Capítulo IV

Aquella primavera muerta en Abarrán

Retrato de Silvestre: buen padre y monarca militar

En 1921 Manuel Fernández Silvestre y Pantiga era «Silvestre» a secas. Tenía fama de militar resolutivo y la tenía bien ganada. Se le creía capaz de superar las situaciones más difíciles y también de complicarlas como nadie. Pero había aprendido de sus errores en la época de Larache y era más prudente en su situación rifeña de lo que había sido en la yebalí. Estoico en sus gastos, mandaba su sueldo, íntegro, a su madre, doña Eleuteria, que vivía, junto con sus hermanas, en Melilla. La familia mantenía un piso en Madrid, en la calle de Almagro, 11, adonde se había mudado del anterior, sito en San Bernardino, 7.[162] Sólo era fiel, y hasta la exageración, a su propia fama. Seguía diciéndose de él que tenía buena estrella, lo único de que alardeaba.

El general, que había perdido a su única hija, Elvira, con pocos años de edad —y a la que parece enterró en Alcalá de Henares—, tenía a su lado a su hijo Manuel, que había ingresado en la Academia en 1917 y salido de ésta en 1920 con el grado de alférez. A sus veinte años, Manuel era aún más alto que su padre, bien parecido, muy delgado, sencillo en sus gestos. De los pocos lujos conocidos de Silvestre, la educación de su hijo varón formaba la parte esencial: Manuel había estudiado en buenos colegios y hablaba inglés y francés con corrección. Destinado al Regimiento de Cazadores de Alcántara, pasó después a los escuadrones del Grupo de Fuerzas Regulares Indígenas n.º 2.[163] Devoto de su padre, tendría también un trágico fin.

En la milicia se admiraba a Silvestre, pero no se le quería. Su carácter espontáneo, contrario a la doblez, repelía los afectos esta-mentales, aunque no los de sus fieles: Capablanca, Fernández Tamarit, Hernández, López Ruiz, Manella, Manera. En el Ejército, y en sociedad, se tenía a Silvestre por un conquistador. Y en todos los sentidos. Esta última faceta —muy acusada en la leyenda popular del controvertido personaje— hacía caso omiso de que el general estaba viudo desde 1907. En la época previa a Annual, convivía con su madre, sus hermanas Carmen y Mercedes, y su hijo Manuel, en Melilla, con esporádicos viajes a Madrid.

En la Corte guardaba Silvestre pocos pero firmes valedores: La Cierva, Eza, Emilio María de Torres —secretario del Rey—, y el mismo Alfonso XIII, que le profesaba sostenido aprecio.

A Silvestre se le temía. Debería temerse él mismo, pero no. Era hombre de pelea y aceptaba todo envite sin vacilar. Monarca castrense de Melilla, estaba aislado de la España política, confiado en su ejército, cuando ni lo tenía ni reconocía que no lo tenía. Él mismo se engañaba, creyendo sus propios sueños. Silvestre sostenía una guerra, ya perdida, contra el cinismo institucional y la abulia del corporativismo militar, y otra, que esperaba ganar, contra un enemigo desunido y sin guía. Este segundo adversario era una excepcional comunidad de milicias. Un pueblo-ejército. No disponía de cañones y ametralladoras, ni de aviones y acorazados, pero disponía de sobrado coraje y profunda fe. Pronto elegiría a su caudillo (Abd el-Krim) y se uniría bajo él. Silvestre estaba sin ejército y sin ideas, aunque tenía dos cabezas: Dávila y Morales. Pero un hombre y dos cabezas no hacían cuerpo ni ejército en el Rif.

Un general valiente ante el hambre que mata al Rif

El final del invierno de 1921 encontrará a Silvestre aislado ante varias crisis: la de las comunicaciones; la de la dudosa sumisión de las cábilas; y la de su crónica escasez de fondos y efectivos. Aún tenía otra, muy grave y de extensión vertiginosa: la hambruna que mataba a los pueblos del Rif. Lo paradójico es que tal castigo llegaba cuando volvía a llover. A mares.[164]

Silvestre es testigo. El 28 de febrero de 1921 escribe a Berenguer: «El año agrícola se presenta magnífico, las lluvias son constantes y, de continuar de esta manera, la cosecha será exhuberante».[165] De seguido, la otra cara de la moneda: «La risueña esperanza con que miran los labradores el porvenir contrasta horriblemente con la miseria que domina en la actualidad todo el territorio». Indigencia que se ceba en las cábilas de Metalza, Beni Bu Yahi, Quebdana y Ulad Settut, donde el dolor y la impotencia golpean con fiereza. No hay agua en la tierra y nada cae desde el cielo, pues las nubes pasan de largo, regando el Rif muy al Oeste (Ketama).

El Oriente rifeño es un desierto y un cementerio. Silvestre lo relata así: «Cuanto pueda decirte es poco ante la realidad, y renuncio a pintarte el cuadro de hambre y de horror que se muestra a los ojos de todos, no sólo en el campo, sino aquí mismo, en Melilla». El general ordena que la Policía Indígena «busque y arregle un local donde puedan cobijarse y dormir bajo techado más de doscientas mujeres, niños y viejos que pululan por las calles en un estado lastimoso». Aún añade a Berenguer, realista y sombrío: «Por falta de alimento, aquí son muchos los que entran en el hospital para morir al día siguiente».

El Gobierno de Dato, distante, interviene para «conceder, gratuitamente, el reparto de medio quintal de cebada diario en Nador, Zaio, Zoco el Arbáa, Hassi Berkan, Afsó, Telatza, Dar Drius, Monte Arruit y Batel». Medio quintal. Cincuenta kilos por cada punto de población. Nueve en total: seis grandes poblados y tres secundarios. Estos nueve centros hacían de silos distribuidores para las siguientes cábilas: la de Mazuza, en los límites de Melilla, con 12.000 habitantes; la de Beni Sicar, al Oeste de la plaza, con 8.000 pobladores; la de Beni Bu Ifrur, centro minero por excelencia, con una población de 10.000 almas; la de Beni Bugafar, al otro lado del cabo Tres Forcas, con otros 5.000 habitantes[166]; la de Beni Sidel, en la línea del Kert, con 10.000 pobladores; la de Quebdana, con 14.000 personas; la de Beni Bu Yahi, los dueños de Arruit, que eran unos 15.000; y la de Metalza, dueños de Dar Drius, con otros 7.000 pobladores. Ocho grandes cábilas, la argamasa social del Rif. En total, 81.000 habitantes. Y esto sin contar las de Beni Said, Beni Ulixek (propietaria de Annual), Taffersit, Temsaman, Beni Tuzin y Beni Urriaguel, todas fronterizas a la línea de avance.

Esos 81.000 rifeños tenían que alimentarse con los miserables nueve quintales aportados por el Gobierno Dato. Nueve quintales, 450 kilos. A razón de 5,5 gramos por persona. No es de extrañar que Silvestre, indignado, pidiera mayores auxilios, «pues materialmente se muere de hambre la gente».

En ese terrible invierno de 1921 aparece otro Silvestre. Tan valiente como siempre. Pero ahora es el que critica con dureza la pasividad oficial y el que pone en duda la misma acción de Protectorado. Es el mejor Silvestre. El militar de pedernal resulta ser más sensible que todo el régimen. Lo dice con estas palabras: «Sería una inhumanidad, y se nos podría hacer gravísimo cargo por ello, dejar que muera de hambre un territorio que hemos venido a proteger y civilizar. Y ninguna ocasión mejor que ésta se puede presentar para que vea el indígena las ventajas de nuestra intervención, para que sienta cariño y gratitud a la Nación que lo salva de la miseria y de la muerte; y para que los demás pueblos observen también que somos capaces de resolver airosamente este conflicto, tomando medidas adecuadas en lugar de limitarnos a mirar, con los brazos cruzados, cómo van desapareciendo, por docenas diarias, todos aquellos que no pueden soportar las privaciones que sufren, y cómo quedan un gran número en: tal estado de anemia y de consunción, que serán siempre cadáveres ambulantes sin lograr restablecerse jamás».[167]

Éste es Silvestre. Vuelve el hombre de Arcila, el que plantaba cara a la injusticia. Allí erró, porque se trataba de una injusticia política. Aquí, en el Rif, la crueldad proviene del cielo y de la insensibilidad del Gobierno y del Estado. Por eso acierta. Silvestre, hombre de guerra con buen corazón. Y con ideas concretas de auxilio que expone a Berenguer: distribuir en las cábilas cinco quintales por jefe, 250 kilos. Es poco todavía, pero es muchísimo más de lo que se está repartiendo. Silvestre no se contenta con eso y propone subir las ayudas «en unos dos mil o tres mil quintales», añadiendo: «Y puedo asegurar que se reintegraría puntualmente, conviniendo de todos modos gravarla con un tres por ciento por las contingencias que se presentaran». Supervivencia a bajo interés y a cambio de empleos, pues el general propone incentivar las obras públicas. Y Silvestre deduce lo obvio: «Dando trabajo a los hombres, llevarían pan a sus familias, y de esta manera, unidos la caridad y el trabajo, se remediaría la gravísima crisis que atravesamos». Los españoles tendrían comunicaciones. Seguridades efectivas. Es lo que hace Lyautey en su zona: «Una carretera pacifica más que un batallón».

Silvestre, como no puede emplear trabajadores moros, le había dicho a Berenguer el 26 de enero de 1921: «Pienso emplear para ello compañías de Ingenieros y de Infantería». Incluso sugiere que se utilicen «las 122.000 pesetas que, procedentes de los zocos (Aduanas) están depositadas en el Banco de España». No le contestan. Un mes después, en la carta del 28 de febrero, Silvestre sigue siendo tan pobre como el Rif. Cuenta sus miserias: tiene sólo «doscientos moros» trabajando entre Dar Drius y Ben Tieb, cuando harían falta cinco veces más. En la carretera a Afsó —que conduce a las fuentes de Ermila, de las que depende todo el flanco sur de su dispositivo, con veinticuatro posiciones, entre ellas las vitales de Batel, Tistutin y Zoco el Telatza—[168], no tiene dinero ni para pagar a un solo jornalero.

Persistente en sus tesis, pedirá a Berenguer «trescientos hombres (para Drius-Ben Tieb) y doscientos más (para Afsó)». Quinientos sueldos al día de cuatro pesetas cada uno. Sesenta mil pesetas al mes para resguardar la paz y salvar a un ejército. No sabemos lo que le respondió Berenguer, si es que le contestó. Sí sabemos lo que pasó. Que las carreteras no se hicieron jamás, que la paz se rompió de una vez y que un ejército entero se perdió.

Faltan barcos, faltan caminos y falta el tren de la guerra

A la incomunicación social, terrestre y política, se unía la naval. Berenguer, en carta a Silvestre fechada el 21 de enero de 1921, le decía: «De elementos marítimos estamos, como sabes, muy mal en el Protectorado…» De sobra sabía Silvestre cómo estaban las cosas navales: surto en Melilla estaba el Laya —una flota de un cañonero—, con las máquinas encendidas, día y noche, un esfuerzo económico que «alcanza una suma igual que si estuviera constantemente navegando», en palabras del mismo Berenguer. Un cañonero y un yate —el Giralda, estacionado éste en Ceuta—, para vigilar cuatrocientos kilómetros de una costa accidentada como pocas en África y perseguir el contrabando de armas; para hacer de guardianes del tráfico marítimo y cumplir misiones de ayuda artillera a las tropas en tierra. Cabe preguntarse qué hacía el resto de la Escuadra. Y cabe, sobre todo, preguntarse en qué pensaba el ministro de Marina, que entonces era Eduardo Dato, también presidente del Consejo.

Si España tenía una escuadra de Santa Bárbara, dormitando en sus puertos peninsulares por orden del Gobierno, cabía esperar que mejorasen las comunicaciones en el Rif. Pero no. En carta a Berenguer, «personal y reservada», Silvestre le decía el 26 de enero de 1921: «Annual, ya en los límites de Temsaman, está hoy virtualmente incomunicado, porque no existe para ir a él más que un pésimo camino de herradura que obliga a emplear cuatro horas para recorrer los dieciocho kilómetros que lo separan de Ben Tieb». Cuatro horas para hacer dieciocho kilómetros. A razón de 4,5 kilómetros por hora.

El 6 de febrero de 1921, en otra carta, Silvestre le explica a Berenguer cómo ha ido el asunto de meter la artillería en Annual: «Para que te formes cabal idea del terreno y sus caminos, te hago presente que el traslado de unas piezas (dos baterías) de artillería desde Ben Tieb a Annual ha costado cinco días, después de ímprobos esfuerzos».[169] Cinco días de extenuación para recorrer dieciocho kilómetros. A 3,5 kilómetros por día. A razón de 146 metros por hora. Así avanzaba la artillería española en Marruecos.

Y eso que Annual no estaba en lo alto de un cerro, como tantas otras posiciones enriscadas, donde hubo que subir los cañones a brazo, y el agua a cubos o en bidones de petróleo —las famosas petrolinas—, en esfuerzo demencial para los hombres y la inteligencia militar. El asentamiento de esas piezas dejó atrás un reguero de hombres lisiados, de mulos despeñados y de leyes artilleras conculcadas.

Silvestre insistirá en la importancia de las comunicaciones, cordón umbilical que unía a sus hombres —y sus propios empeños— con la supervivencia. Si ese enlace se rompía, todos morirían.

En su despedida epistolar del 26 de enero de 1921 al alto comisario, y aun a riesgo de parecer un subordinado terco y fastidioso, le decía a Berenguer: «Te ruego te fijes en la imprescindible necesidad de hacer estos caminos con urgencia, pues son el camino de penetración para ir a Alhucemas y tenemos que prepararnos con tiempo; bien sabes que, en la guerra, las comunicaciones tienen una importancia excepcional y no insisto sobre lo que sabes de sobra». Silvestre insiste e insiste. Pero Berenguer nada decide. Menos aún decide el Gobierno.

Y eso que Berenguer ha comunicado a Silvestre, en su carta del 16 de enero de 1921, lo que él, a su vez, ha expuesto a Eza como alto comisario: «Todo ello lo he pintado con los colores de la realidad, que son verdaderamente negros, y espero que el Gobierno atenderá, como lo ha prometido, con la mayor urgencia, a remediar nuestra precaria situación».[170] Berenguer es aquí coherente ante su camarada de armas, pero no planta cara al Ejecutivo conservador. Silvestre y Berenguer son mendigos de la más elemental de las exigencias militares en tiempo de guerra: dinero para hacer la guerra. Ambos llevan un año clamando por un crédito de cuatro millones de pesetas —prometido por Eza en julio de 1920—, y sólo obtendrán más de lo mismo: palabras.

Silvestre está harto. El 6 de febrero de 1921, en su documento «personal y muy reservado», lanza una sucesión de rotundas advertencias contra los gobiernos alfonsinos: «Si nuestros políticos meditaran un poco acerca de este problema, verían lo antieconómico, cruel y funesto que resulta regatearnos un puñado de pesetas que, por tal proceder, han de gastarse con creces en estancias de hospital, curas, pensiones a heridos o deudos e inválidos; que les acarrean, además, preocupaciones de orden social derivadas de la evidente aversión de nuestro pueblo a la resolución cruenta de este problema y, por último, retardan más de lo que conviene al prestigio de nuestra Patria, el dar cima a esta vital misión».[171]

Silvestre escribe a Berenguer. Una y otra vez. ¿Escribió a su Rey? Es muy probable. Pero sólo hay constancia, a través de su ayudante, López Ruiz, del envío a Eza «en los meses de enero, febrero, abril y hasta mayo (de 1921), de otras tantas cartas, dándole detalles de la precariedad en que se encontraba la Comandancia de Ingenieros de Melilla, la cual carecía de créditos para atender a las necesidades expuestas». De esas cartas fueron portadores, «los jefes de Ingenieros Campos, Susanna y el capitán Reixa». Estos documentos fueron a parar al jefe del Negociado de Marruecos en el Ministerio, el teniente coronel Carlos López de Lamela, «a quien el general Fernández Silvestre escribía muy frecuentemente para que le ayudase en su gestión y urgentemente se le enviasen los elementos que le eran precisos».[172]

Para ir no ya a Alhucemas, sino para permanecer en Annual con solvencia logística, la base de retaguardia ideal era Dar Drius. Esta posición, bien anclada en la llanada del Kert, tenía campos de tiro despejados para la artillería, con el agua potable discurriendo a sólo treinta metros de sus muros. Para llegar a Drius desde Annual había que subir y bajar el Izzumar, pasar Ben Tieb y bajar al llano. Al poco se divisaban los ocres torreones de Drius, gran fortín aislado en el páramo rifeño. Eran treinta y cinco kilómetros. Aún quedaban otros setenta y un kilómetros hasta Melilla. En tren, hora y media a lo sumo. Pero Drius no tenía tren.

El tren de Melilla sólo llegaba a Tistutin, punto donde se interrumpía esa corriente medular. Los carriles aún avanzaban hasta Batel. Allí morían. Estaban cuarteándose bajo los hielos y el soplo canicular del Rif desde 1917. Silvestre, amargado, se lo recordaba a Berenguer: «Pues hace cinco años que los carriles no pasan de Tistutin…»[173] Hacia Annual, veinte kilómetros separaban el nudo Batel Tistutin de Dar Drius. Aún quedaban otros diecisiete kilómetros hasta Ben Tieb, cerca del Izzumar. Los primeros veinte kilómetros sin ferrocarril iban a significar la diferencia entre la vida y la muerte para todo un ejército.

El dinero para el tren de la guerra había sido dirigido hacia una disparatada aventura militar y económica: Tetuán-Xauen. Sesenta y cuatro kilómetros de recorrido temerario, en escenario apto sólo para barrenos y voladuras en cadena. Pese a las dificultades —valles encajonados, grandes cortaduras, laderas deslizantes—, allí se sumergían montañas de dinero. La obra estaba presupuestada en doce millones de pesetas —equivalente al presupuesto anual de los Servicios de Ingenieros para Marruecos—, pero la previsión de gastos acabaría siendo de veinticuatro millones. Eso en 1922, aún debatiéndose el obtuso empeño, calificado por Martínez de Campos de «obra descabellada»[174].

Con doce millones de pesetas se podían comprar, en 1921, 500 morteros de 81 mm (a 1.500 ptas. unidad); 500 ametralladoras (a 6.600 cada una), y hasta 120 tanques franceses (a 65.000 cada uno, del modelo Renault FT-17). Lo suficiente para hacer de los ejércitos de Berenguer y Silvestre fuerzas invencibles. También se podían invertir esos millones en llevar el tren a Drius. Y así salvar una campaña y un ejército. Nada se hizo.

Desde 1913 se llevaban empleados en Marruecos 1.025 millones de pesetas que, sumados a los no conocidos —desde 1904— en los diferentes ministerios con responsabilidades al otro lado del Estrecho —Estado, Gobernación, Fomento, Hacienda—, podían alcanzar, según Eduardo Ortega y Gasset, «los tres mil millones». Mil más que los gastos habidos en las guerras de Ultramar.[175]

El 16 de enero de 1921 Eza escribía a Berenguer, recordándole que «en el presupuesto van 1.200.000 pesetas para ferrocarriles». Todo el dinero fue para Xauen. Ni una peseta para el Rif. Drius quedó sin tren y Silvestre sin ejército. La vía férrea siguió cortada en Batel. Allí muerta, no sólo apuntaba hacia la nada, sino que anulaba la coherencia estratégica del ferrocarril melillense en todo su recorrido. La explanación llegaba hasta el Igan. Sinuoso y atrincherado, el Igan sólo merecía el rango de río al rellenarse su cauce de manera imprevista por las tormentas en baja primavera. En el despiadado verano de 1921, bajo una atroz tormenta de guerra, se llenará de sangre española.

Un antiguo pirata propone atacar por Morro Nuevo

Annual necesitaba un anillo defensivo. Los primeros engarces de ese círculo protector se completaron en poco más de dos semanas (29 de enero-16 de febrero de 1921): el morabo (santuario) de Sidi Mohammed ben Abdallah, el Yebel (monte) Uddia, el paso del Izzumar y la colina de Buymeyan.

Detallista, sensible también hacia la idiosincrasia indígena, Silvestre se da cuenta de que la construcción que protege la tumba de Mohammed ben Abdallah es «pequeña, fea y miserable». Como no podía ser menos, el Rif es pobre. Tanto, que sus desesperadas gentes «llegan en su miseria a buscar los excrementos de las caballerías (de las columnas españolas) para cribar los pequeños granos de cebada que en ellos pueda haber»[176]. Silvestre ordena derribar la construcción y manda «hacer otra bastante mejor». La obra cuesta tres mil pesetas, el sueldo mensual de cinco capitanes. Y en carta a Berenguer le dice que el gasto «se cargará al fondo de mejoras de la cábila» de Beni Ulixek.[177] Al mismo tiempo, da órdenes de colocar una alambrada alrededor del morabo, «para evitar que nadie (la tropa española) entre en él». Silvestre sabe que la guerra de Melilla de 1893 se inició por la obcecación del general Margallo en construir un fuerte sobre los terrenos del morabito (santón) de Sidi Aguariach. Silvestre no quiere más guerras por motivos de religión. Los rifeños quedaron contentos y Morales con ellos.

Sidi Dris sería ocupada el 12 de marzo, tardanza que exasperó a Dávila, pero atrevimiento que inquietó sobremanera a Morales. Para entonces, el viejo coronel llevaba vida de jubilado en Melilla, adonde había sido desplazado en el mes de febrero por Silvestre, que «dispuso regresase a la plaza»[178]. No era un castigo, sino un alivio de difíciles encuentros para ambos: Morales tendía a la pausa, al dominio del tiempo, y Silvestre entendía esa espera como injustificada prevención, incluso como pesimismo inútil. No menos cierto era que el coronel estaba agotado. En oposición, Silvestre parecía haber agotado su paciencia.[179]

Lo reconocería el propio Morales, en carta escrita a Antonio Got, hombre de confianza del banquero Horacio Echevarrieta —relacionado con la Compañía Española de Minas del Rif—, cuando aquél, tras desembarcar en las playas de Alhucemas el 6 de abril, reiniciaba sus gestiones mineras con los beniurriagueles, lo cual exigía la anulación de la conducta agresiva mostrada por los de Axdir. Como ese cambio de actitud no llegaba, Morales le dice a Got el 14 de abril de 1921:

«Es preciso que Abd el-Krim demuestre la mayor actividad en la realización de sus trabajos (de paz), pues el general es hombre de poca paciencia».

A Morales le había sustituido, en el trato con los jefes indígenas, el comandante Jesús Villar, personalidad vitalista y desenvuelta, que placía más a Silvestre. Pero Villar, hombre frívolo en lo político e incapacitado en lo militar —se vería pronto—, conduciría a un despeñadero toda la acción de Silvestre. Silvestre quería lo que quería: haciendo de Annual un segundo Ben Tieb, preveía lanzar sus tropas sobre el frente temsamaní, cortar en dos la línea del Amekrán y, con un avance múltiple, plantarse en la desembocadura del Nekkor. Desde allí, y al alcance de su mano, el sueño: Alhucemas, la inviolada.

Aizpuru y Jordana habían sostenido, durante años, lo contrario: paralizar toda ofensiva a gran escala hasta tanto no se tuviese asegurada la alianza con los Abd el-Krim y otros amigos de España, y luego el ataque por mar, pactado con los de tierra.

La bahía de Al-Husaima (Alhucemas), una de las más grandes del Mediterráneo, está sometida, en sus veintisiete kilómetros de perímetro en forma de media luna, a la influencia de tres importantes cábilas. En el centro, frente al Peñón, los Beni Urriaguel, con la playa de Suani como poderoso glacis defensivo; a la derecha, apoyados en el macizo que termina en Cabo Quilates, los

Temsaman, con su playa de Harcha, gran fachada arenosa mirando al Oeste; y a la izquierda, sujetos en imponentes masas rocosas —Morros Nuevo y Viejo—, los Bocoya, con la Cala del Quemado dentro de la bahía, y a mar abierto, las de Ixdain y La Cebadilla.

Silvestre quiere hundir su espada en los montes rifeños y llegar al mar del Rif cortando el pecho de Axdir. Aizpuru quiere ofrecer su espada a los que así lo quieran en Axdir y, juntas ambas fuerzas, derribar la montaña rifeña. Frente a ambos proyectos surge una alternativa, inesperada, casi mágica: un desembarco por la espalda de los beniurriagueles.

La idea se la ofrece a Silvestre un rifeño. Un traidor para la perspectiva occidental de las cosas magrebíes; un defensor de honores no prescritos para su gente, los Bocoya. Se le conoce por Sibera o Civera (así en adelante). Ha sido pirata, y en el invierno de 1921 es un rico propietario dentro de su altiva tribu. Tiene jurada enemistad eterna, como si fuera otro Asdrúbal, a sus enemigos y vecinos, los Beni Urriaguel. Y propone a Silvestre que desembarque en las tierras de su cábila, en Morro Nuevo. Desde ese acantilado, él y los suyos atacarían de revés a los beniurriagueles, que, acosados en tenaza por los españoles, acabarían vencidos. Y muertos muchos, que de eso se trataba. Venganza para liquidar, y a muerte, una vieja ofensa.

En 1898, los Bocoya habían recibido cruel visita de una Mehal-la (cuerpo militar del sultán). La causa: diversas reclamaciones de las potencias europeas a sus desmanes. Los beniurriagueles, pragmáticos, se unieron a los alauís. Vencer a los levantiscos bocoyas suponía amansar su difícil frontera al oeste y lanzar un serio aviso a la oriental, la temsamaní. Los bocoya encajaron la doble persecución. No olvidaron. Esperaban su momento. Y creyeron que Silvestre podría ofrecerles esa revancha.

Civera fue a Melilla a entrevistarse con Silvestre. Propone un golpe de mano sobre Alhucemas. Civera es un estratega, por eso ha sido antes pirata. La idea deja estupefacto al general y al coronel Morales, testigo del encuentro. Silvestre da tanta importancia al ofrecimiento como para comunicárselo a Berenguer: «En el curso de la conversación me manifestó que, a su juicio, convendría desembarcar en el Morro Nuevo, lo que haría sin un tiro una fuerza de dos mil hombres».[180]

Silvestre pide algo más que ideas. Y Civera se compromete: «A indicaciones mías, dijo que ellos podían atacar a los Beni Urriaguel, con los que tienen una deuda pendiente hace más de veinte años, pues auxiliaron en 1898 a Muley Bu Becker».[181] El incendiario de sus poblados, al que los españoles dieron libertad de desembarco en su zona.[182] El bocoya y el español han congeniado. Desean lo mismo: vencer a los Beni Urriaguel.

Silvestre exige a Civera más ayudas, aparte de su fiel sección de Izmoren: las de Azgar y Taguiditz, «o sea, la totalidad de la cábila». Civera dice que sí, y promete ponerse de acuerdo con Manuel Civantos Buenaño, comandante del Peñón.

De repente, Silvestre abandona el plan. Pese a considerar a Civera como «hombre que ha de trabajar lealmente a mi juicio»[183]. ¿Qué sombra de peligro cruzó por la cabeza del general?

Silvestre queda a solas. Tiene por delante una complicada tarea: diseñar un plan que le permita conquistar Alhucemas. Y acababa de desechar el único que podía garantizarle tal propósito.

Silvestre pide consejo a Morales

Antes de ser dueño de Annual, ya era dueño Silvestre de los halagos de la Alta Comisaría. Desde Tetuán, Berenguer le había escrito una carta en la que le decía: «Querido Manolo: a mi llegada a ésta encontré tu carta del 18 en la que me comunicas las etapas del admirable avance realizado en

Beni Said, que puedes considerar, a muy justo título, como una de tus más brillantes etapas militares. No se puede hacer más ni mejor que lo que has hecho; puedes estar satisfecho».[184] El alto comisario aprovechaba la ocasión para pedir a Silvestre un informe sobre la futura ocupación de Alhucemas, al considerarlo «el punto capital que tenemos que estudiar».

Berenguer coincidía con el propio Silvestre en que, «dadas las posiciones que hoy ocupas, ha de ser mucho más fácil marchar siguiendo la costa, que no por la montaña, buscando las fuentes del Nekkor». Pero advertía a Silvestre: «Hemos de prever, dada la gran dificultad que, como sabes, existe, o mejor dicho, la imposibilidad de que nos refuercen en plazo breve con núcleos de tropa, que ese alargamiento de la línea, estirándola por un flanco, no pueda crear una situación débil en toda ella».

Hasta aquí, Berenguer es consecuente. Pero al terminar su exposición plantea un dilema a Silvestre que trastornará a éste: «¿Conviene seguir en esta dirección (por la costa) sin avanzar tu izquierda (por la montaña), o conviene tomar otros puntos por la izquierda antes de avanzar en esta dirección?»[185]

Silvestre queda preso de esas dudas. Su plan posterior ya no será suyo, pues estará mediatizado por las angustias tácticas que tiene Berenguer y a las que está obligado a dar respuesta. Por eso pedirá consejo a Morales. Éste, precavido, responderá como en él es habitual: ofreciendo una visión objetiva de las cosas bélicas. Su informe a Silvestre lo termina el 16 de febrero, cuando finaliza de fortificarse la pelada colina de Buymeyan.

Morales habla de que se ha llegado «al límite de elasticidad de las fuerzas», y de seguir el avance una vez «terminada la instrucción de reclutas, a fin de abril». Considera otro factor hostil: lo ocurrido a «Hammú Buljerif, hijo mayor de nuestro antiguo amigo, el chej Mohammed Buljerif, asesinado en el mes de octubre». Los mejores amigos de España, emboscados y muertos.

Silvestre había ordenado investigar el suceso, temiendo que fuese «tramado y pagado por jefes característicos de nuestra zona, a causa de disgustos por negocios con las compañías mineras, lo que de confirmarse hubiera sido motivo de grave preocupación». El motivo, fortuito, fue fatal: «Unos ladrones se apostaron para esperar el regreso de los concurrentes a una boda, pasó Buljerif y él fue la víctima; los hijos supieron quién fue el que lo mató y pagaron a otro para que lo quitaran de en medio, el cual lo hizo así, pero, a su vez, el hermano del muerto mató a Kaddur Buljerif, uno de los hijos del asesinado».[186]

Morales daba mucha más importancia a estos hechos. Se encuentra con que la jefatura de los Buljerif ha sido decapitada, y que las dudas de los Abd el-Krim subsisten, íntegras y temibles. Decide postergar toda acción de fuerza. Y así calcula que las operaciones de consolidación del frente en Temsaman «no las terminaríamos hasta julio o agosto». Al llegar a ese punto se hacía la pregunta clave que, a su vez, se respondía él mismo: «¿Podíamos pensar entonces en continuar pasando el Nekkor? El jefe que suscribe cree, sinceramente, que no».

Morales recordaba que los notables de Axdir «sostienen, desde hace años, cordiales relaciones con nuestras Autoridades», pues entre ellos «se distribuyen, casi por completo, las diez mil pesetas a que alcanzan las pensiones asignadas a la cábila». En su resumen, Morales no dejaba opción: «Es pues, opinión del jefe que tiene que informar, que no convendría, aun en el caso más favorable, pasar el Nekkor antes del próximo otoño, si queremos fiar el éxito más a la prudencia que a la audacia».[187]

Hacia Alhucemas: un plan para conquistar el mundo

Durante semanas, Silvestre quedó pensativo. Luego se decidió por el ataque. Una ofensiva total. Como su esfuerzo apunta a rodear a los de Axdir desde el interior, su diseño operativo le enfrenta a cuatro cábilas a la vez: los de Temsaman, los Beni Tuzin, los de Taffersit y los Beni Urriaguel. Y tiene detrás a los Beni Ulixek, a quienes pertenecen Annual y el Izzumar; a los Beni Said, dueños del Monte Mauro y Dar Quebdani en su flanco derecho; a los Metalza, propietarios de Dar Drius y Zoco el Telatza, que forman su flanco izquierdo; y a los Beni Bu Yahi, los despojados de Arruit, en donde subyace la mayor ira del Rif.

El 10 de marzo de 1921, Silvestre comunicaba a Berenguer su plan. Del alto comisario espera su aprobación o su condena.

Durante muchos años después de su muerte, y todavía hoy, a Silvestre se le acusará de haber ido hasta Annual dado su empeño particular en llegar a Alhucemas. Cuando va a morir, y con él todo su ejército, por atender una funesta inercia política —conquistar Marruecos por la fuerza—, y por no atreverse a decir a sus superiores —Berenguer y el mismo Rey—, que venga otro a suicidarse, a suicidar al Ejército y a desesperar a la nación.

Silvestre, que no quiere quedar atrapado por las dudas de Berenguer —avanzar la derecha retrasando la izquierda—, al final se convierte en rehén de ellas. Y aunque permanece fiel a su idea (atacar por la costa), confunde su instinto, dispersa sus fuerzas y anula toda posibilidad de éxito al diseñar un ataque general en tres ejes: por la derecha, desde el mar, en la flecha Sidi Dris-Zoco el Telatza-Zoco el Sebt; por el centro, desde el interior, en otra flecha por Annual-Zoco el Jemis-Zoco el Arbáa; y el último dardo por la izquierda, peñascales arriba, a partir de la línea de ataque Tizzi Assa-Iyarmaus Zoco el Had.

La primera de estas ofensivas pasa por el Yebel (monte) Abarrán. Es un golpe hacia lo alto, en pos de las sierras, que luego se curva hacia la costa, pasando entre la fracción de los Beni Buidir hasta alcanzar la extensa playa de Harcha, ya en la bahía de Alhucemas. Los otros dos empeños, directos por las montañas, se abren paso entre los Tugrut —cuyo apoyo había pactado en tiempos Aizpuru y los Beni Acqui, secciones ambas de los temsamaníes. Los dos últimos girarían en semicírculo para converger con el primero, tendentes todos a dominar el curso inferior del Nekkor y asegurarse el dominio del ámbito alhoceímico. Es un clásico ataque en tridente. Y es un disparate.

Silvestre no quiere alcanzar el Nekkor y luego conquistar Alhucemas. Quiere conquistar el mundo. Porque hacer la guerra a cuatro grandes cábilas, y tener detrás a otras cuatro de similar envergadura —y a las que cree sumisas—, es imaginarse Alejandro en ruta hacia el Indo medio. Silvestre ya no es él, es otro. No pone plazos a su gesta futura. ¿Cómo hacerlo, si no tiene tropas ni medios para semejante empeño? No es cuestión de elasticidad, es cuestión de sentido común, el que tiene Morales. No hay ejército para un solo ataque y se obliga a realizar tres y en un frente enorme. Entre las playas de Sidi Dris y las enriscadas alturas de Tizzi Assa hay veinte kilómetros en línea recta, que serían casi cuarenta en la marcha de la ofensiva.

Para hacer lo que dice a Berenguer que se puede hacer, Silvestre necesitaría sesenta mil hombres (cinco divisiones) y trescientos cañones. Y aviones. Y tanques. Y una escuadra. Todo lo que se pondrá en línea en 1926, cuando se reocupe Annual. En 1921 Silvestre apenas reúne doce mil hombres, y eso fundiendo todas sus tropas de primera, segunda y tercera líneas en un único frente. Tropas, no gente bisoña. Soldados, no hombres mal entrenados, embrutecidos y desmoralizados. Y oficiales de ejército, no mandos del camuflaje, la desidia y la comodidad, como serán algunos.

Silvestre cree que se puede ganar al Rif sólo con su buena estrella. En Taffersit ha sido hombre arrojado, pero precavido. En esas noches de la Melilla de marzo de 1921 pierde toda perspectiva y se queda sólo con su arrojo. Ha concebido un empeño ofensivo que casi parece un calco de las resistencias monumentales que vio hacer en Flandes a su buen amigo Édouard De Castelnau, cuando le observó en plena acción, en diciembre de 1916, resistiendo al ímpetu alemán con sus 106 divisiones frente a 121 enemigas, defendiendo setecientos kilómetros.[188] Diez divisiones y media por Valluy, Pierre, general; y Durfoucq, Henri, Historia de la Primera Guerra Mundial. Traducción de A. M. Mayench cada setenta kilómetros de frente. Una división cada siete kilómetros. Los rifeños no eran alemanes, sino bastante peores como enemigos. No tenían escuadras aéreas, ni grupos de artillería, ni compañías de ametralladoras o de lanzallamas; ni disponían de tanques; ni disparaban proyectiles de gases; ni contaban con grandes estados mayores. Pero tenían una puntería endiablada y mostraban una ferocidad y resistencia inimaginables para un europeo en el combate, en el que cada uno de ellos es un jefe, un puñal, una roca. No son soldados, son guerreros. No son tropas, son hombres-ejército.

Silvestre ni siquiera tiene una división porque ni siquiera tiene ejército. Y piensa atacar, no sabe cuándo, no sabe cómo y no sabe con qué, en 35-40 kilómetros de frente. Entre Annual y Drius sumará, en las horas previas a morir con aquellos que le son fieles, poco más de seis mil hombres. Los que quedan, otros siete mil como mucho, están desperdigados por los cerros. El resto, hasta 25.790, en el papel —estadillos falseados— o en Melilla.

Enfrente, los beniurriagueles suman 6.000 fusileros; los temsamaníes, 2.800; los benituziníes, 2.500; los taffersíes, 600. Uno contra dos en Annual-Drius. Y esto sin contar con que la retaguardia no se subleve, porque entonces serían uno contra cuatro. Y reclutas contra guerreros. Ésa es la apuesta española. Berenguer recibe el plan. Le gustan cosas sueltas y otras no. Lo ve dudoso en el aspecto político —enlace con las tribus que cree adictas—, pero ni se le ocurre vetarlo. Considera que es mejorable. Un plan reformable no sirve, porque en la reforma ya es otro. Berenguer decide ir al Rif, a hablar con el autor del plan.

Berenguer en Annual: fascinación de conquista

Berenguer salió para Melilla, a bordo del yate armado Giralda, el 28 de marzo. Tiene un encuentro en Targa con los chiuj de Gómara, y «les ofrece avanzar en plazo breve» con su ejército, es decir, con el de Silvestre. Los gomaríes se lo creen, ya que el general parecía tan convencido de lo que decía. Sigue el viaje y da vista a Alhucemas. Junto al Peñón le espera Silvestre en el cañonero Laya. Berenguer ha exigido esta concentración naval, que Silvestre acepta, pero que alarma, y mucho, al coronel Morales, al deducir el efecto que puede hacer tal manifestación de fuerza en la gente de Axdir.

Berenguer no pensó en esas alarmas. Meses después, el hijo del coronel Morales —Gabriel también de nombre—, en un documento excepcional que hizo llegar a Picasso, dirá del alto comisario que «para demostrar que hacía algo, arribó una buena mañana con el lucido cortejo de varios buques de guerra a la plaza de Alhucemas». Según Gabriel de Morales, «de inoportuna por la época en que la hizo y de funesta por sus consecuencias, calificó la Oficina Indígena (de Alhucemas) dicha visita»[189].

Hecho el mal, quedaba seguir el ceremonial. Silvestre desembarca en el Peñón, pero el que no puede hacerlo es Berenguer, a quien se lo impide la fuerte marejada. En su lugar aparece el coronel Gómez Souza, el hijo de Jordana. Silvestre y Gómez Souza reciben a una comisión de notables de Axdir. En el encuentro no hay acuerdo según unos, o saltan chispas, pues Silvestre «recibe, al parecer, de forma destemplada» a los recién llegados.[190]

Esta dudosa acción pasa a segundo término cuando Berenguer logra desembarcar (1 de abril) y recibe a los mismos notables, «en número de unos dieciocho o veinte», que, si tan ofendidos hubieran sido antes por Silvestre, con pocas ganas habrían quedado de ver a otro general por el que no sentían mayor respeto. Los notables repiten dudas conocidas: la gente de la costa puede colaborar con España, pero los beniurriagueles de la montaña se negarán.

Berenguer despide a los chiuj, y en carta a Eza, fechada el 17 de abril, resume con arrogancia casi imperial: «La empresa militar de ocupar la bahía no tiene dificultades de gran monta».[191] Berenguer bendice, de hecho, el plan de Silvestre. Luego marcha a Melilla para desde allí alcanzar Annual. Ese viaje, tan rápido por mar y de tan lentísimo rodeo por tierra, debería haberle alertado. Pero Berenguer no ha leído a Jordana.

Entretanto, Alhucemas paga las consecuencias, que, en las palabras de Gabriel de Morales, se dibujan así: «Transcurridas algunas horas (de la marcha de Berenguer) rompieron los moros las hostilidades contra la Isla, que desde hacía años había gozado de absoluta tranquilidad».[192] Las ostentaciones se pagan.

Mientras, Berenguer se ha instalado en Dar Drius, del que hace su parador. Recorre las posiciones, las líneas avanzadas. Tiene ante sus ojos un ejército desnutrido, peor vestido, con hombres que saludan con torpeza y que muestran una instrucción militar deplorable.

Los chiuj de la zona, le ofrecen muestras de sumisión, resumidas en la taarquiba —el sacrificio de un cordero para solemnizar el final de un conflicto—. Berenguer está exultante. Luego marcha hacia Ben Tieb. Pasa el Izzumar y lo baja. Y llega a la gran hoya.

Berenguer en Annual. No le dio relevancia al intimidante panorama. A su alrededor, siguen los afectos. Los Beni Ulixek y los Temsaman rivalizan en cordialidad ante el alto comisario. Berenguer no distingue entre una escenificación calculada y la amenaza previsible. Y estima que, «por lo que se refiere al llano (sic), todo él creo que está en condiciones de ocuparse». Annual, un paraíso colonial.

Berenguer cree factible ocupar «todo el fondo del valle, o sea, toda la longitud del río Amekrán, que desemboca en Sidi Dris»[193]. Ya están ahí los 35-40 kilómetros de frente, con la imponente mole de Tizzi Assa —próximo Verdún para los españoles—, cerrando el paso a la gran quimera expansiva. Berenguer está fascinado con la conquista en curso. Y se enreda en esa trama, repleta de ficciones. A Eza le dice: «Creo que, militarmente, el problema de Alhucemas se puede considerar al alcance de nuestras manos».[194] Mayor optimismo, imposible. Berenguer redobla su entusiasmo el 6 de abril, con una Orden General al Ejército de Operaciones, dictada en Melilla. En la misma, felicita a las tropas por haber demostrado «hasta dónde puede llegar una política hábil y predominante (sic), secundada por una acción militar, aquilatada (¿?) en su desarrollo hasta llegar sólo al empleo indispensable de las armas». De Silvestre dirá que es «honra del generalato español, y a quien tal vez mi fraternal cariño impida prodigar los elogios que merece». Y termina: «Recibir por tanto acierto la más efusiva felicitación que espero reiteraros pronto en la bahía de Alhucemas, perseverando en nuestra actuación…»[195] Berenguer es más Silvestre que Silvestre. No tiene dudas, no tiene miedos. La fe en la victoria es lo que cuenta y no el plan.

A continuación, una sorpresa histórica. La de Abarrán. Lo que tantas veces se dijo que fue ocultado por Silvestre a Berenguer. Y no es así, pues en carta política a Eza —el 17 de abril— le dirá Berenguer al ministro: «El general Silvestre pensaba, en los días que yo estuve en Annual, realizar una pequeña operación para pasar a la otra orilla del río Amekrán; y otra para ocupar, en el nacimiento del río y en el fondo del valle, ya en contacto con Beni Tuzin, un par de posiciones. No sé si seguirá en la misma idea para la que le autoricé».[196] Silvestre autorizado para ir a Abarrán, como lo había sido en Taffersit. Las condiciones, los medios, los riesgos, el momento, todo eso quedaba a su criterio. Como de costumbre.

Más adelante, el 30 de mayo, Berenguer vuelve a escribir a Eza y le dice: «De Melilla no tengo nada que añadir. Las cosas siguen en el mismo estado». Y de Silvestre aclara: «No realizó al fin las ocupaciones sobre el valle del Amekrán para que le autoricé». Pero al estar autorizado, Silvestre va a ocuparlo. En la madrugada siguiente, la del 1 de junio de 1921. Y no iba a decirle al alto comisario que voy, cuando tenía permiso para ir.

Un zoco bombardeado y un viaje a Valladolid

Al día siguiente de la Orden General de Berenguer (7 de abril), la situación en Alhucemas cambia. Aquellos notables —entre ellos, Civera—, que se habían entrevistado con Berenguer y Silvestre, son advertidos de que «iban a quemarse las casas de todos los amigos de España»[197]. Mohammed Abd el-Krim, proclamado jefe de la harka (contingente), y a su vez vigilado por los irreductibles de su cábila, acosa a los bocoya. Civera y sus amigos deciden resistirse. Silvestre cree entonces llegada la ocasión de desembarcar en Morro Nuevo. Pero Berenguer no se atreve, y en esto acierta el alto comisario.[198] Sin embargo, en una sucesión de errores en los que ambos generales participan, se llega, el 13 de abril, a una decisión descabellada: bombardear el campo moro, en la fútil pretensión de intimidar a los rebeldes y afianzar a los aliados de España.

Es miércoles, día de zoco en Axdir. Las baterías del Peñón abren fuego sobre los desprevenidos grupos, afanados en el mercadeo y el trasiego de mercancías. Hay muertos y heridos. Los cañones alargan el tiro, apuntando a las casas principales de la aglomeración. El resultado es la movilización: ya no hay beniurriagueles ni bocoyas; todos rifeños y enemigos de España.

Una semana después —el 21 de abril—, Silvestre embarcaba en Melilla rumbo a Málaga. Deja detrás un Rif unido contra él. En la Península tiene pendiente una importante cita castrense: asistir «a la fiesta celebrada en Valladolid con motivo de la entrega del mando del Regimiento de Cazadores Victoria Eugenia a Su Majestad la Reina, del que es coronel honorario»[199]. Tal solemnidad se unía a otra: la colocación de la primera piedra del edificio de la Academia. En Valladolid saluda a los Reyes, que le muestran renovados afectos y le desean que prosiga su secuencia de victorias africanas. También le espera el ministro Eza.

En Valladolid, ese 23 de abril de 1921, Silvestre se encuentra con lo más granado de la Caballería española. Entre sus pares está un teniente coronel de cuarenta y dos años, Fernando Primo de Rivera y Orbaneja, de ilustre familia militar. Su tío, Fernando Primo de Rivera y Sobremonte, ha sido, después de Azcárraga, el mejor capitán general en Filipinas. Un hermano suyo, Miguel Primo, es general de división, laureado en la guerra de Melilla en 1893 por haber rescatado un cañón capturado por los rifeños, y famoso desde 1917 por sus discursos en pro del abandono de Marruecos, idea atrevida a la que no ha renunciado. Fernando no es tan fuerte como Silvestre, pero se destaca como el más alto. Tiene un porte distinguido, se ha formado en la cuna de la caballería francesa, en Saumur, es campeón de esgrima y ha probado en el Rif su valentía, donde es segundo jefe del Regimiento de Alcántara. Oficial culto y muy querido por su gente, no sólo es bravo ante el enemigo, sino ante los emboscados propios. En la fiesta que cierra las celebraciones vallisoletanas se atreve a decir, y ante «varias personas», algo que se sabe y se oculta a diario: «Que la situación en África, por efecto de la inmoralidad reinante y sobre todo por haberse entregado al juego muchos de los jefes y oficiales allí destinados, tenía que producir y no tardando mucho, una verdadera catástrofe».[200] Fernando Primo de Rivera, que pronto va a pasar a los anales de la Caballería española como uno de sus más grandes héroes, ha dado, antes de morir, su primera carga contra algunos de los responsables de la muerte inminente del Ejército de África.

Las cifras oficiales de este escarnio se sabrán un año después por el diputado Crespo de Lara. Y el Congreso oirá estos datos: entre 1920 y 1921 «se han suicidado 47 jefes y oficiales», y «han perdido su carrera, por fallos de Tribunal de Honor, 41, y la mayoría de ellos víctimas del juego». A ello se suma el mareante capítulo de desfalcos y malversaciones, en los que «hay un número considerable, 59 jefes y oficiales, de éstos, 30 en África»[201]. Fernando Primo de Rivera avisaba de la catástrofe, de la fosa en la que no podía imaginar que él mismo entraría, junto con tantos y por culpa de tantos.

Silvestre y Eza vuelven a Madrid. Van a almorzar dos veces en la capital y reunirse otra, «entre papeles» —como recordará meses después el ministro—[202], en su despacho del palacio de Buenavista. Silvestre pide lo que tiene que pedir: dinero, hombres, medios. Y urgencias. Eza le da lo que estima que puede darle: sincera comprensión. De prisas, nada. Y de dinero, cero.

El ministro no es leal con su «querido general»: la Comisión de Compras de Armamento —generales García Moreno, Muñoz Cobos y Villalba—, está sumida en la valoración de grandes partidas de material moderno. A poco, Eza tendrá en su despacho un informe de esas compras —procedentes de los stocks de guerra aliados—, el cual será debatido en la Junta de Defensa del Reino, el 22 de mayo siguiente.[203] Se trata de un listado impresionante: cientos de morteros, centenares de ametralladoras y de fusiles ametralladores, tanques, baterías antiaéreas, obuses y cañones de 240 mm y 350 mm, municiones… Las ofertas arrancan en ocho millones de pesetas, pero llegarán a doce millones, lo que vale la obra ferroviaria hacia Xauen. El ministro se calla. Para él son sólo un presupuesto más. Silvestre se marcha sin esa grandiosa esperanza armamentística, también ocultada a Berenguer.

Tras un último encuentro, esta vez protocolario, donde a Silvestre le es impuesta (el 9 de mayo), la gran Cruz del Mérito Naval, el ministro y el general se separan.

Silvestre regresa a Melilla y «desde la borda del barco», saluda a los que le reciben en el puerto con un objetivo nítido y una garantía suprema: se va a Alhucemas y por autorización «del Rey»[204]. Así lo denunciaría Prieto en el Congreso después del desastre, y en manifestación que sería ratificada, en 1922, por el mismo Eza, cuando dijo aquello de: «Ahora resulta que el general Silvestre, al llegar a Melilla, tuvo alguna jactancia de expresión. Yo ni siquiera he de rebatirlo. Ya sabéis que, a veces, en la intimidad, todos somos, como se dice en palabra muy castiza, jaquetones…»[205] Alhucemas, una jaquetada.

El 17 de mayo, Silvestre se reúne con sus oficiales, entre ellos, los tenientes coroneles Fernández Tamarit y Capablanca. Su estado de ánimo oscila entre el pesimismo contenido y la indignación ostensible. Volviéndose hacia Tamarit, «muy excitado», previene que «no tenía más remedio que ir a Alhucemas, y que la visita de Berenguer a la isla había estropeado todo, por lo que tendría que ir a golpes y en malas condiciones, careciendo incluso de elementos que en Yebala abundaban…». Silvestre tiene razón y se queja, pues buena parte del material que «iba consignado a Melilla salía para otro lado (a Ceuta o a Larache) y él no lo recibía»[206]. Fernández Tamarit y Capablanca sólo pueden mostrarse de acuerdo con su general, al que observan, impotentes, debatirse prisionero de un fatal asunto de conciencia: atacar sin tener medios ni aliados, o renunciar al mando, cuestión por la que en ningún momento se pronuncia.

La primavera muere en el Rif y Alhucemas espera a Silvestre. Los permisos de Estado los tiene. Lo sabe Berenguer, lo sabe Eza y lo autoriza el Rey. Pues adelante. Pero se lanza sin creer en nada. Un año después, Alcalá Zamora, tras señalar que el comandante general de Melilla se abalanza sobre Alhucemas sin tener fuerzas suficientes, ni plan coherente, y mucho menos un proyecto de retirada, diría que «el general Silvestre había hecho un pacto con la victoria, porque si no, lo había hecho con la muerte»[207]. No era cierto. Silvestre tenía un pacto con su palabra.

El Ejército de África acaba en cuerpo agusanado

Mientras Silvestre va a la Península y vuelve, dispuesto a conquistar Alhucemas, la desidia y la corrupción han proseguido su labor destructora, iniciada hace años. Regresa dispuesto a ganar una guerra y no tiene ejército, sólo un cuerpo agusanado.

El militar de 1921 ni se parecía al de 1909 ni mucho menos mantenía el nivel ético de 1859. En líneas generales, ni era africano ni se sentía colonizador de nada. La mayoría se dejó arrastrar por una carrera marcada por la atonía, el destello de un riesgo pasajero y una aleatoria recompensa, con el posterior languidecer en mando rutinario. Otros cambiaron esas expectativas por la falta de respeto a las Ordenanzas y al erario público. Este segundo grupo, reducido en número, pero atrevido en desfachatez, decidió hacer de Marruecos el negocio de su vida. Un periodista granadino, Rafael López Rienda, desvelaría su más sórdida trama, la del Parque de Larache, cuando el asunto estaba oculto, pero ya actuaba la Justicia militar. Las cifras eran de vértigo: si el Parque movía unos quince millones de pesetas anuales, las sustracciones mensuales suponían una media de trescientas mil pesetas, suma enorme, teniendo en cuenta que el sueldo de un capitán era de seiscientas pesetas al mes. Los robos se mantenían desde 1918, cuando un capitán de Intendencia, Manuel Jordán Pérez, empezó a ejercer de pagador en el Parque. Tenía treinta y cuatro años y ya se le conocía por llevar «una vida muy comentada»[208].

La delirante estructura militar española en Marruecos favoreció la criminal estafa: decenas de posiciones aisladas, necesitadas de todo para sobrevivir. Sólo una posición, la de Meserah, requería el abastecimiento de un convoy por semana, con 450 cargas. En la contabilidad oficial, cada una de ellas resultaba a 36 pesetas, pero el coste real era de 19,85 pesetas.[209] Y se apuntó más alto: a los grandes cargamentos. Las partidas se contrataban… y no llegaban, aunque se pagaban. Si llegaba el cargamento, el contratista tenía que expedir oportuno recibo por haber entregado el doble. Así le pasó a Urquiza, comerciante desesperado, que entregó cuatrocientas cincuenta toneladas de paja, y se vio obligado a presentar factura por ochocientas toneladas para cobrar las primeras, las únicas entregadas.[210]

Las diferencias iban a parar a los bolsillos de lo que López Rienda definió como La Cofradía de la Avaricia: los comandantes Emilio Muñoz Calchineri (director del Parque) y José García Restrebada (jefe de Administración en Larache); los capitanes Fernando García Bremón, Mauro Rodríguez Aller y Jordán; más el comisario de Guerra y exdiputado maurista, comandante Francisco Montes del Castillo. Este último, cobraba en Larache pero vivía en Tánger, en su lujosa Villa Porchet, rodeado de un séquito de criados y una flotilla de automóviles Panhard y Delahaye.

El engranaje funcionó hasta la época de Annual, cuando Jordán se autoconcedió un permiso de ¡dos meses! por supuesta enfermedad. El capitán estuvo en Ronda —en donde tenía una finca, «valorada en tres millones de pesetas»— y en el Puerto de Santa María, «donde vivía su amante»[211]. A su regreso a Larache, pidió los atrasos. Sus compinches alegaron que, en justicia, nada podía exigir. Jordán juró venganza y esperó su oportunidad. Ésta llegaría el 1 de septiembre de 1921, al cerrar las cuentas del mes anterior. En aquellas fechas fatales, en las que los diez mil de Silvestre eran cercados y muertos, el capitán Jordán acumulaba dividendos: 1.055.000 pesetas en comisiones de muerte, logradas a base del hambre de la tropa, el estado ruinoso de sus armas y la extenuación de sus caballerías. Ante la impresionante suma, Jordán tomó su decisión: quedarse con todo. A sus estupefactos compañeros les planteó esta disyuntiva: silencio absoluto a cambio de firmar su propia baja en el Ejército; de lo contrario «tiraré de la manta»[212]. Y lo inusitado se produjo: los ladrones denunciaron al mayor ladrón. Jordán, a su vez, habló sin tapujos.

Todos fueron encausados, empeñados Sanjurjo —más tarde comandante general de Larache— y Burguete —alto comisario tras la dimisión de Berenguer en 1922— en aclarar «las gravísimas derivaciones del proceso»[213], que dirigió el general Germán Gil Yuste. Montes del Castillo, según López Rienda, pagó su fianza con mil quinientas toneladas de cebada depositadas a su nombre en Casablanca.[214] Jordán fue condenado a veinte años. Empezó a cumplirlos en junio de 1923. Su letrado, el comandante Juan Unceta, asqueado de su proceder, renunció a la defensa. Su siempre fiel esposa, Dorade Giles, solicitó al Rey su indulto. A fecha del 12 de junio de 1927 Jordán seguía preso en la fortaleza ceutí del Hacho, donde «réstale por cumplir, 14 años, 3 meses y 9 días»[215]. No hemos podido confirmar si el excapitán se mató de un tiro tras ser excarcelado, como es la creencia general.

Semejante escándalo no tuvo repetidores a esa escala, pero sí había tenido antecesores (véanse los detallados informes de Crespo de Lara en el Congreso). La tropa no iba a la zaga: veía robar a los oficiales y robaba por su cuenta. De la manera más simple y más suicida: vendiendo armas y cartuchos a los cabileños.

El disparate llegó a tales extremos que aquellos soldados ladrones vendían sus propias vidas a sus próximos verdugos. Y como sabían que el rifeño o yebalí, buen conocedor de armas, rechazaba las que estaban en mal estado, daban a sus enemigos el mejor material, para así superar la prueba de compra: el comprador abría el cerrojo del fusil, revisaba la aguja percutora y observaba a fondo el ánima del cañón. Los vendedores aceptaban quedarse con lo inservible. Su beneficio: de cien a trescientas pesetas por un buen fusil, o veinticinco duros por veinticinco cartuchos. El equivalente a otros tantos españoles muertos. Fue tanta la avaricia, que los precios se desplomaron. Un informe confidencial a Emilio María de Torres —secretario particular de Alfonso XIII entre 1909 y 1931— hablaría sin ambages sobre la naturaleza de esta infamia.

En ese informe, clasificado como «nota reservada» y fechado a 9 de octubre de 1919, se definía como «de leyenda» el que los cabileños se surtieran de municiones por la costa normarroquí, la zona tangerina y la frontera con el Protectorado francés. Y exponía la cruda verdad: «La realidad es que, desde los sucesos de Melilla en 1893, hasta los que se desarrollan estos días entre Tetuán y Tánger, casi todos los cartuchos que tienen las barcas enemigas son cogidos a nuestras tropas, de los que venden los soldados y de los que se les caen de las cartucheras».[216]

En refuerzo de sus tesis, el anónimo informante —su estilo recuerda al utilizado por Villalba— decía: «Y la prueba más evidente de ello es que la munición Máuser, no obstante su mejor calidad, está baratísima y muy abundante, y carísima la de las otras armas». El redactor se atrevía a presentar una solución: «No habría medio más eficaz para dar el golpe de gracia a la resistencia de los rifeños y yebalas que el dotar a las tropas de África de un fusil y ametralladora de calibre distinto al Máuser, cosa que sería tan económica como sencilla, dadas las enormes existencias que existen en los parques europeos».

Era entonces Berenguer ministro de la Guerra, que nada propuso al Rey, a su vez informado por Torres del pavoroso problema. Se fue Berenguer y vino Eza. Y todo siguió igual: en Intendencia, no pocos oficiales robando; y muchos soldados vendiendo, a precio de sangre, los cartuchos con los que serían acribillados. Sobresueldo efímero a cambio de muerte casi segura.

En 1921 el vil procedimiento seguía en pie. El Ejército de África agusanándose, y otro ejército cumpliendo la tarea de aquél: las tropas indígenas. En lugar de enviar los mejores oficiales a mandar los mejores soldados, los puestos en la Policía Indígena —tan cuidados en la época de Larrea y Aizpuru— eran desempeñados por una oficialidad irresoluta, desconocedora y hasta despreciativa de la idiosincrasia rifeño-yebalí.[217]

En el Rif español se vivía un auténtico disloque de la disciplina. Poquísimos eran los oficiales que permanecían al frente de sus unidades, pues preferían residir en Melilla, ciudad de placeres y comodidades. El jefe de la circunscripción de Nador, teniente coronel Pardo Agudín, residía en la plaza «de forma permanente»; los tenientes coroneles y comandantes «alternaban cada diez o quince días en el mando de las columnas»; «los jefes de Estado Mayor de las columnas se nombraban la víspera de salir éstas, y era dificilísimo que en dos operaciones distintas fuera con la columna el mismo jefe».[218]

Problema disparatado era el de los efectivos, los soldados que había de verdad. A 30 de junio de 1921, y repartidos en 121 posiciones, el ejército de Silvestre sumaba 361 oficiales y 9.303 soldados, que disponían de 2.578 cabezas de ganado. Tres semanas después, las cifras pasaban a ser 588 jefes y oficiales, 16.582 de tropa, más 3.592 caballerías, distribuidas en 144 posiciones.

Habría una nueva revisión, y entonces aparecerían 845 jefes y oficiales, 20.139 de tropa y 5.251 cabezas de ganado.[219]

En cuanto a las diferencias sobre las cabezas de ganado, Crespo de Lara aportaría humorísticas, pero no menos aceradas reflexiones al afirmar en el Congreso: «Casi todos los caballos y mulos, cuando los había, fallecen en los últimos días del mes, rara vez a primeros o mediados. Desde que existe Ejército, todos los fallecimientos de ganado ocurren a fines de mes, y luego se acredita lo que representa el gasto de pienso de estos animales, como si hubieran vivido todo el mes».[220]

De mucha mayor gravedad resultaría el lastimoso uso de los llamados coches rápidos. Ya en 1915, Pablo Iglesias denunciaba tales abusos.[221]

El asunto consistía en lo siguiente: la familia de un reservista o movilizado en África compraba un coche veloz, un Ford de 20 HP —que costaba unas cuatro mil pesetas—, y lo donaba al ejército con una condición: el soldado, suboficial u oficial donante se quedaba de chófer… más su asistente. Al sucio asunto se le conocía como «el emboscamiento Ford». El diputado Juan Sarradell Farras, de Izquierda Liberal, denunciaría a «aquellos soldados que, prevaliendo (sic) de regalar al Ejército automóviles, tienen derecho a dos emboscados: uno como conductor y otro como lacayo»[222]. Y añadiría lo evidente: «Un ejército lo menos que debe pedir es que haya igualdad en el sacrificio, igualdad ante el enemigo, y en el Ejército de Marruecos no existe esa igualdad».

Ángel Romanos y Santa Romana, fiscal en el Suplicatorio Berenguer, diría sobre el empleo de los coches rápidos que debería «haberse indagado si esos carruajes eran propiedad particular de los Cuerpos que, por sus Reglamentos, no hubiesen de tenerlos, y en tal caso, en qué forma se había hecho su adquisición y con qué fondos se atendía a su sostenimiento».

Romanos sentenciaría que «todo este conjunto de errores político-militares, nacionales y acaso morales, restaba indudablemente fuerza a los mandos y aflojaba los lazos de la disciplina, en forma tal, que, en el momento preciso, no pudieron tener éstos la fuerza necesaria para evitar la desbandada, el pánico». Concluiría con demoledora sentencia: «Ni el Mando podía tener confianza en sus subordinados, ni éstos en el Mando».[223] La tragedia de Annual se resumiría en esa frase.

Meses después de su muerte, al comandante general de Melilla se le reprocharía en el Congreso: «Lo que le ocurrió al general Silvestre fue que no conoció a sus tropas».[224] Pero Silvestre sabía bien cómo eran sus soldados. Su fallo estribó en que sólo conocía a una parte de sus oficiales: la que murió con él o la que resistió hasta el final. La otra huyó o se rindió.

Una nube negra y otras promesas de color indefinido

Acabándose la primavera de 1921, Silvestre entró en una fase pesimista, rara en él. En carta a Berenguer, fechada el 29 de mayo de 1921, le exponía la actitud recelosa de los Beni Urriaguel, los Beni Ulixek, los Beni Tuzin y otros, y deducía que, si recibía el apoyo de esas tribus, avanzaría, pero «en caso contrario, lo pensaré, porque tendríamos una serie de combates sangrientos, muy distintos de los que hasta ahora hemos sostenido en este territorio»[225]. En esa misma carta —que el hijo del coronel Morales, Gabriel, pasaría a Picasso—, Silvestre recurría a un insólito simbolismo: «La nube que se presenta en la zona ocupada, nube negra y que me inspira seria inquietud, es la cuestión de la secta alauia (sic), pero de ella me ocuparé en carta aparte, para mayor claridad en el archivo y clasificación de los documentos». Esa ampliación de datos no la hemos encontrado, aunque de ella quedarían los rumores del momento, que hablaban de la venida de un rey moro. Desde luego no era Abd el-Krim, y tampoco podía ser el sultán Muley Yussuf.

De Abd el-Krim haría Silvestre una singular descripción, pues dirá de él «que si en vida de su padre dicen que no se atrevía a hacer nada, al quedar libre por la muerte de aquél, se atreve a todo, y prescindiendo de hábitos adquiridos en su vida entre nosotros, anda sucio y tostado por el sol, como cualquier montañés». Otros datos revelaban el empuje movilizados que Abd el-Krim imponía a sus beniurriagueles: «Les ha dado banderas, ha construido trincheras, ha recogido dos o tres cañones y dos fusiles ametralladores (los que se utilizarán contra Abarrán) que había en las kábilas cercanas, y los ha emplazado, unos en Yub el Kama (o Qama), y otros frente a Alhucemas».

El 16 de mayo, Abd el-Krim se entrevistó con Got —a su vez relacionado con el empresario Horacio Echevarrieta—, exponiéndole sus pretensiones: organizar una fuerza de policía de quinientos o mil hombres «a su devoción, para con ella imponer la tranquilidad y el orden en la cábila, y entonces tratar con España»; proyecto que en Silvestre provocaba esta respuesta: «Es una fantasía, pero fantasía peligrosa por lo mucho que nos entorpece».[226]

El 18 y el 19 de mayo, el líder rifeño escribe otras tantas cartas a Morales. Habla en plural, al ser texto representativo de él mismo y de su hermano Mhamed. En la primera hace votos por el éxito de las gestiones de paz que ha emprendido el coronel, dejando claro que quiere participar de ese empeño: «Rogamos a Dios que su obra sea coronada con triunfo y que en esta obra común seamos nosotros también personajes». En la segunda pide se le envíe «con el portador, Pajarito (Mohammed Azerkan), una clave para que nos sirva en el futuro». Y en su despedida, ruega a Morales «presente nuestros afectos a S. E». (Silvestre).[227]

¿Qué pensaba Silvestre de todo esto? Él mismo se lo confiesa a Berenguer: «Yo no tengo un criterio formado y espero que los hechos demuestren a qué lado inclinarme». En cuanto a las muestras de afecto del rifeño, las consideraba «una habilidad para cubrirse si las cosas le salen mal». Pero el general acaba de recibir otra carta. De un antiguo compañero de estudios. Un texto inusual: denuncia, previene, afirma; es leal, franco y valiente. Y es también una profecía: el Rif español es un volcán.

Una carta extraordinaria: Fernández Tamarit escribe

La carta que recibe Silvestre el 16 de mayo de 1921, la firma Ricardo Fernández Tamarit. Este teniente coronel de cuarenta y siete años escribe desde la jefatura de su posición, en Zoco el Telatza de Bu Beker, el enclave sureño que él mismo ha fortificado y cuyo mando abandonará por enfermedad, siendo sustituido por García Esteban, que dirigirá una desastrosa retirada en julio.

Tamarit responde a «un recado» y a «una nota» de Silvestre, que le han sido entregados por su compañero de igual rango, Piqueras. Éste, a su vez, había sido portador de una carta del mismo Tamarit, que «entregó personalmente en la Comandancia General» el 26 de abril.[228] El cruce de despachos entre ambos jefes obedece a los reproches que Silvestre hacía a su subordinado, a raíz de una operación de descubierta emprendida por éste en los estratégicos e ignotos pasos de Ain Zorah y el collado de Busfemaden, región a la que los oficiales de la Policía Indígena describían como «terrorífica guarida del terrible adversario» (los Beni Urriaguel).

Fernández Tamarit, acompañado de unos fieles guías rifeños, pero sin escolta armada de españoles, había reconocido aquellas alturas —el 12 de abril— y regresado sin contratiempo. Por el camino había encontrado «agua, pastos, recursos abundantes», asegurando a Silvestre que «pueden las tres Armas actuar bien». Es decir, que por Busfemaden podía pasar todo un ejército.

Esta operación, descubridora de un importantísimo boquete táctico por donde rodear a los de Axdir, había merecido de Silvestre el calificativo de «inútil excursión», y su promotor, el de «fantoche» que «se jugaba locamente la vida»[229].

El teniente coronel razona a su general que su enfado proviene de informes falsos, los que le han hecho llegar varios mandos de la Policía Indígena. Éstos, al exagerar las dificultades topográficas y la hostilidad de los habitantes de Busfemaden, «tenían un pretexto para fingir un servicio que no hacían; yo he descubierto la mentira y, claro está, no me lo perdonan»[230]. Y Tamarit le dice a Silvestre: «Perdona que te hable con tanta claridad, mi conciencia me impone el deber de hacerlo así». Y sin contenerse, le previene: «Pese a tu apariencia de carácter y de hombre enérgico, eres el niño grande de siempre, a tal extremo que sólo te defienden los bigotes; si algún día te los afeitas, estás perdido».[231]

Tamarit cuenta a Silvestre por qué ha triunfado él, en solitario, en la descubierta de Busfemaden. Es una crónica de acciones depravadas y reacciones honrosas. Unas semanas antes, cuando se encontraba Tamarit en su barracón de mando, oyó «gritos desesperados de mujer». El coronel acude con presteza, y se encuentra, entre las alambradas del campamento, a «una morita joven y linda, que gritaba arrastrada por seis policías indígenas al mando de uno que es el ordenanza del teniente S. (Salama), y un coro de soldados (españoles) que increpaban a los Policías», los cuales, «se habían apoderado de la chica después de arrear un panzón a la madre y a la hermana, que querían impedirlo». Tamarit escucha de aquella joven rifeña, «abrazada a mis rodillas, temblando y sollozante», el relato de su drama. Enérgico, ordena dar «cuarenta buenos palos» a cada uno de los policías, «y sesenta al ordenanza» del oficial, que «había llegado a ofrecer cien duros a la madre por la hija». Poco después aparecía el inductor del delito, quien recibió de su coronel una bronca tremenda en el alojamiento de oficiales. A la vez, y siguiendo órdenes de Tamarit, uno de sus ayudantes, el bravo teniente Mille —que moriría en el desastre de julio—, marchaba al poblado «con dos secciones de Alcántara y orden de impedir por las armas, si preciso fuera, que nadie intentara apoderarse de la chica».

El suceso, a la vez que elevaba la consideración rifeña hacia Tamarit y la tropa española, hundía el ya escaso prestigio que les quedaba a los mandos de la Policía. Días después, destacados jefes de la región —Mizzian Alí de los Beni Bu Yahi, Hamed de los Metalza, y Butala de los Farcha— se acercaban al campamento del Zoco y le decían al teniente coronel «que yo estar justicia y buen padre, y poder siempre marchar por todo como casa mía»[232]. De ahí había derivado «la excursión» a Ain Zorah.

A su vuelta, Tamarit se había encontrado, en la posición de Siach, al teniente Benítez «con una merluza espantosa». Por si fuera poco, en la víspera de la ocupación de Tajanet, Tamarit, al no recibir respuesta telefónica a sus llamadas, se había dirigido al campamento, entrando «sin ser visto ni detenido por nadie», encontrándose que «en la tienda del teléfono estaban descolgados los auriculares», y en la caseta de los oficiales, que dormían, a «tres de ellos con una tajada enorme»[233].

De ahí que Tamarit advirtiese a Silvestre: «Que hay en la Policía elementos cuya conducta y depravaciones han levantado contra nosotros una tempestad de odios que se traducirá en un levantamiento general el día menos pensado, y más aún si tenemos un revés». Añadiendo, «que en la misma Policía hay muchos oficiales dignísimos». Y los citaba: Calvet, Cayuela, Capablanca, Luzón, Merlo, San Martín. Luces militares en un Cuerpo oscurecido.

Siempre sincero, Fernández Tamarit razonaría a Silvestre: «Que no bastó con echar a Pomes (oficial cuya execrable conducta se denunciaría en el Expediente Picasso); sobran Carrasco, Benito, Salama y algunos otros, cuya conducta es tan pública y notoria que no comprendo cómo no estás enterado tú, que dispones de medios de información que faltan a Morales».[234]

En nada se cohíbe Tamarit ante su general. Y tras comentar sus audacias —«Te has instalado prematuramente en Sidi Dris, Afrau y Annual»—, le recuerda que «no has consolidado nada a retaguardia»; le avisa de que las cábilas que deja atrás no están sometidas «y al menor revés tendrás a tu espalda cinco o seis mil fusiles»; le precisa que «Temsaman nos ha de ser hostil», pues «la presión de Beni Urriaguel es inmediata y no pueden resistirla»; le expone que «las tropas no están preparadas», y hasta compone una explosiva metáfora, válida para todos los españoles en el Rif de 1921: «Vivimos sobre un volcán».

En su despedida, dura pero honesta, Tamarit le dice a Silvestre: «Es una vergüenza eso de que los Coroneles pasen la vida en la Plaza (Melilla) o en España con permiso, rascándose la barriga, y sólo suban (al campo) cuando va a hacerse una operación con la Columna de recompensas». Y como el general le hubiese expuesto, en su nota, singulares conceptos de triple masculinidad, replica: «Y por lo que se refiere a tus tres testículos, sobre que el decírmelo era innecesario, te diré que yo sólo tengo los dos que me corresponden, y convencido de que todo cuidado es poco para reservarlos, no los uso a destiempo. Te suplico, por el bien de todos, no malgastes los tuyos prematuramente. Además, no es digno de ti ni de tu elevada posición emplear esos argumentos. Creo haber contestado cumplidamente a tu nota. Si algo falta, el día 18 estaré en Melilla como ordenas y lo completaré de palabra».[235]

Esta extraordinaria carta es síntesis del Rif de Silvestre. De su autor, Rubio recordará que la condesa de Pardo Bazán decía de él «que era el militar más culto que había tratado».[236]

La España durmiente de Abarrán

Silvestre estaría cavilando sobre sus opciones hasta el 31 de mayo. Cuarenta y ocho horas de meditación es mucho para un simple avance, pero el general sabe que Abarrán es una apuesta muy superior a la de Taffersit. A Fernández Tamarit le ha planteado sus dudas sobre la operación, y el teniente coronel le contestó que «la consideraba prematura»[237]. Silvestre confía en el sustituto de Morales, Villar, quien ha hecho diversos recorridos —junto con el capitán Juan García Margallo— por la zona y está convencido de las bondades militares del terreno y de la lealtad de los de Temsaman, que «pidieron la ocupación de Abarrán»[238]. Silvestre se confía también a Angelo Girelli, aventurero italiano y singular espía al descubierto, puesto que todo el mundo rifeño le conoce. Girelli parte en misión secreta, aunque su papel «se redujo a traer unas fotografías de Abarrán y Tizzi Takariest». Mientras, ante Villar, los jefes temsamaníes se desdicen y le avisan: no plante ninguna bandera española en Abarrán.[239] Uno de ellos, Mohammed Ukarkach, le previene: puede que sean tres mil los hombres en Abarrán. Pero el comandante no se cree con derecho a retractarse ante su general.

Villar prepara su aventura, casi en privado. Pocos de sus compañeros se enteran de lo que trama. Es el caso del comandante de Ingenieros Emilio Alzugaray Goicoechea, que tiene la responsabilidad de los efectivos de su Arma en Annual. Por simple precaución, Alzugaray se dirige, el 31 de mayo, a la tienda del jefe de Campaña, preguntándole «qué posición había de ocuparse al día siguiente». Dávila le responde que el punto elegido es Abarrán. Sorprendido, Alzugaray hace ver a su superior que «dicha posición no cumplía ningún objetivo militar, y no podía abastecerse después ni socorrerse caso de ser atacada». Impávido, Dávila responde que «las operaciones se hacían en plan amigable»[240]. El jefe de Campaña era tan opuesto a la operación, que Gabriel de Morales, al repasar estos hechos, dirá: «A consecuencia de ello, dejó aquella Comandancia un hombre modesto pero de positiva valía, el teniente coronel Dávila».[241]

Otro oficial que se entera, y en similar confidencia, es Manuel Ros Sánchez, teniente coronel de Ceriñola, quien recibirá orden de«entregar diez mil cartuchos Remington para la harka amiga». La que se va a rebelar y queda así bien armada. Libre de trabas, Villar da la orden de salida a sus tropas: 1.461 hombres y 485 cabezas de ganado. Se lleva «todos los mulos» que hay en Annual.[242] Es la una de la madrugada del 1 de junio de 1921.

La columna avanza con calma en la noche clara del verano rifeño. Los hombres tienen por delante quince kilómetros (siete en línea recta) de camino hasta el objetivo, obligados por el continuo subir, bajar y torcer de la tortuosa senda. Tras cuatro horas y media de marcha, se alcanza la cima de un gran monte, a setecientos metros de altitud: Dar Uberrán o Abarrán. Los hombres, obligados a marchar de uno en uno, y con las caballerías en fila india, componen una larguísima columna. Cuando llegan los primeros, todavía faltarán casi dos horas para que aparezcan los últimos. Sale el sol mientras las cansadas tropas se toman un respiro de media hora antes de emprender los trabajos de fortificación previstos.

El panorama es magnífico. Hacia el Oeste, emergiendo bajo la tibia luz de la mañana, aparecen los espacios soñados de Alhucemas; al Norte, el mar; al Este, y muy a lo lejos, el solemne Monte Mauro; al Sur y en su centro, Annual, sepultada en su hoya y todavía en sombra; por detrás el Izzumar; por la derecha una colina amarillenta y desértica, Igueriben; y al fondo, empezando a cerrarse el círculo, extraños e inviolados, los poderosos crestones de Tizzi Assa. Completando el giro y ya muy cerca, en la espalda que guarda Alhucemas, otro cerro, el Yebel (monte) Kuma o Qama. En él se observan muchas figuras. Son rifeños, pero no parecen hostiles. Observan lo que hacen los españoles y esperan. El kaid El Hach Haddur Boaxa, que acompaña a Villar, le desaconseja que instale las tropas en Abarrán. No le gusta ni el emplazamiento ni menos aún sus particularidades. Villar, en impavidez temeraria, ordena que comience la fortificación.[243] Primera sorpresa en Abarrán. No hay agua. Segunda sorpresa: apenas hay piedras, sólo tierra. Y la tercera: «Se trató de hacer el parapeto con sacos, pero estaban podridos y se desfondaban».[244] A base de paciencia, los muretes con los sacos medio deshechos suben hasta 1,30 metros de altura. Los soldados españoles no son altos, pero esas defensas apenas les cubren el pecho. Es el turno de los cañones. Quedan también al descubierto. Junto a las cuatro piezas de 75 mm se depositan los proyectiles: 360 cargas de metralla y de granadas rompedoras. Se colocan las alambradas. La tarea se hace como siempre: mal. Las dos filas de piquetes se clavan a unos treinta metros del parapeto. Ese espacio, una vez roto, equivale a nueve segundos a la carrera, pendiente arriba, para un rifeño dispuesto a todo. Ése será el tiempo que tendrán los españoles para defenderse en el asalto final: lo que media entre apuntar y disparar, cargar y disparar, volver a cargar el fusil y disparar por última vez. Tres disparos, nueve segundos, para gente muy entrenada. Y no es el caso.

El frente sur de Abarrán, el que mira hacia Annual, es un pronunciado declive, cubierto por la traicionera gaba, matorrales muy espesos que, en esa altitud, tienen una altura de más de un metro. Villar observa, confiado, tal situación y dice a sus oficiales —capitanes Huelva y Salafranca, tenientes Camino, Flomesta y Reyes, alférez Fernández— que ese frente meridional «constituía, por sí mismo, una defensa»[245]. Por allí subirá el enemigo y desde allí lanzará toda su fuerza atacante sobre la posición.

En Annual, un prudente Morales va a perder la paciencia, como los soldados que luchan en Abarrán contra aquellos sacos podridos. El teniente coronel Ros presenciará una conversación «entre el Comandante General y Morales» en la que «se puso de manifiesto el desacuerdo que entre ellos existía sobre el éxito de la operación que se acababa de realizar»[246].

A continuación, una polémica para la historia: Silvestre en Abarrán. Según Prieto, que así lo afirmará y tajante en el Congreso[247], en base al parte oficial de la operación publicado en la prensa de Melilla, sí; según otros testimonios, no. Hay un dato irrefutable. Villar ha llevado los cañones a Abarrán, y los deja en posición, pero cuando regresa a Annual se lleva consigo las dos compañías de ametralladoras. Abarrán queda sin armas automáticas. Eso le duele a Silvestre, que confesará a sus ayudantes, ya en Melilla, hecho tan preocupante y al que no ha logrado poner remedio, «pues la orden que él dio para ello no pudo cumplirse por estar ya regresando la columna»[248]. Otro dato: los rifeños se reúnen en gran número y rodean el monte. Demasiados para tan pocos enemigos, aun con artillería. Su propósito, «que es público en Melilla» según Prieto, era capturar al general de los bigotes, «a quien se suponía no había salido de la posición»[249].

Las figuras que cubrían Yebel Qama se han hecho un grupo, y el grupo acaba siendo la harka de los temsamaníes. Son más de dos mil y se extienden a lo largo de varias lomas. Se les unen más hombres: los beniurriagueles. Les separa de los españoles una distancia que va de los novecientos a los mil seiscientos metros, lo que no es impedimento para su puntería ni el alcance de los fusiles modernos.

Españoles y rifeños se tantean con la vista. Villar, desafiante, se permite un comentario obsceno sobre esa amenaza y lo transmite a Annual. Luego ordena que la tropa aligere y prepare la vuelta a la base. En la posición quedan veintiocho artilleros más otros doscientos cincuenta hombres, de los cuales unos doscientos son indígenas. Se muestran muy inquietos por la exhibición de fuerza de los harqueños. Y abrigan otras dudas.

Algunos de los efectivos de Regulares hacía dos meses que no percibían su sueldo[250], y en las filas de la Policía Indígena no estaban mejor. Su capitán, Ramón Huelva —jefe de la 13.ª mía (compañía), no destacada en Abarrán—, «llevaba en su maleta la documentación de la unidad, y en su cartera, los fondos de la misma», según testimonio posterior del capitán Fortea, su relevo al frente de ese destacamento, quien se encontrará con que aquellos hombres aún «tenían pendientes de cobro quincenas de enero, y estar la mitad de ellos descalzos y con las ropas viejas»[251]. Nadie podrá explicar por qué Huelva salió en campaña, con varias compañías de policías —en Abarrán intervinieron la 5.ª, 10.ª y 11.ª mías—, mientras era portador de los fondos de otra. Huelva será el primero en morir. Al parecer, le matarán, de un tiro en la cabeza, los harqueños amigos: saliendo de Abarrán, se revolvieron y tiraron contra el capitán.

Villar parte con su gente, de retorno a Annual. Es la una y cuarto de la tarde. La columna desfila bajo los ojos de la harka. La marcha se acelera y acaba casi en carrera. Se presiente la emboscada, que se evitará, al abandonar la senda y deslizarse la tropa por entre los barrancos. Va dislocada, ansiosa, mirando a todos lados. En ese momento escuchan dos largas ráfagas. De «unos cincuenta disparos cada una»[252]. ¿Los españoles que contienen a la harka? No, los rifeños que atacan con fusiles ametralladores. Luego estalla el crepitar de la fusilería. Y el retumbe de los primeros cañonazos. Flomesta y los suyos se defienden. Villar oye el fuego, como todos. Y ordena, demudado, seguir adelante. A trompicones, muchos vuelven la vista atrás: Abarrán es sólo un eco de valientes descargas artilleras.

Al frente de los cañones de Abarrán está Diego Flomesta, el oficial que no quiso contribuir a la construcción de una capilla en Melilla para el clero castrense. Tiene treinta y un años. Este murciano (n. en Bullas) alto, espigado, pundonoroso, es buen profesional de su Arma. Abarrán resistirá cuatro horas. La resistencia se tuerce cuando los soldados de la Policía Indígena vuelven sus armas contra los oficiales. Caen Camino, Fernández y Reyes. El último, Salafranca. La degollina se generaliza, pero no pocos escapan. Flomesta ha sido herido. Pese a ello logra inutilizar tres de sus piezas. Los rifeños, en lugar de matarle, le pedirán que las arregle y les revele los secretos de cargar, apuntar y disparar un cañón moderno. Morirá de hambre, en cautividad, el 30 de junio, antes que consentir tal indignidad.

Desde Annual se ha intuido la tragedia: una columna de humo sube desde Abarrán. Los rifeños queman lo que no les interesa: equipo destrozado y los cadáveres de sus enemigos. La columna Villar ha vuelto en espectáculo denigrante de excusas y eufemismos. Silvestre no está. Antes de salir para Melilla ha puesto un telegrama a Berenguer donde le dice: «Abarrán tomado. La ocupación sin bajas».[253] Silvestre entra en Melilla a las seis de la tarde, casi dos horas después de que Abarrán se haya convertido en una tumba para sus hombres y un baldón para su carrera militar. Le recibe en la puerta de la Comandancia uno de sus oficiales de más confianza, el coronel Rafael Capablanca Garrigó, quien le da la enhorabuena «por el feliz resultado» de la operación, que había conocido por un telegrama llegado desde Annual. Silvestre no parece tranquilo, y al retirarse a descansar expone a Capablanca «su contrariedad porque en la posición no habían quedado ametralladoras»[254].

Al volver Capablanca a su despacho, el oficial de guardia le entrega un telegrama cifrado enviado desde Annual. Junto con Dávila, intrigado, lo descifra: «Abarrán atacado. Cañones disparan espoleta cero». Pasan otro telegrama a ambos jefes: «Llegan algunos artilleros e indígenas». [255] Dávila presiente lo ocurrido y exclama: «¡Se han comido la posición!»[256] Y viene un tercer telegrama desde Annual que muestra, en su concisa vaguedad, la impotencia y el desastre ocurrido: «No oímos nada; sólo vemos un poco de humo».[257]

La Comandancia de Melilla empieza a padecer las horas más difíciles desde la guerra de 1911-1912. Todos los ojos están fijos en Silvestre. Sus oficiales le ven atusarse, con energía convulsa, las erguidas guías de su bigote. El general está nervioso. Reclama su automóvil de mando. Las órdenes son salir a toda prisa para Annual. La tarde está vencida y coroneles y comandantes intentan disuadirle de la idea. Es inútil, el general se marcha como una exhalación. Ya de noche cerrada Silvestre llegó a Batel. Allí le esperaban el fiel Fernández Tamarit con el capitán José Garnero y Gálvez. Sin poderse contener, se abrazará al teniente coronel y le dirá, saltándosele las lágrimas: «Tenías razón, ha ocurrido lo que dijiste. Te pido un esfuerzo, que con tres voluntarios vayas a Annual y me lleves la batería ligera que hay en Drius». Luego, decidido y fiero, afirmará: «Yo voy ahora mismo con el auto a Annual, a ver si me matan, que será lo mejor, pues por culpas ajenas ha caído sobre mí este borrón».[258]

Tamarit intenta calmar a su general, pidiéndole que no haga una cadetada. Silvestre no le hace caso y ordena seguir. En el camino, varios pacos abren fuego sobre el automóvil que sube por las rampas del Izzumar. Las balas golpean en la carrocería sin alcanzar al general. El coche corona el puerto y se mete a fondo en la hoya de Annual.

Esa misma noche, entusiasmada por su triunfo en Abarrán, la harka ataca Sidi Dris. Temsamaníes y beniurriagueles juntos. Son muchos, pero se topan con un jefe resuelto, el comandante Benítez, un malagueño tenaz que no les concede ningún respiro. Benítez resiste y Sidi Dris se salva, en especial gracias a un bravo pelotón de marinería: quince hombres, desembarcados del Laya al mando del alférez de navío Pedro Pérez de Guzmán, que sube decidido hasta la posición y planta a su gente, y dos ametralladoras que lleva, junto a los tres cañones cuyo fuego dirige el teniente Galán. Los rifeños vuelven en tromba, y con tal empuje, que rompen las alambradas. Llegan «a seis metros del parapeto»[259], pero allí están Pérez de Guzmán y los suyos, que los fusilan a bocajarro. Los cabileños se retiran ensangrentados —enterrarán a veintinueve de los suyos—, pero no vencidos. Al día siguiente, Silvestre, ya más calmado, cablegrafía a Berenguer lo sucedido. Y el alto comisario que, en veinticuatro horas, había conocido «la feliz ocupación» de Abarrán y su brutal pérdida, decide hablar con Silvestre. Nadie informa del desastre, sólo se habla de la sorpresa de Abarrán.

El revés era un mal trance, un sueño del que cabía despertar. Pero por Abarrán no despertó nadie. Ni Silvestre. Ni Berenguer. Ni el Gobierno. Ni el Rey. Todos lo dieron por lo que sigue siendo considerado: un pasmo bélico, una fatalidad, un infortunio colonial. Entretanto, los cañones de Abarrán empezaban a ser paseados por los zocos rifeños, como espectaculares banderines de enganche.

Discusión de generales a bordo de «El Espontáneo»

Decididos Berenguer y Silvestre a entrevistarse, acordaron hacerlo a bordo de un buque de guerra que no fuese el cañonero Laya o el Giralda, de poco calado y sensibles a la mar de fondo que golpeaba las costas rifeñas. El buque elegido fue el crucero Princesa de Asturias. La cita se señaló para el 5 de junio, y el lugar de reunión quedó fijado a la altura de Sidi Dris.

El Princesa de Asturias era, en sí mismo, un resumen de las peores lacras del sistema industrial y militar español. Buque de siete mil toneladas, incluido en el famoso pero fallido programa de rearme naval titulado «Plan Béranger» —por José María Béranger y Ruiz de Apodaca, ministro de Marina con Sagasta (noviembre 1885-octubre 1886)—, se ajustaba a una ya muy desfasada concepción de sus cometidos, tanto artilleros como marineros. Su botadura, en el arsenal gaditano de La Carraca, había sido el hazmerreír de la Regencia. Señalada la misma para el 8 de octubre de 1896, el casco sólo se deslizó unos pocos metros y quedó inmóvil, en medio del estupor de las autoridades y el público. Se repitió el intento al día siguiente, y el casco avanzó unas decenas de metros más, hasta quedar atrapado entre las gradas y al borde justo del mar. El gracejo andaluz le puso el acertado apodo de «El Arrastrao». Quedó en esa posición inestable durante días, en medio de los chascarrillos de la gente y del bochorno oficial. Y de repente, el 17 de octubre, el buque se movió solo, cogió rápido impulso, y, ante el pasmo de los operarios, «se botó por sí mismo»[260], no dando la voltereta de milagro. Ni que decir tiene que su apodo cambió al de «El Espontáneo» en medio de la rechifla general.

De la entrevista entre Berenguer y Silvestre existen muy diversos testimonios, pero los que aparecen en la Información del Suplicatorio contra Berenguer son los más significativos. Dos testigos de ese Suplicatorio, el comandante Tulio López Ruiz y el coronel Capablanca, aportarían importantes precisiones al mismo.

Ambos generales se saludaron con estudiada cordialidad. Silvestre reconoció ante Berenguer que «el golpe había sido muy duro y que desistía de dar un paso más sin antes haber fortalecido la línea, que consideraba muy débil»[261]. Y volvió a sus peticiones: dinero para carreteras, armamento, municiones. Y más hombres: la constitución de una unidad de choque, el Grupo de Regulares de Alhucemas. Al oír lo que oía mes tras mes, Berenguer, mitad irónico, mitad despectivo, replicó a Silvestre: «¿Para qué quieres el Grupo, si cuando estuve en tu territorio tenías descansando la mitad del de Melilla?» A Berenguer no le faltaba razón. Pero en abril, no en junio de 1921.

La discusión se envenena. Ambos generales cruzan reproches, gestos airados, silencios de gran tensión antes de enzarzarse en otra rueda de desaprobaciones mutuas. Su amistad se craquela, se rompe. Los mandos del crucero se alarman ante el penoso espectáculo. Y tiene que ser el comandante del buque quien «tuvo que llamarles la atención para que no se enterara la tripulación»[262]. Berenguer regresa a Ceuta. Podía haber desembarcado y recorrido el frente rifeño, pero no lo hace. Él venía para entenderse con Silvestre. Y ni se ha entendido con él ni quiere perder tiempo en entender al Rif. Su obsesión es Yebala.

El que desembarca es Silvestre. Poco dado al disimulo, su rostro muestra las huellas de la cita, un combate. Sus ayudantes le rodean, interesados por conocer detalles. Capablanca, que sabe de la confianza que le tiene Silvestre, le pregunta con afecto: «¿Qué hay, mi general?» Y Silvestre, «de muy mal humor», responde: «¿Sabes lo que me ha dicho?» Y tras interponer «una exclamación muy enérgica», resume el fracaso: «Que hasta dentro de tres meses no me puede mandar los refuerzos que le he pedido, y que entonces me mandará una bandera (batallón) del Tercio, una batería y el Tabor (batallón) de Regulares de Ceuta; pues diremos a Abd el-Krim que espere». De seguido, ya muy exaltado, se desahoga así: «¡Se los puede guardar!»[263] Silvestre, «reflejando en su semblante profunda contrariedad y pesadumbre», está sobrado de razón. Dos batallones y una batería como refuerzos —unos mil hombres y cuatro cañones— para dentro de tres meses, para septiembre. No es de extrañar que pudiera ser cierta otra respuesta de Silvestre a Capablanca, y en frase mucho más ofensiva hacia el alto comisario: «Ese mamao nos ha chafado la papeleta».[264]

Silvestre quería fuerzas indígenas para sí y para privar de ellas a sus enemigos de Axdir. El periodista Rubio Fernández resumiría con acierto esa estrategia: «El soldado moro del Tabor vale por tres: uno, que se ahorra, español; otro, que se adquiere; y un tercero que se resta al enemigo».[265]

Dos días después, los temsamaníes mandan aviso a Annual: si se quieren los cuerpos de los caídos en Abarrán, hay que pagar, y son «cuatro mil pesetas por cadáver»[266]. Los amigos de Salafranca, de una u otra forma, consiguen recuperar los restos del bravo madrileño. Otro cuerpo es devuelto: el del cabo de Artillería Daniel Zárate. El capitán vuelve mutilado, y de tal forma, que Berenguer, en su telegrama a Eza, a las 23:45 horas del 7 de junio, tras enumerar las bajas y hacer mención de la llegada del cadáver de Zárate, dice: «… y otro que parece ser el del capitán Salafranca»[267].

Política «a cuadrarse» y un ejército en equilibrios

La España de Abarrán no es la del conservadurismo elegante de Dato, sino la del liberalismo angustiado de Allendesalazar.

Manuel Allendesalazar había llegado a la política por interés cultural y no por ambición. Su verdadera profesión era la de ingeniero agrónomo. Tenía cátedra en la Escuela de su especialidad. Era natural de Guernica (Vizcaya), donde había nacido en 1856. Militaba en el partido conservador desde los tiempos de Cánovas, y había sido cuatro veces ministro —de Hacienda (1901), de Instrucción Pública (1902), de Agricultura (1903), y de Estado (1907).

Cuando el partido conservador se escindió en dos tras el carpetazo regio a Maura, emergiendo así la figura de Dato, Allendesalazar se declaró maurista acérrimo. Era un hombre alto, corpulento, que hablaba poco en público y sólo se mostraba locuaz entre amigos de fiar. Político paciente, cortés, dado a fiarse en las bondades ajenas, fue un creyente más del África alfonsina.

Allendesalazar estaba, en aquel verano de 1921, en su segundo Gobierno. Había tenido que sustituir a Dato a causa del atentado que éste sufriera en aquella mañana del 5 de marzo de 1921, cuando su coche, al regresar del Senado, fue ametrallado mientras rodeaba, a poca velocidad, la amplia curva de la Puerta de Alcalá. Un grupo de pistoleros anarquistas le dispararon —con pistolas automáticas Máuser— desde una motocicleta con sidecar. Aquellos veintiún impactos se clavaron no sólo en el pequeño cuerpo de Dato, sino en la médula misma del alfonsismo.

Dato había dejado a Allendesalazar una pésima herencia peninsular y a la vista: la crisis del catalanismo rebelde y la agresión recurrente entre los pistolerismos sindicalistas y estatalistas. Y otra, mucho peor y oculta, en Marruecos. La primera era la España del Noi del Sucre (Salvador Seguí), enfrentada a la del general Severiano Martínez Anido, dictador más que gobernador de Barcelona. Una España de mítines, anónimos y conjuras, de emboscadas y pistoletazos; con muertos de frente o por la espalda —«ley de fugas»—; sin otra ley que la de las represalias mutuas. Una España alauí. Y al lado su pareja, la España sacrificada e ingenua, ignorante de todo cuanto ocurría en Marruecos. A punto de ser emboscada, tiroteada y allí dejada desangrarse.

Allendesalazar mantenía la misma estructura militar de su antecesor: Eza seguía al frente del Ministerio, y Berenguer y Silvestre ejercían su condominio sobre Marruecos. En la primavera rifeña, tan amigos como siempre. Al llegar el verano, declarados adversarios. La entrevista en el Princesa de Asturias ha hecho de invencible trinchera entre ambos. Mantienen las apariencias, eso es todo. El Ejército de África está roto, quebrado entre dos mandos que hacen guerras diferentes: Berenguer quiere acabar con El Raisuni; Silvestre ya no quiere acabar con Abd el-Krim, sólo quiere una pausa. No la tendrá jamás.

Berenguer avanza con su ejército para poner fin a la guerra en Yebala; Silvestre no sabe cómo seguir la guerra iniciada en el Rif: no tiene medios, no tiene gente y sigue sin plan. Sabe que Berenguer no le va a dar ni un hombre, ni un cañón, ni una peseta, hasta tanto no acabe él con el raisunismo. Así que su ambición es sólo una: hacerse fuerte en el verano rifeño y resistir. Hasta el otoño, como decía Morales.

Desde el mismo crucero que le devuelve a Ceuta, Berenguer manda un despacho cifrado a Eza. Se está poniendo el sol aquel 5 de junio de 1921, cuando el telegrafista empieza a transmitir: «19.50 horas. En Sidi Dris, a bordo del Princesa de Asturias». Y Berenguer pone, en boca de Silvestre, este panorama: «En resumen, la situación en conjunto es delicada, según Comandante General, requiere adoptar precauciones y proceder con cautela». Y continúa este pasmoso análisis: «Por mi parte no veo, por el momento, en la situación nada alarmante».[268] Para reforzar su optimismo, a su llegada a Tetuán el 6 de junio, Berenguer despacha otro cablegrama a Eza: «Actualmente nada ofrece (el Rif) que pueda ocasionar la menor alarma ni inquietud».

Berenguer sólo tiene una angustia: perder la batalla contra El Raisuni. En sus Memorias lo reconoce así: «… volvía a mi primitivo plan, que siempre fue dejar ese importante problema (el Rif) para etapa final de la ocupación de la costa»[269]. General minucioso, quiere acabar una guerra antes de emprender otra. No se apercibe de que la planteada en el Rif es a cuchillo; que está abierta en toda su descarnada ferocidad, y que se juntará con la primera, acuchillándole a él y al régimen.

En Annual, un joven teniente de Artillería, de veinticinco años, Ernesto Nougués Barrera, escribe una carta a sus tíos. Es el 12 de julio de 1921. A diez días del desastre, Nougués expone la situación anímica del ejército de Silvestre, pero también la naturaleza que guía sus modos bélicos.

De lo primero dice: «Hemos atravesado por unos días tristísimos, de enorme depresión moral». Y de lo segundo critica y previene: «Sucedió lo que tenía que suceder: que mientras la cosa iba bien nadie se preocupó de deficiencias, pero cuando han venido los palos, se ha visto que estábamos haciendo equilibrios, y eso no puede ser. En fin, que hay África para rato si Dios no lo remedia».[270]

La profecía del bravo Nougués resultaría muy cierta: habría «África» y en guerra, hasta julio de 1927.