesos, nos invitan a tomar el tren para Melilla»[625].

Nadie bombardea los cañones perdidos. Entre ellos, la pieza asentada en una loma, «mil metros» al noreste de la posición, distancia que precisará Picasso en su mapa autógrafo.[626]

Eza quería socorrer Arruit, sin tener sugerencia alguna que ofrecer, y Berenguer, teniéndola ya y precisa, no se atrevía. El alto comisario, con sus precauciones e indefiniciones, acabó contagiando al ministro —de por sí proclive a estos contagios— que hablaría así el 27 de julio: «Comprendo y comparto sus cautelas respecto de los avances, debiendo sacrificarlo todo a la seguridad de la plaza y evitar cualquier quebranto militar».[627] Bien claras quedaban expuestas las razones del abandono de Arruit. Berenguer y Eza sólo tienen miedo de perder Melilla. Lo demás, incluidos tres mil hombres, debe sacrificarse. La capitulación se prepara. Desde Melilla y desde Madrid.

El 31 de julio, a las 20.15 horas, Berenguer diría a Eza que había autorizado a Navarro «para seguir conducta que dicten circunstancias»[628]. Y es que en su despacho a Navarro —de quien recibía avisos de agotamiento inminente—, Berenguer le daba ya plenos consentimientos: «Le autorizo para adoptar resoluciones que propone u otras que de momento estime oportunas, recomendándole únicamente trate retener rehenes y otras garantías análogas, que alejen toda posibilidad de traición»..[629]

Nada podía haber más aleatorio en el Rif español, hundido en aquella derrota visigótica, que alejar «toda posibilidad de traición». Pero Berenguer cree en ello. Y Eza responde: «Claro es que da pena tener relativamente cerca a Navarro y no poder realizar un esfuerzo que sería tan propio de nuestra hidalguía; pero el país se hará cargo de la inmensa responsabilidad que asumiríamos de comprometer algo que fuera sustancia»..[630]

El campo del Hipódromo está limpio, con sus trigales recién segados. Pero seis aviones no pueden ganar una guerra. Rodolfo Viñas dirá que «si ahora hubiera en este campo de mies recién cortada veinte aparatos, la columna Navarro, que resiste, y los bravos defensores de Zeluán y Nador, que no piensan rendirse hasta que mueran, tendrían los medios necesarios para aguardar a las columnas…»[631]. Viñas escribe antes de los desastres.

Batalla entre ministros: armas elegidas y despreciadas

Mientras la columna Navarro permanece asediada en Arruit, en la prensa madrileña estalla una agria polémica entre el general Zuque, exministro de la Guerra con Romanones, y el vizconde de Eza, a punto de cesar.

Luque, desde las páginas de El Sol —donde firmaba con su seudónimo «A de Ele»—, denunció a Eza por despreciar la adquisición de una gran partida de material de guerra británico «a buen precio». Luque definía la operación —la que el vizconde ocultase a Silvestre y Berenguer— como «perturbación cerebral» del ministro, una acción que dejaba al Ejército y a la nación «sin otro recurso que encomendarnos a la Divina Providencia, para que se apiade de nuestra insensatez y nos salve».

Cometería Eza el error de darse por aludido en La Época, diario conservador. El ministro, en su poco madurada réplica del 2 de agosto, llegaría a considerar al material rechazado de «puro ensayo», diciendo que se trataba «tan sólo de cañones de trincheras, unos tractores y parques de Intendencia con algo de Sanidad», lo que le llevaba a introducirse en un asombroso error: «La insignificancia de esos objetos en relación al problema de Marruecos es notoria». Por si no fuera bastante desatino, retaba a Luque a que «hablase con precisión en sus afirmaciones».[632]

La réplica de Luque a Eza dejó a éste situado en la más elemental de las incompetencias militares, pues lo que el vizconde designaba como «objetos» sin significancia, eran los afamados morteros Stokes de 81 mm, el arma más efectiva —junto con la ametralladora— en la guerra de 1914-1918. De ella diría Luque «que dispara un proyectil con un kilogramo de explosivo, con un alcance de novecientos cincuenta metros, que produce un cráter de tres metros de diámetro por uno de profundidad, capaz de enterrar a unos cuantos moros juntos, pudiendo lanzar hasta treinta y dos proyectiles por minuto». Al desconocimiento del valor de aquellas armas, unía Eza la incompetencia de no darse cuenta de la situación del ejército. Quedaba demostrada su invalidez como ministro, y la imprudencia de quien, como Dato, le había promovido a tal rango.

Ante la impavidez ignorante de Eza, Luque se mostrará sarcástico. Por ello proporcionó a su oponente un buen símil de lo que era un mortero de campaña y su precio: «Es sólo un sencillo tubo de acero, y su coste, quinientas pesetas». Como colofón, el general hacía públicos los nombres de los oficiales superiores que componían la Comisión de Compras de Armamento —generales García Moreno, Muñoz Cobos y Villalba—; sin omitir el número de esas armas, su destino final (Marruecos) y sus municiones: «72 artefactos para las unidades de Infantería»; más otros 318 morteros «para las posiciones» y «veinte mil proyectiles».

Entre el formidable conjunto, aparecían proyectiles incendiarios, iluminantes y fumígenos por miles, y hasta 3.125 granadas, «para formar pantallas de humo con las que se puede proteger una retirada», en sarcástica precisión de Luque.

A ello se sumaban 150 estaciones de radiotelegrafía (TSH), cuando ya no quedaba ninguna al haberse perdido la de Silvestre en Annual; 575 teléfonos de campaña, con 145 centralitas; 80 botiquines de batallón, 100.000 paquetes de cura, 500 tiendas cónicas; 70 tiendas-hospitales; 46 equipos de desinfectación de ropa y 12 para esterilización de agua; 17 ambulancias y 4 laboratorios automóviles de radiografía, «para hacer radioscopias en pleno campo de batalla», pues, en postrer sarcasmo de Luque, «hoy da pena el pensar que, en África, un médico tenga que buscar un proyectil alojado en el cuerpo de un hombre».

El general no dio respiro al aristócrata, pues le recordó que la compra de ese material de guerra estaba aprobada en Consejo de Ministros por el propio Allendesalazar, apoyada por los titulares de Hacienda (Bugallal) y Estado (Lema). Por si fuera poco, el general detallaba que la adquisición, valorada en ocho millones de pesetas, «cuando las libras esterlinas estaban a diecinueve pesetas», se hacía ya inasequible, al situarse el cambio a veintiocho pesetas por libra. Y señalaba, mordaz, que la diferencia resultante (más de tres millones) se debía a «la demora del señor vizconde». Luque incluía desafiante apostilla: «El material espera en Inglaterra»..[633] Aquellos ocho millones, aprobados en Consejo pero no desembolsados, fueron los peores dineros que se ahorró el alfonsismo gubernamental. En esa miserable economía enterró su ya poca inteligencia colonial y entre nueve y diez mil vidas. Más la supervivencia del régimen. Ocho millones por una Monarquía. Un poco menos de la dotación anual que percibía el Rey.

Dos rendiciones: una sin perdón y la otra sin razón

En Zeluán, Carrasco y Fernández se defienden. Lo mismo hace o parece que hace Pardo Agudín en Nador. Berenguer tendrá hacia el teniente coronel palabras tan duras como las siguientes: «No se vio en toda la actuación de este Jefe ningún detalle de voluntad de sacrificio por la Patria».[634] El alto comisario no sólo tenía razón, sino que estaba sobrado de pruebas. Todas esas prisas por privarse de municiones —enviar cuarenta cajas de municiones a Melilla, quedándose con sólo ocho—; por refugiarse en la fábrica de harinas sin proveerse de víveres «de los que había abundancia en las tiendas del poblado»; y ese primer mensaje de socorro, que llevaría a nado, «con gran altruismo y valor»[635], el soldado Ismael Muñoz, y en el que Pardo Agudín pedía ayuda «por ser caso de conciencia»[636]. Con demanda tan poco militar, ya sabía Berenguer quién estaba al mando en Nador.

Sin embargo, el mismo Berenguer daría —el 26 de julio, a las 18.30 horas—, un plazo equívoco para el socorro, que lo hacía parecer inminente: «Espero no tardar dos días en ir y conviene que resista».[637] Por entonces, el diario ABC titulaba con énfasis: «En la zona de Melilla mejora la situación. El general Berenguer quiere que el país sepa toda la verdad»..[638]

Un notable rifeño, Aomar Ben Mohammed Ben Abdalá, propondrá a Riquelme «ir con doscientos indígenas de Frajana en auxilio de Nador». El coronel, admirado de tal prueba de lealtad y coraje, decide comunicársela a Berenguer. Nunca debió haberlo hecho, pues fue Aomar a Melilla, con el encargo de informar primero al comandante Lopera —jefe de la Oficina Central Indígena—, y de seguido, la decepción, pues «el ofrecimiento no fue aceptado»[639]. Aquellos doscientos rifeños, llegados con lanchas gasolineras por Mar Chica, hubiesen podido rescatar a la gente de Nador, dado que, entre el muelle de la fábrica de harinas y la mar libre, sólo había «cien metros a lo sumo»[640].

Berenguer tiene que atacar, romper el frente, suponiendo que pueda llamarse así la fluida resistencia que ofrece la harka por delante de Nador. Cierto es que la fuerza rifeña se apoya en un flanco temible, pues el Gurugú es suyo.

El país creía que el Gurugú era español. El Gobierno era el más convencido. Y Eza, el único con dudas. Pues el 2 de agosto, acabando una conversación telegráfica con Berenguer, le dice: «Por cierto, que me hablaron (unos aviadores) de un campamento que habían visto en una de las gargantas del Gurugú, y que suponían enemigo, lo cual no parece verosímil, estando ocupado todo el Gurugú, supongo que incluso los picos últimos de Kol-la y Basbel». Y llega la respuesta, demoledora, del alto comisario: «El Gurugú no está ocupado, ni yo me he referido a él en ninguno de mis partes»..[641] El ministro queda de piedra, y el Gurugú en manos rifeñas.

El Gurugú se había perdido por una inconcebible displicencia. El kaid Aomar Ben Mohammed —el mismo que propuso liberar Nador— no había quedado desanimado, pues a Riquelme le haría el ofrecimiento de «reunir hasta mil doscientos cabileños para ocupar Hasdú, en el Gurugú, en evitación de que la harka lo hiciera». Riquelme se teme lo peor, pero no puede hacer caso omiso del escalafón. Nuevo reenvío de Aomar a la plaza para informar a Lopera, nueva consulta a Berenguer e idéntico resultado, pues «los ofrecimientos no fueron aceptados por los peligros que pudiera entrañar el aprovisionamiento»[642].

En Nador, la defensa proseguía, vertebrada en torno al equipo de guardias civiles —Almarcha, Lozano— que mandaba Fresno. Pero Pardo Agudín había recibido ya carta del teniente Ibarrondo, jefe que había sido del fortín de Imarufen, en la que se le pedía a él y a los suyos «entregar la fábrica si querían conservar la vida»; el teniente coronel repuso que «por lo avanzado de la hora no se podía entrar en negociaciones, citando a los jefes moros para el día siguiente (1 de agosto)»[643]. Otro oficial, el capitán Jiménez Ortoneda, superviviente de Yebel Uddia —próxima a Intermedia A—, iniciaba una segunda mediación desde Melilla.

Berenguer, enterado de esos parlamentos de rendición, avisó por heliógrafo a Pardo Agudín que «será muy conveniente demorar en seis o siete días» esas conversaciones[644], pues ése era el nuevo plazo en el que pensaba auxiliarle. Aquello decidió a Pardo Agudín. En el mediodía del 2 de agosto se comunicará a Berenguer que «se veía venir un grupo por la carretera de Nador, con bandera blanca». Eran los 156 supervivientes de Nador. Su jefe volvía con ellos, «capitulado sin aguardar al término de las negociaciones que el Alto Comisario seguía». La derrotada fuerza llega al Atalayón, y a Pardo Agudín, antes de que suba a su coche y siga viaje a Melilla, le dice el capitán Jiménez: «A mí me deben ustedes el haber salido con vida de ahí».[645]

En esas horas, y en Zeluán, se consuma una gran tragedia.

El aeródromo ha sido el primero en caer, falto de agua y de municiones. Quince cadáveres de jinetes de Alcántara rodean la posición, y de los quince restantes, sólo uno sobrevivirá. Manuel Martínez Vivancos entrega la posición y salva la vida en dificilísima suerte, pues sus hombres, luego de entregar las armas, cuando ya marchan hacia Nador, creyéndolo aún español, son rodeados por los rifeños, que van tras ellos «matando a todos a tiros y gumiazos, logrando pocos escapar»[646].

En la alcazaba, el final llega el 3 de agosto. Carrasco ha perdido un centenar de los casi cuatrocientos defensores que, con él y Fernández, se parapetaron en la antigua fortaleza de El Roghi. En la defensa se ha producido un hecho infame: el auxiliar de Intendencia, Julio Leompart César, tras acaparar buena parte de los víveres, «luego lo vendía a los soldados»[647]. Y se esconderá hasta el agua, pues uno de los raros supervivientes, el soldado Juan Gámez Oria, encontrará «tres grandes bidones llenos el día de la evacuación»[648]. Leompart morirá en la evacuación, que concluirá en un atroz asesinato colectivo.

Antes de capitular, Carrasco ha accedido a que «salieran de la alcazaba más de cincuenta moras con niños, de las familias de los policías»[649]. Los sitiadores, entre los que se encontraban varios soldados de su antigua mía —la que abandonó en Arruit—, le dejan salir. Está condenado, y sin duda lo intuía. Su compañero, Francisco Fernández Pérez, sale también. Lleva con él su fama de oficial prudente y amigo de los moros. No le protegerá en nada. Carrasco ha pactado la rendición con «Hammú hijo y con la harka de Ben Che-lal». A veinte metros de la puerta, Carrasco y Fernández son apartados. Al primero lo insultan, golpean, vejan y torturan —metiéndole trapos en la boca—. Luego lo tirotean y queman su cuerpo. No se sabe si fue Fernández ese «oficial de la Policía» al que, «después de desnudarlo, le abrieron con una gumía el vientre». Muchos de los soldados fueron llevados al corral de La Ina, y después serán fusilados, colgados de los muros y quemados. De ese matadero logrará salir, en un desesperado esfuerzo de supervivencia, Juan Gámez, que relatará en Melilla su odisea. Algunos de sus compañeros escaparán por la carretera a Nador, pero allí estaba «Hammú, el de Segangan, con gente a caballo», que «los persiguió en un radio de cuatro kilómetros, asesinando a los que pudo alcanzar»[650].

En el Atalayón, los rendidos de Nador reciben órdenes de guardar silencio y de esperar. Formados de cuatro en fondo escuchan a un gesticulante teniente coronel. Es Millán Astray, que les advierte de que «dará un castigo durísimo a quien de ellos cuente lo que les ha sucedido o dé detalles que lo expliquen». Millán les ordena marchar, «marcando el paso, hasta el tren», al que suben acobardados y entristecidos, pensando que los van a fusilar. En la crónica de El Liberal, la humillada tropa es descrita así: «No quieren que se les hable. No quieren decir nada».[651]

Paradojas, martirios y objeciones de Berenguer

El 2 de agosto, Berenguer informa a Eza de una iniciativa rompedora en él. Un plan para salvar a la columna Navarro. Eza lo escucha sin darle la prioridad absoluta que merece.

Se trata de una vasta operación de flanqueo sobre el dispositivo rifeño, desembarcando fuerzas en la Restinga, para, tras amagar una embestida por Zoco el Arbáa, con «una brigada y la acción de dos regimientos de Caballería», lanzar el ataque decisivo: «… será el momento de abordar por aquí Nador, para dar la batalla a los contingentes allí reunidos». Es un plan perfecto, dado que se ataca al enemigo por detrás, y cuando éste retirase fuerzas de su frente principal, ofensiva a fondo. Aquí surge el Berenguer imaginativo y lógico, diseñando una excelente idea operativa que sus críticos —Weyler, Luque— le acusarán de no haber previsto jamás. Pero su problema no es tenerla, sino llevarla a la práctica. Piensa hacer un tanteo el 4 de agosto. Le faltarán cuatro cosas: atrevimiento, un acorazado y dos buenos ministros.

Antes de la prueba, Berenguer pide el Alfonso XIII. Lo hace al día siguiente de caer Nador y en la jornada trágica de Zeluán. También sugiere que se compren dos barcazas, «que mandé reconocer a Gibraltar, me dicen que son muy buenas para cualquier operación desembarco venciendo resistencia en Mar Chica, y piden por ellas trescientas mil pesetas»[652]. No es mucho pedir, pero Joaquín Fernández Prida, catedrático de Historia del Derecho Internacional, está al frente de la Armada como podía estar de paseo en barca por el estanque del Retiro. No entiende nada.

Este diputado maurista, antiguo ministro de Justicia y Gobernación, se impone a Eza desde el conformismo y el recelo. Y el ministro de la Guerra, nunca menos guerrero que entonces, claudica: «El Ministro de Marina manifiesta que la ida a Melilla del Alfonso XIII tendría inconvenientes por su porte, aparte otras dificultades que enumera». De seguido, anula la operación de compra de material de desembarco, pues «también me dice (Fernández Prida) no ve la necesidad de las barcazas». Y de sopetón, aparatoso recambio: «A su juicio (el de Fernández Prida), podría resolverse la cuestión nombrando un Contralmirante que asuma el mando de las fuerzas navales».[653]

No resulta difícil suponer el pasmo y hasta la irritación legítima de Berenguer. No hay acorazado, no hay barcazas, pero puede haber un contralmirante. Por eso replica: «Creo que hay equivocación en no mandar el Alfonso XIII». Y aún añade, irónico: «El envío del Contralmirante, sin que su persona nos traiga alguna fuerza más, no es necesario». Menos espontáneo que Silvestre, su réplica a Eza el 4 de agosto equivalía a la de aquél el 5 de julio: guárdense ese almirante.

Con estos antecedentes no cabe esperar nada de la acción del 4 de agosto sobre la Restinga. De gran operación, pasa a ser simple intentona, que fracasa, aunque cuesta treinta y ocho bajas. Navarro, que ha oído truenos bélicos, pide «socorro con urgencia». El despacho heliográfico, vía el Atalayón, llega hasta Sanjurjo, en el puente del crucero Cataluña. El general se lo retransmite al alto comisario, a bordo éste del Giralda. Mientras Berenguer piensa en una respuesta, otro haz de llamadas angustiosas desde Arruit logra alcanzar el Atalayón y es captado por un teniente de Telégrafos, Castro. Es Navarro, quien pregunta «si se le va a mandar columna socorro». Y Berenguer, abrumado, sólo puede enviarle expectativas de negociación con el enemigo, de la que es emisario «nuestro buen amigo Dris Ben Said, a quien V. E. conoce, para que facilite evacuación de esa columna»[654].

La gente de Navarro, que aún ve los humos de Zeluán, está vencida. Sólo vuelan dos aviones. Los grandes cañones de la Escuadra siguen mudos. Pérez Ortiz se preguntará: «¿Es que no hay bombas ni más aeroplanos en España?» Y en nombre de los cercados, interpelará al Estado: «¿Qué organización era la nuestra que en diez y nueve días —del 21 de julio al 9 de agosto— y sin poder estorbar el enemigo al desembarco, no pudo saltar a la Restinga una columna y recorrer 25 kilómetros de terreno llano para auxiliar a los sitiados de Monte Arruit?».[655]

El 31 de julio, Berenguer ha presidido una reunión de generales que adquiere el carácter de Junta. El nudo central del encuentro es si se rescata o no a Navarro. El alto comisario —a su lado los generales Cabanellas, Cavalcanti (llegado ese mismo día), Fresneda, Neila y Sanjurjo, más el coronel Jordana— no ha recibido de sus pares ningún plan salvador de la situación en Arruit. Y tras pasar pesimista lista a las deficiencias de los refuerzos que van llegando —a los que califica de «grupo de unidades sin cohesión»—, le dice a Eza que «al no moverlas (las tropas) creo hacerle a mi Patria el mayor sacrificio que se puede hacer después del de la vida». Berenguer recibe del ministro esta respuesta: «La Nación entera se da cuenta del sacrificio que en V. E. supone el someter su corazón de soldado a su cabeza de gobernante, y puede estar seguro de que tiene por ese sacrificio la recompensa que más ha de halagarle, cual es la admiración y el cariño de su Rey y el de sus conciudadanos»..[656]

Estas frases, que se conocieron meses después, motivaron justas críticas. Entre ellas, las de un observador tan agudo como Azaña quien, en 1923, diría: «Prueba tanto el general (Berenguer) que estamos dispuestos a creer que los equivocados fueron Abd el-Krim y sus rifeños, no amoldándose al optimismo oficial».[657]

Los generales no quieren atacar, pero sus oficiales, sí. El coronel Riquelme testificará, el 20 de julio de 1922, que «en la plaza se opinaba que se debía ir en socorro de Monte Arruit». No sólo Riquelme, sino el teniente coronel Antonio Zegrí, y los comandantes Alzugaray y Carvajal —ayudante de Navarro—, entre otros, padecían la misma necesidad de pelear. Su proyecto es la sencillez misma. Quieren romper las líneas rifeñas, alcanzar Arruit y volver con la gente de Navarro. Carvajal será el designado para «exponer al General en Jefe la formación de una columna mandada por todos ellos y la oficialidad superviviente con los soldados de los distintos Cuerpos, para socorrer a sus compañeros en Monte Arruit»[658]. Otro más de aquellos extraordinarios momentos de la España de Annual. Los oficiales se unen para pedir a su general que luche y salve lo que queda del ejército de Silvestre.

El alto comisario se encoleriza ante la idea. Una ofensiva con miles de hombres, obligados a recorrer treinta y cinco kilómetros hasta una posición cercada y forzados a volver. Setenta kilómetros luchando. Se niega. Tiene razón táctica —su propio plan es el mejor—, pero no tiene razones morales, y puede que tampoco operativas, pues esa cuña, en forma de división (diez mil hombres), hubiera podido (hasta el 3 de agosto, fecha en que Zeluán capitula) quebrar las defensas rifeñas, llegar a Arruit y reembarcar por la Restinga. Bien es verdad que para eso hacía falta una Escuadra y un ministro de Marina, y nada de eso tiene Berenguer. Por tanto, le dirá a Riquelme que, en Arruit, «no hay más camino que ése: el de la rendición».

Riquelme es como Silvestre, de los que porfía. Berenguer, acosado, define como «descabellada e irrealizable» la idea. Pero manda llamar a Jordana: coronel, dénos un cálculo de bajas para ese ataque. Jordana, mitad preciso, mitad evasivo, responde: «Unas mil quinientas». Berenguer estima insoportables tales pérdidas. Riquelme razona que «ese socorro había de influir notablemente en el resultado de la campaña y prestigio de las armas españolas».

Berenguer ofrece a Riquelme que «fuese a ver al Comandante General», que no era otro que Cavalcanti. El sustituto de Silvestre, que es hombre de prontos, apoya a Riquelme y hasta recaba «el honor de mandar la columna de socorro»[659]. Otras adhesiones se conocen: el comandante Abilio Barbero Sandaña, y los ayudantes de Cavalcanti, Cañedo y Santiago. Y volverá Riquelme, animado, a ver al alto comisario, pero recibirá una contundente respuesta: no se sale de Melilla, no se va a ninguna parte. Ni por Navarro ni por nadie. Hay que salvar la plaza y hay que dar muestras de «un valor cívico extraordinario, prescindiendo de insensatas corrientes de opinión»[660], que será uno de los abrumadores resúmenes de la negativa del 6 de agosto, con las firmas, en acta, de seis generales y un coronel.

Cuando capituló Arruit, Berenguer argüirá que sólo disponía de 19.337 hombres, de los que «unos tres mil, reorganizados de la antigua guarnición», eran inválidos físicos o morales, y al necesitar la mitad de los restantes para defender la plaza, le quedaban «ocho mil quinientos infantes para formar columna»[661]. La Instrucción de Ayala y Ruiz de la Fuente demostraría, inapelable, que el 9 de agosto de 1921 había en Melilla 25.806 efectivos: 845 jefes y oficiales y 24.961 soldados.[662]

Berenguer, en conversación con Eza, a las 12.30 horas del 29 de julio, dedujo: «Es éste un caso realmente extraordinario, pues no se trata de reforzar un Ejército con elementos nuevos, sino de crear un Ejército para combatir al día siguiente». Daría Eza la razón a Berenguer, argumentando que «la angustia del primer momento sólo permitió mandar fuerzas como se pudo»[663]. Juan Berenguer, director del diario El Popular de Melilla, hará una síntesis como militar —fue alférez y lucharía en las faldas del Gurugú— de aquellos sucesos, diciendo: «El mayor peligro que se ha de evitar a un ejército, es el de la indecisión de su mando».[664] Sin duda. Pero también la de sus ministros.

El holocausto en Arruit es negado por una confidencia

En relación con la columna Navarro, Berenguer tiene su confianza puesta en Dris Ben Said, en Ben Che-lal, y en Ben-he-Laul. Y también en un rifeño de larga fama: Ben Asmani. Éste, célebre confidente conocido como El Gato —no confundir con Ben Amadi, a quien los guerrilleros del capitán Ariza le habían cortado las orejas en la guerra de 1893—, había pedido a Ben Che-lal que tratara de «ponerse al habla con el general Navarro».

El kaid de los Beni Bu Ifrur respondió con un mensaje en el que decía que contaba con «doscientos fusiles», esto es, sólo doscientos fieles armados. Por si la carta «caía en manos enemigas», Ben Che-lal cambió el término de «fusiles» por el de «duros»[665], que en nada comprometía. Con doscientos fusileros poco se podía hacer en Arruit, donde la harka rondaba los cinco mil hombres.

En la posición cercada, las aguadas son ya cementerios, y la artillería rifeña barre con sus tiros el interior del recinto. Los heridos pasan de cuatrocientos y la gangrena devora a muchos: ciento sesenta y siete defunciones hasta el 7 de agosto. Los equipos sanitarios tienen que amputar, a lo vivo, los miembros destrozados. Es el caso de Primo de Rivera, que dice a sus médicos —los tenientes Peña y Rebollar—: «Terminen pronto», antes de morder el trapo que ha pedido. Tienen que cortarle el brazo izquierdo, deshecho por un proyectil de cañón. La operación es tan rápida como brutal. Primo queda inconsciente. La gangrena le matará en dos días.[666]

Arruit no tiene más opción que capitular, confiando en el enemigo. Imposible resistir más, máxime ante una orden que, se dice, redactó Navarro: «Prohibido quejarse terminantemente».[667] Algunos soldados se suicidan y otros se sublevan.

Navarro lleva dos jornadas negociando, firme en la quimera: que la tropa deje su armamento; que los heridos sean llevados en camilla hasta Melilla, y sus médicos con ellos; que los oficiales conserven sus efectos personales y armas. Es el 9 de agosto y no hay una gota de agua en Arruit. Hacia el mediodía, un grupo de soldados salta el parapeto y corre hacia la aguada. Los oficiales les llaman a voces, les amenazan, y luego «se tira a todo el que se aventura a salir». Pérez Ortiz, cerca de la entrada, intenta contener una más de aquellas alocadas salidas. Y entonces oye, a sus espaldas, el grito tan temido: «¡A matar los oficiales!» El teniente coronel se vuelve, el revólver en la mano. Enfrente tiene a una treintena de desesperados. Exige la identificación de quien ha gritado esa amenaza de muerte. Los soldados, intimidados, se apiñan en un corro y deponen su actitud. Uno de ellos, asustado, delata con su dedo al rebelde del grito. Pérez Ortiz va a por él. Pero cuando quiere sacarle de las filas, el hombre se le echa encima «y abrazándome, me besa afanosamente, llorando con el mayor desconsuelo»[668].

Los tratos con los jefes de la harka los ha iniciado el comandante Villar, el de Abarrán. Salió con tal propósito el 8 de agosto y no se sabe nada de él. Se espera que tenga mejor suerte que el teniente Nicolás Suárez Cantón, también de la Policía Indígena, a quien, el 6 de agosto, al salir con bandera de parlamento, le acribillaron a balazos. Los convenios se están haciendo con Buharray, Abid Lel-Lach y el inefable Ben Che-lal. No se ha hablado de dinero, aunque los rifeños calculan lo que pueden valer ese general español que va en mangas de camisa y con su fajín rojo a la cintura —así se movía Navarro por la posición—, y algunos de sus oficiales: diez mil duros. De los demás, lo que se pueda sacar. Otros intentos se han dado y por cifras millonarias: «Sábese que un teniente de Policía, con dos de éstos a caballo, fue a intimar la rendición de Arruit, exigiendo la entrega del armamento y de tres millones de pesetas»..[669]

Mientras tanto, Berenguer ha recibido, vía Cavalcanti, un aviso «del enviado de Abd el-Krim, que se encontraba en el Monte Mauro, y me dice hace todo lo posible porque esa columna sea reintegrada a Melilla, pero tropieza con grandes dificultades, pues los Beni Bu Yahi y M’Talza no le obedecen»[670].

Este mensaje, que Berenguer confirma a Eza en su conversación telegráfica del 8 de agosto a las 20.30 horas, desvela el intento del líder rifeño por evitar una matanza, y advierte de lo que va a suceder. El jefe de la harka de los Beni Urriaguel y de otros aliados de éstos no representa a nadie en Arruit. En su ausencia, sobrevendrá el holocausto.

Entretanto, Berenguer sabe ya, por Eza, que va a recibir treinta y seis mil hombres «para reforzar la zona de Melilla», con los cuales estima «se podrá realizar el programa mínimo, la recuperación de Nador, Zeluán, Atlaten y Yazanen, la línea de 1910»[671]. Arruit como si no existiese. A la vez, el alto comisario anuncia el envío de cuatrocientos mil sacos terreros y «quinientos kilómetros de alambre espinoso» (28 de julio), que se suman a treinta y un mil granadas de artillería y veinte millones de cartuchos Máuser «hasta los cincuenta millones pedidos»[672]. Silvestre se hubiera conformado con la cuarta parte.

En Arruit, los plazos se acaban. Ha vuelto Villar. Nadie sabrá nunca qué es lo que pactó el comandante con los jefes rifeños. Jesús Villar Alvarado, figura capital no sólo para entender los hechos últimos de Arruit, sino para conocer oscuros rincones de la tragedia africana, iniciada en los montes de Temsaman, será ejecutado en cautividad (Axdir, 12 de enero de 1922).

Navarro da por terminada su resistencia. Antes de salir al encuentro con los jefes de la harka, ordena que se curse a Berenguer este heliograma: «Ruego a V. E. haga llegar la profunda gratitud de los soldados de esta columna a S. M. el Rey por el alentador saludo que le envía en momentos angustiosos de peligros y tribulaciones»..[673] Son las 12.45 horas del 9 de agosto.

Navarro, Ben Che-lal, Buharray y Abid Lel-Lach se encuentran bajo el dintel de la puerta de fantasía —ya en ruinas— que identifica a Monte Arruit. Junto a Navarro, Villar, los capitanes Sainz y Calvet, y el intérprete Alcaide. El convenio se cierra: dejar el armamento y partir con los heridos y sin que nadie sufra daño. Antonio Alcaide Linares recordará que «mientras se corrían las órdenes, para cumplir ese acuerdo, con el pretexto de estar a la sombra, pues era la una de la tarde del 9 de agosto, se trasladaron con el general y algunos oficiales que le acompañaban a la estación…»[674]. Navarro no sospecha nada, pero aún se vuelve e invita a Marquerie a unirse a su Estado Mayor. El antiguo profesor de la Academia de Artillería en Segovia, imperturbable, rechaza la invitación. Prefiere compartir la suerte de su gente. Y saluda al general, que se va.

Alfredo Marquerie y Ruiz Delgado es hombre recio, más bien grueso, de mirada abierta, trato afable y padre muy sentido. Tiene un hijo de catorce años en Melilla, que, con el tiempo, será famoso crítico teatral. Al despedirse de él días antes, saliendo para Dar Drius, le había dicho: «Hijo mío, ya no nos volveremos a ver»..[675]

Por delante de Marquerie se alinean largas filas de enfermos y heridos. Van a salir los primeros. Allí están los tenientes médicos Teófilo Rebollar Martínez, José Rover Motta y Enrique Videgain Aguilar, que charlan con Felipe Peña, herido éste en la cabeza mientras defendía el parapeto —hecho por el que será propuesto para la Laureada—. En una de las camillas yace el hijo del coronel Sánchez Monje, Enrique, con una pierna cortada por el mismo proyectil de artillería que provocó otras treinta bajas el 7 de agosto. Otro de los heridos es el capitán Lobo, el que fuera jefe de Ben Tieb. Y el teniente coronel Marina, casi ciego; o el capitán Bandín, primer jefe de posición en Arruit.

Manuel Bandín Delgado estaba en Melilla, enfermo de la vista, dolencia crónica en el cegador Rif. Al tener noticias del desastre, había subido a un coche y llegado a Arruit el mismo 22 de julio. De pie y a su lado, según testigos[676], el teniente Pedro Gay de la Torre, su amigo. Muy cerca, un grupo de oficiales de Alcántara: el capitán Julián Triana Blasco, que ha defendido la puerta principal con una ametralladora; los tenientes José de Manterola y Victoriano Púas Elvira, y el capellán del regimiento, José Campoy Irigoyen.[677] Llevaban sobre sí las señales del combate vivido, esos once días de furia que parecen terminar. Con la sencillez del convencido de su hacer, lucen sus insignias, las pruebas del sufrimiento vivido. Confían en sobrevivir. Todos, menos Peña, van a morir.

Llega la orden de salir. En varios puntos, unos turbantes giran, en veloz molinete, por el aire. La señal.[678]

Los rifeños se abalanzan. Van a por las armas y a por las vidas. Pisotean a los heridos, empujan y golpean a soldados y oficiales. Sobreviene el asesinato de todo un ejército. Marquerie, a los que están con él, les dice «rezad si sois creyentes», porque «éste es el último momento». La tropa, confusa y ya desarmada, se apiña para intentar defenderse o sale corriendo en desbandada. Les esperan los hombres de Beni Bu Yahi y Metalza. Llevan siete años aguardando esa salida. Con sus fusiles encuadran la puerta de salida y la cuesta de Arruit. Los españoles corren por en medio de ese largo canal de muerte. Pocos llegarán al otro extremo. Para los que lo consigan, aún les queda perderse por los campos ardientes pensando llegar a Melilla, o fingirse locos y así recibir algún miramiento en los aduares. Y aún quedaría la opción de salvar la vida con dinero gracias a amigos y familiares, caso de Felipe Peña, que, herido, pudo llegar a Segangan, «donde negoció su libertad»[679].

Navarro y su grupo quedan sobrecogidos. La matanza paraliza sus movimientos. Piensan que también serán muertos, pues Ben Che-lal y otros «jefes moros tuvieron que contener, fusil en mano, a los que se dirigían a la estación». Al desplazarse la masa de rifeños en busca del botín, se salvan. Fue entonces cuando «le dieron al general un caballo y montaron a la grupa de los suyos a los demás oficiales»[680]. Van a las casas que Ben Che-lal posee a poco más de un kilómetro al nordeste de Arruit. Allí permanecerán hasta el 25 de agosto, en que marcharán a Alhucemas.

En Melilla no se sabe nada. Hasta que llegan, en la mañana siguiente, dos soldados supervivientes de la hecatombe. Cuentan, al mismo Berenguer, que «la chusma de las cábilas invadió el puesto» para apoderarse de las armas «que previamente se habían dejado en tierra, y con ello se originó una refriega», de donde derivó que «fueron muertos gran número de los de la guarnición». Berenguer se muestra escéptico. Le avisan de la llegada de un rakkas (mensajero) con una carta de Navarro. El general de Arruit dice a su superior cuál es su situación —«Después del desastre, estoy prisionero…»—; pasa lista de quienes estaban con él —«comandantes Zaragoza y Villar, capitanes Sainz, Correa, Hernández y Aguirre, teniente Enrile y alféreces Arévalo y Gilabert, intérprete Alcaide y siete de tropa»—; expone el coste de su liberación —«diez mil duros por el rescate»—; indica el lugar por donde puede llegar esa suma —«en la Restinga»— y rubrica lo sucedido con su firma. Es la prueba de la tragedia.

Berenguer llama a Madrid. Son las 13.113 horas del miércoles 113. Y a Eza, tras saludarle, le dice como excusa: «Llamo a V. E. a esta hora extraordinaria (¡!) para darle cuenta del doloroso desenlace de la heroica defensa de Arruit». Luego tranquiliza al ministro aclarando que ha escrito a Navarro «diciendo que se aceptan las condiciones» de su rescate, precisando, como ruta segura para los delegados rifeños, que éstos «pueden ir hasta los pozos de Aograz y de allí marchar a la Restinga, donde recibirán el precio convenido». Eza contesta: «Verdaderamente es doloroso cuanto

V. E. me comunica, y causa indignación ese asesinato vil de que han sido víctimas nuestros hermanos»..[681]

Pasa otro día y aparecen dos nuevos supervivientes, que confirman la atrocidad habida en Arruit. Berenguer sabe ya que el Gobierno ha presentado la dimisión, y ante ello se confía a Eza: «Aunque, desde luego, supongo que esto no será cierto, y yo sería el primero en lamentar sinceramente tal resolución». Eza le confirma la crisis, y Berenguer señala al ministro que puede hacer uso de su telegrama del 4 de agosto, donde ponía su cargo a disposición del Gobierno. En el ínterin, le pasan a Berenguer una «confidencia de emisario de confianza», que traslada a Eza «por ser más consoladora que las de hasta ahora».

El correo proviene de Ben Che-lal, el cual asegura que a su casa «han ido llegando otros oficiales y soldados, hasta veintiocho». Luego habla «de unos trescientos» que marcharon hacia Beni Said y «a voluntad propia», pero «conducidos por gentes de Beni Urriaguel, para presentarlos a Abd el-Krim». A continuación transmite «que por la mañana del día de la evacuación hubo bastante fuego, resultando unos cien muertos de los nuestros, pero sin que nuestras fuerzas fuesen hostilizadas ni traicionadas (¡!)». Y Berenguer, alzado a la más alta de las incongruencias, razona a Eza: «Esta confidencia coincide con otras varias de las que me da cuenta la Oficina Indígena, y me hacen pensar que el relato de los soldados era exagerado, por lo que si V. E. así lo estima no merece la pena transmitirlo». Y Eza que responde, seguro de sí: «Puede suprimirse la transmisión».[682]

Berenguer se atreve a considerar factible que «unos trescientos» españoles marchen, y por «voluntad propia», a ver al jefe de la rebelión rifeña, cruzando todo el territorio sublevado (más de cien kilómetros entre Arruit y Annual). Ese mismo 11 de agosto, el diario El Sol titulaba en grandes caracteres: «Los moros han entrado en Monte Arruit». En oposición, el conservador ABC anunciaba: «Se espera que hoy llegue a Melilla el general Navarro con parte de su columna».

La muestra de mayor realismo la proporcionará el Diario de Operaciones de la Escuadrilla de Melilla. Entre los días 10 y 16 de agosto de 1921, enlazados con una llave, figura la escueta mención: «No se vuela».[683] No es falta de combustible, ni de bombas, ni de pilotos o aparatos. Es que los últimos en volar sobre Arruit —las parejas Buruaga-Camacho, Mateo-Valdés y Carpio-Bellod— descubren miles de cuerpos exánimes.

Y Berenguer le dice a Eza: «Hoy me han pedido (sin decir quién) autorización para suspender vuelos, porque la escuadrilla está realmente necesitada de un reposo para poder volar».[684] Ese «reposo» es una aterradora ausencia de razones para salvar los restos del ejército de Silvestre, muerto en bloque.

Despedida de Gobierno y encargo de guerra química

El 12 de agosto, Eza y Berenguer mantienen nueva conversación telegráfica. Millán Astray está presente en el despacho del ministro, pues ha ido a Buenavista para informarle de la situación en Melilla. En su parte final, la conversación prosigue así:

Ministro: «—De Artillería, que es lo que más me preocupaba, están ya todos los pedidos en curso, procediéndose además a la compra de tanques, morteros de trinchera y componentes gases asfixiantes para su preparación ésa (Melilla)».

Alto comisario: «—Siempre fui refractario al empleo de los gases asfixiantes contra estos indígenas, pero después de lo que han hecho, y de su traidora y falaz conducta, he de emplearlos con verdadera fruicción».

Ministro: «—Mi propósito respecto de los gases es instalar ahí (en Melilla) su utilización, quedando a juicio de V. E. la apreciación del uso de los mismos. Nada más se me ocurre, sino despedirme con todo afecto».

Alto comisario: «—Créame V. E. que los emplearé, y me despido y pongo a sus órdenes con el mayor afecto».[685]

Berenguer no vería cumplido, como alto comisario, su propósito. Pero la iperita y el fosgeno, gases que los alemanes emplearon en las luchas por Yprés (1915), llegarían a Marruecos.

Con una composición basada en el sulfuro de cloro-etilo, la iperita generaba un compuesto letal de violentísimos efectos: destrucción de las mucosas respiratorias, provocando asfixia y la muerte; lesiones graves (ampollas) en la piel; ceguera parcial o absoluta.[686] Las Convenciones de La Haya —en 1899 y 1907— prohibían los gases de guerra, que el Tratado de Versalles de 1919 —que la España alfonsina firmó—, volvió a prohibir. La desesperación por las matanzas de españoles en Arruit, Quebdani, Nador y Zeluán, desmoronó las barreras morales sobre su uso.

La fiereza de una guerra en la que ambos bandos apenas tomaban prisioneros; la tardanza en formar un ejército que pudiera romper el frente; la incompetencia en la dirección de las operaciones y el sufrimiento de las tropas llevaron a que, en el Congreso, se pidiera la utilización de gases asfixiantes. En este sentido se expresaron Solano y Crespo de Lara.[687]

Las peticiones de iperita se formalizaron el 20 de agosto de 1921, fecha en la que «se pidieron gases asfixiantes para cargar bombas y espoletas adecuadas»[688]. Los impedimentos internacionales bloquearon el intento. Pasarían dos años.

El sangriento empeño por dominar Tizzi Assa, Verdún del Rif, acabó con los recelos. El 15 de julio de 1923, Luis Silvela, exministro de Marina y entonces alto comisario, hablaría a Aizpuru del «terror causado por el pequeño ensayo hecho en Tizzi Assa con proyectiles de artillería». Y hasta pidió Silvela que «mañana, en Consejo de Ministros, se ocuparan, preferentemente, de solucionar la adquisición y envío inmediato de cinco mil bombas, como mínimo, de gases asfixiantes para aeronave»[689]. Tras consultar con los generales Castro Girona y Martínez Anido, consideraba Silvela que «en el empleo de ese medio de guerra está la solución rapidísima del problema de Marruecos»; iniciativa que permitiría «escatimar las vidas de nuestros hombres, no alarmando a la opinión con sangrientos combates». Un mes antes, en Berlín, el proceso se había reabierto. La Alemania de Weimar colaboraba: irritada por la ocupación francesa del Rhur, no tuvo reparos en facilitar sus más devastadores secretos bélicos a una potencia que, en Marruecos, era enemiga de Francia.

El coronel Despujols, jefe de Estado Mayor en la Alta Comisaría, sería informado por E Mohoa —su enviado a Berlín—, de una entrevista con Von Tschudi, «Presidente de la Aviación Alemana», y con «el director de la Sección Química». Ese mismo día (14 de junio 1923), Mohoa enviaba un informe al teniente coronel Kindelán. El alemán y el español convinieron, sobre la guerra de gases, que «estos procedimientos, que a primera vista parecen inhumanos, son, al contrario, muy humanitarios por la rapidez de sus resultados». Mohoa añadía: «Según el cálculo que me hizo (el ingeniero alemán), resulta que cincuenta bombas de cincuenta kilos cada una son suficientes para limpiar un terreno de veinte kilómetros cuadrados».

La trama se completaría con la construcción de una fábrica de productos químicos en San Martín de la Vega (al sureste de Madrid), a la que se pondría por nombre «Alfonso XIII». Al fracasar la producción, «se entró en relación con el Grupo Stolzenberg, alemán, que propuso fabricar Yperita en Melilla, por un método anticuado», en el que el elemento base —Diglictol— se trataba con ácido clorhídrico. El empeño concluyó «comprándose en Alemania unas cuantas toneladas de Diglictol, que se sacaron de contrabando y eran las únicas disponibles en el mundo»[690], según nota de despacho hallada en la documentación de Romanones. En cuanto a la factoría que Eza quería instalar en Melilla, se haría realidad. Un mapa del territorio, de la Compañía Minas del Rif, de 1934 y a escala 1:20.000, la situaba, a la altura de la Segunda Caseta, en el kilómetro 7,400 de la carretera a Nador, y con la concluyente denominación de «fábrica de gases»[691].

Un ejército de desaparecidos

Cinco meses después de morir Silvestre, un general, tras escuchar a docenas de supervivientes, termina un denso documento. Es Picasso quien, con su minuciosidad, se enfrenta a la relación de los oficiales presentes en Annual el 22 de julio. En total, ciento noventa y cuatro nombres. Cubren seis páginas. Y forman un cementerio.

Hay que imaginarlo allí, en Melilla, en aquellos meses del otoño e invierno de 1921, comprobando testimonios, aclarando dudas, definiendo consecuencias y decidiendo actos. Picasso escuchará a setenta y ocho hombres y una mujer, sólo en relación con Annual. Cincuenta y tres son oficiales; otros veintidós son clases y soldados, y cuatro son civiles (los paisanos Landaluce y Verdú, el intérprete Alcaide y la cantinera Juana Martínez López).

Después de oír a estas setenta y nueve personas, Picasso se enfrenta con los muertos, los desaparecidos, los prisioneros y los que han vuelto. A todos los pondrá en su sitio. Y sin temblarle la mano, aunque cabe suponerle que envuelto por una intensa emoción, escribirá, al lado de aquellos ciento noventa y tres nombres de Annual[692], las palabras que fijan sus destinos: «Muerto», que precisará sólo siete veces; «Prisionero», con seis anotaciones; «Desaparecido», que enumerará setenta y dos veces; y «Presente» o «Plaza», que citará en noventa y cinco ocasiones.

Trece nombres más quedarán bajo un enigmático «No»: cuatro españoles y otros nueve rifeños, de los que uno, al menos, volvió a Melilla: Brahim Ben Lahassen. Un valiente, que hizo honor a su distintivo de mokadem («El que va delante»), averiguando algunos de los dramas ocurridos en la línea del Muluya.

Picasso sigue escribiendo. Lo hará en todas las posiciones en que hubiera oficiales, españoles o moros. Y siempre sobre la relación de efectivos presentes aquel 22 de julio: en las tres Intermedia, en Afrau, Buhafora, Sammar, Sidi Dris, Tazarut Uzai, Terbibin. En todas, por pequeñas que sean. El tamaño del blocao o el campamento no hace a la gesta. Ni a la infamia.

Picasso hará igual con las grandes posiciones, como en Ben Tieb, donde, de veinticinco nombres, apuntará «Desaparecido» en diecisiete de ellos; en Dar Drius, en la que, de cincuenta y un nombres, anotará «Desaparecido» en treinta y dos y «Muerto» en otros nueve; mientras que en Zoco el Telatza, de treinta y un oficiales, la fatídica mención «Desaparecido» aparecerá en dieciséis ocasiones. En Quebdani, donde fue destruida la columna Araújo tras la vergonzosa rendición, Picasso pondrá en doce nombres la anotación de «Prisionero»; en cuatro la de «Presente», en uno, la simultánea de «Hospital» y «Herido». El letal «Desaparecido» surge en los veintitrés nombres restantes, resumen de lo que allí ocurrió el 25 de julio de 1921.[693]

Durante meses, Picasso escribirá estos listados de la desolación. Nueve meses en total le costará saber lo que fue del ejército de Silvestre. Un ejército de desaparecidos.

En Arruit estaba el grueso del ejército perdido. Momificado y descarnado. Un ejército de esqueletos dispuesto a contrariar la versión oficial.

Durante dos años, esas formas de pesadilla desfilarían por las tribunas del Congreso de los Diputados. Y uno tras otro, se llevarían consigo a los gobiernos, a los grandes líderes, a los jefes militares, y hasta al gobernante del sistema, al Rey.

Aquella ausencia de lucha —del generalato y del Estado— por los hombres de Arruit, supondrá el peor distintivo para el Ejército alfonsino y para la carrera de quien lo manda en África y la peor de las expectativas sociales y morales para la Monarquía, que allí, en Arruit, deja abiertas las puertas a la República.

Sólo Picasso y Aguilera, con su gente —los Ayala, Romanos y Ruiz de la Fuente—, quieren saber la verdad. De su pelea saldrá dignificada la institución militar y reforzado el Parlamento, pilar de la soberanía nacional. En el mismo impulso rescatarán la memoria del ejército perdido.

En Arruit aparecerían 2.668 hombres. O formas que se les parecían. Año a año, vencedor póstumo del polvo, el barro, el hielo o el calor, fue apareciendo aquel ejército de cuerpo presente. Los emotivos encuentros con sus despojos se prolongarán hasta la guerra civil.