El camino de Annual
Ejército, dinero y Marruecos, conflicto de largo alcance
El Ejército que Alfonso XIII heredó en 1902 era un cuerpo tan desmadejado como inmenso: en los escalafones de 1900 figuraban 529 generales (203 en reserva) y nada menos que 23.767 oficiales (7.910 en reserva), para unos efectivos de clases y tropa de 110.926 hombres, es decir, un oficial por cada cuatro soldados.[118] O lo que venía a ser lo mismo: había un general disponible por cada 234 efectivos (medio batallón).
El dislate equivalía a que era posible contar con seis generales por regimiento. De tan enloquecida proporción, se deducía que los batallones podían ser mandados por coroneles, las compañías por comandantes y los pelotones por capitanes, y los tenientes eran poco menos que sargentos. Era aquél un ejército de oficiales. Pero sin soldados. Porque no se les entrenaba.
En 1909, el año del primer Gurugú trágico, presentaba el Ejército español casi el doble de generales de división en activo que el británico (60 por 34), teniendo un ejército de línea muy inferior en número: 111.435 hombres frente a 374.000 efectivos británicos. Además, le igualaba en brigadieres (120 españoles por 119 ingleses), y le superaba, con creces, en coroneles y tenientes coroneles: 419 y 857 frente a 377 y 440 en el británico. Aquel Ejército disponía de treinta tenientes generales —ninguno de los cuales luchó en el Marruecos de 1909— mientras que Francia y Portugal sólo presentaban tres cada uno, Italia tenía cinco y Gran Bretaña quedaba en veinte.[119]
El infame sistema de redención a metálico —el pago de una determinada cuota para eludir el reclutamiento obligatorio— fue subsanado, de manera parcial, por la Ley de Reclutamiento de 1912, puesta en pie por el general Luque. Pero la mejora era un espejismo: consistía en la posibilidad de, transcurridos cinco meses de servicio (el supuesto periodo de instrucción), librarse del resto del compromiso (otros treinta y un meses), pagando dos mil pesetas y previo informe de los oficiales ante el solicitante.[120] El sistema terminó generando una cadena inenarrable de abusos, prevaricaciones y pillerías de todo tipo y condición.
Si en Alemania e Italia la relación oficial-soldado se situaba en la proporción 1 a 20 —baremo que subía a nivel de 1 a 23 en el caso del Ejército francés—, en España se quedaba en la incomprensible cota de 1 a 4. Sólo después de Annual se alcanzaron promedios más razonables, del orden de 1 a 17.
De resultas de ello, muy cerca de la mitad del Presupuesto del Estado —en el periodo 19001906—, se perdía en el sumidero de los sueldos, impidiendo toda posibilidad seria de reposición del obsoleto material. En oposición, Italia sólo gastaba la sexta parte de su presupuesto en sueldos para su Ejército, Francia elevaba ese listón al séptimo de su presupuesto y Alemania más. De la fosa de Ultramar surgió un ejército mondado al hueso, repleto de oficiales, peleados siempre por un destino. Un ejército de uniformes sin saber adónde ir (luchar) ni a quién mirar (pedir). Una milicia honrada, frustrada y pobre. Un ejército al que se acusó de toda la derrota, cuando su responsabilidad la compartía con la torpe política de Estado.
Besteiro supo definir la crisis y sus agravantes, cuando en 1921 dijo que, al retornar de Ultramar, «se emprendió una campaña contra el Ejército, sostenida especialmente por primates conservadores, para destrozarle por completo y que no pudiera servir de fuerza revolucionaria dentro del país, y cuando se le tuvo bien destrozado, se dedicaron todas las energías de los constructores de la nacionalidad española a fabricar otro Ejército». Y al preguntarse si ese ejército sería «nacional», el diputado socialista aclaró: «No, un Ejército con muchos cuadros aparentes de soldados que permitiesen tener una gran oficialidad, lo más ociosa posible en las manos de los Gobiernos. Y así se empezaron a fabricar, a todo vapor, en las Academias, nuevos oficiales que nadie sabía para qué hacían falta…»[121]
En 1895, cuando Cuba encara su definitiva rebelión, tenía España 562 generales (251 en reserva), con 1.769 coroneles y tenientes coroneles. En 1921, el año de Annual, los coroneles y tenientes coroneles habían pasado a ser 2.656, el 50 por ciento más que en 1895, pero los generales habían subido a 832, el 48 por ciento más.
Escandalosa era la reserva del generalato, que en veintiséis años había aumentado de 251 efectivos a 662, el 163 por ciento.
Se había querido poner coto al disparate, con la llamada amortización de 1918, con el objetivo de conseguir la reducción del 25 por ciento de las vacantes. El intento acabó en una farsa. Augusto Barcia y Trelles, diputado independiente, demostraría en el Congreso, con cifras oficiales en la mano, que, si de enero de 1918 a julio de 1922 se produjeron 751 bajas en el rango de coroneles, el número de altas fue de 737, luego sólo se habían «amortizado 14 plazas», muy lejos de las 190 previstas. Peor fue el resultado en las filas de tenientes coroneles, donde el número de bajas fue de 1.441, y el de altas, de 1.640, esto es, un aumento de 199 plazas, «¡en pleno régimen de amortización!»[122], exclamaría indignado Barcia. Y las 2.103 bajas en comandantes se habían transformado en 2.416 altas.
Cambó había realizado, años antes, un acertado resumen para definir este problema crónico del Ejército. En un debate mantenido en 1919 con el entonces ministro de Hacienda, La Cierva —en el cuarto Gobierno Maura—, dijo: «Más claro, si resulta que en España los coroneles y los comandantes cobran sueldos insuficientes, no se debe resolver el problema ascendiendo los coroneles a generales, y los comandantes a tenientes coroneles, sino aumentarles los sueldos en su propia categoría (Muy bien)».[123] Aprobaron sus palabras, pero nadie le hizo caso alguno.
Dinero había, pero muy mal empleado. Pues si en 1909 el presupuesto del Ministerio de la Guerra ascendía a 218 millones de pesetas, y en 1915 subía hasta 364 millones, en 1918 alcanzaba ya los 429 millones —metrópoli, 317 millones; Marruecos, 112—[124], para situarse, en el ejercicio de 1920-21, en los 627 millones: metrópoli, 480 millones; Marruecos, 147.[125] Lo cual agudizaba un sinsentido permanente: la guerra estaba en Marruecos, no en España. Sin embargo, era en ésta donde se volcaba el 76,55 por ciento del presupuesto del Ejército. A ello se agregaban los gastos del Ministerio de Marina, que no habían sido cosa menor: 2.282 millones entre 1908 y 1921.[126]
El desequilibrio sólo desaparecería después de la muerte de Silvestre y de su ejército. En el presupuesto de 1921-22 los gastos del Ministerio de la Guerra subirían a 1.036 millones: 534 para la Península y 502 para Marruecos.[127] Para entonces, el déficit del presupuesto español ascendía a 1.410 millones. Y había sido de 35 millones en 1909. En tan sólo doce años se había multiplicado por cuarenta veces: Marruecos tenía la culpa.
Estas ofensas a las finanzas nacionales y a la lógica castrense aumentaban si se sabía que, por la ley de 1918, se había dispuesto la creación de un lucido ejército de dieciséis divisiones, cuando Miguel Primo de Rivera reconocería, «bajo su firma, que basta con doce divisiones para las necesidades de nuestro país»[128]. Y no había una sola división disponible en toda España cuando Silvestre la pidió en la angustiosa tarde del 21 de julio de 1921. Ni una sola división completa. Una división que tenía que haber estado lista para embarcar en los puertos meridionales de la Península rumbo a Melilla para llegar a su destino en doce horas, como recordaría, indignado, el diputado Prieto en el Congreso.[129] Nunca lo estaría. Tampoco lo estaría la Escuadra. Silvestre y los suyos morirían por ello.
Desde 1913, al año de la implantación del Protectorado, hasta 1921, el volumen de gastos del Ministerio de la Guerra ascendió a 2.354 millones. Sumados a los 890 millones gastados en Marruecos en ese mismo periodo, llegaba a los 3.244 millones. Y como a éstos debían incorporarse los 1.897 millones empleados en Marina desde el mismo año de 1913, el total subía a la fantástica cifra de 5.141 millones de pesetas. [130]
Había otros excesos, y de regia decisión. Por la ley de 1918, los guardias alabarderos, en su mayoría suboficiales, tenían unos haberes de dos mil pesetas anuales. Pero por una Real Orden del 17 de octubre de 1919, los mismos guardias del Cuerpo de Alabarderos pasaban a percibir sueldos de seis mil pesetas, «permitiéndoseles llegar hasta el empleo de capitán a los efectos del sueldo, permaneciendo de sargentos»[131]. Mientras tanto, los sargentos del Ejército, cuyo sueldo máximo era de 1.500 pesetas anuales, percibirían, años después, 2.241 ptas.[132] Una subida del 200 por ciento para los alabarderos del Rey y un aumento del 49,40 por ciento para la arruinada suboficialidad del Ejército.
Las injusticias destruyeron la moral del soldado: si en plena guerra contra Estados Unidos los desertores o prófugos alcanzaron niveles del 4,62 por ciento, ese porcentaje subió en 1914 a proporciones insostenibles, el 22,09 por ciento.[133]
España se estaba quedando sin Ejército y ni se daba cuenta. Se había perdido la idea de Ejército; primero desde la milicia y luego desde el poder. Los gobiernos, y los cuadros rectores del Ejército, olvidaron lo esencial en cuestiones militares: formar buenos soldados; darles un trato digno y entregarles el mejor material; y poner a su cabeza a mandos competentes fruto de una severa selección, con enseñanzas ajustadas a su función. Los tres propósitos fallaron en cadena. Y el Ejército comenzó a desintegrarse. Sobrevino así una completa anarquía.
La Corona y el Ejército, rehenes de la conquista
Los mundos marroquíes aparecieron, para la atribulada España castrense de principios de siglo, como un lugar de redención donde recuperar la necesaria convicción del militar que, si necesita de la gloria, también necesita sentirse útil ante su conciencia histórica. Luchar en Marruecos, contra su territorio, su clima y sus hombres se entendía, incluso, como una expiación, porque la derrota ante Estados Unidos seguía torturando el alma colectiva y el recuerdo personal: la mayoría de los oficiales destinados en África habían combatido en Cuba y Filipinas. Aquella afrenta necesitaba ser vengada, ante un fiero enemigo. Marruecos representaba la perfección en ese reto: un espacio mítico —el recuerdo de la campaña de 1859-1860 pesó en un sentido exótico y a la vez cándido— en la nueva emoción africanista, y hasta en la movilización religiosa y racial que se apoderó de no pocas mentes. El Protectorado empezó así como una conquista de prestigios; de pomposas seguridades estratégicas —defender la independencia de España desde la orilla africana—; de grandes riquezas mineras y supuestas tierras fértiles —dos grandes engaños—; de sometimiento de almas bárbaras y de afirmación civilizadora de lo europeo y cristiano sobre una raza inculta, inferior. Los franceses de Poincaré pensaron lo mismo sobre Marruecos. La diferencia: llevaron consigo mejores generales.
Pasar el Estrecho se convirtió en una apasionada divisa de combate. Miles de hombres, como militares, y cientos de familias, como colonos, creyeron en esa señal, que una política irresponsable —la de Romanones y Dato— enarboló una vez sellados los acuerdos de Protectorado en noviembre de 1912. Éstos imponían el vasallaje de Marruecos al diktat franco-británico; pero eran los españoles quienes iban a poner en juego no sólo el mayor esfuerzo social, sino la suerte de su Ejército, la paz misma de su política interna y la integridad de su sistema monárquico.
El militar español era hombre de imposibles, y ese espíritu audaz y terco, a lo Cortés y a lo Pizarro, campeador y altivo, revivió con energía retadora en la empresa africana. El Rif y Yebala se convirtieron en campos de torneo para el Ejército.
Alfonso XIII asumió, como empeño personal de la Corona, la idea colonial en Marruecos, cuando si había medios económicos, no había gestión eficaz, ni menos aún resultados convincentes, ni tampoco antecedentes esperanzadores. Cambó destruiría ese misticismo colonial con una brutal frase en el Congreso: «¿Qué empresa de Marruecos, si España es un país que tiene perfectamente demostrada su incapacidad como pueblo colonizador?»[134] El Rey tuteló ese esfuerzo titánico de la nación, de su régimen y del Ejército, cuando ni había ejército, ni ganas de que hubiese uno y consecuente con su función, mientras quedaba mutilada la política de Estado y el país entero era sometido a una durísima prueba.
Francesc Cambó, en otro memorable discurso ante el Congreso, advirtió: «Hoy, y cada día más, se va perdiendo la esperanza de que nuestra actuación en Marruecos sirviera, como algunos esperábamos, de rehabilitación de toda una historia de vergüenzas en la colonización de Ultramar, que viniese a dar a la pobre España, desangrada y deshecha por las discordias de sus hijos, un ideal colectivo que a todos nos hermanase y que fuese creador de un nuevo patriotismo…»
Aquel 4 de noviembre de 1913, Cambó previno de que «sigue en Marruecos el camino de Cuba, que estamos preparando la misma caída que tuvimos en Ultramar y que la estamos preparando a las puertas de Europa. Y que allí vamos a poner de manifiesto, a los ojos del mundo, todas las vergüenzas y todas las inepcias de nuestra decadencia». En su alegato, el líder de la Lliga apuntó a la Corona: «A lo de Marruecos se ha de poner un término pronto, muy aprisa. Con una realeza sin defensor y con un factor como el de Marruecos, puede ser muy negro el porvenir de España».
Y como si pudiera prever el ascenso de Alfonso XIII a máximas cotas de prestigio —su intervención en pro de los prisioneros de guerra en el conflicto de 1914-1918—, y, a la vez, anticipar lo que sucedería después, añadió Cambó: «Y recordaréis también, los que hayáis leído la Historia, que los momentos de gran popularidad de los Príncipes muchas veces estaban muy cerca de los cambios de régimen».[135] En dos años, el alfonsismo de modélica neutralidad recibiría honores mundiales[136], pero en ocho vendría Annual. Y en diez más, la II República. Y nadie, ni siquiera el Ejército, estaría al lado de El Rey caballero.
Diversas formas de hacer la guerra y colonizar en el Rif
Cuando Silvestre hizo su espectacular desfile caballista junto a Marina, en 1908, para clausurar las simulaciones de conquista española en la Restinga ante El Roghi, no podía saber que inauguraba un peculiar sistema de dominio: pactar, por dinero, con los jefes rifeños, la ficción de una defensa militar de un determinado enclave o territorio, para luego abandonarlo ante el posterior avance español. Es lo que propondrían Jordana y Aizpuru a los Abd el-Krim.
El dilema de la ocupación colonial en Marruecos se reducía a esto: ocupar el país con fuertes bajas o sin sangre. Se optó por lo segundo y con la siguiente praxis: un oficial español hacía llegar un aviso al jefe indígena de la zona a ocupar, explicándole que «si estaba dispuesto a ayudar a España, podría recibir una subvención, que casi siempre oscilaba alrededor de las quinientas pesetas mensuales» (el sueldo de un capitán). Con ese dinero, el kaid así tentado tenía que levantar «un grupo de adeptos», a los que debería pagar una muna (soldada) diaria de dos pesetas. Se formaba así una harka (contingente) que poseía del término sólo un sentido folclórico. Pita lo sintetizaría del siguiente modo: «España no debe olvidar que toda labor de penetración en África se supedita a tres factores: la Religión, la Política y el Dinero, siempre mejor que las armas, aunque éstas y aquél deben emplearse según convenga».[137]
Ese notable recibía, más adelante, un perentorio aviso del mismo oficial, en el que se le comunicaba que se establecería un puesto español dentro de su territorio, advirtiéndole que había llegado el momento de «hacer un gran servicio a España». El servicio consistía en ocupar la posición dominante sobre el camino de avance de las tropas españolas. Al llegar éstas, el jefe sobornado tenía que hacer «como que era enemigo de España, y cuando estuviera colocado en esa posición preponderante, dejar actuar a las tropas españolas»[138]. Así todos quedaban satisfechos: los españoles lograban grandes éxitos militares y los indígenas recibían su buen dinero, encantados de que se les abonase aquellas cantidades por tan poco esfuerzo.
A la comodidad siguió la perversión: enterados otros jefes de la farsa, exigían en sus asambleas (yemáa) que su compatriota repartiese beneficios o luchase. El notable a sueldo de España solía tomar partido por su dignidad. En la siguiente operación, cuando los españoles desfilaban frente a sus posiciones, en lugar de realizar una simple algarabía y replegarse, abría fuego, por sorpresa, «con la tropa que había formado y el dinero que nosotros le dimos». Rodríguez de Viguri haría este resumen: «Esto era lo que se llamaba alta política indígena».[139]
Azpeitia, conocedor de los embustes coloniales en Marruecos, daría esta otra versión: «El moro sabía que nos enorgullecíamos con triunfos comprados, y que dimos por batallas ganadas lo que era producto del soborno».[140] Pero la idiosincrasia hispana ofrecería una alternativa individualista y desde luego honrosa.
Ejemplo de ello sería el caso del capitán Juan Redondo, de la Policía Indígena. Este militar, al llegar con su destacamento frente a la cábila de los Beni Bu Yahi, recorrería a pecho descubierto las tierras de Arruit, objeto de su jurisdicción.
El Mir, un notable de la región, alarmado ante la osadía del capitán, le hizo llegar por un rakkas (mensajero) un repentino desafío personal: duelo entre jefes. Del choque —a muerte— se decidiría el resultado de la campaña. El español aceptó el guante, y sorprendió a su enemigo, pues llegó hasta el mismo campamento rifeño, donde se presentó solo y sin armas. Admirado de aquel valor, el kaid de los Beni Bu Yahi no pudo por menos que rendir honor a la gesta: «Por esto que haces, porque eres un valiente, desde este momento mi cábila queda por entero sometida al dominio de España y puedes mandar en ella». De la hazaña de Redondo diría el marqués de Valderrey «que eso me entusiasmó de manera extraordinaria»[141]. Tal vez fue este mismo Redondo, siendo comandante, quien tendría trágico final en Xauen (10 de noviembre de 1920), a poco de ser tomada la ciudad santa. Algo parecido a lo de Redondo hizo Larrea en la guerra del Barranco del Lobo. Aquel año de 1909, Francisco Larrea Liso era uno más de tantos coroneles en África. Pocos sabían que este militar navarro, de cincuenta y cuatro años, barba blanca y lentes casi siempre caídos, era un reformador nato, autor de un ensayo —Organización militar de España, 1893— donde demostraba su talento. De carácter firme y franco, intuitivo y tenaz, Larrea había tratado con El Roghi en 1906, como dominador que era de la lengua y las costumbres rifeñas. Estaba capacitado para mayores empeños que los de sostener Melilla por medio de contraataques frontales. Y hubo un acierto: el de Marina, al confiarle una operación de flanqueo hacia la insumisa cábila de Quebdana. El 3 de septiembre de 1909 Larrea salió en pos de su objetivo con ochocientos hombres y una harka auxiliar.[142] Pocos, en Melilla, confiaban en verlos de regreso.
Larrea llegó a Quebdana, parlamentó con los jefes de la cábila, les halagó y asombró con su peculiar saber manera —expresión coloquial hispano-marroquí que acredita al buen negociante o político—, y al fin les convenció para que colaborasen con España. En seis días logró la sumisión completa. Con su resolución, Larrea había sabido vencer otro temible Gurugú: las alturas de los montes de Quebdana alcanzaban los 1.800 metros, y el área de contacto con el avance español se conocía como la región de los 101 barrancos. Un testigo de los hechos, el periodista aragonés Leopoldo Romeo y Sanz, más tarde diputado por Belchite, recordaría en 1921 la bravura y lucidez de Larrea, y de la tierra por él sometida diría que era una «región en la que trescientos o cuatrocientos hombres hubiesen inmovilizado a treinta o cuarenta mil», concluyendo: «Pues bien, Quebdana se sometió sin disparar un solo tiro».[143]
Larrea —brigadier en 1909 y divisionario en 1911— sería nombrado comandante general de Ceuta, tomando posesión el 8 de mayo de 1914. Al día siguiente fallecía, víctima de una larvada bronconeumonía manifestada con inusitada violencia. Con él perdía España a uno de sus mejores africanos, un primer Morales.
Arruit, robo de tierras y de tres mil vidas
En junio de 1914, los españoles dominaron la desolada llanura del Garet.[144] Fue allí donde la Compañía de Colonización —de la que el marqués de Valderrey fue socio— compró treinta mil hectáreas, motivada por la riqueza mineral y la remota posibilidad de convertir la zona en espacio agrícola.
Empezaron a llegar colonos. La mayoría eran de origen español, procedentes del Oranesado. Trataban de escapar del alistamiento francés y la casi segura muerte en los frentes de la Gran Guerra. Pero los nuevos dueños de las tierras no les ofrecían un paraíso, sino la realidad de la especulación, algo previsible tratándose de una empresa cuya «actividad consistió en comprar terrenos a cuatro para revenderlos a veinte». Muchos abandonaron: «La Compañía Colonizadora les trató con tal avaricia y con tanto despotismo que hubieron de renunciar a sus propósitos y volverse a Argelia».[145] Eso les salvaría la vida.
Los legítimos dueños de las tierras, los Beni Bu Yahi, se quedaron sin nada, porque nada eran los pocos miles de duros que recibieron sus jefes —como señuelo de un negocio de por sí maldito. Ni tenían derecho a trabajar en sus propios campos, ni se les miraba con simpatía en las minas, donde los obreros españoles eran los preferidos. Los extranjeros les impedían llevarse a sus casas aquellas tres o cuatro pesetas diarias que significaban la diferencia entre vivir con dignidad o penar en la miseria tras llevar una carga de treinta kilos de leña a las espaldas, en trayecto de veinte kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, para venderla en Melilla por dos reales hassaníes.
El rifeño sabía lo que le quitaban, pues fuese mucho (las tierras) o poco (las minas, cuya riqueza había sido exagerada), lo era todo para él. Un hombre que «no es, como creen algunos, un animal, una bestia de carga», como diría Romeo, quien considerará estos hechos, en junio de 1922, como «la causa del Desastre y no otra»[146]. Expropiación y hurto. Hambre y desesperación. Odio y espera. Las gentes de Beni Bu Yahi quedaron desnudas de bienes, de proyectos, de razones. Lo perdieron todo. Y sería maldito el Garet porque, años después, esos mismos campesinos matarían a los colonos, violarían a las mujeres, incendiarían granjas y almacenes, y formarían dos filas de fusileros a la salida de una guarnición rendida por la sed, las enfermedades y el desánimo de no haber sido rescatada por los suyos, quedando sólo confiada en las leyes de la guerra. No habría leyes. No habría perdón. Y acabarían con todos: 2.598 hombres, muertos en quince minutos. Culpables de robar unas tierras que nunca habían visto ni sabían de quiénes eran. Sería allí, en Monte Arruit, el martes 9 de agosto de 1921.
Un ministro singular: el vizconde de Eza
La noticia de la llegada del ejército de Silvestre a Annual pasó sin pena ni gloria en Madrid. El jefe de Gobierno, Dato, otorgó al hecho una escasa relevancia.
Eduardo Dato Iradier estaba en política por convicción y por necesidad vital. Eminente abogado, había abandonado al canovismo antes de que su titular fuera asesinado en 1897, y en el regazo de Silvela había ido subiendo posiciones hasta ser alcalde de Madrid, para luego acceder a la Presidencia del Congreso. Había chocado con Maura, pues el político mallorquín era más liberal que muchos liberales, de los que le separaban su sentido estricto del Estado. Cuando Maura, bajo el desdén alfonsino, no quiso suceder a Romanones, Dato se aprovechó para formar su primer Gobierno. Estaba entonces en el tercero —iniciado el 5 de mayo de 1920— y pensaba durar bastante tiempo en esa confianza regia. Pequeño de estatura pero vivo de pensamiento, con singulares rizos blancos sobre su frente despejada, delgado y distinguido, muy bien considerado en la Corte y consultado siempre por las grandes finanzas, apenas sentía nostalgia de su Coruña natal y, a sus sesenta y cinco años, se encontraba a gusto en Madrid y gobernando el país. Con orden. Marruecos no parecía ser ningún problema y su ministro de la Guerra mostraba hechuras para resolver cualquier situación.
Luis de Marichalar y Monreal, vizconde de Eza, era un titular atípico del Ministerio de la Guerra. En su despacho del palacio de Buenavista, recinto acostumbrado al tránsito ruidoso de grandes espadones, Eza, con sus elegantes sombreros y trajes bien cortados, su educada sonrisa y sus frases amables, hacía figura de político fino, entusiasmado por las cosas militares, y que estaba allí, en la solemne catedral de la milicia, de paso. Natural de Madrid, tenía cuarenta y nueve años y se encontraba cómodo en cualquier puesto oficial, pues conocía varios ministerios por los cargos que en ellos había ocupado. Había sido diputado por Soria sin interrupción desde 1899 hasta 1914, y luego senador del Reino. Pertenecía a la Academia de Ciencias Morales y Políticas.
Eza era un experto en situaciones económicas y agrarias, y cuando fue director general de Agricultura con Maura (en 1907) o ministro de Fomento con Dato, en el segundo Gobierno de éste (en 1917), reconoció encontrarse en su elemento. Estaba en Guerra porque los anteriores titulares —Muñoz Cobos, Santiago, Tovar, Villalba— no eran de la confianza de su jefe. Dato le había probado en la conflagración mundial, y había quedado satisfecho. A él le pasaba lo mismo. Pero ninguno había estado en una guerra. Devoto de la monarquía, ilusionado en su tarea sin ser un iluso, Eza se entendía bien con Dato, que le mantenía a su lado como hombre leal. Sólo mostraba dos carencias, pero graves para su puesto: no tenía ni idea de cuestiones estratégicas y en armamento moderno era un iletrado. Exponía una gran virtud: quería aumentar el voluntariado del Ejército, lo que no le hacía popular entre los generales.
Había sabido mostrarse resolutivo ante una situación difícil, la creación del Tercio de Extranjeros, empeño personalísimo de su buen amigo José Millán Astray. Aparecía así un cuerpo de choque y un ejército de pago, pero sin ese carácter mercenario sensu stricto que imaginara Romanones en 1913. El Tercio de Extranjeros, copia del modelo legionario francés tras un viaje de referencias de su fundador a Argelia, parecía ser la base para que España se dotase de un ejército colonial: profesionalizado en el combate y rentable en lo político. Pagando bien —setecientas pesetas por una prima de enganche «a cinco años», o trescientas pesetas «por una sola vez»—, se podía morir en Marruecos a cuenta del Estado y sin severas recriminaciones parlamentarias. La intención de Eza era reducir la emoción social por el fúnebre goteo de bajas en Marruecos, lo que enardecía a la oposición institucional y desmoralizaba la recluta anual.
El proyecto de constitución de la Legión había recibido fuertes críticas. El mismo Silvestre era contrario al nuevo Cuerpo, y así se lo había hecho saber a Berenguer, en carta fechada el 6 de febrero de 1921: «No siendo partidario de la creación, en este territorio del Tercio Extranjero, por múltiples razones y que ya te expondré cuando vengas».[147] Las razones de Silvestre eran éstas: la paga de la Legión arrastraba a muchos de sus veteranos —entre mil quinientos y dos mil solicitaron plaza—, que, además, se veían obligados a cambiar de territorio: la Legión estaba en Yebala y no en el Rif.
Eza, pese a que «todos los informes estaban en contra», cogió el expediente, «detenido en el Ministerio», y lo llevó al Consejo de Ministros que presidía Dato, «entendiendo que era necesario acometer la empresa». La ley de 1918 autorizaba esa recluta voluntaria, «peninsular o indígena». Y aunque nada decía de «soldados extranjeros», Eza sostuvo el principio jurídico de que «quien concede lo más, concede lo menos». Tan mirado en sus actos, Eza tenía coraje cuando hacía falta, pues años después admitiría lo que pensaba en 1920 y con singular desparpajo: «A mí, hombre civil, no me importaba tirar los cuatro millones que podía costar el ensayo (la Legión), si estos millones nos podían ahorrar algún día cuatrocientos, y si, por dar resultado, quedaba abierto el camino que nos condujera a un ejército colonial». [148]
En Marruecos, y desde 1913 a 1921, se habían desembolsado 1.025 millones de pesetas en gastos militares (en los ejercicios de 1921-22 y 1922-23 se desembolsarían otros 868 millones). En soportar, entre 1895 y 1899, y por la fuerza de las armas, sus derechos en Ultramar, España había gastado 2.229 millones. En la conquista de Marruecos iba a hundir una masa de capital similar a la sumergida en Cuba, Filipinas y Puerto Rico.[149]
Escatimar dineros para una guerra, que duraba ya doce años y sangraba al país, fue una necia decisión de Estado que Eza tampoco anuló. Había que otorgar los créditos que fuesen precisos para tener un ejército digno de ese nombre y liquidar esa guerra, o había que retirarse de Marruecos sin más. Dato no pensaba en tales alternativas, y Eza menos aún.
El Gobierno gastaba y gastaba en Marruecos, pero escatimaba la confección de un plan colonial coherente. El Ejército sobrevivía con lo que le daban, y, a cambio, renunciaba a invertir en material y en ideas de colonización, con lo que si parecía limitarse a sobrevivir, en realidad estaba ahorcándose.
Apaños presupuestarios y un ejército en alpargatas
Marruecos era un saco roto para el dinero de España, pero cuando se presupuestaba para llenarlo, podía darse el caso de que no se utilizase. Ejemplo de ello fue la difícil defensa de Xauen, tras la conquista de la ciudad santa el 14 de octubre de 1920. Xauen había caído no por la fuerza bruta, sino por la conjunción de la inteligencia y la audacia, el perfil que caracterizaba a Alberto Castro Girona, teniente coronel de cuarenta y cinco años de edad. Disfrazado de carbonero del Ahmas, la cara tiznada, las ropas andrajosas, se había introducido en Xauen y desvelado su verdadera identidad ante la estupefacta yemáa (asamblea) de notables, aconsejándoles, en fluido chelja, rendirse o perecer: cuatro poderosas columnas españolas —Navarro, Saliquet, Vallejo y la suya propia— estaban encima de Xauen. Fuese por esa amenaza, o por la entrega de algún dinero, buen calmante de ardores bélicos[150], la urbe sagrada del septentrión marroquí se rindió. Pero una vez tomada, había que defenderla. Dominantes de las alturas, los gomaríes abrieron un aniquilador paqueo sobre los españoles.
Xauen, gigantesco campamento al descubierto, se transformó en matadero. El 21 de octubre hubo graves pérdidas: 131 muertos según unos[151], o 108 bajas, de ellas 13 muertos, en datos más fiables.[152] Faltaban municiones, comida, medicinas y… sacos terreros. Pero el presupuesto de 19191920 contenía una abultada partida para estos últimos: 740.000 pesetas.
Un año después, consumado el desastre africano, al recordar Companys a Eza lo sucedido en Xauen, señalando que aquellos sacos terreros «no habían sido solicitados por el general Berenguer», el exministro interrumpió al orador para afirmar: «Exacto». Y ante el pasmo de la Cámara, Eza añadió: «Al Parlamento no se le debe más que la sinceridad».[153] De la toma de Xauen, gran triunfo del mandato consular de Berenguer, quedó una impresión: la de que la guerra estaba terminada; cuando la ciudad seguía cercada y así seguiría hasta la trágica retirada de 1924. Pero su aura victoriosa había servido para que Berenguer recibiera el título de conde de Xauen, con que le había agraciado el Rey.
Eza mandaba sobre un ejército de tiritona, descalzo y errante. Berenguer, por carta fechada el 4 de febrero de 1921 se lo decía:
«Muchas veces hay que comer en frío y aun que dormir a la intemperie si no llegaron las tiendas (…). Para las marchas se usa la alpargata, que si en verano es buena, en las épocas de lluvia no sirve, pues se queda en el barro de los caminos».
Berenguer denunciaba el estado del armamento: «En los fusiles y carabinas hay una gran proporción de descalibrados»; sin olvidarse de las ametralladoras Colt, pues «muchas no funcionan a los primeros disparos». A ello añadía la penuria en municiones de artillería y el estado de la aviación, de cuyas escuadrillas diría que son «incongruentes», dada «la diversidad de modelos y la falta de repuestos de calidad»[154]. Después de leer este memorial de penas, Eza tenía dos opciones: buscar el dinero para arreglar tal situación o dimitir. Podía tomar otra decisión: volver a Marruecos para investigar lo que estaba mal y por qué. No quiso repetir la experiencia y se quedó con un ejército en alpargatas, semidesnudo en armas y analfabeto en tácticas. Más un desastre en puertas.
El viaje de un ministro: ver, callar y esperar
Como el mismo Eza decía, «ni un solo día dejo de preocuparme de Marruecos»[155]. Su problema, y el de la España alfonsina, es que en nada supo materializar esa inquietud suya diaria.
Eza se había desplazado a Marruecos entre el 9 y el 20 de julio de 1920. Visitó cuarteles, presidió desfiles y banquetes, recorrió blocaos y campamentos, y comprendió que sus anfitriones trataban de que volviese a Madrid tan confiado como había llegado. Volvió Eza inquieto, pero nada dijo al Rey. En carta a Lema, ministro de Estado, y fechada en Madrid el 13 de agosto, comunicaba a su colega de Gobierno que el alto comisario «carece de algo difícil de definir, pero palpable en la realidad, que le dé esa personalidad indispensable para tener una iniciativa absoluta como plena sea la responsabilidad que le incumba».
Había más: Eza percibe que Berenguer reina pero no gobierna en Marruecos, al señalar que el alto comisario no se atrevía «a tomar iniciativas terminantes por sí mismas y a usar de su autoridad»[156]. Eza acierta en su diagnóstico, pero se lo dice a Lema, no a Berenguer. No actúa como un verdadero ministro de la Guerra. La autoridad que no veía en Berenguer resulta que le faltaba a él mismo. Se limita a ver, callar y esperar.
En uno de los momentos de aquel viaje, Eza llegó a Cheif, espolón de la línea española volcada sobre el Rif central. Con su comitiva sube hasta los parapetos. Tiene a su derecha a Berenguer, «y a mi izquierda al general Silvestre», pues la escena la recordará, dos años después, en el Congreso.[157] Enfrente está la posición rifeña de Taffersit.
Silvestre aprovecha la situación para hacer ver a Eza que, al llegar a Cheif, hubiera podido «en una galopada» alcanzar Taffersit. Berenguer, como pillado en falta de atrevimientos, interviene para decir que «podía haberlo hecho, porque él autorizaba las operaciones y fijaba el límite, pero no determinaba los metros de terreno que se había de avanzar».
Taffersit estaba a «tiro de cañón» de Cheif: siete mil metros para el alcance de la mejor artillería española de campaña. Pero Silvestre no se deja engañar y contesta a Berenguer con tanta sinceridad que sorprende a Eza: «Eso no, señor ministro; porque con la fama de loco que tengo no quiero hacer nada sin que me lo mande el Alto Comisario». Y Berenguer que replica —según Eza, con «aquella expresión diplomática»— a Silvestre: «Ésas son cosas del desarrollo de un plan que incumbe a quien lo ejecuta; cuando lo creas oportuno, estás autorizado para hacerlo». Eza vuelve a Madrid y Silvestre queda delante de Taffersit. Cavila el ataque. Y se decide, pero avisa a Berenguer. Éste, a su vez, se lo comunica a Eza el 2 de agosto. Silvestre cumple los trámites. No es un general insubordinado. Hace su tarea, con lo que tiene. Y también con lo que se le ocurre: sus repentes tan famosos.
Pasmo de un militar inglés y negativa de un artillero español
El 7 de agosto de 1920 Silvestre se lanza sobre Taffersit y lo conquista. La operación, tan arriesgada como afortunada, tiene un testigo: el general William C. Rudkin, ayudante del rey Jorge V. Rudkin presencia el temerario asalto español y queda pasmado de su providencial desenlace. Las unidades de Silvestre se han desplegado de frente sin importarles el blanco que ofrecen; el ataque, desarrollado casi sin protección de la artillería, deriva en una acometida suicida; y los flancos, expuestos al contragolpe rifeño, logran salvarse por confusión del enemigo.
Muy impresionado, Rudkin reclama la presencia del general Monteverde, segundo jefe en Melilla. Monteverde había sido miembro de varias comisiones españolas durante la Gran Guerra y hablaba bien el inglés. Llegado Monteverde, Rudkin le pide que traduzca al español lo siguiente: «Si a un general inglés le mandan hacer esto, contesta: Gobierno, hazlo tú; yo no lo hago. Mi cargo está a su disposición; no porque se ventile mi prestigio, que vale poco, sino porque se ventila el prestigio de mi país y, acaso, su porvenir». Y Rudkin, convencido de lo que decía, precisó a Silvestre: «Ha hecho Vd. un verdadero milagro, porque no tenía medios para realizar lo que ha hecho».[158] Cinco meses más tarde, los españoles estaban en Annual.
Por aquel entonces, se había abierto una amplia colecta en Melilla: se quería construir una iglesia para el clero castrense. La idea había partido de la madre de Silvestre, doña Eleuteria, y se repartieron cartas entre los oficiales de la plaza.[159] Uno de éstos, teniente de Artillería, recibió esa petición, fechada el 26 de abril de 1920: le pedían cinco pesetas. El teniente contestó dos días después, manifestando: «No soy de la opinión de que se deba construir una capilla castrense». Para soslayar dudas, terminaba con estas palabras: «Y que, por lo tanto, no puedo contribuir en nada para ese fin. Siempre a su disposición, su affmo. s.s. Diego Flomesta Moya».[160]
Hubo conmoción en Melilla. Cuando la madre del comandante general pide dinero a todos para una obra piadosa, surge un artillero que dice no estar de acuerdo y lo dice por escrito.
Tampoco estaban muy de acuerdo los canteros rifeños cuando empezaron las obras, en las inmediaciones de la plaza de España. Los obreros españoles, que trabajaban en el mismo tajo, quedaban absortos cuando los indígenas, socarrones, musitaban ante ellos esta inquietante metáfora: «Llevarse, llevarse la piedra para hacer mezquita de cristianos, que pronto irán moritos por ella»..[161] Se materializarían tales profecías en los tiempos de Abarrán.