Capítulo V

El general de las tres colinas

Un ejército de permiso y el coronel «aquí me quedo»

A las cuarenta y ocho horas de perder Abarrán, Silvestre toma varias decisiones: monta una posición en Talilit, a medio camino entre Sidi Dris y Afrau; asegura Buymeyan, cerro que hace de avanzada de Annual, y repite similar acción en tres puntos que son claves de su retaguardia: Intermedia A (por delante de Ben Tieb), e Intermedia B y C, ahorquilladas sobre el paso del Izzumar.

El 7 de junio, Silvestre completa su dispositivo con otro atrevimiento: Igueriben, la colina amarilla que se percibía desde Abarrán. De cerca, Igueriben impone. La aguada se encuentra a cuatro kilómetros y medio. Abastecerse allí es un combate diario, luego se depende de Annual. Y Annual va a depender de Igueriben. Un ejército a cambio de un espolón rocoso. Una elevación próxima a Igueriben, en forma de salchicha, puede ser su cobertura o su desamparo. Será lo último, porque esa Loma de los Árboles no podrá ser ocupada. Buymeyan, que tenía su aguada en un barranco situado «a unos cien metros» —como pudo comprobar el teniente médico Vázquez Bernabeu, allí destinado—[271], era un enclave defensivo mucho mejor que Annual, pero Silvestre, que estudia tal permuta, acaba renunciando a ella.

En esos días, Silvestre concede licencia, «ilimitada», a los soldados de la quinta de 1918; más «licencia temporal» a los componentes de la de 1918 y 1919. De golpe, pierde tres mil veteranos. Serán reemplazados por los quintos de 1920, «sin instrucción apenas, y con un miedo a los moros enorme»[272].

Silvestre vuelve a pedir refuerzos —el Grupo de Regulares de Alhucemas, que se le denegará una vez más—, y armas automáticas. De Eza, como limosnera ayuda, recibe veinte ametralladoras, las desastrosas Colt, tan malas que harían falta cien más. Y el caso es que las hay y excelentes: las Maxim 08, las máquinas alemanas que los contingentes destinados en Camerún tuvieron que entregar a los Parques españoles en 1914, cuando aquellas tropas en derrota fueron internadas. Berenguer sabe que existen (hablará de ellas a La Cierva). Silvestre no se acuerda de este material y Eza no parece saber nada del asunto.

Morales sigue con sus gestiones de paz. Convoca a varios notables a una reunión secreta. Punto de la cita: el aduar de Buymeyan. Hacia allá van once hombres. Tres españoles —Morales y sus ayudantes, el teniente Civantos y el capitán García Margallo— y ocho rifeños: Si Ammar Mohamadi y Si Dadi Mohamadi Jenais Dallah, de los Beni Urriaguel; Ammar Saddik, Mohand Saddik y Buzen Dris, de los Beni Hadifa; Si Abdallah Hach, de los Beni Abdallah; el faqih Laarbi, de los Beni Ittef, y un octavo, no bien identificado (Si Dadi…) de los Tafensa (Bocoya).

El propósito de Morales es «formar un partido español», esto es, reconstruirlo. Ofrece a sus interlocutores «cien duros a cada uno para comenzar sus trabajos»[273]. La maniobra no es en contra de los Abd el-Krim, sino que pretende terminar con las temeridades de Villar. Morales presiente el peligro.

El mismo Mohammed Abd el-Krim, en carta fechada el 26 de junio de 1921, dirá: «Pasó lo que pasó en Abarrán y en toda Temsaman y la culpa de ello no somos nosotros. Por una parte estuvimos comunicando con el coronel Morales, y sin terminar (los pactos), sin darnos cuenta, se hizo la operación». A la misma la calificaba de «traición». De seguido, hablaba de «llegar a un acuerdo y ahorrar la sangre que se derrama». Aceptaba, de forma implícita, su participación en la rebelión armada. Sin embargo, simbolista y precavido, proclive al pacto, se preguntaba: «¿Por qué no venimos al camino?»[274] El de la paz, el de Morales.

El encuentro hispano-rifeño en Buymeyan acaba en nada, pues el 11 de julio Silvestre manda radiograma a Berenguer en el que le previene de otra entrevista, que «se ha de celebrar mañana, martes». Nada más se sabe. Las relaciones se cortan.

Dávila, enfermo, solicita licencia y se va.[275] Terminando su equipaje, Dávila se confiesa a Morales: «Me voy, Gabriel, estoy mal y tengo cuatro hijos». A lo que responde el jefe de la Policía Indígena: «Y yo también, Fidel, pero aquí me quedo»..[276]

Una loma perdida en los partes

Ese 9 de julio de 1921, desde Buymeyan, Vázquez Bernabeu distingue la amenaza que se cierne sobre Igueriben: los rifeños construyen «muros aspillerados y parapetos en toda la extensión» de la Loma de los Árboles, fortificaciones que disimulan «con haces de paja»[277]. Desde el Peñón de Alhucemas, el jefe de su guarnición, teniente coronel Civantos, ve que «se han encendido muchas hogueras llamando a la harka del Amesauro»[278], monte que ejerce de señalero bélico para las cábilas de la región.

El 17 de julio se plantea el primer asalto por Igueriben. Lo ganan los rifeños, que desbaratan el empeño de sus iguales, las fuerzas de la Policía Indígena. Al caer la noche, se cuentan las pérdidas: diecisiete muertos y cincuenta y tres heridos, que Silvestre, en su parte a Berenguer, transformará en «unas cincuenta bajas». Nada dice del objeto de la porfía, la Loma de los Árboles. Berenguer se quejará, en 1923, de que le había sido ocultado aquel peligro, y se pregunta: «¿Por qué no se me dijo que, después, de varios asaltos, las fuerzas no pudieron llegar al punto que se proponían y acabaron por huir, si es que así ocurrió, como después se ha referido?»[279]

Silvestre solicita a Berenguer autorización para contraatacar, «contando, desde luego, con casi totalidad probabilidades éxito»[280]. Berenguer, tras divagar sobre sus instrucciones, responde: «… esto no quiere decir que deba V. E. encerrarse en una pasiva defensiva; por el contrario, creo que se deben aprovechar cuantas ocasiones favorables se presenten para reaccionar ofensivamente»[281]. Está consintiendo.

En Annual llega la crisis de las municiones. A las 00.45 horas del 18 de julio, el coronel Joaquín Argüelles y de los Ríos, jefe de la Artillería y de la circunscripción, autoriza el envío a Silvestre del siguiente telegrama: «Quedan 188 granadas ordinarias, 12 rompedoras, 16 botes metralla, 350 granadas de mano, 281.000 cartuchos de fusil». Doce horas más tarde, no queda un solo proyectil. Lo afirma un capitán, que redacta este otro despacho: «18/7/21. 12.45 h. Clave: P. No tenemos municiones cañón montaña ni campaña. Enemigo hostiliza Buymeyan desde Zauia y loma Tisingart, no pudiendo enviarles municiones cañón. Antonio Valcárcel. Descifrado e inutilizado el original».[282]

Un teniente bravo que no es héroe reglamentario

Hay que ayudar a Igueriben a toda costa. Un convoy lo intenta. Lo manda el comandante Juan Romero López, que resulta herido mortalmente por un francotirador. El convoy sigue adelante, protegido por un escuadrón de Regulares mandado por el capitán Cebollino von Lindeman. En la columna forma un pelotón de diecisiete artilleros, guiados por el zaragozano Nougués Barrera.

El abastecimiento lo llevaban sesenta y siete mulos, portadores de otras tantas cargas, distribuidas así: diez de agua, doce de víveres, cuarenta y una de municiones, y cuatro artolas (para transportar heridos). Las municiones estaban constituidas por 336 granadas de metralla de 75 mm, 36 granadas rompedoras, 176 ordinarias, una carga de botes de metralla y diez cajas de cartuchos de fusil.

Rodeados de tiros y gritos, los Regulares de Lindeman, que se luce en una carga por las bravas, despliegan y cortan el acoso rifeño. Pasados unos minutos, vuelve el paqueo. Empiezan a caer hombres y mulos, más de los primeros que de los segundos, pues los harqueños afinan la puntería. El convoy se estira, mientras los acemileros azuzan a voces y fustazos a las caballerías. Los pelotones se cubren entre sí, haciendo fuego por descargas.

Ya en la subida a Igueriben, Nougués cae al suelo, muerto su caballo de un pacazo. No se desanima. Y poniéndose «al frente de ellos, pistola en mano, hizo que, en impetuoso avance, el convoy llegase a su destino»[283]. Varias cargas han rodado por la pendiente, al ser abatidos los mulos, pero Nougués responde, y sus hombres con él: las cargas de cañón son introducidas, «a brazos de los artilleros», en la posición, donde son vitoreados. De sus diecisiete artilleros, ocho están heridos. Es el 50 por ciento de bajas, y eso implica la concesión automática de la Cruz de San Fernando. Pero a Nougués, que ha quedado en Igueriben con siete de sus heridos —al más grave logra enviarlo a Annual, en una artola—, nadie le dará Laureada alguna. Cuestiones de reglamento. Se hace la noche y la harka ataca. Igueriben, sin campo de maniobra —el parapeto se yergue a unos diez metros de las tiendas—, se defiende. Durante el combate, los rifeños llegan a la alambrada. Son rechazados con bombas de mano, ráfagas de ametralladora y hasta con las bayonetas. Nougués, que ayuda en los cañones, dispara con la espoleta graduada a cero —cien metros—, dada la proximidad de los asaltantes. Desde las alturas próximas, los harqueños se vengan fusilando a los indefensos mulos. Las pesadas moles, al sentirse heridas, cocean, se espantan y se desploman sobre la alambrada, destrozándola. Al amanecer, muy pocos quedan vivos. Cubiertos de rozaduras e insectos, cojos y algunos ciegos, braman. Los españoles los rematan. Al llegar la tarde ardiente —temperaturas de 55.º al sol—, sus cuerpos muertos estallan. Convertidos en monstruosos globos de carne y excrementos, expiden oleadas pestíferas que hacen vomitar a los defensores. Pero lo peor es que forman una escalera de putrefacción adosada a la rampa de entrada. Por ella subirán los rifeños.

El 7 de julio de 1923 se dirá de Nougués que, «aunque el comportamiento del teniente es heroico, estando comprendido en el caso sexto del artículo 49 del Reglamento de la Orden, el que suscribe (bajo firma ilegible), entiende que el caso señalado se refiere a la fuerza de protección de un convoy, más no a los conductores de éste». Y el mismo fiscal determinará: «Además, aun cuando tuviera aplicación (el Reglamento), faltaría probar que se salvaron las armas y municiones de los que fueron bajas, cosa que no se ha hecho».[284] Las armas desde luego no se salvaron. Las municiones, menos. Tampoco se salvaron los oficiales, muertos todos, menos uno, con sus hombres. Conforme a Reglamento.

Igueriben: ese «corralito» para hombres bravos

El 18 de julio, el fuego de artillería y fusilería es constante en todo el frente. La harka corta el camino del Izzumar con un trincherón que repara, a toda prisa, una compañía de Ingenieros.[285] Conservar el Izzumar, pelado cuello de Annual, es cuestión de vida o muerte para miles de hombres, pero las estratégicas alturas son dejadas como están: a cargo de 144 infantes, más un destacamento de 21 artilleros y cuatro piezas de 75 mm.[286] Se considera suficiente defensa, y lo es. Pero en el Izzumar faltará el valor, todo el valor.

Se prepara otro convoy para ayudar a los hombres cercados en el espolón. Manda allí el antiguo jefe de Sidi Dris, el comandante Julio Benítez Benítez, de treinta y tres años. Es un oficial despierto y calmo, pero con sus lentes redondos, su aire ceñudo y su pesimismo (realismo) sobre lo que ocurre, le han tomado por derrotista. Sin embargo, ha dicho a su gente que están todos allí, en ese acantilado de furia que es Igueriben, y al que define como «este corralito», para algo muy grande y muy desesperado: sostener la frente del ejército.

La ayuda aérea consiste en un aparato, al que luego se une otro. Sus bombas, de escasa potencia, ni asustan a las masas rifeños. Los de Igueriben los ven alejarse hacia Melilla, planeando bajo la recalentada atmósfera de la tarde. Navarro, que estaba de permiso en la Península, enterado de la angustia que se vive, vuelve.

Miércoles 19 de julio. Otro día de fuego, calor asfixiante y tiroteo insistente. Sale un nuevo convoy para Igueriben. Lo manda Núñez de Prado: seis compañías de Infantería, dos escuadrones de Regulares, una batería de montaña. Unos mil hombres y cuatro cañones. La columna lleva doce cargas de víveres para tres días, cincuenta y tres cubas de agua «que después de vaciarlas en las cubas de la posición habían de reponerse en la aguada próxima si era posible», una dotación de proyectiles para la batería de Orduña y Nougués, cien granadas de mano, diez cajones de cartuchos de fusil y «ocho latas de petróleo para quemar el ganado muerto»[287].

Los harqueños impiden el paso. Su fuego es el de costumbre: preciso, cambiante, letal. El teniente coronel Núñez de Prado es herido en un brazo pero aguanta. Sus hombres se parapetan en las piedras, entre los terrones calcinados por el sol. Cebollino galopa hacia Annual, por entre una polvareda de tiros, para manifestarle a Argüelles lo obvio, que es imposible avanzar. Vuelve con la orden de resistir sobre el terreno. Núñez de Prado despacha a otro de sus ayudantes, el capitán Zappino. Otra galopada de supervivencias por entre las balas enemigas e idéntica respuesta de Argüelles: hay que resistir donde se esté. Carlos Zappino intenta el regreso, pero no llega, le matan.

El capitán se ha detenido un momento, irritado por la falta de órdenes y la falta de coraje en los soldados; y cuando «se lamentaba ante un oficial de E. M. de la fría acometividad de las tropas, jurando que él conseguiría entrar con el convoy o perecería en la demanda, fue muerto por el enemigo»[288]. Su esquela aparecerá en el diario ABC, en su edición del viernes 22 de julio, donde se lee que el finado «murió en servicio de su Patria, en Annal (sic), el 19 de julio». Será el primer y único caído en el desastre del ejército de Silvestre del que el público madrileño tendrá recordatorio. Luego vendrán a cientos, por miles. Pero ya sin esquelas, sólo con el dolor del país entero.

A las dos de la tarde se presenta en Annual el coronel Manella, dispuesto a sustituir a Argüelles, el cual acepta el relevo con alivio no exento de confusión: llega un verdadero jefe. Muchos oficiales han pedido tal cambio, y el destinatario de esa confianza se siente «alagadísimo», como dirá a su esposa, María Du Quesne, en su última carta, escrita el 18 de julio. Ella la leerá después de que Madrid se desplome al conocer el desastre africano. A su marido le darán por «desaparecido».

Durante setenta y siete años constará así. Un grupo de prisioneros mandados por un sargento, un comandante general en Melilla, un alto comisario en Tetuán y un ministro de la Guerra en Madrid sabrán la verdad: Manella, muerto, identificado y enterrado. Muy cerca de Annual.

Un jefe olvidado y una petición «urgentísima»

Francisco Javier Manella Corrales es militar probado: ha hecho la guerra en Cuba y en África y en ambas ha obtenido nota de excelente. Este gaditano de cincuenta y un años, espigado, bien parecido, contrario a las contemplaciones, es uno de los leales de Silvestre. Servirá al general hasta el fin, participando no de su muerte —Manella caerá luchando—, aunque sí de su leyenda. Hombre de Caballería, responde a tal concepto, lo mismo que el fiel Manera Valdés, de cuarenta y nueve años, ayudante de Silvestre y cubano de nacimiento como éste.[289]

Manella está en Melilla —desde el 21 de mayo—, para cumplir un nuevo turno de operaciones. Al desembarcar, se encuentra con que la unidad a su mando, el 14.º de Caballería, Alcántara, está repartida por el Rif y en grado tan superlativo que supera lo ridículo: escuadrones y pelotones se estiran a lo largo de una línea de ¡ciento veinte kilómetros![290] A la dispersión se une la inutilidad y algo más, la abulia. Manella pone orden y pone ganas. De su gente dirá, en carta del 13 de junio: «Este Regimiento estaba acostumbrado a la pasividad, y ahora están que se mueven de lo lindo».

El nuevo guía de Alcántara, pese a su prudencia epistolar —rara es la carta en la que no incluye las siguientes prevenciones a su esposa: «secreto», «reservado» o «no digas nada»—, pone las verdades también. Del oficial que ha relevado, sin citar su nombre, dice: «El otro Coronel, según me dicen, y yo lo sabía, era más bien un gran oficinista que Jefe de Caballería».[291]

Manella parte, el 14 de junio, para su primer mando en Annual como jefe de la circunscripción. A su esposa le comenta las atenciones de la familia de Silvestre, que «es muy cariñosa, y siempre me están invitando para que vaya a su casa a comer», aunque puntualiza: «Pero tú sabes ya lo poco aficionado que soy a la sociedad».[292] Cinco días más tarde, escribe a su «queridísima María» (siempre encabezará así sus cartas) desde Annual. Y le dice: «Aquí me tienes, al frente de un ejército que jamás volveré a mandar, aunque sea general…» Su crítica al respecto, esa «porción de posiciones», en las que los hombres de Silvestre pierden posibilidades de vivir no ya de vencer, es acerada. Incluye Manella una apostilla, «para que se la leas a Poli» (su primogénito Francisco de Asís, de doce años, que llegará a general): «Dile que tengo a mi disposición veinte cañones y sesenta ametralladoras». Luego habla de los jóvenes oficiales en Annual, «en donde están los chicos más distinguidos (los hijos de Silvestre y Navarro entre otros), y muchos más de familias conocidas». De todos ellos aclara que «se baten muy bien, pues tienen que dar ejemplo».

Una semana antes de morir, frente al incendio bélico que cubre de Igueriben a Sidi Dris, dirá a su mujer: «Fíjate la de muchachos de veinte años que están cayendo en todas las Armas, y la indiferencia que lamentarás en ésa (Madrid), pues a la gente no le interesa más que lo suyo». Diez días atrás denunciaba el afán de muchos por ir «a las posiciones de retaguardia», y confesaba a María: «Ya te contaré y te enterarás de los abusos que he corregido y lo que queda…»[293] No tendrá oportunidad.

La lucha declarada en el Rif ha sorprendido al coronel. No por confianza, sino porque las tropas españolas carecen de todo, empezando por la sinceridad de Berenguer y la previsión de Eza. Ese 8 de julio, la víspera de cerrarse el cerco rifeño sobre Igueriben, Manella razona: «Ahora no creo que vayamos a operar, pues estamos sin nada y da pena el ver que casi todo el material está o en la Península o en Tetuán». Las declaraciones —en el Suplicatorio Berenguer— de los oficiales de

Silvestre que sobrevivieron, reciben aquí nueva y contundente confirmación. Y de su jefe dirá: «El pobre —no digas nada— general Silvestre, como le han… (ilegible), está que todo se le va por la boca; le dejan el hueso. Y creo, y como yo muchos, que lo de Alhucemas lo hará el Alto Comisario, y eso que nosotros estamos a 31 kms., pero con el enemigo más fuerte enfrente».[294]

Y llega el día de la marcha. Es el martes 18 de julio. Francisco escribe a María la que será su carta postrera. Desde Annual ha recibido orden de «que vaya enseguida, pedido por todos (subrayado en el original) para relevar a un Coronel de Artillería (es Argüelles)». En la despedida, precisa: «En este momento viene el parte y van bastantes muertos y heridos. Por lo que me dice el general (Silvestre) han metido la patada y de pata (subrayada la frase). El pobre Agustín se va a quedar patitieso cuando lo sepa —no digas nada—. Miles de besos de vuestro Paco».

Paco Manella está de vuelta en Annual. Se encuentra con el convoy rechazado, bloqueado sobre el terreno. Son las cuatro de la tarde del 19 de julio. Manella organiza un último asalto: ordena que los hombres que pudiesen «entregasen sus cantimploras llenas de agua a una compañía de Regulares que, abriéndose paso, llegaría a Igueriben»[295]. El apurado empeño fracasa de raíz. A la colina amarilla sólo llegan los cañonazos de Annual. Algunos caen en las mismas alambradas: los rifeños están encima.

Muere el 19 de julio de 1921. Y se muere sin tregua en Igueriben. Los defensores empiezan a conservar sus orines: se ha corrido la voz de que, una vez fríos y con azúcar, pueden beberse. La noche que sucede al día aniquilador no altera la pelea: se lucha en el parapeto, a quemarropa, sin cuartel. Los rifeños no cejan; pero los españoles, tampoco.

A las 23.30 horas, en Melilla, Silvestre redacta un despacho cifrado a Eza. Pide el envío del siguiente material: 15.000 granadas de 75 mm y 15.000 de 70 mm; «más otras quince mil de cada clase para recargar; veinte mil espoletas, diez millones de cartuchos Máuser y dos millones de cartuchos Remington». Sesenta mil proyectiles de cañón y doce millones de disparos de fusil. No hay semejante cantidad de material disponible. Silvestre lo sabe, y marca el plazo: «Como necesidades son apremiantes, ruego V. E. que envío se haga con carácter urgentísimo desde Parque más próximo esta plaza, a fin disponer estos elementos en plazo máximo de diez días».[296] No puede suponer que le quedan dos días y medio de vida. La urgente demanda se recibe en Buenavista con ¡doce horas de demora! El que responde es el jefe del Negociado de Marruecos: «Ayer, al recibir telegrama interesando envío material artillería, se ordenó carácter urgentísimo envío a esa plaza de todo lo pedido. Te saluda afectuosamente, Carlos López de Lamela». Dos días perdidos. Pero en la colina amarilla se resiste. Aquel corralito en la cumbre parece inconquistable.

Despachos vitales y un veraneo oficial suspendido

Berenguer está en campaña. Con su guerra. En su campamento yebalí de Rokba el Gozal —frente a las líneas raisunistas—, recibe partes intranquilizadores. El Rif se desboca. Al alto comisario le inquietan «las dificultades de comunicación con Melilla»; necesita «seguir más de cerca los acontecimientos», y hasta le «desorientaba esa repentina acometividad de la harka»[297], pero no se mueve de Rokba. Allí le alcanza otro despacho cifrado de Silvestre, a las 13.35 horas del 20 de julio.

Silvestre advierte a Berenguer que tiene movilizadas en Annual la «totalidad fuerzas disponibles después de atendida seguridad cábilas a retaguardia»; y tras relatar el fracaso del último convoy, añade una insólita promesa de arreglo: «… quedando Igueriben en mala situación, que mañana se remediará».

A continuación Silvestre desvela a Berenguer su plan de emergencia: «Organizo con elementos de la plaza (…) columna que situaré el jueves en Kandussi, con propósito establecerla entre el río Salah, al este de Sidi Dris, donde pienso establecer base aprovisionamiento». Aquí está el brazo salvador para el ejército: reforzar el flanco derecho, fortificar un punto de apoyo en la costa y asegurarse así el socorro de la Escuadra. No habrá tal. Silvestre vuelve a pedir ayuda, pero traslada la iniciativa a su superior: «… juzgo necesario envío de refuerzos en hombres y elementos en cantidad que V. E. estime suficientes»[298].

Berenguer retransmite el parte de Silvestre a Madrid, que lee López de Lamela en Buenavista. El teniente coronel reexpide un resumen del mismo a Eza —que está en San Sebastián, de veraneo oficial—, y que empieza así: «Transmito a V. E. extracto del telegrama del Alto Comisario, creyendo vista contenido conveniencia adelante regreso V. E. esta Corte…»[299]

Navarro llega a Annual. Igueriben padece su cuarto día de asedio. Desde Melilla, Silvestre sigue la lucha. Y sigue enviando despachos a Berenguer. En otro cursado ese mismo 20 de julio, a las 14.35 horas, solicita que se realicen dos acciones vitales: la colaboración de la Escuadra y la llegada de la aviación.

La primera tendría por objetivo que «barcos de guerra, en número tres o cuatro, se presenten bahía Alhucemas para simular desembarco, bombardeando dentro de sus fuegos toda la costa». Silvestre, precavido, calcula lo que puede suponer una acción ofensiva de ese tipo y advierte a Berenguer que el bombardeo propuesto debe realizarse «previa evacuación de la población constituida por nuestros leales amigos»[300]

Sobre la segunda aclara lo obvio: «Estimo de necesidad el envío desde la Península de una escuadrilla». Una escuadrilla: seis aparatos, cuando Berenguer tiene dieciocho aviones en los campos tetuaníes y otros cuatro en Larache.[301] Veintidós aparatos (otros cómputos hablarán de catorce aviones en Yebala): cinco veces más de los existentes en Melilla, pues de los seis disponibles uno estaba inutilizado. Silvestre no se atreve a pedir ese refuerzo aéreo, que podría llegarle pronto: poco más de dos horas desde Tetuán.

Berenguer responde. Y aunque se muestra de acuerdo con Silvestre, ni moviliza sus escuadrillas, ni urge a Eza para que la Escuadra bombardee Axdir. Por si fuera poco, manifiesta: pido al Gobierno elementos de embarque para mandarle refuerzos en la cantidad que me diga V. E., lo que agradeceré haga con la máxima urgencia»[302]. ¿Qué enumeración de tropas y material necesitaba enviar Silvestre para satisfacer a Berenguer? Lo incongruente se une a una agobiante pérdida de tiempo.

En 1922, cuando Ayala y Ruiz de la Fuente finalicen este apartado en el Suplicatorio contra Berenguer, concluirán que esa respuesta se extraviaba en disquisiciones inoperantes «a pesar de la falta de justificación de la necesidad de los refuerzos, por el hecho sólo de la gravedad de la situación que su misma petición (la de Silvestre) presentaba»[303].

Lo paradójico es que Berenguer, en un despacho a Eza, transmitido a las 14.30 horas del 21 de julio, vuelve a mostrarse favorable a que intervenga la Armada y la aviación, con esta abrumadora visión de la crisis: «Como no está en mi alcance complacer sus deseos (los de Silvestre), lo transmito al Gobierno para su resolución, considerando muy conveniente sean atendidos».[304] Que resuelvan otros, cuando el que puede resolver es él.

Una carta escrita tarde y que llega aún más tarde

El 15 de julio de 1921, dos días antes de que Igueriben quede cercado, Silvestre escribe a Berenguer. A la vez que pide refuerzos y denuncia que los pagos a los indígenas se hacían «con cuatro meses de retraso», recuerda el gran error de no haber terminado el ferrocarril a Ben Tieb y advierte que está mal de camiones y aún peor de ambulancias —«No tengo más que tres en servicio»—, lo que no le impide considerar factible doblegar al enemigo «con pequeñas operaciones sucesivas»[305].

Silvestre volvía a mostrarse peleón. A continuación, una idea genial. Es la salvación de su ejército, que propone así a Berenguer: «Considero conveniente tomar, en la desembocadura del Salah, una posición que sirva de base de aprovisionamiento por mar, toda vez que Sidi Dris hoy no sirve para ello; con esta posición, y reforzando con varios blocaos la línea Annual-Talilit y la nueva que se tomase, podrían los convoyes terrestres hacerse con más facilidad, toda vez que desde el mar a Annual habrá en línea recta unos doce kilómetros de recorrido. Oportunamente solicitaré tu autorización para realizar este plan». Silvestre disimula, por pudor, su angustia, que un avezado Berenguer debería percibir por sí mismo.

Silvestre no se atreve a pedir lo obvio: que salga la Escuadra. Sin duda fue consciente de que en su petición estaba implícito. Pero la evidencia no es el fuerte del Gobierno Allendesalazar y menos aún de su ministro de Marina.

Vuelve un plan revolucionario en la noche del 20 de julio

Cinco días después, aparece otro Silvestre. Ha dado orden de que los regimientos formen compañías «eventuales», pues se ha quedado sin hombres, sin reservas. Sin embargo, tiene ya un plan.

El 20 de julio, a las nueve de la noche, el comandante de Estado Mayor, Alfonso Fernández Martínez, recibe orden de presentarse, sin demora, en el despacho de Silvestre. La Comandancia General de Melilla es un hormiguero donde se cruzan órdenes, carreras, llamadas al teléfono, partes en mano, avisos terminantes o excusas bochornosas. La crisis es total.

Silvestre recibe a Fernández y le pregunta «si conocía algún camino bueno que sirviera para trasladar una columna desde Quebdani hasta un punto en la costa, intermedio entre Afrau y Sidi Dris». Fernández, uno de los integrantes de la Comisión del Mapa Militar, responde que sí. Queda estupefacto cuando su general le detalla el motivo: «… para establecer allí un campamento y trazar desde él un camino que uniese el campamento de Annual con el mar, para prever la eventualidad de que el camino de Ben Tieb al Izzumar fuese cortado».[306] Fernández comprende, en el acto, que se está preparando una retirada general desde Annual y que Silvestre no confía en un repliegue por la pista de Melilla, sino que ha elegido el camino del mar, con el reembarque de su ejército. Es un plan revolucionario y Fernández queda abstraído, estudiando posibilidades y riesgos.

Silvestre saca de su abstracción al comandante y le da «el encargo de incorporarse a Dar Quebdani, para guiar a la columna por dicho camino, sin que su misión alcanzase a otra cosa». El general no quiere dilaciones ni despistes, que presiente fatales. Esa columna, que está alistándose, la va a mandar el coronel Araújo. El cometido de Fernández es guiar a esos mil hombres —la última esperanza de salvación para el ejército— hasta la costa, fortificarse allí y esperar a la gente de Annual.

Fernández se cuadra y marcha a su misión. Va torturado por las dudas. Sabe que ese camino de la costa es una pesadilla, y el de Annual hacia el río Salah lo mismo —«ambos muy malos», dirá en su declaración del 10 de septiembre de 1921 ante Picasso—, y sabe otra cosa aún más importante, «que no había agua para establecer un campamento». Fernández ha salido del despacho sin decirle nada a Silvestre, porque «la orden la dictó el general delante de muchos jefes», y el comandante teme no ya contrariarle, sino que aparezca ante los demás como desconocedor de la situación hídrica y orográfica del territorio. Decide esperar un momento oportuno para advertir a Silvestre, a solas, de la inconsistencia del plan. Lo consigue «esa misma noche del 20, y el general desistió en el acto de ejecutarlo»[307].

Silvestre sólo dispone del Laya, y de otro cañonero que viene desde Ceuta, el Lauria. Berenguer, en su despacho a Eza del 20 de julio, le ha solicitado «un crucero del tipo Princesa de Asturias (que está en Tánger), para tenerlo a mi disposición». Ese crucero —y con él toda la flota— tenía que haber zarpado el día 20. Sólo se movilizarán el Álvaro de Bazán, el Bustamante, el Bonifaz y el Giralda. Y esto el 21 de julio.[308] ¿Y los acorazados y otros cruceros? Duermen una pesadísima siesta colonial.

Berenguer ha pedido a Eza un mercante, el Almirante Lobo, «para transportar a Melilla, caso de ser preciso, alrededor de mil hombres, con unas doscientas cabezas de ganado». Ofrece a Silvestre los mismos refuerzos que le prometió el 5 de junio, cuando se entrevistaron en el Princesa. Su redundancia abruma.

Despedidas en Melilla y el batallón de los no esenciales

Silvestre va a salir, muy de mañana, hacia Annual. Llevará consigo toda la gente que pueda reunir. En total, 881 hombres parten hacia un destino de más que dudoso retorno. Con ellos está su ayudante, Juan Pedro Hernández Olaguibel.

Terminados, de madrugada, sus preparativos de marcha, el comandante Hernández se despide de su esposa. Uno de los llamados coches rápidos (Ford de 20 HP) le espera a la puerta de su domicilio, con el motor en marcha, para llevarle a la Comandancia General. Amanece en Melilla. Es el 21 de julio.

Hernández es un oficial minucioso, casi matemático en sus gestos. Fidelísimo a Silvestre, conserva la documentación reservada del general. Juntos forman un sólido equipo. Saben que a las espaldas de Annual van a esperarles los cinco escuadrones del regimiento Alcántara, la única unidad de Caballería europea, acantonada en Drius. La gente de Alcántara va a ser la nuez del ejército: cuando se rompa, el ejército entero morirá por asfixia.

Antes de subir al Ford, Hernández pone, en las manos de su mujer, Luisa Canales de las Heras, «unas llaves pertenecientes al general Felipe Navarro, Presidente de la Junta de Arbitrios», y otras cosas, que sólo ambos esposos conocen. Luisa queda demudada al ver aquellas «pertenencias, íntimas, que llevaron a mi ánimo la convicción de que mi marido no volvería con vida de la misión, cuando tan minuciosamente me explicaba sus últimos encargos y voluntades»[309]. El matrimonio se une en un intenso abrazo y el coche parte hacia la Comandancia General.

A estos esfuerzos van a unirse las «Compañías Eventuales», integradas por los soldados en destinos no indispensables. Son unos trescientos hombres: el batallón de los no esenciales. Van enfermos del susto y huérfanos en lo militar, pues no están entrenados para hacer decenas de kilómetros campo a través. Algunos salen equipados con pistolas que se encasquillan al primer tiro y hasta son peligrosas para quien las usa —la Campogíro, ese «malísimo cacharro» como lo calificará Ramón Solano—[310]; otros se echan al hombro viejas carabinas con munición de diferente calibre; y unos cuantos exhiben una ridícula bayoneta por toda defensa.[311] Su objetivo defensivo son unas posiciones-trampa: la línea del Kert, desmanteladas desde la guerra terminada en 1912. Allí sólo hay grajos y pacos.

Melilla se despereza. La última unidad movilizada para el frente va a partir. Son cuarenta y cinco: los rancheros, escribientes, carteros, músicos. Hasta los centinelas han salido, dejando vacías sus garitas. En el cuartel quedan «veinticinco hombres para su custodia»[312]. Se alinean con torpeza, se miran de soslayo entre sí. El soldado de 2.ª Andrés Martínez forma en la escuálida columna. El jefe de todos es el capitán Agustín López, de la Escala de Reserva, jefe del Archivo.

El capitán archivero da la voz de adelante. Salen todos, los cuarenta y cinco no esenciales. Llevan dos mulos, cargados con unos víveres, agua y unas pocas municiones. Es el 21 de julio de 1921 y de Melilla parten los últimos hombres para defender la España de Alfonso XIII en Marruecos. Las cuestas del Rif les ahogan, el calor les mata. Un sargento, «con un fuerte síncope», se desploma. Se le sube a un mulo y se le deja atrás. El capitán va el último, retrasado por su obesidad. Algunos piensan que por su ánimo. Se equivocan.

Al alcanzar la orilla derecha del Kert, sobreviene el drama: la compañía del capitán archivero se topa con una desbandada de españoles acosados por los rifeños. El contagio del miedo es instantáneo. Todos corren hacia Melilla, menos su capitán. Agustín López sabe de su escasa movilidad y escoge sitio y momento para morir. Revólver en mano se sacrifica para salvar a sus hombres. Que no logran escapar: de los cuarenta y cinco sobrevivirán el sargento del síncope y el soldado Martínez, quien relatará este drama a Domínguez Llosa, poco antes de morir en Melilla.[313]

Unos hombres que saben morir: la gente de Benítez

El 21 de julio amanece sobre Igueriben. La posición es un revoltijo inextricable de cuerpos extenuados, de heridos faltos de cuidados —no hay medicinas, se han acabado las vendas—, y de muertos cubiertos con sus propias guerreras empapadas en sangre. Los defensores han soportado la noche como han podido: chupando la pulpa de las pocas patatas que aún les quedaban; bebiéndose la colonia (los heridos), y hasta la tinta de escritorio; y engañando a la horrible sed con los consabidos orines mezclados con azúcar.

Las alambradas están deshechas, y las tiendas yacen en el suelo, desventradas por los tiros, las bombas de mano y los cañonazos. Los rifeños han emplazado dos piezas, de las tomadas en Abarrán, en la loma denominada Amar U-Said, a 1.300 metros. Sus primeros tiros ni llegaban ni explotaban. Pero el rifeño aprende rápido. Y al poco sus granadas entraban en Igueriben y explotaban todas.[314] De los 244 hombres que formaban en los inicios del asedio; apenas queda un centenar capaz de sostener un arma. Ni quieren rendirse, ni lo piensan.

El general Navarro está al mando en Annual, adonde ha llegado el día antes. Ha enviado telegramas de aliento a Igueriben, en los que califica a sus guardianes de «héroes que tan alto ponéis el nombre de España», pidiéndoles: «Resistid unas horas más, lo exige el buen nombre de España». Igueriben es España. Pero al insistir Benítez en lo desesperado de la situación para sus hombres —«Se ahogan con el hedor de los cadáveres. La pestilencia y carencia de agua hacen mortales las heridas. Conclúyense las municiones»—, Navarro despacha otro heliograma: «Resistid esta noche. Mañana os juramos que seréis salvados, o todos quedaremos en el campo del honor».[315]

Con las primeras luces del 21 de julio, Navarro envía un despacho a Silvestre, en el que le advierte que prepara otro convoy de socorro, aunque «el terreno me obliga a dividir fuerzas en dos columnas». Luego señala que el espíritu de las tropas «no es todo el necesario para compensar debilidad». Navarro ha pulsado el sentir del ejército y lo percibe mal: flojo, inhibido, dudoso. Por eso dice a Silvestre que «me creo en el deber de exponer la desconfianza de no conseguir objetivo», y espera órdenes sobre «si verifico convoy o preparo evacuación de Igueriben»[316].

No hay órdenes, no hay alternativa. El telegrama llega a Melilla cuando Silvestre ha partido. En Annual, Manella y Morales dirigen las dos alas de una fuerte columna de rescate que casi suma tres mil hombres. Los dos coroneles se emplean a fondo, se empecinan. Y se desesperan. La tropa está desmoralizada; lucha sin nervio, se desfonda. Manella y Morales tienen que ceder. Empieza el repliegue. Igueriben es una espiral de explosiones y fumarolas. Sólo se oye el continuo crepitar de la fusilería y los brutales chasquidos de los cañonazos.

Silvestre aparece en esos minutos cruciales. Son las 12.30 horas del 21 de julio. El general presencia el fracaso del convoy, lo que le exaspera. Máxime cuando tiene que escuchar la lectura del más duro mensaje heliográfico de Benítez: «Parece mentira que dejéis morir a vuestros hermanos, a un puñado de españoles que han sabido sacrificarse delante de vosotros».[317]

Silvestre, encorajinado, se revuelve y da a sus oficiales una de sus órdenes características: a formar los escuadrones. Hay que cargar campo arriba hasta Igueriben. Sus ayudantes —Hernández, López Ruiz, Manera— le disuaden de que haga otra cadetada. Silvestre, aún convulso, se calma poco a poco. Y manda a Benítez su autorización para parlamentar con el enemigo. Es un error, pues el que se enrabieta ahora es Benítez, que replica: «Los oficiales de Igueriben mueren pero no se rinden». Puntillazo para Silvestre, desesperado por no poder hacer nada. En la colina amarilla se vive un espíritu de Vieja Guardia napoleónica.

Queda una opción: situar artillería en las alturas para combatir de flanco la harka. La batería del Izzumar no enfila bien el área de lucha, y Silvestre ordena al capitán Blanco que aliste su unidad, la5a Batería de Montaña —cuatro piezas de 70 mm—, y la emplace encima de la pelea. Ramón Blanco y Díez de Isla tiene veinticinco años. Ha dejado la Academia de Artillería, donde era profesor, y solicitado Marruecos como destino. Lleva en Melilla cuatro meses.[318] Al recibir la orden, mueve hombres y piezas con celeridad. Situado en posición, castiga a los harqueños con granadas rompedoras. Pero su ayuda llega tarde.[319]

Las avanzadillas españolas más próximas han quedado como a medio kilómetro de Igueriben. Benítez deja en libertad a los suyos. Hay que evacuar la posición. Ahora o nunca.

La retirada de la columna se acelera. Tanto, que Blanco y su batería quedan aislados, cortado su camino a Annual. Blanco toma la única decisión posible para evitar el copo y no ceder los cañones: repliegue hacia el Izzumar. Estará allí, en el cruce del paso, en el punto decisivo, la mañana decisiva. Mas no podrá hacer nada para impedir la destrucción del ejército.

Surgen nuevos destellos desde Igueriben. En Annual se traduce con asombro la señal heliográfica: «Sólo quedan doce cargas de cañón, que empezaremos a disparar para rechazar el asalto. Contadlas, y al duodécimo disparo, fuego sobre nosotros, pues moros y españoles estaremos envueltos en la posición».[320] Es Benítez en estado puro. El heroísmo medular.

Benítez y sus oficiales se han decidido. Juntos presentan la última línea: capitanes Arturo Bulnes y Federico de la Paz Orduña; tenientes Julio Bustamante y Vives, Luis Casado Escudero, Manuel Castro Muñoz, Alfonso Galán Arrabal, Ovidio Rodríguez y Julián Sierra Serrano[321], y alféreces Rafael Villanova Hopper y Enrique Ruiz Osuna. Han pensado en formar una pequeña columna, como si fueran un pequeño ejército. Y eso es lo que son.

La vanguardia iría al mando de Bulnes; el flanco izquierdo llevaría a Galán a su frente; el flanco derecho tendría a Casado al mando; el grueso, con los heridos y enfermos, quedaría bajo la responsabilidad de Benítez, y de la retaguardia se haría cargo Paz Orduña. Se distribuyen las municiones: veinte cartuchos por cabeza. También se reparte el dinero de la caja: quince mil pesetas, que Benítez distribuye entre la estupefacta tropa «con el encargo de reintegrarlas en el regimiento si se abren camino»[322].

Los grupos quedan listos para la salida. Pero la avalancha se desencadena y la muerte les envuelve. Varios se suben al parapeto, para que el enemigo se cebe en ellos y sus hombres ganen unos segundos de vida. Otros se saltan la tapa de los sesos. O se abrazan antes de morir, como puede que hicieran Bustamante (ya herido), Nougués y De la Paz, los artilleros de Igueriben. De la Paz Orduña tiene otro hermano, Miguel, capitán y también artillero, que está en Annual. Los dos hermanos saben de su obligación: uno tiene que disparar contra el otro cuando se acaben las cargas de cañón. Los dos han contado las explosiones: doce. Hay que tirar y hay que recibir esa andanada. Pero Annual guarda silencio, que Federico de la Paz aprovecha para inutilizar, con impavidez altiva, los cierres de sus cañones, y al pie de ellos, muere.

Sorteos entre hombres y un coronel en Buenavista

A Annual llegan, en un esfuerzo supremo, los escapados de los espantos de Igueriben. No son hombres, son espectros. Y son doce o dieciséis —treinta y seis según otros cómputos—[323]. No parecen seres humanos: ojos desorbitados, rostros terrosos, muecas dementes. Cuatro mueren, entre violentísimos espasmos, tras atracarse de agua, desoyendo los consejos que reciben. La guarnición, a la vista del cuadro, enmudece. Algunos se indignan; los más, abaten su ánimo. En el espolón quedan dos supervivientes: un soldado (cuyo nombre ignoramos) y el teniente Casado. Heridos ambos e inconscientes, los rifeños les dan por muertos. Quedarán cautivos.

Uno de los espectros venidos de la colina amarilla es Antonio Andreu Modol, artillero. En la alocada carrera hacia Annual debe la vida «a la energía de un sargento de Sanidad Militar, que se impuso a los moros de Policía y Regulares…». Picasso querrá saber el nombre de ese bravo, sin lograrlo.[324] Silvestre está tan pálido como Modol, uno de los aparecidos de Igueriben. No quiere más cadáveres a su lado que los imprescindibles. Navarro recibe orden de regresar a Melilla. El brigadier se niega, y Silvestre no tiene otra réplica que la de repetirle la orden. Navarro obedece.

Silvestre se vuelve a sus oficiales, el comandante López Ruiz y el teniente coronel Manera, y les ordena que sorteen, entre ambos, quién permanecerá a su lado, pues «solamente quería quedarse con un ayudante»[325]. De Hernández Olaguibel no hay que hablar: el comandante está decidido a seguir la suerte de su jefe. Tulio López Ruiz y Enrique Manera Valdés no quieren entrar en ningún sorteo: su honor se lo impide. Silvestre es tajante: procedan a sortear. Todos los presentes son conscientes de que el general ha tomado la rotunda decisión de morir en Annual.

El sorteo tiene que repetirse por tres veces. Pierde Manera, que parece aliviado por esa decisión fortuita. Vienen las despedidas: cortas, emotivas, torturadoras también. Silvestre entrega al agarrotado López Ruiz —que aún insiste en quedarse—, la llave de su despacho en la Comandancia de Melilla, con el encargo de retirar de allí algunos objetos de «su uso particular y mil pesetas —serán 1.022 con exactitud— para que se las entregase a su madre, diciéndome que era el único ahorro que poseía»[326]. Pide también el general al comandante, y abrazándole «muy emocionado», que «le diese un beso a la autora de sus días (doña Eleuteria)». Son las tres y media de la tarde del 21 de julio.

Es entonces cuando Silvestre empieza a desvariar. Como hombre está en su mejor hora, pero como comandante en jefe de un ejército cercado pierde la cabeza, pues sólo así se entiende el radiograma que envía a Berenguer, a las 16.13 horas, vía Melilla: «Comandante General, desde Annual, me comunica a V. E. que es de suprema necesidad envío de un batallón de Ferrocarriles y de material Decauville (tendido de vía estrecha), suficiente para establecer una línea de Ben Tieb hasta Tistutin».[327]

Cuando Picasso lea este despacho no dudará en calificarlo de «petición incongruente»[328]. No es para menos. Pedir material ferroviario para efectuar un tendido de treinta y ocho kilómetros —la distancia entre Ben Tieb y Tistutin—, estando el ejército a punto de ser copado. No es una petición, es una clamorosa incoherencia que deja pasmado a Berenguer. Pero el alto comisario calla. Nada dice del angustioso recordatorio, que hace Silvestre en el mismo despacho, sobre las sesenta mil granadas. Ya no importa nada. Han pasado seis días para recordar —a Eza y a Berenguer— lo evidente: las municiones se acaban. En Annual quedan doscientos mil cartuchos de fusil y seiscientas cargas de artillería. Como hay cinco baterías (veinte piezas, pues están al completo), cada cañón toca a treinta proyectiles. Justo para un combate y no desesperado. Pero los cañones de Annual apenas van a disparar.

En un radiograma cursado a las 1930 horas, Silvestre ha descrito, con sinceridad brutal, lo sucedido en Igueriben. Habla de «jefes y oficiales muertos en alambrada, suicidados», y de «retirada muy sangrienta». De él mismo dice que queda en Annual «totalmente rodeado por el enemigo». Y en trece palabras de paralizante efecto, pide, «debido a situación gravísima y angustiosa, el envío de divisiones con todos elementos»[329]

Divisiones en plural, cuando no hay ninguna completa en toda España. Silvestre se da cuenta de su error de concepto, y «cuando este telegrama era cursado a la radio, bajó el ayudante del General, Sr. Manera, para detenerlo y sustituirlo por otro, en que la cantidad de fuerzas pedidas se cifraba en una brigada mixta». Tres mil hombres frente a veinte mil. Silvestre teme asustar al Gobierno con tanto refuerzo.[330] Y lo disfraza.

El telegrama de las «divisiones» causa un abrumador efecto en Rokba el Gozal. Lamela, el único que sigue los hechos africanos al minuto, comprende que en Annual se va a la catástrofe. Eza sigue ausente, pero en sus telegramas de las 22.23 y 23.18 horas cursa a Berenguer la orden que éste tenía que haber decidido por sí mismo: «Ordene requisa vapores que se hallen surtos en Ceuta. Embarque elementos disponibles para efectuar desembarcos en Sidi Dris o sitio que designe Comandante General de Melilla».[331] El ministro, en un rasgo de previsión, había ya ordenado al gobernador militar de Cádiz la confiscación de buques.

Lamela no cesa de reexpedir los telegramas de Silvestre a Tetuán y a San Sebastián. A Berenguer le recuerda la «muy crítica situación hoy Annual», y en cuanto a los cañoneros —Lauria y Bonifaz— «por estar a órdenes de V. E»., se atreve a decirle que debe enviarlos a Alhucemas, para ayudar a Silvestre, «cuya situación parece no admitir demora en ejecutarlo».

De Lamela recibe Eza el mismo despacho, con esta variante: «Lo comunico a V. E. por si se digna hacer llegar este telegrama a manos de nuestro Augusto Soberano».[332] Alfonso XIII no conoce nada del drama africano. A esas horas vuelve a San Sebastián, en tren, de retorno de unas ceremonias en Burgos.

Otro oficial de la Comandancia de Melilla se dispone a salir hacia Annual. Es Sigfredo Saínz Gutiérrez, capitán de Estado Mayor. Se ha ofrecido voluntario. Sus órdenes son establecer una posición en el boquete de Beni Assa —entre Intermedia A y Yebel Uddia—, para concertar la defensa del paso con Primo de Rivera, a quien debe entregar, en mano, las disposiciones del contraataque. Va a intervenir toda la Caballería —Regulares y Alcántara—, indicador crítico del momento. Annual adquiere forma de ratonera para el ejército. Muchos oficiales así lo entienden.

Saínz recibe instrucciones de cumplir su cometido «por todos los medios a su alcance». Cuenta, para ello, con tres compañías de Ceriñola, dos de las cuales deben quedar en el parapeto. Como el acceso a la cumbre es difícil, se le ha dicho que utilice «serones y cuerdas, que llevará a prevención en los camiones». Otro nido de águilas en el Rif español. Como no tendrá agua, ha sido advertido que «oportunamente, se incorporará un camión que conduce ochenta cubas para agua». Capablanca le ha prometido un «coche ligero» para medianoche y a la puerta de la Comandancia.[333]

Más telegramas cruzados entre muy diversas situaciones

Berenguer se desplaza hasta El Fondak, y desde esta posición dirá a Eza —a las 03.45 horas del 22 de julio— que los radiogramas de Silvestre que, a su vez, se los retransmitía el ministro, «hasta ahora no se me han comunicado a mí, y acusan muy grave situación»[334]. ¿Qué mayor gravedad que todo lo que estaba ocurriendo desde el 18 de julio?

Annual no yace en el silencio. Silvestre tiene montada, muy cerca de su tienda, una moderna estación de radiotelegrafía sin hilos (TSH), modelo Telefunken, instalada en un carro, que «allí funcionaba» hacía días, y a la que atendían Arias, joven teniente del Batallón de Radiotelegrafía de Campaña, y un cabo del mismo Cuerpo, Manuel de Las Heras, llegados «en motocicleta»[335]. Picasso situará en su croquis descriptivo el lugar donde se encontraba esa estación de radio, muy cerca de la cima de aquella colina, junto a la tienda del general. Otros once hombres ayudaban a Arias y Las Heras.

Berenguer llegará a decir a Eza —el 22 de julio, a las 03.45 h—, que el repentino desplazamiento de la acción bélica en Marruecos se hacía «a costa, por supuesto, de dejar incompleta campaña de Beni Arós, frustrando su completo éxito»[336]. Luego precisará su ayuda a Silvestre: dos banderas del Tercio y dos Labores de Regulares de Ceuta. Cuatro batallones. Unos dos mil hombres. Aclara que envía «una batería y una ambulancia, únicas fuerzas de que puede desprenderse Comandante General Ceuta (Álvarez del Manzano)». También dice que envía «al general Sanjurjo». Así que Berenguer, para salvar a Silvestre, moviliza cuatro cañones, una ambulancia, dos mil hombres y un general. Ya es una mejora con respecto a lo ofrecido el 5 de junio.

El alto comisario presenta autoexcusas de dudosa validez, como la manifestada a Eza en ese telegrama de las 03.45 horas: «He de advertir a V. E. que, al recibir sus telegramas, no obstante no haber recibido noticias tan alarmantes (¿?), cual revela que me transcribe el Comandante General de Melilla, ya estaban preparados los refuerzos para enviarlos».

Ocho horas después —a las 11.55 horas desde Rokba—, Berenguer dice a Eza que «dada trascendental y crítica situación producida en aquella Comandancia General, estimo, aunque me sea doloroso hacerlo así presente al Gobierno, que es necesario enviar fuerzas de la Península a Melilla, en la cuantía que estime Silvestre»[337]. Ya nada es «necesario», aunque sí «doloroso». Para esas horas Silvestre ha muerto en su tienda y su ejército está siendo aniquilado en las cuestas del Izzumar.

Procesión en Burgos y homilía del Cid muerto

En la mañana del jueves 21 de julio, Alfonso XIII, acompañado de su esposa, doña Victoria Eugenia, se encuentra en Burgos para asistir a unos actos de gran espectacularidad: el traslado, en solemne procesión, de los restos del Cid Campeador, desde el ayuntamiento hasta el mausoleo construido bajo el crucero de la catedral. Así se había decidido conmemorar el VII centenario de la consagración del gran templo gótico.

Alfonso XIII preside el desfile de las tropas. Tiene treinta y seis años y sigue estando delgado y apuesto. No muestra las ojeras que tuvo en los años difíciles de 1915 a 1917, y hace alarde de esa campechanía tan suya, de la que no le aparta la solemnidad del momento o el rigor de su atuendo, el uniforme de capitán general. Los burgaleses le aclaman con fervor. A su lado se encuentra la Reina. Toda ella enlutada, «y con negro velo de calada blonda», ofrece un impresionante aspecto de realeza y serenidad. A la parada le prestan un singular cortejo aéreo una escuadrilla de aviones que realizan «arriesgadas evoluciones»[338]. Y tanto, pues uno de los aparatos se estrella en tierra, aunque los pilotos salvan la vida —sargentos de Ingenieros Antón y González—. La flotilla aérea, que tanta falta hace en África, realiza unas cuantas acrobacias más y se retira de forma desordenada. Regresará a su base de Madrid en un vuelo colectivo plagado de incidencias de todo tipo.

Terminada la parada militar, la comitiva penetra en la catedral, «trasladando la urna, con los restos del Cid, los mismos concejales, mientras que las campanas de la nueva Basílica doblaban y resonaban en el espacio las salvas de artillería y los vítores y aclamaciones a los Soberanos». El Rey firma el acta de entrega de los legendarios despojos del caudillo castellano, que es luego «encerrada en un tubo de plomo, procediéndose al cierre de la cripta con la losa sepulcral»[339].

La misa de réquiem es oficiada por el arzobispo de Valencia, Reig, pero es el obispo de Vitoria, Eijo, quien pronuncia la oración fúnebre. En ella exalta la memoria del Cid y dedica un combativo recuerdo «a los sucesores del caudillo de Vivar, a los soldados españoles que pelean en Marruecos contra el enemigo eterno, contra el moro». Le sustituye en el uso de la palabra el cardenal Benlloch, quien, al acabar su corta homilía, exclama por sorpresa: «¡Viva el Cid muerto!» Se produce un escalofrío general entre los asistentes. Alfonso XIII, sereno y ponderado, se limita a agradecer el cálido recibimiento de la población de Burgos y concluye con estas palabras: «Tengo fe en España».[340]

Terminada la ceremonia, los Reyes van a la plaza de toros, donde el Orfeón de Azcoitia les ofrece un «lucido» concierto. Después, los monarcas regresan a San Sebastián. La muchedumbre les despide en la estación. Son las cinco de la tarde del 21 de julio.

En Annual, Silvestre no espera milagros, espera una oportunidad. Tiene a su vista la radio que manejan Arias y Las Heras. El aparato permanece en silencio.

Consejos de guerra en la tienda del general Silvestre

Llega la noche del 21 de julio. El campamento de Annual está cercado; ya es temerario acercarse a la aguada, bajo constante paqueo del enemigo. El ganado, apelotonado e inquieto, suma «más de mil cabezas», y el de Artillería «llevaba dos días y medio sin beber»[341]. Llegan confidencias, rifeñas por un lado; y de la Policía por otro, que estiman en «ocho mil a diez mil hombres» los efectivos de la harka.[342]

Los españoles son 5.379 —194 oficiales y 5.185 soldados en el minucioso estadillo que Picasso realizará—. Mil de ellos morirán en la mañana. Muchos de los rifeños están armados con el temible arbaia («ocho» en árabe), por la capacidad del cargador del fusil Lebel, de manejo más rápido que el Máuser.

A las 22.35 horas, Silvestre dicta un nuevo telegrama a Berenguer. Su redacción revela al hombre desesperado, pero aún lúcido: «Con barcos guerra gran tonelaje y con fuerzas desembarco podría proyectarse establecer línea de posiciones de la costa a Annual a partir desembocadura Tazaguin, entre Sidi Salah y Ras (punta) Afrau; a ello contribuirían harcas amigas (la de Beni Said) y esta columna, pero muy urgentísimo; de lo contrario, inútil». El plan es una revolución (la tercera) sobre una misma idea: la sugerida en la carta del 15-17 de julio, y el proyecto de auxilio encargado a la columna Araújo y ordenado al comandante Fernández. Un plan que podría haber supuesto la salvación del ejército, si se hubiera planteado dos días antes y si hubiera gente capaz, en Madrid y Tetuán, de favorecer su buen fin.

Silvestre habla de «barcos guerra gran tonelaje». La alusión no puede estar más clara: acorazados. El general quiere que esos tres buques —los España, Alfonso XIII y Jaime I, el último de los cuales, terminado, aún no ha sido entregado a la Armada, pese a provenir del Plan Ferrándiz de 1908—, salgan hacia las costas del Rif. A toda máquina. Ya no es cuestión de asegurar un territorio, se trata de salvar a los hombres, no a la política. Ni Eza, ni Fernández Prida (ministro de Marina) tienen tanta imaginación y tal carácter emprendedor, y Allendesalazar se iguala a sus ministros.

Silvestre sabe de estos abandonismos en el mando del Estado. Por eso añade esa coletilla de «pero muy urgentísimo; de lo contrario, inútil». Un aviso a quienes lean su telegrama, en el sentido de que si no movilizan ética, coraje y prontitud, ni se molesten. Él mismo sigue un guión falso: habla de «harcas amigas», pensando en Kaddur Namar —el kaid de los Beni Said, del que existen informaciones fidedignas sobre su estancia en Annual, el 21-22 de julio—[343], pero tal apuesta es inconsistente: las tribus sólo esperan una derrota más de Silvestre, y no para abandonarle a él, sino para rematar a su ejército.

Picasso, al referirse a estos hechos, ofrecerá, como única forma de vadear aquel río de desastres en curso, esta doble reflexión: «Sólo un verdadero destello de espíritu militar, no sólo en el aspecto moral de una gran concepción, sino en el práctico de su realización, podía salvar la situación y, si no compensar los reveses sufridos, limitarlos al menos al mínimo y evitar, con un acertado movimiento, el desastre final».[344] Ese destello se manifestó en Silvestre las tres veces que hemos comentado, sobre todo en la última: reembarcar el ejército.

El general convoca un nuevo Consejo de Guerra. Según diversos testimonios y enumeraciones, es el tercero en poco más de doce horas. Y asisten los siguientes jefes (de los que hay constancia): los coroneles Morales (Policía Indígena) y Manella (Alcántara); los tenientes coroneles Marina (Ceriñola) y Pérez Ortiz (San Fernando); los comandantes Hernández y Manera —ayudantes de Silvestre—, Alzugaray (Ingenieros), Llamas (Regulares), Ecija (Artillería) y Villar (Policía); más los capitanes Sabaté, jefe de Estado Mayor, y Valcárcel (Ingenieros)[345]. Asiste, aunque sin capacidad para intervenir, el hijo de Silvestre, Manuel. Lo que plantea el general es muy simple y es muy grave: retirada o resistencia a ultranza. Por lo que va a suceder, nunca debería haber facilitado tal elección, sino imponer su criterio, el que le dicta su temperamento y su experiencia: resistir. Sin embargo, va a renunciar a él.

La tienda de Silvestre se llena de uniformes polvorientos, cuerpos envarados y miradas duras. Los convocados, «muchos para tan reducido espacio cubierto por camas y equipajes», se acomodan como pueden. Los saludos ni son reglamentarios, ni muestran entusiasmo. A todos les sorprende «el semblante nublado» del general. Silvestre va directo al grano: «Señores, el enemigo vendrá muy pronto sobre el campamento…»[346] Silvestre, tras advertir que teme una sublevación de los Beni Ulixek, advierte: «No tenemos municiones más que para un combate serio, y antes que tener aquí otra repetición de lo de Igueriben, creo que mañana mismo debemos abrirnos paso hasta Ben Tieb». Silvestre hace una pausa, observando el efecto que causan sus palabras, y remacha: «La operación, aunque nos cueste un 50 por ciento en bajas, será preferible a quedarse aquí, de donde no saldremos ninguno». La estupefacción se une a la angustia. Muchos esperaban de su general una reacción contundente, una luz enérgica, y les ha mostrado su convicción de retirarse, aunque haya añadido: «Éste es mi parecer y quiero saber si a alguno de ustedes se le ocurre otra solución».

Silvestre proporciona a sus oficiales unas inquietantes referencias para entender la retirada: inutilizar la artillería, «dejando todo lo demás del campamento tal como está; es botín que puede entretenerles»[347]. Incluye la prohibición de llevar equipajes de mano, precaución dirigida a toda la oficialidad.

Al principio, las opiniones se dividen, pues «estimaban unos que debía extremarse la resistencia a todo trance», mientras que «otros optaban por la retirada en regla». Se exponen en pro del repliegue total la falta de recursos, la falta de moral y la falta de seguridades de toda índole. Y a esto se opone, tajante y casi fiero, el coronel Morales, quien dice que es «tarde ya para retirarse». Por si no fuera suficiente, afirma que «no podría llegarse a Ben Tieb»[348], objetivo planteado como lógico por la mayoría. La doble afirmación del jefe de la Policía Indígena causa una conmoción entre los presentes, menos en Manella, que la respalda. Morales se niega a aclarar sus razones, aunque son varios los que le insisten. Según Vivero, Morales consideró una variante a su determinación, «diciendo debería salirse en el acto»[349]. Así debía haberse hecho: saliendo de noche, sorprendiendo al enemigo, rompiendo sus líneas y evitando la subida al Izzumar bajo el sol rifeño. Otra posibilidad se pierde.

Y surge la idea de pacto referida a Abd el-Krim. No está claro quién lo propone, pues, en ese aspecto, tan delicado, los supervivientes preferirán conservar la máxima discreción. Silvestre reacciona con desdén, y aclara que «dicho jefe no pinta nada». Argumenta que si el líder rifeño pretendiese tal cosa, «serían los suyos capaces de matarlo»[350]. Superada esa crisis colateral, se enfrentan dos posturas: Morales a favor de resistir allí mismo; los restantes apoyando la retirada, con un crispado Manella pendiente de cada gesto del general. Si Silvestre acepta la retirada, es que no quiere verla. Y eso sólo significa que va a matarse. Manella está con él sin decir palabra.

Morales se mantiene en su posición, pero Silvestre ya ha cedido, signo infalible de la tortura de responsabilidades que padece. Y al fin se toma la decisión de efectuar «la retirada por sorpresa», siempre en contra del parecer de Morales. El Consejo se disuelve, aunque los asistentes al mismo quedan emplazados para reunirse «a la mañana siguiente, a las seis», para organizar la retirada. Como idea operativa, la artillería iría en segundo escalón, siendo el primero «la impedimenta, constituida por los heridos (tal vez unos doscientos) y municiones remanentes», y quedando la infantería en último lugar. Sobre todo ello «se convino en guardar reserva»[351]. Nada van a saber los soldados, pero nada sabrán tampoco los oficiales, salvo unos pocos.

Avanzada la madrugada, Berenguer, desde el Fondak, a las 03.45 horas, dice a Silvestre: «En este campamento recibo telegrama Ministro en que transcribe uno transmitido a dicha Autoridad por V. E. desde Annual, que me pone al corriente de situación difícil en que se encuentra, de la que desearía conocer detalles para juzgar acerca de ella». ¿Cómo es posible que Berenguer necesite más «detalles» de lo que ha pasado, de lo que sabe por Eza, y de lo que debe intuir por su rango y condición? El caso es que anuncia a Silvestre los refuerzos que va a enviarle —los mismos que comunicó a Eza—, pero deslizando un reproche innecesario: «Aunque con ello me compromete éxito campaña sobre Beni Arós, que ahora se hallaba en una de sus fases más interesantes…»[352]

La ayuda prometida irrita más que tranquiliza al Consejo en Annual, «pues en la reunión de jefes se consideró insuficiente el refuerzo que el Alto Comisario ofrecía, estimando se llevaba a las fuerzas a un sacrificio estéril, con las consecuencias para los otros territorios y aun para la Nación».[353]

Sin terminar el Consejo, aparece «un sargento de la radio (Las Heras) con un radiograma que ha sorprendido». Noticias desde Madrid. Al parecer, «dos divisiones se concentran en el litoral próximo para ser enviadas inmediatamente». Es un deseo, ni siquiera una posibilidad. La formidable novedad genera cierto alivio. Pero «échanse cuentas de tiempo y números y resulta que no varía la situación». Silvestre reacciona, y, ante el Consejo en pleno tiene uno «de sus altaneros arranques». Dice que asume la responsabilidad de «ordenar la evacuación de esas posiciones»; advierte a todos que «de ello voy a dar cuenta al Gobierno»; asegura que «de todo respondo yo con mi persona y empleo», y previene: «Acuérdense de esto el día de mañana».[354]

Silvestre se decide a enviar otro telegrama —será el último— a Eza, repitiéndoselo a Berenguer. El general está muy nervioso: el capitán Valcárcel le ve redactar, por dos veces, el texto, y luego enmendarlo. La tercera variante es la buena y su situación la describe así: «Mis tropas en Annual, constantemente hostilizadas»; «aguadas que habían de ser sangrientas»; «cortada por el enemigo mi línea de abastecimiento y evacuación de bajas»; «no disponiendo de municiones más que para un combate…». Y el aldabonazo final: «Procede determinaciones urgentísimas que tomaré aceptando toda responsabilidad, teniendo en principio idea de retirarme a la línea Ben Tieb-Beni Said (sic)». La transmisión tiene un error en la recepción, pues «Beni Said» no es un punto topográfico, sino una cábila. En ella aún confía el general.

Silvestre intenta tranquilizar su conciencia al decir a Eza que, en su retirada, irá «recogiendo antes posiciones que me sea posible, en donde esperaré los refuerzos que V. E. me envíe»[355]. No habla de Ben Tieb. Ha renunciado a huir, pues eso es para él la evacuación: la vergüenza y no la salvación. Para eludir aquélla, opta por la muerte. La vaguedad del texto certifica la inminencia de la calamidad militar. Pide a Eza que le envíe esos refuerzos, «siendo punto de desembarco de ellos, Melilla». Eza transmite su acuse de recibo un cuarto de hora después. Son las cinco de la mañana en Annual.

Clarea por encima de la gran hoya. El teniente coronel Marina reclama al capitán Correa, de la Policía Indígena, para que forme sus hombres y «se acerque» a la aguada, fortificándose allí. Correa, que nada sabe, obedece. Y allá va, «puesto como cebo», como denunciará después, indignado, Ángel Romanos, fiscal de la Sumaria instruida por Ayala y Ruiz de la Fuente[356], y por la que será encausado Marina. Otras órdenes se cursan: las posiciones del anillo defensivo —Talilit y Buymeyan— deben replegarse, sobre Annual la primera y sobre Afrau la segunda, mientras los escuadrones de Alcántara son desplazados a las espaldas del Izzumar, para cubrir la retirada. Pero nadie avisa a la batería de cuatro piezas que está en lo alto del paso.

A poco, estalla un inesperado alboroto en las cercanías de la tienda de Silvestre. Los oficiales entran y salen con precipitación: no hay retirada. El general ha cambiado de opinión. Se va a resistir.

Todo indica que, sin haberse convocado un nuevo Consejo de Guerra, la enorme tensión del ambiente fuerza la reunión de otro, sin tantos asistentes como en el anterior. Pero allí están presentes los de mayor rango; entre ellos, Morales y Manella. El coronel de Alcántara toma entonces la decisión de hacer causa firme con las tesis del jefe de la Policía. De resultas de esa doble convicción que se le opone, Silvestre se vuelve atrás de la suya. Son las siete de la mañana del viernes 22 de julio.

Sabaté manda un despacho al capitán Dolz, en Drius, pidiéndole «que preparase con toda urgencia el envío de medio millón de cartuchos Máuser y mil disparos de cañón de montaña». Sabaté pide también a Dolz ametralladoras, pues «muy pocas máquinas estaban útiles», y al teniente Cura, de Ingenieros —al que tiene al lado—, le ordena prepare «material de fortificación»[357]. Annual parece dispuesto a la máxima resistencia posible.

Poco después, Silvestre hace llamar al comandante Llamas y al coronel Marina, «exponiéndoles, descarnadamente, lo crítico de la situación, y que se vería obligado a abandonar el campamento, porque de continuar en él sería un Igueriben en grande…»[358] Llamas y Marina reciben órdenes de prepararse para la dificilísima retirada.

Sainz ha salido de Drius, luego de una caótica noche de viaje en camión, al averiarse su automóvil. En Melilla, al retrasarse su salida, se encuentra en la calle a dos amigos, que quieren saber a dónde va. Para no causar alarma, les responde: «No lo sé, creo que hacia Annual». Llega el coche. Saínz no estima necesario regresar a su casa para despedirse otra vez de su esposa, a la que había dicho: «Hasta luego; vendré antes de la hora de cenar».[359] Tardará dieciocho meses en volverla a ver.

Desbandada en Annual y el maletín de Silvestre

Hacia las diez de la mañana del 22 de julio, en Melilla, entregan al comandante López Ruiz un telegrama urgente. Procede de Annual. Tulio López lee el texto: «Estamos bien, abrazos. Juan».[360] En tres palabras, el ayudante de Silvestre, Juan Hernández Olaguibel, ha tranquilizado a su compañero de rango y a la Comandancia Militar. Minutos después, todo cambia.

La tienda de Silvestre reúne al incansable Consejo de Guerra. De pronto entra el comandante Villar —otros testimonios hablarán del capitán Carrasco, también de la Policía Indígena—. Villar, el responsable del desastre de Abarrán, muy excitado, avisa, y a gritos, de un peligro inminente. Los oficiales salen a averiguar qué ocurre. Allí, a pleno sol, descubren el rítmico avance, siguiendo las ondulaciones del terreno, de la harka. Va al completo, dividida en tres o cinco grandes bloques —de nuevo hay disparidad al respecto—, apareciendo como lo que es: un verdadero ejército. La confusión es inenarrable. De seguido empiezan los tiros y el caos se precipita. Silvestre vuelve a reclamar la presencia de Llamas, el cual encuentra «ya muy batida» la subida a la tienda del general. Silvestre le reitera sus órdenes: que «los jefes no dijesen nada a sus oficiales, para que no llegase a conocimiento de la tropa y acudiese el pánico y, por tanto, la desorganización». Silvestre aún recuerda a Llamas tres cosas: que inutilice la batería ligera (cuatro piezas); que deje el campamento «montado en la misma forma que estaba», y, por último, la «prohibición absoluta de llevar cargas de equipajes»[361]. Silvestre admite la retirada, no el deshonor de una escapada general. Le desobedecerán.

En la puerta de la tienda de Silvestre, un grupo de jefes se enzarza en violenta discusión. Se cruzan agrios reproches, gesticulan, se exasperan. Todo esto mientras los disparos rifeños empiezan a tumbar al ganado y a los hombres. La acalorada disputa prosigue, insensible al caos que la rodea. El capitán Pedro Chacón Valdecañas, de Artillería, ve entre esos jefes «al coronel Manella, jefe de la posición, que protestaba de que era el único que había votado en la Junta de jefes por no abandonarla, y que estaba dispuesto a suicidarse cuando esto ocurriera». Armándose de valor, Chacón ruega a Manella que deponga su actitud, pues «se deprimía la moral de las tropas que lo escuchaban». Pero el coronel replica que no es cosa para «ya importarle». Para entonces, los sentimientos de hecatombe se han apoderado de todos, y en la tropa corren asustados rumores «de que el general había buscado una pistola para suicidarse»[362]. Tenía su lógica, pues Silvestre rara vez iba armado.

Llega otra desgarradora despedida. Manuel Fernández Silvestre Duarte saluda a su padre, pero como general. Ambos desearían mostrarse más efusivos. Se contienen. El alférez se dispone a subir al automóvil. Se vuelve al oír la voz del general llamándole por su diminutivo de la niñez: «¡Adiós, Bolete!» Manuel relatará esta dramática escena a Alfonso XIII, cuando el monarca le reciba en audiencia cinco días más tarde. Abrumado por lo vivido, se confesará: «Sin abrazarle me fui».[363]

La radio aún funciona. Silvestre cursa su postrer despacho a Berenguer, donde le previene de que el enemigo «viene en columnas, aumentando por momentos», que sólo tiene cien cartuchos por hombre y que ha ordenado ya la retirada a Ben Tieb. En el Fondak de Tetuán, un oficial de elevada estatura recoge al teléfono el radiograma. Es el comandante Juan Beigbeder y Atienza, de treinta y tres años, futuro alto comisario y ministro de Asuntos Exteriores (1942-1944) con Franco.

Beigbeder apunta esas frases demoledoras, que previenen de una hecatombe en puertas, y corre a entregar el texto a Berenguer, de quien es su ayudante.[364] El alto comisario se indigna: ¡una retirada total sin su autorización y con el ejército rodeado de enemigos! Son las 10.50 horas. Berenguer tiene previsto salir a mediodía hacia la capital del Protectorado. Sabe que esa previsión acaba de quedar inutilizada por los hechos, y presiente que su viaje a Melilla, sin carecer de sentido, sí queda despojado de toda utilidad táctica. Con Berenguer están los generales Marzo y Barrera; el primero, jefe de las fuerzas de Tetuán, y el segundo, comandante general de Larache. Quedan aterrados por la noticia y presienten que un desastre, de impredecibles consecuencias, se cierne no ya sobre Silvestre, sino sobre el Ejército y España. Berenguer redacta su respuesta: «Que quedo enterado, esperando que todos, en estos críticos momentos, pensarán ante todo en el prestigio y honor de la Patria». Luego repite a Eza el telegrama de Silvestre y su propia réplica, que tal vez fuese más agresiva, pues al llegar tal despacho a Melilla, y leerlo Navarro ante sus oficiales, uno de los testigos, el comandante López Ruiz, dirá que «el referido telegrama fue dolorosamente comentado, por parecernos redactado con mucha dureza»[365].

Según Vivero, en ese despacho se decía a Silvestre lo siguiente: «Confío en que el reconocido talento de V. E. y la bravura de las fuerzas a sus órdenes, sabrán remediar la desairada situación de que me da cuenta».[366] La supervivencia del ejército igualada a la supervivencia de la fama del general en jefe, y en trance ésta de ser «desairada».

Cabe imaginar la reacción de Silvestre, aunque el general no piensa ya más que en salvar sus insignias, sus referentes morales: los distintivos de general de división y los cordones de ayudante del Rey; puede que también su rojo fajín de mando, pues Silvestre, en campaña, solía llevar un cinturón-fajín, «sin lazo ni borlas», como precisaría su chófer, Eusebio Casanovas.

Silvestre entrega a Casanovas sus pertenencias y le dice: «Lleva este maletín a casa. En la inteligencia de que si no llega el maletín, tampoco debes llegar tú… ¿Entendido?»[367]

Annual no va a ser un Igueriben a lo grande, quedará en un inmenso Abarrán extendido a lo largo de kilómetros, con decenas de posiciones incendiadas, y sus defensores acorralados, abandonados, rematados. Va a caer un territorio colonial que costó doce años poner en pie. Van a caer ocho mil o diez mil españoles. Con ellos caerá un régimen.

Saínz está subiendo el Izzumar por su cara sur. Ha salido de Drius con dos mil sacos terreros —todos los que quedaban en ese campamento—, en lugar de los ocho mil que indicaban las órdenes para instalar la posición entre Yebel Uddia e Intermedia B. Ha recibido las municiones previstas —ochenta mil cartuchos de fusil—, pero no sabe nada del camión del agua. Tiene una cita pendiente con el capitán Fortea y el teniente coronel Primo de Rivera en los altos del Izzumar. Allí verá la huida del ejército y allí se enterará de lo que le ha ocurrido a su general.

El Izzumar: destrucción del hombre, no del ejército

De Annual no sale una columna militar, sale una muchedumbre que se desarma ella misma, pues la artillería va a perderse en su mayoría —de veinte cañones, se salvarán seis—. A cientos, los soldados arrojan sus fusiles, agobiados por salvar sus vidas en una carrera cada vez más veloz y más suicida. No pocos oficiales siguen esos mismos pasos o se adelantan a ese trance, alzando así banderas de iniquidad ante sus propias unidades. Destrozan al ejército.

Los oficiales que salieron en los primeros coches rápidos hicieron de explosivo de la moral. Silvestre había prohibido sacar los equipajes, pero en esos vehículos irán, bien visibles, los bultos que descubren la huida: los oficiales se van con sus maletas. El capitán Saínz será pronto testigo de esa ignominia.[368] Esos vehículos que corren, con ocupantes aún más apresurados en ponerse a salvo, causan desolación entre la tropa y decapitan su ya escaso ánimo. Los oficiales que permanecen en la posición quedan como avergonzados testigos de la huida de sus compañeros, que no pueden explicar a sus soldados. Y éstos, tan enfurecidos como asustados, les abandonan a su vez. Y reventará todo el ejército bajo la misma ola de pánico. Algunos mandos no querrán admitir esa degradación, y se plantarán, viriles, ante ella. Serán asesinados por sus propios hombres, convertidos en fieras. Otros quedan en el parapeto: ordenando, estoicos, sus últimos instantes. Esos pocos, dando ejemplo a tantos, serán aún capaces de salvar a muchos.

La obsesión colectiva es superar el paso del Izzumar, perfil montuoso y sombrío en esa hora del mediodía —el sol está entonces a las espaldas del paso—, que se eleva como lo que va a ser: el Gólgota rifeño, una ascensión hacia el apocalipsis. La degollina se desencadena en el momento de penetrar, a empellones, los primeros bloques de soldados españoles en la cortadura. Los efectivos de la Policía y los Regulares, que debían cubrir los flancos y ascendían a media ladera, se separan en exceso. Y de improviso, los policías vuelven sus armas contra el apelotonado gentío, encajonado en las revueltas de la pista. Sobreviene la traición —o la revancha—, en todo caso el homicidio masivo. Parte de los Regulares se desbanda, aunque bastantes quedan en sus puestos, luchando bajo el mando del comandante Llamas.[369]

El pavor y el odio son los únicos gobernantes de la situación que conoce el desfiladero —casi seis kilómetros abarrancados, todavía hoy de difícil paso—. El Izzumar es una ejecución, un fusilamiento en masa y por la espalda.

El ejército se ha deshecho. Son sólo unos millares de hombres despavoridos, embrutecidos por el cansancio y el miedo. Y se vivirán escenas infames: los heridos arrojados de las artolas para huir con las caballerías de éstas; los cañones abandonados, al ser cortados los atalajes de los caballos que los arrastraban y subir a éstos la tropa y no pocos de sus mandos; algunos oficiales muertos por sus soldados, por atreverse a contener la riada de histeria e indignidad que les rodea y al fin les mata; otros oficiales arrancándose no sólo las insignias, sino hasta las polainas o cinturones que podían delatarles como lo que deberían haber sido: cabeza de sus tropas.

Con las alturas cubiertas de cabileños, y el fondo del sinuoso barranco cruzado por bandas de merodeadores, a la espera de los equipos y hombres que ruedan cuesta abajo, la matanza de españoles se organiza. Oleadas de mujeres rifeñas, de los aduares próximos, sublevadas por viejos agravios y afanosas de rápidos desquites, acuden al bestial tumulto. Con cuchillos, con palos y hasta con sus manos, rematarán a los heridos, lapidándolos, o se mofarán de éstos, vejándoles, y dejándoles marchar en algún excepcional caso, como le sucederá al capitán Sabaté, «maltratado por mujeres moras, que le desnudaron y despojaron de su ropa y alhajas»[370]

Al vientre del Izzumar han ido a parar las baterías, los armones, mulos, carros, ametralladoras, equipajes, cajas de municiones, los camiones cargados de heridos que confiaban en escapar con vida.

Los supervivientes siguen subiendo. Lo hacen en medio de una polvareda asfixiante, en la que toman mayor altura, si cabe, los gritos.

Desde las cortaduras se descuelgan nuevos contingentes de verdugos, en su mayoría jóvenes y ancianos. Van armados de gumías, piedras y una ira arrasadora. Buscan a los heridos, les acorralan, ignoran sus enloquecidas peticiones de clemencia, y les rematan. A no pocos les bajarán los pantalones para cortarles con saña sus genitales y metérselos en la boca.

Una posición con dos jefes y un mismo abandono

La posición que coronaba el Izzumar está en llamas, abandonada. De las dos baterías que allí había al amanecer del 21 de julio, tan sólo queda una. El capitán Blanco, que ha pernoctado con su gente en la posición, se ha ido al alba, a la espera de órdenes de Silvestre. Desde una explanada, descubre una polvareda enorme. Instantes después, una masa de gritos le envuelve. Tiene encima la avalancha. Le quedan cinco o seis minutos. Mira hacia el Izzumar. Allí están los otros cañones. Con ellos debe bastar para proteger la columna, él tiene que salvar su batería. Es responsable de más de cien hombres.[371] Con calma, ordena a los suyos dar media vuelta a las piezas y adelantarse al tropel. Sin correr. La 5a Batería de Montaña será la única en llegar, íntegra, a Drius.

El Izzumar empieza a arder. Los cañones que lo defienden tienen sus tubos apuntando a un horizonte donde agoniza el ejército, pero no han disparado ni una sola vez en su ayuda.

En el Izzumar había dos mandos, fatal superposición que provocará la ambigüedad y el desarme moral. El capitán Joaquín Pérez Valdivia era el jefe de la posición. Ayudado por sus oficiales, tenientes Agustín Alvargonzález y Enrique Valdés, estaba al frente de noventa y ocho hombres. A éstos se unían el alférez José Guedea Millán, de Ceriñola, con treinta y seis hombres; más cinco soldados de Ingenieros; un capitán médico, Primitivo Gutiérrez Urtasun; y el teniente Román Rodríguez Arando, este último al frente de diecinueve artilleros y al mando directo de la batería. En total, ciento sesenta y cuatro efectivos. Pero en el Izzumar había un séptimo oficial, el comandante de Artillería Jesualdo Martínez Vivas, encargado de supervisar la sustitución del material artillero situado en la estratégica cumbre: cambio de las viejas piezas Krupp que allí había, por otras cuatro de 75 mm, modelo Saint Chamond.[372]

Martínez Vivas había llegado al Izzumar el 18 de julio. En esos cuatro días se formó una idea de la situación táctica: Igueriben acosado y perdido; Annual dependiente de la única pista existente hacia retaguardia, y el Izzumar, guardián de la suerte del ejército.[373] Por la categoría de los mandos, el responsable máximo era Martínez Vivas, que no pensará tal cosa, al considerar que Pérez Valdivia era el jefe de la posición. De ese insensato debate emergerá otra catástrofe más.

En la mañana del 22 de julio, Pérez Valdivia y Martínez Vivas están en los parapetos del Izzumar. De pronto, ven «correrse los moros por el fondo del barranco (del Izzumar) en dirección a Annual».

Ambos oficiales, pese a que «vieron acercarse a Annual grandes contingentes perfectamente organizados, que les hizo creer fueran tropas amigas (¿?)», quedan impasibles. Poco después «ven pasar un coche rápido y un soldado a caballo, que les dijo iba en el coche el Comandante General (¡!), y que se evacuaba el campamento»[374]. Lo creen, puesto que así les conviene.

Mientras, el alférez Guedea ha bajado «descuidadamente al camino para enterarse de lo que ocurría». Sorprendido por la desbandada, empieza a correr hacia la cumbre. Encuentra a su sección formada, «diciéndole el sargento que habían recibido órdenes de evacuar, como ya lo habían hecho las demás fuerzas»[375].

Subsiste un matiz de relieve, que aportará el alférez ante Picasso: que dichas fuerzas «se habían marchado antes de que empezaran a ser atacadas, inutilizando las piezas y pegando fuego a la posición». Guedea y los suyos llegarán a Ben Tieb.

En su defensa, Martínez Vivas dirá que «la guarnición de Izzumar, cuando creyó que ya habían evacuado las fuerzas de Annual, tomó el acuerdo de abandonar la posición», como si tal decisión pudiera tomarse en un plebiscito de soldados y oficiales. Basará sus afirmaciones en que «a poco avisaron de Annual la salida de toda la columna hacia Ben Tieb, y evacuación de las posiciones de primera línea hacia el mismo punto»[376].

En tal hecho, que «no se ha podido comprobar» —como denunciará Picasso—, basó Martínez Vivas su huida, a la que no se opuso Pérez Valdivia. La ofensa concluirá con la afirmación de que «no abrieron fuego (con los cañones, que estaban cargados) porque no vio enemigo contra quién dirigirlo»[377].

Al otro lado del Izzumar: parapetos de jinetes e infantes

Los cinco escuadrones del 14.º Regimiento de Caballería, cuatro de sables y uno de ametralladoras, se encontraban escalonados detrás del Izzumar. Fernando Primo de Rivera y Orbaneja, un jerezano aristocrático, hábil en la esgrima, de cuarenta y dos años de edad y perteneciente a la promoción de 1898, es su segundo jefe. Nada sabe de Manella, pero confía en ver pronto a su coronel. Manda sobre 461 hombres: 22 oficiales y 439 de tropa, según los listados de Picasso.[378] Todos los que había en Drius.

El teniente coronel mantiene en alarma a su unidad desde la caída de Igueriben. El cañoneo en Annual había cesado por la noche. Se sabía que Navarro estaba en Melilla, y se decía que preparaba una columna de apoyo a Silvestre. Primo nada ha dicho a su gente: una vez pasado el tabor de los Regulares, camino de la gran hoya, los refuerzos son ellos. Detrás, el vacío.

Sobre el Izzumar, los jinetes de Primo veían moverse, a lo lejos, a los soldados de Pérez Valdivia. Más cerca, y separados del pie de la cumbre, estaban los cañones del capitán Blanco. La batería aparecía formada y a la espera. Nadie imagina una retirada. De pronto se oye un alocado crepitar de fusilería. El estruendo va retumbando por los cerros. Los jinetes de Primo observan una masa de polvo en el lado norte del Izzumar. No pueden suponer qué hechos concretos desencadenan semejante volumen y en rapidísimo aumento. En ese instante, un coche rápido, seguido por camiones cargados de heridos, desemboca a toda velocidad en la cara sur del angosto paso. El conductor ve los escuadrones y detiene el vehículo. Un oficial médico expone, en tres frases, la tragedia: Silvestre puede que muerto, y con él, sus ayudantes; la Policía Indígena pasada al enemigo y asesina de muchos de sus oficiales; y la columna de Annual en desbandada. Nadie sabe nada de Manella ni de Morales. El coche parte, y Primo sabe a qué atenerse: va a recibir la estampida de todo un ejército. Y es responsable del regimiento.

Llegan más rápidos. De uno de ellos «desciende un capitán», que se dirige hacia Saínz. Y viene la frase inequívoca que sobrecoge al oficial de Estado Mayor, puesto que significa el fin del ejército: «El General se ha pegado un tiro».[379]

Primo de Rivera reúne a sus oficiales, les explica lo que sucede y les dice que «ha llegado la hora de sacrificarse por la Patria». La batería de Blanco pasa al lado: cañones y avantrenes alineados, caballos y hombres en dobles filas bien rectas. Las dos formaciones se saludan al cruzarse. Cada una va a su destino.

La polvareda se adueña del Izzumar. Un aluvión de hombres alocados, acribillados a derecha e izquierda, corre, se empuja y sigue corriendo, aunque muchos se desploman, fulminados. La gente de Alcántara monta a caballo y emplaza las máquinas.

Antes de lanzar su primera carga, Primo de Rivera disponía de tres referencias: a su derecha y arriba, ya no había banderas españolas en el Izzumar. Los de Pérez Valdivia se han ido. Más atrás, y también a su derecha, el tiroteo era intensísimo en Intermedia B; luego la gente de Pérez García resistía. Y aún más atrás, a la izquierda, siempre lejana pero siempre flameante, la bandera de combate en Intermedia A. Allí estaban Escribano y los suyos, aguantando. El regimiento de Alcántara estaba a punto de ser rodeado y se encontraba, a su vez, rodeado de posiciones españolas cercadas. Del carácter de su jefe sólo cabía esperar una cosa: lanzarse al ataque y allí mismo.

Las secciones del teniente Púas y el capitán Chicote cargarán una y otra vez contra los harqueños, dispersándoles. La encarnizada pelea se desarrolla en las mesetas y barrancadas, en las cunetas y en la misma pista. Acaba en unos minutos. Los hombres de Alcántara se quedan solos: el enemigo respeta su resistencia y prefiere cebarse en los huidos, desparramados por centenas y fáciles de matar. Falta auxiliar a la guarnición de Ben Tieb, que va a salir. Primo coordina el amparo táctico. Luego, al trote corto, el regimiento se encamina hacia Drius, intacto en la distancia.

De las tres posiciones Intermedias —A, B y C—, ahorquilladas sobre el Izzumar, la última fue arrastrada y aniquilada en la huida general. Todos murieron. En la posición B, su jefe, Miguel Pérez García, dirá al capitán Jesús Jiménez Ortoneda que «carecía de órdenes», no obstante lo cual, «sabría morir cumpliendo con su deber»[380]. Jiménez, de la Policía, hacía un servicio de descubierta. El día antes, en Ben Tieb, había recibido un abrumador encargo de Villar: «Vigilar a los jefes Burrahay y Abd Bidal-La, a los que debía dar muerte si trataban de escapar». El capitán se había limitado a acompañarles hasta Drius, de donde escaparía Buharray en la noche del 22 al 23 de julio, dirigiéndose a Buxada. El rifeño lograría la defección de los efectivos indígenas, y compasivo, «dejó marchar a los cinco soldados peninsulares que allí había»[381]. Desde el Izzumar, Jiménez observa cómo arde Buymeyan, y cómo calla Annual. Tras hablar con Pérez, reanuda su marcha. Tiene pendiente encontrarse con el capitán Fortea, al que acompañaban varios «jefes moros», y a los que habían apartado de las alturas «para que no viesen aquel desastre»[382]. Jiménez no encontrará ni a unos ni a otro, por lo que seguirá camino hasta Ben Tieb.

Intermedia B se prepara para recibir al enemigo. Pérez está confiado. La guarnición le parece suficiente: noventa y cinco soldados de Ceriñola y cuatro de Ingenieros, más cuarenta indígenas. El capitán tiene junto a él a los tenientes Manuel Soto Conde y Enrique de Hora Melgares, más el alférez Isidoro López Camiña. Espera un furioso asalto, no lo que sobreviene. Una riada: masas de rifeños suben por las pendientes. Los asaltos se repiten durante cinco horas. Mueren Pérez y uno de sus oficiales. Los otros dos, con unos pocos supervivientes, intentan la retirada, pero «en el arroyo próximo a la posición» son copados. Allí mueren todos, excepto tres soldados, hechos prisioneros.[383]

Muerte y leyenda de Silvestre, el general desnudo

La muerte de Silvestre en Annual forma parte de la épica española y aún de la epopeya militar. Es un clásico. Es el fin del hombre desesperado mas ya tranquilo; del general trastornado más que equivocado; del militar que salva el honor del Ejército cuando tantos otros jefes y oficiales buscaron sólo salvar sus vidas y pertenencias; del valeroso jefe de un ejército que no tuvo la valentía de dimitir ante su ministro ni ante su Rey; del servidor honesto de un Gobierno y del buen amigo de un alto comisario. Entre todos lo dejaron suicidarse antes de él hacerlo.

Las versiones de su muerte fueron tantas, y tan novelescas[384], como fue de aventurero aquel empeño colonial de la España alfonsina. Y si hubo un fin físico para el hombre, hubo otros, en lo moral y en lo político, para el Estado, al representar el general muerto la muerte en sí del sistema.

Mantiene su resistencia personal y casi puede decirse que recupera una lucidez, perdida hacía tiempo. Administra su parquedad. Ha despedido a su hijo, y se ha despedido de todo contacto con el exterior: Arias y Las Heras reciben orden terminante de destruir la estación Telefunken de radiotelegrafía. Manuel Arias Paz tiene veintidós años.[385] A su lado está Las Heras. Destruir la radio es renunciar no sólo a todo auxilio, sino a toda alternativa. Arias y Las Heras cumplen el mandato «con un hacha»[386]. Con pocos golpes basta.

Se hace así el silencio —no histórico— sobre si Silvestre logró hablar o no con el alto comisario en esos momentos cruciales. Unos lo niegan (Berenguer) y otros lo afirman (Alzugaray)[387]. A esta disyuntiva la definirá Picasso como «el punto oscuro» de la salida de Annual.[388]

Silvestre, espera la ocasión más razonable para acabar de una vez.

El capitán Sabaté, jefe de Estado Mayor, ve a Silvestre. No se atreve a decirle nada, pero jamás olvidará aquella imagen: «El general, penetrando la inmensidad de la catástrofe, parecía ajeno al peligro, y, situado en una de las salidas del campamento general, permaneció expuesto al fuego intenso, silencioso e insensible a cuanto le rodeaba».[389] Sabaté va en busca de Manella y Morales. Silvestre queda solo, como él ha elegido.

Muchos son los que le verán allí (Pérez Ortiz, Llamas, Civantos): una figura erguida, desdeñosa, corajuda, también muy perturbada. Será entonces cuando se vuelva hacia los que pasan corriendo, espantados de verle tan sereno y tan despectivo, tan apartado de las cosas. Y puede entonces que fuese el momento de aquel «¡Corred, corred, soldaditos, que viene el coco!», poco contrario a su carácter desafiante y humorístico ante la muerte, o de la pregunta, también posible: «¿Creéis que así os salvaréis?»[390] El hundimiento de la moral se reflejará en la rapidez de la huida, «pues como en media hora se hizo el desalojo del campamento»[391]. Silvestre no tiene ya a nadie a quien gritar.

El teniente Arias y el cabo Las Heras suben a su motocicleta. Los alrededores continúan batidos por el incesante fuego rifeño. La columna se arrastra y muere en las cuestas del Izzumar. Hay que partir. Ambos hombres miran hacia Silvestre. Y le ven «cómo entraba en su tienda». Ellos arrancan, pero «no se habían alejado cincuenta metros cuando oyeron un tiro que sonaba dentro de la tienda del General. Indudablemente, éste se suicidó»[392]. Arias y Las Heras aceleran su moto y se meten en la degollina del Izzumar. Logran cruzarla y alcanzar Drius, llegando a Arruit. Las Heras[393] sobrevivió, mientras que Arias fue dado por muerto —en el relato que aquél hizo, en 1956, a López Ferrer—, cuando el teniente llegó a general.

Silvestre ha capturado un instante de intimidad para poner fin a su vida. Nada de cargas suicidas al frente de sus escuadrones (no tenía ninguno) ni de resistencias alocadas en el parapeto. La epopeya, en la sencillez.

Todo indica que Silvestre, militar campechano, escogió una épica contradictoria para su final: abreviada, vehemente, enigmática. Morir en su tienda o en un barranco, donde también pudo haber ido, siguiendo a Manella y Morales, para luego hacer un aparte y pegarse un tiro. Pero la tienda, con su reunión de signos personales y su protección, siquiera efímera, de la locura externa a ella en aquellos momentos, es la opción más verosímil.

Lo que vale un tiro con suerte y los últimos de Annual

Cuando Silvestre se introduce en su tienda, se alejan de él Manella y Morales. A los tres los verá, un fugaz momento, el soldado Moreno Martín, uno de los supervivientes de Alcántara. Siguen llegando los disparos rifeños, pero apenas hacen víctimas, pues la mayor parte de la guarnición ha huido. El suelo está sembrado de equipajes, armas, vehículos. Y muertos. Pues aunque pocos, hubo grandes luchadores en Annual. La cruel pregunta de Berenguer —«¿Se combatió en Annual?»[394]—, es pertinente para el mando. Del Ejército, del Gobierno, incluso del Estado.

Uno de los ordenanzas de Silvestre, Eusebio Casanovas, diría que le esperó en Annual, con el motor del automóvil en marcha, hasta «los últimos momentos». Según su testimonio, fue instado por el comandante Hernández para que regresara a Melilla, y «al fin accedió a marcharse, recogiendo antes algunas maletas y efectos del general». Casanovas se fue, solo, con el vehículo de Silvestre, y luego dijo que «al llegar al Izzumar, detuvo el auto por si el general lo necesitaba»[395]. ¡En pleno desastre y a seis kilómetros del abandonado e incendiado Annual! Sólo tiene cabida otra versión, y que fuera ocultada por Casanovas: que llevase en el coche al hijo de Silvestre. De ahí su espera, tan exigente como baldía, en el alto del Izzumar.

Hernández, el secretario de Silvestre, y Manera, ayudante del general, han caído de los primeros. Cabe suponer que suicidados, lo mismo que su general. Su código de honor así lo exigía, y la realidad que les circundaba no les daba otra opción.

Quedan Morales y Manella. Con unos veinticinco soldados, forman emocionante círculo de resistencias. Juntos todos van a subir el Izzumar. Son casi los últimos en salir, pues otros siguen luchando atrás. Los primeros en morir: los restos de la 1.ª compañía del capitán Antonio Gómez Iglesias; varios soldados de Ingenieros, al mando del capitán Dionisio Ponce de León Grondona; las secciones del comandante Santiago González Muné, y un grupo de artilleros, que rodean al capitán Miguel De la Paz Orduña. Miguel tiene treinta años, uno más que su hermano Federico, muerto en Igueriben.

Muere De la Paz Orduña, y después es González Muné quien cae en el parapeto; Ponce es abatido minutos más tarde, en la salida del campamento. Todos mueren, su gente con ellos, salvo Gómez Iglesias.[396] Aún quedan unos pocos: el teniente Honorato Hernández Romero, de Ceriñola, quien, con su sección, se ha hecho fuerte en una loma. Hernández da las órdenes «con toques de silbato»[397]. En cuanto ve a los coroneles Morales y Manella introducirse en las primeras revueltas del desfiladero, ordena a sus hombres replegarse. Según parece, Hernández y los suyos fueron los últimos de los últimos en Annual.

Morales y Manella siguen en cabeza. A su lado van Joaquín D’Harcourt y Got, capitán médico, y Emilio Sabaté, jefe de Estado Mayor. Se les unen el comandante Andrés Piña Rodríguez, de África, y el capitán Emilio Morales Travalina, de Ceriñola. Con otros pocos soldados —una veintena, desplegados en guerrillas—, componen otro tenaz bloque de voluntades que sube, resuelto, hacia el Izzumar. Hernández, con su sección, sigue el mismo ritmo. Los dos coroneles dan ejemplo y se baten pistola en mano. Llevan sus uniformes e insignias. No renuncian a nada y no están dispuestos a rendirse. Junto a Manella va su ayudante, el capitán Ramón Arce Iradier, que va a caer, herido de muerte, junto a su jefe.

El teniente José Civantos Canis, ayudante de campo de Morales, a quien el coronel ha autorizado que busque un caballo en sustitución del que le habían matado en el combate del día anterior, consigue tal propósito, pero «cuando regresaba al campamento, un disparo enemigo (de sus propios soldados de la Policía Indígena) le mató el nuevo caballo que montaba y le hirió, aunque levemente, la mano izquierda». La herida es en un dedo. Un simple desgarro. Pero Civantos pierde en el lance veinte minutos, que le impedirán reunirse con su coronel.[398]

Para entonces, Silvestre ya había muerto y el coronel Morales debía saber cómo, pues sus compañeros le oyen afirmar, rotundo: «Yo no pienso suicidarme por apurado que me vea».[399] Todos se juramentan para matarse entre sí al ser heridos, con el fin de evitar las torturas rifeñas. Por diversos avatares, Piña y el capitán Morales, con unos soldados, quedan a un lado del camino, con intención de alcanzar la cresta del Izzumar. No lo conseguirán: Piña y Morales son alcanzados y mueren. Los restantes van por la pista o se introducen en el barranco.

Manella avanza en cabeza. Los rifeños le pondrán en sus puntos de mira. Va a caballo, y se lo matan. Entra en el fatal barranco, convertido en un cementerio, y sale de esa trampa. Está cerca del Izzumar, la posición que tenían que haber defendido, a muerte, Pérez Valdivia y Martínez Vivas. Manella sabe de su vital importancia y pretende organizar un núcleo de resistencia en el paso. No lo consigue. Y se defiende en una pequeña explanada, de pie, la pistola en la mano, decidido hasta el fin. Allí queda.

El grupo del coronel Morales sigue subiendo las cuestas ensangrentadas del Izzumar. La progresión se hace en medio del desconcierto y del fuego rifeño, pero «momentos antes de morir», Morales se vuelve hacia el capitán Sabaté y le dice a la vista del desastre: «Ya ve usted como yo tenía razón».[400]

El coronel ha guardado su pistola y se defiende con un fusil. No está muy claro si es poco antes de coronar el paso o al entrar en la vertiente sur cuando Morales recibe un primer disparo —en una pierna— y cae en tierra. De seguido, otro tiro le alcanza, en el tórax. Según Navarro, Morales, «al verse herido mortalmente, animaba a los suyos para que siguieran defendiéndose y abandonaran su cuerpo, que no les serviría más que de estorbo»[401]. Según D’Harcourt, «al pasar un barranco fue muerto el coronel Morales, que llevaban herido en un caballo»[402]. La versión más creíble, deducida de la decisión encausatoria de Picasso, puede resumirse así: Morales cae herido, sabe que lo ha sido de muerte, y exige a los suyos, como jefe y como hombre, que cumplan lo pactado. Nadie se atreve a tal cosa. El capitán D’Harcourt —que va herido testificará que el coronel había muerto cuando le deja solo, afirmación no aceptada por Picasso, pues le encausará.[403] Morales es rodeado por los rifeños. No reconocen al carismático coronel y antes de darle muerte le torturan, produciéndole una desgarradora herida en el rostro.

La desbandada prosigue. Allí mismo, en el Izzumar, D’Harcourt testificará haber visto a un cabo, encorajinado por la pelea que unos pocos como él mantienen, encararse «a un oficial que iba a caballo», embocado en la huida, y gritarle: «¡No corra usted, señor oficial, y venga a defenderse!»[404]

Mientras, el teniente Civantos ha podido hacerse con un mulo que le cede un sargento de Artillería; corona el Izzumar y sigue; no encuentra a su coronel. Sin duda lo ha adelantado; peor sería suponer que pasó a su lado sin verlo. A poco, Civantos se da de bruces con la gente de Alcántara, a cuyo jefe, que contiene a la enfurecida harka, pide «que le cambie el mulo que montaba por un caballo». Primo de Rivera, compasivo, le cede una montura de aquellos de los suyos que habían sido baja. Civantos logra así la tercera permuta de semoviente en su particular retirada. En Drius cogerá un coche rápido. Y esa noche del 22 de julio estará en Melilla. Será de los primeros escapados de Annual.

Otros no tienen esa suerte, ni la buscan con tanto afán. El teniente Hernández muere a la vista de Ben Tieb.

Cinco minutos al teléfono en Ben Tieb: España no contesta

El coche que lleva al hijo de Silvestre llega a Ben Tieb y se detiene. El alférez está obligado a parar: es el punto de reunión previsto para el ejército en retirada. Pero ni llega el padre ni aparece un ejército, sino una asustada horda. Tal vez fue allí, en esta posición clave del dispositivo español en el Rif, donde Manuel Fernández-Silvestre Duarte recibió noticias fidedignas sobre la trágica suerte corrida por el general.

En Ben Tieb tenía el ejército de Silvestre sus mayores y mejores reservas. La guarnición de Ben Tieb estaba compuesta por una compañía de Ingenieros, dos compañías de Intendencia, media compañía de San Fernando, un quinto escuadrón de Alcántara, un destacamento de artillería con dos piezas de 75 mm, Zapadores, Ingenieros y Sanidad Militar. Según la documentación de Picasso y a fecha de 22 de julio, en Ben Tieb había numerosa guarnición: 651 hombres (24 oficiales y 627 soldados), con 189 cabezas de ganado.[405]

Por la importancia de sus arsenales y la gravedad del momento bélico que la acosaba, Ben Tieb era posición clave, que debería estar bajo el mando de un coronel. Porque fuerzas no quedarían en Melilla, pero coroneles había unos cuantos: Araujo (jefe de regimiento de Melilla), Argüelles (jefe regimiento mixto de Artillería), Fernández de Córdoba (jefe de Intervención), Jiménez Arroyo (jefe regimiento África), López Pozas (jefe de Ingenieros), Masaller (jefe de la Artillería), Morales Reinoso (jefe regimiento de Ceriñola), Salcedo Molinuevo (jefe regimiento San Fernando), Sánchez Monje (jefe Estado Mayor de la Comandancia), Fontán Santamaría (jefe de Intendencia), y Triviño (jefe de Sanidad Militar). En cuanto a Riquelme (jefe de Ceriñola), llevaba mes y medio en Madrid, convaleciente de una operación quirúrgica, pero al enterarse del desastre, regresaría a Melilla el 23 de julio. Once mandos superiores presentes y uno ausente.

En descargo de López Pozas y Sánchez Monje, cabe decir que obedecieron órdenes de Navarro. Y Ben Tieb quedó al mando de un capitán, lo cual chocará —y enfadará— sobremanera a Picasso. Antonio Lobo Ristori es capitán desde septiembre de 1915. Este gaditano de treinta y siete años proviene de familia de marinos, en San Fernando, y es un veterano en África, aunque su carrera militar estuviera estancada en 1921.[406] Va a demostrar que tiene temple, sentido de la improvisación y hasta descaro con sus jefes por la nulidad de éstos, pero quedará a falto de dos cosas esenciales: un plan de resistencia y una orden.

Lobo tiene dos agobiantes pesos sobre su conciencia: los heridos que hay en la posición y el valor de los arsenales. Si resiste por su cuenta, los primeros morirán, y tampoco tiene seguridad de, aun resistiendo, evitar que los depósitos caigan en manos enemigas. Por eso va a pedir órdenes. Quiere solidaridad ejecutiva, de un superior, a su responsabilidad estricta.

En la posición, junto a los grandes barracones, aparece, bien alineada, una larga fila de cargas. Picasso, que alzará, a mano, el plano de Ben Tieb, precisará: «Municiones para enviar a Annual». Incluso recordará la anchura de la pista: «diez metros». El general incluirá una sorpresa documental: el dibujo de cuatro piezas de artillería, bien alineadas e identificadas así: «Tent. Enrile, retiradas de Izzumar». Los viejos Krupp que sustituyó Martínez Vivas.[407] Luego Ben Tieb tenía muy poderosas razones para defenderse: 651 hombres, seis cañones, y agua en abundancia, además de víveres y municiones en grandes cantidades.

Junto a Lobo están el también capitán José Querejeta Pavón, los tenientes Jaime Camps Gordon y Vicente Toro Tellechea, y el oficial médico de la posición, teniente Felipe Peña Martínez, que va a ser, para Picasso, uno de los puntales testimoniales de su Expediente. A eso de las diez de la mañana, estos oficiales se encuentran fuera de sus tiendas, a la espera de lo que ocurra en Annual, cuya angustiosa situación conocen. Están inquietos, pues empieza a llegarles sordo rumor de combates: el tiroteo viene del otro lado del Izzumar. Y de repente, una imagen patética, imborrable: por la pista «pasan corriendo y sin jinetes, hacia el llano, tres mulos y un caballo». Luego vendrá la primera oleada de hombres, «en tropel, revueltas las unidades en un desorden absoluto, corriendo cada cual lo que podía y sin mando alguno visible»[408]. Esto sucederá hacia el mediodía.

La pavorosa retirada se lleva por delante cualquier entereza, cualquier espera. Manuel Fernández-Silvestre Duarte se imagina lo peor. Si el ejército escapa así, de esa manera, su padre por fuerza debe haber muerto, pues no se concibe una huida semejante bajo su mando. Tal vez le confirmara esa aflictiva apreciación Alzugaray, con quien se encuentra allí. El comandante le pide permiso para subir al coche de su padre. El alférez accede y ambos parten hacia Drius. Los restos del ejército siguen llegando como olas cruzadas, violentísimas, deshaciendo todo a su paso, yendo luego a morir a las puertas mismas de Ben Tieb.

Lobo y sus oficiales están en la pista. Su objetivo es contener «a los elementos útiles que pasaran». Lobo y los suyos ordenan, amenazan, hasta pelean por conseguir de los que huyen una leve voluntad de comprensión a su causa, pero el empeño es baldío, «por estar todos obsesionados por el pánico». Lobo se dirige a aquellos jefes que distingue, entre las avenidas de unidades que llegan descompuestas, para que recompongan sus fuerzas y entren en la posición, asegurando su defensa. Esos oficiales desatenderán tales ruegos, «alegando que carecían de órdenes para eso». Lobo repite la solicitud al teniente coronel Marina, segundo jefe de Ceriñola, que llega a primera hora de la tarde con un centenar de soldados, «que parecían más tranquilos que los demás». Marina se niega. Y tras un descanso, se marcha con su vacilante pelotón. Es testigo de estos hechos el alférez Guedea. Este oficial lleva consigo su sección al completo —treinta y seis hombres—, incluyendo «una baja por asfixia». Guedea se va con los de Ceriñola, pues Marina es su jefe. Llegará a Drius, y allí «pasará lista, entregando el muerto que llevaba».[409]

Ben Tieb depende de lo que decida su capitán y del tiempo que aguanten sus únicos escudos: si no fuera por los jinetes de Alcántara, que siguen, firmísimos, en la pista, la posición habría sido asaltada por la harka. Van pasando más escapados de Annual, pero ya no es un río de hombres, sino grupos sueltos, muy espaciados. El sol declina. Ha llegado el momento de la decisión.

Lobo se pone en contacto telefónico con Dar Drius. Debe ser la segunda o tercera vez, pues hay constancia de que habló con el capitán Dolz, el mismo al que Sabaté había pedido, horas antes, un gran pedido de municiones. En esta ocasión, Lobo solicita órdenes, tan valiosas o más. Pide hablar con quien tenga capacidad para dar esas instrucciones. En Drius está el teniente coronel Álvarez del Corral, jefe de la circunscripción. Lobo insiste en hablar con él o con un superior de mayor rango, pero Navarro todavía no ha llegado. Como pasa el tiempo y nada se resuelve, Lobo adopta una singular determinación: la de advertir a su comunicante (Dolz u otro oficial) que «en caso de no recibir órdenes en cinco minutos, como su situación era tan complicada, tomaría el silencio por orden de evacuar»[410]. Un oficial pone un ultimátum a sus superiores: díganme qué hago, si resisto o me retiro. Nadie va a responderle. España no contesta.

Extraordinario momento ése: un capitán impone un plazo no ya a sus mandos, sino a todo el sistema militar español. Hay que tomar una resolución. O se lucha o se huye. Lobo es responsable no sólo de 651 hombres, sino de 7.º heridos, a los que atiende el teniente Peña. Por lo que ha oído y visto, sabe bien lo que les espera. Por eso marca un tiempo tan corto. Y aún cree excederse.

Cabe imaginar a Lobo, mirando por la ventana de su barracón, el teléfono al oído y el silencio desesperante al otro lado de la línea, comprobando cómo la pista de Annual se queda vacía: ni huidos, ni refuerzos. Los jinetes de Alcántara siguen ahí, un valladar de resoluciones. Ellos tienen sus órdenes, que son cerrar la retirada. Cuando se replieguen, será el fin. Pasan los minutos. Interminables. Nadie responde en Drius. España ha enmudecido. Y entonces Lobo, con ansiedad —sabe que puede ser encausado por su actitud—, pero también convencido, da la orden: evacuación inmediata. ¿Fue la única posible? ¿Qué decidieron los otros tres capitanes ante la orden de su compañero de rango? Nada. Pues nada se sabrá de ellos. Los tres —Querejeta, Agustín García Andújar y José Pérez Peñamaría— serán dados por «desaparecidos». Igual que Lobo, al que le aguarda la muerte en Monte Arruit. De los veinticuatro oficiales de Ben Tieb, sólo siete volverán a Melilla.[411]

Ben Tieb se vaciará en unos minutos. Los heridos saldrán todos y todos se salvarán. Por un día. Muchos morirán en el camino de Drius a Monte Arruit o en esta última posición.

La salida de la columna de Ben Tieb tendrá su salvador en Ricardo Chicote Arco. Este catalán, de veintiséis años, capitán desde 1918, es un jinete formidable.[412] De acuerdo con Lobo y Querejeta, organiza la salida: la caballería por la izquierda «para llamar la atención del enemigo», la infantería por la derecha; y los heridos en medio, con Peña a su lado y Lobo al frente. La columna enfila hacia Drius. Ben Tieb comienza a arder.

Su humear persistente, desolador, y al fin devastador —los polvorines estallarán—, señalará a Navarro la rotundidad de su aislamiento y la pérdida de valiosísimo material. Los rifeños acudirán a esa negra señal. Aún cogerán un gran botín.

Picasso mostrará su irritación por estos hechos, calificando lo sucedido como «caso típico de la desorganización y de la anomalía reinantes en el territorio». Los seis cañones perdidos debieron pesar con fuerza en su ánimo crítico.

Dos emociones se encuentran a toda velocidad

En Melilla, López Ruiz vuelve a la Comandancia tras asistir al entierro de Zappino y Romero. Al entrar en el edificio recibe la noticia: Annual está siendo evacuada. No tiene tiempo de sentirse consternado: de Navarro recibe orden para que se reúna con él «en el acto»[413]. Hay que salir «en seguida» para Drius. Dos oficiales de Estado Mayor, el comandante Eloy González Simeoni y el capitán Enrique Sánchez Monje y Cruz, se les unen. Los dos morirán en Monte Arruit. A las dos y media de la tarde del 22 de julio, suben todos a los coches.

La pequeña caravana va por las pistas al máximo de velocidad posible. Cruzan Nador, ignorante de todo, y Zeluán, al que dejan en idéntica confianza. De pronto ven venir, a toda marcha, otro automóvil. Los vehículos se detienen. Para sorpresa de los provenientes de Melilla, «nos encontramos con el coche del Comandante General». Aparece el comandante Alzugaray y, para mayor estupor del grupo de Navarro, surge el rostro demudado del alférez Fernández-Silvestre Duarte. Tiene sólo veinte años.[414] En frases entrecortadas, intenta contar lo sucedido. Es Alzugaray, el que, más sereno, «dio cuenta de que el General Silvestre se había suicidado y de lo funesto de la retirada». La información sobrecoge a todos. Navarro aprueba que Alzugaray siga hasta la plaza y, apenado del estado del hijo de Silvestre, ordena a López Ruiz, asimismo que le acompañe, pero con un encargo: el de dar, «con mucho cuidado, la noticia a las hermanas del general, para evitar que se enterase su madre, que en aquellos días estaba en muy grave estado»[415].

El alférez y los dos comandantes siguen a Melilla. Cerca de Zeluán aparece un coche rápido. Viene de frente. Se encuentran con el teniente coronel Luis Ligarte, de Ingenieros. Alzugaray saluda a su jefe. Y sube a ese coche, que va a Drius.[416] López Ruiz y el hijo de Silvestre llevan a la plaza la noticia de la muerte del general.

Línea telefónica con el desastre: es cierto, es una catástrofe

Navarro, en su ausencia, no ha dejado a nadie encargado del mando. En su residual optimismo, piensa volver. El puesto corresponde a Masaller, por ser el jefe más antiguo. Pero Francisco Masaller y Albareda, coronel de Artillería, tiene sesenta años, y después de lo que escucha (o le dicen) de Alzugaray y Silvestre Duarte, su moral se desploma. Queda anonadado. Se autoexcluye. Y será el coronel Gerardo Sánchez Monje —cuyo hijo Enrique acaba de despedirse de él— quien, en un arranque que le honrará, tomará el mando esa noche en la plaza. Su decisión le costará ser encausado, lo mismo que Masaller.[417]

Sánchez Monje envía un telegrama al Ministerio de la Guerra en el que confirma el trágico fin de Silvestre. En Buenavista no está el ministro, y es el incansable Lamela quien recibe la devastadora noticia. Lamela se la transmite a Eza, y éste al Rey.

El texto de aquel despacho, que llegó a Madrid a las 17.50 h del 22 de julio, es éste: «Tengo sentimiento participar a V. E. que, según me comunica hijo Comandante General, acaba su padre, General Silvestre, de suicidarse al evacuar campamento Annual». Lamela reexpide el telegrama a Berenguer, y añade una sugerencia, casi una orden: «Juzgo del todo indispensable y urgentísima presencia en esta plaza por situación dificilísima».[418]

Horas más tarde, el alto comisario sigue en ruta hacia la capital del Protectorado. Es todavía el 22 de julio. Oscurece en la carretera del Fondak de AM Yedida a Tetuán. Su vehículo de mando sobrepasa las filas de soldados, en columna, camino de Ceuta. De esos momentos y esos soldados, Berenguer, con barroco recuerdo, dirá que tales tropas iban «a reparar las tristezas de una derrota que, si espoleaba su espíritu de sacrificio por la Patria y sus vehementes deseos de vengar la ofensa, en sí mismas llevaban la tristeza de lo ocurrido y carecían de la novedad del triunfo en lo desconocido: de ser soldado y explorador».[419]

A las dos de la madrugada de ese 22 de julio, en Rokba, el teniente coronel Millán Astray ha despertado al comandante Franco, jefe de la 1 Bandera. En pocas frases le ha dicho que el objetivo era llegar a El Fondak, que «hay que sortear» entre las unidades —práctica habitual en casos de emergencia—, y que, de tocarle a él esa suerte, disponía de dos horas para la partida.[420] En el sorteo, la 1 Bandera recibió ese destino: ir a morir la primera. Franco y los suyos se marcharon. Poco después era movilizada la otra Bandera. Los sorteos no bastan.

Aquellos legionarios completarán un esfuerzo asombroso: hacer la etapa Rokba-Fondak en diecisiete horas de extenuante marcha, andando «como autómatas», y, tras dormir tres horas en el suelo —no hay tiempo ni fuerzas para montar las tiendas— seguir camino hasta Tetuán, adonde llegarán a las diez de la mañana del 22 de julio. Andarán casi cien kilómetros en día y medio.[421]

En Tetuán, Berenguer se entera de que a Silvestre le dan por desaparecido, es decir, por muerto. Comprende que el ejército está roto, en peligro de desaparecer también, pero no va a manifestar a Eza tales impresiones. Y nada sabe de Navarro.

Navarro, entretanto, está en Drius. No sabe qué hacer. Ha llegado allí a las 17.30 horas. En el campamento se ha encontrado con el caos. El general contempla los despojos de un ejército: los soldados van llegando exhaustos, despeados (incapaces de andar), ansiosos por salvarse a cualquier precio —hasta tres hombres subidos en una acémila—, indiferentes a sus mandos, y no pocos de éstos, a su vez, indiferentes a la condición de sus unidades; todos obsesionados por beber agua hasta hartarse y tumbarse en un rincón. Ahí quedan como idos.

Unos diez minutos después de llegar Navarro, aparece el capitán Lobo, al frente de la guarnición de Ben Tieb. Sus hombres se han salvado todos, pero de los pertrechos, ni uno queda. El humo negro que sube del punto lejano que abandonaron señala el lugar donde antes radicaba el mayor arsenal español en el Rif. De Ben Tieb seguían llegando truenos sordos, signo infalible de la voladura de los depósitos según les iba alcanzando el corredor de llamas dispuesto por Lobo y su gente.

Navarro empleó más de una hora en darse cuenta de la trascendencia de su compromiso. Y en su telegrama de las 18.45 horas manifiesta una dolorosa sorpresa —«encontrado restos tropas procedentes de Annual y posiciones intermedias»—; precisa un primer desconcierto —«no tengo noticias concretas de lo ocurrido»—; determina otro —«tampoco sé a ciencia cierta paradero Comandante General»—; expone una realidad que él mismo ve a lo lejos —«me comunican haber evacuado e incendiado Ben Tieb»—, y presenta una hipótesis de salvamento: «Trato de organizar todos los elementos que aquí hay acumulados».[422] Berenguer, cuando lea este texto de Navarro y lo analice ante Eza, lo definirá como «muy lacónico»[423]. Como suelen ser las grandes tragedias en sus inicios.

Eza termina por localizar al alto comisario, con quien habla, por línea telegráfica, a las 23.15 horas del 22 de julio, para decirle: «Supongo V. E. enterado de todo lo ocurrido en primera línea posiciones Melilla con la catástrofe de Annual». Es entonces cuando Berenguer menciona a Eza el texto de Navarro desde Drius. Y añade: «Me hago cargo de la gravísima situación creada, que no alcanzo a remediar, por el generoso heroico sacrificio del General Silvestre». Luego Berenguer le está dando a Eza sus claves personales sobre lo ocurrido: el ejército, derrotado; su general, muerto; el arreglo, imposible; y el desastre, certero. Es verdad, es una catástrofe.

Berenguer debería movilizar su ejército al completo, incluyendo su Fuerza Aérea, y en su lugar solicita a Eza siete compañías. Todas de servicios. Ningún regimiento de línea o de caballería. En la misma conversación, dice al ministro que espera partir «dentro de unas horas» hacia Melilla, pero le previene: «Quedaré incomunicado durante viaje porque único cañonero puedo disponer no tiene radiotelegrafía».[424] Berenguer no va a ser sorprendido, en alta mar, por un fallo en el sistema de radio del Almirante Bonifaz. Sube a ese cañonero consciente de la incomunicación en que va a quedar. Él y todo el Gobierno.

El 22 de julio avanza hacia el ocaso. A Drius siguen llegando supervivientes, «sedientos, cansados y con el ánimo deprimido». El soldado Vicente Garrido Couceiro, natural de La Coruña, encuentra al capitán López Vicente, «que venía en el peor estado». Le ofrece agua. En ese instante aparece el alférez Balseiro, y al descubrir a éste, el capitán le increpa: «Quítese usted de mi vista». Drius queda sumido en el agotamiento, en los remordimientos. Se monta un servicio de dobles guardias. Y llega la noche, «clarísima de luna»[425]. El capitán Jesús López Vicente y el alférez Alberto Balseiro Gómez serán dados como «desaparecidos» en el desastre que no cesa.[426]

Un general perdido en Drius y un pupitre descerrajado

A las 21.45 horas del 22 de julio se transmite al Ministerio de la Guerra el aviso de una nueva retirada. Es Navarro, quien, tras enumerar una lista de posiciones que teme que se hayan perdido, afirma: «Moral tropa está tan deprimida que no me comprometo operar». Luego no va a resistir en Drius. Y seguía: «Estimo que sólo la llegada inmediata tropas de refresco en cantidad, bien organizadas, podrían salvar esta crítica situación, lo que sospecho que retirada progresiva tendría que irnos reduciendo a límites más pequeños del territorio ocupado».[427] El despacho llega a Madrid a las 02.10 h del 23 de julio.

Felipe Navarro y Ceballos Escalera, barón de Casa Davalillos, pertenece a la élite del Ejército, la Caballería. Ha nacido en Madrid (21 de julio de 1872), y es hijo del brigadier Carlos Navarro Padilla.[428] Delgado, armado de tupida barba y firme carácter ordenancista, mantiene un trato conciso con sus oficiales y suele mostrarse separado de la tropa. Valiente, no es un general atrevido ni popular, como Silvestre. Conoce su oficio, sin ser un estratega. En el orden personal es sencillo. En la crisis se mostrará alterado mas no humillado, pero quedará retraído, disociado en Arruit de la realidad, actitud que modificará en Axdir, en la brutal e igualitaria cautividad. Las circunstancias van a exigirle afirmarse en Drius, pero será incapaz de verlo, por lo que merecerá duras críticas de Picasso, siendo encausado en el mismo Suplicatorio abierto contra Berenguer.

Navarro, en Drius, sufre un martirio igual al de Silvestre en Annual: retirada o resistencia. Su emplazamiento es muchísimo mejor, pero aunque parece falto de municiones —nada se sabrá del medio millón de cartuchos y los mil disparos de cañón pedidos por Sabaté el 22 de julio—, más lo está de moral en la tropa y en sus oficiales. Tiene una obligación y una devoción. La primera le indica que debe hacerse fuerte allí y a toda costa, tras ordenar a las guarniciones próximas que se concentren en Drius. La segunda le lleva a la salvación del ejército y del territorio.

Y entonces comete su primer gran error: abandonar el mejor campamento del Rif español —en Arruit, la tropa quedará amontonada y será fusilada desde las casas de la Compañía de Colonización—; donde tiene artillería —tres baterías—, y suficientes municiones de cañón y donde tiene agua al alcance de la mano, a treinta metros de los muros de Drius.

Berenguer no imagina una retirada ni tan rápida ni tan completa. Desde Tetuán envía a Sánchez Monje, a las 15.05 horas del 23 de julio, un despacho para que se lo reexpida a Navarro y en el que dice a éste: «Aun cuando ignoro situación, encarezco a V. E. conveniencia de concentrar todo esfuerzo de esas tropas por lo menos en la línea Dar Quebdani-Kandussi-Drius-Telatza, en la seguridad de que resistencia no ha de ser forzada».[429]

Navarro tomará la orden como una imposición insufrible. Y contesta: «Obedezco, pero mañana será tarde», en sombrío anticipo del final de su columna. El telegrama no llega a Berenguer: va ya embarcado en el incomunicado Almirante Bonifaz.

Mientras, en Melilla, sucede un hecho pasmoso. López Ruiz cumple una orden y toma otra por su cuenta en la Comandancia General: la primera es, con la llave que recibió de Silvestre, retirar del despacho de éste esos «documentos particulares» de que le habló el general; la segunda, saltar los cerrojos del escritorio de su compañero y secretario de Silvestre, Hernández. Hace tal cosa «por saber contenía en él papeles y otros objetos de carácter particular y privado que podrían ocasionarle disgustos de familia». El comandante asegurará, en 1922, que tomó tan brutal determinación «por ser convenio establecido de antes entre ambos», asegurando «que no contenía (el pupitre) documento alguno oficial ni que afectase al Comandante General»[430]

López Ruiz, presionado en 1922 por Ruiz de la Fuente, diría, en su descargo, que esa violación de correspondencia no afectaba a Silvestre, por cuanto el contenido del escritorio «fue entregado al comandante de Intendencia, señor Ojeda». Como si el hecho de aportar testigos de una violación aminorase la gravedad de ésta. No parece razonable que López Ruiz tomase tan drástica resolución por deudas personales, fuesen de juego, amorosas o de otra índole. La cadena destructiva de pruebas vitales sobre las responsabilidades de 1921 empieza ahí, en el despacho de Silvestre y en ese pupitre de Hernández, descerrajado poco después de la muerte de ambos en los campos de Annual. El comandante volvió a Madrid y fue recibido por Alfonso XIII el 27 de julio —en emotiva audiencia en palacio, que duró hora y media—, y a quien, según sus propias palabras, «con la lealtad que en estos momentos es tan precisa y necesaria, le he dicho la verdad, la verdad escueta, clara, concluyente».[431]

López Ruiz —fusilado en 1936 por las milicias republicanas— nunca explicó cuáles fueron aquellos documentos reservados que el comandante Hernández guardaba en su escritorio, y que él violentó en Melilla la noche del 22 o el 23 de julio de 1921.

El hijo del coronel Morales, tras mencionar «el abandono que el Gobierno demostró» en el panorama de los hechos africanos, situará las responsabilidades respectivas de Silvestre y Berenguer, y de ellos dirá, tan sincero como resuelto: «Ninguno de los dos tenían capacidad para el desempeño de sus respectivos mandos, y la ambición desmesurada de ambos se manifestaba vehemente y noble en Silvestre, y fría, egoísta y solapada en Berenguer». Hablaba así Gabriel de Morales, que sabía, por su padre y por los escritos de éste, quiénes eran uno y otro.[432]

Vuelve el viejo coronel del ejército muerto

El mismo 22 de julio o muy poco después, Abd el-Krim encuentra, en las rampas del Izzumar, un cuerpo cuyo rostro le es familiar a pesar de las heridas que muestra. Y lo reconoce: es el coronel Morales. Muy impresionado, toma una decisión emocionante y excepcional: avisar a Melilla con el propósito de concertar una cita en la que se entregarían, a sus deudos, los restos del que fuera jefe de la Policía Indígena.

El aviso de Abd el-Krim deja pasmadas a las autoridades españolas que, no obstante, acceden a facilitar el encuentro. El cañonero Laya es encargado de cumplir la misión. La cita queda señalada en Sidi Dris. Y en la mañana del martes 3 de agosto, el comandante del cañonero, Javier de Salas, distingue en la playa, con sus prismáticos, «una bandera blanca y otra española, y alrededor muchos moros y algunos soldados prisioneros».[433]

Temeroso de una artimaña rifeña, Salas despacha un bote, pero tripulado sólo por indígenas. No hay trampa alguna, pues allí estaba, en medio del círculo de harqueños, el cadáver de Morales, «despojado de su uniforme». El cuerpo iba vestido «con un traje interior obscuro» y yacía en unas parihuelas «cubierto con una manta». Serán los prisioneros españoles quienes depositen los restos en un ataúd de cinc, «llevado al efecto». El regreso al cañonero es rápido y el Laya se dispone a zarpar. En esos instantes, Salas es advertido de que en Sidi Dris «había un cabo y doce soldados, que carecían de tabaco y estaban mal alimentados». Ordena entonces se les envíe «una libra de tabaco por cabeza y algunos comestibles», y, cumplido este humanitario encargo, el cañonero sale a mar abierto, avante toda y rumbo al Este. Los trece prisioneros españoles no se mueven de la playa. Quedan allí hasta que al pequeño barco se lo traga el horizonte. En Melilla esperan al Laya los familiares de Morales y los jefes de la guarnición. Allí están los coroneles Argüelles, Jordana, Masaller y Sánchez Monje. La alta figura del comandante Beigbeder, ayudante de Berenguer, sobresale del bloque de mandos, que preside el general Fresneda, gobernador de la plaza.

Al atracar el Laya, una sección de marineros deposita el féretro, envuelto en la bandera nacional, en el piso del muelle. Entonces sucede lo inesperado: el impresionante silencio es roto por el capitán de navío Bartolomé de Morales, que quiere comprobar si los despojos que allí vienen son los de su hermano. Hay un momento de confusión, pero el solicitante está en su derecho y la petición es atendida. «Se destapó el féretro» apareciendo el rostro del coronel, desfigurado por «extensa herida»[434]. Pese a la brutal lesión, Bartolomé reconoce a Gabriel. Su emoción es tal que no puede ni llorar. El ataúd vuelve a cerrarse y el cortejo parte hacia el cementerio. En el Panteón de los Héroes, el gentío aguarda, expectante y respetuoso al único jefe que devolvía el enemigo. El viejo coronel del ejército muerto.

Annual, la batalla de las cifras

¿Cuántos eran los españoles de Annual? Ni los «sesenta mil» que es una fantástica cifra alzada por la mitología marroquí —y todavía hoy mantenida—, ni los «veinte mil» que, en otra manifiesta imposibilidad, también se señala por algunos.[435]

A los combates reales en el Rif, sucederán la lucha de las responsabilidades y la batalla de las cifras. Aún hoy prosigue esta última. Cuando el Congreso entre en materia y en una de sus sesiones más tumultuosas —la del 27 de octubre de 1921—, se asegure, por Eza, que el total de efectivos españoles en la Comandancia de Melilla, en julio, era de «25.790»; Prieto, con otros estadillos en la mano, unidad por unidad, le replicará que eran «24.322», y al deducir de éstos las bajas (13.192), y de éstas, a su vez, los indígenas (4.524), resultará una diferencia de 8.668. Que venían a ser bajas definitivas en su inmensa mayoría. Por eso Prieto diría entonces que «han de tener la Cámara y el país la sensación de que hay 8.000 muertos»[436]

Esta cifra es la que ha permanecido hasta la fecha como la más fiable. Pero en la documentación particular del general Picasso aparece un estadillo, manuscrito, de la Comandancia General de Melilla, que aporta otros datos. A 22 de julio, el día fatal y el que interesa para esta cuestión, los efectivos disponibles en el territorio eran 19.923. Ésos eran los hombres.

De ellos, 4.678 eran indígenas. Por consiguiente, 15.245 los españoles. De éstos, 1.830 estaban acantonados en la plaza. El resto, operaba en columnas o se hallaba en destacamentos fijos. Descontando los enfermos y convalecientes de heridas —es lícito suponer que hubiese no menos de cuatrocientos—, salen trece mil.

Si a éstos les restamos la cifra consolidada de prisioneros militares en Annual y Axdir (439); los que se parapetaron en Melilla, los dos Peñones y las Chafarinas (unos 2.100); los rendidos en Nador y devueltos a las líneas españolas (156); y los que pudieron esconderse en las cábilas y fueron llegando en meses posteriores (387, hasta mayo de 1922), la diferencia son los «desaparecidos». Unos diez mil. Y de éstos, muertos la casi totalidad.

Aquel 22 de julio de 1921 había en Annual 5.379 efectivos (194 oficiales y 5.185 soldados y clases). Más veinte cañones (cinco baterías) y 1.786 cabezas de ganado. Son las cifras estudiadas y revisadas por Picasso, y son las definitivas.[437]

Sólo dos autores —Caballero Poveda y Domínguez Llosa— supieron descender de las fantasías que se acumularían, con posterioridad a los hechos, hasta situarse en cifras verosímiles.[438] El cerco sobre Igueriben, y la ofensiva rifeña sobre la línea del frente, había llevado a Silvestre a movilizar todas sus fuerzas, y, en su desesperada rebatiña de efectivos, tan sólo había conseguido reunir ese pequeño cuerpo militar. Una columna.

Sumando a los 5.379 de Annual los 1.381 hombres situados en Drius; más los 998 de Araújo en Dar Quebdani; los 970 de García Esteban en Zoco el Telatza, y los 604 de Romero Orrego en Cheif, el total llegaba a 9.133 hombres.[439] Ésa era toda la masa de maniobra del ejército español en el Rif. Menos de cuatro mil hombres se sumaban a ellos repartidos por cerros y páramos, faltos de medios y órdenes. Todos estaban condenados, pero muchos resistieron.