Los ojos del Rey en Marruecos
Un militar de pecho forjado en ultramar
Manuel Fernández Silvestre, general en jefe del ejército que había ocupado Annual, era hombre atrevido, directo en el trato, sin que por ello pretendiera caer simpático a nadie. Sus amigos eran sus subordinados, nunca sus iguales. Abroncaba a sus jefes sin vacilar cuando llegaba el caso y mantenía un trato campechano aunque no vulgar con sus oficiales y soldados. Naturalmente, unos le temían y otros le adoraban. Ése era Silvestre, militar de pecho. Natural de Caney, parecía impregnado por el carácter epopéyico del célebre sitio del Oriente cubano[58], en cuyas cercanías había nacido el 16 de diciembre de 1871. Por entonces, Amadeo I de Saboya cumplía el primer año de su reinado.
El origen familiar de Silvestre, como el de tantos oficiales famosos en África y naturales de Cuba como él —Berenguer, Capaz, Cavalcanti, Mola, Morales, Temprano—, era militar. Su padre, el teniente coronel Víctor Fernández y Pantiga, natural de Olloniego (Asturias), se había retirado con el grado de comandante.[59] Su madre, Eleuteria Silvestre y Quesada, viuda de Francisco Drago y Abila, se había casado, en segundas nupcias —el 16 de enero de ese mismo año de 1871—, con el que sería padre del general, entonces teniente de Artillería y de treinta y tres años de edad.[60]
Fernández Silvestre marchó a España con diecisiete años, y el 30 de agosto de 1889 era filiado en la Academia Militar de Toledo. Fue alumno ejemplar, con altísimas calificaciones —notas medias de 8,6 (en Álgebra, Geometría y Francés); de 9 (en Literatura, Ordenanzas Militares y Táctica); y 10 (en Equitación, Higiene, Gimnasia y Mecánica)— durante su estancia en la Academia General Militar de Toledo, pasando luego a la de «aplicación» de Caballería (en Valladolid). De esta última salió, en marzo de 1893, con el grado de segundo teniente.
A su lado tuvo Fernández Silvestre un compañero de aulas, y luego de promoción, que tendría dificultades en los estudios: Dámaso Berenguer Fusté, dos años más joven que él; menos fuerte, menos alto, menos franco y menos atrevido, pero también cubano: nacido en Remedios, un pueblo cerca de La Habana.
Cuando desembarcó en Nuevitas (norte de Cuba), el 15 de junio de 1895, procedente de Cádiz y a bordo del Buenos Aires, Fernández Silvestre destacó por su altura —1,72 cm, muy por encima de la media en la época— y corpulencia. Estuvo dos años seguidos de operaciones y pronto recibió varios bautismos: el de la victoria, la carga, al frente de su escuadrón, en la acción de «Arango» (8 de mayo de 1896), «donde batió al enemigo causándole veintiocho muertos al arma blanca»; el de la sangre, un rasponazo en la frente por tiro de fusil que por poco lo mata en «Sabana de Maíz» (2 de diciembre), y el de la buena estrella, el choque habido en «La Dolorosa», en Pinar del Río, el 13-14 de diciembre de 1896, donde le mataron hasta tres caballos en sañudo combate, pero en el que logró encontrar una cuarta montura para volver, decidido, a la pelea.[61]
Como todos los militares españoles de aquel difícil momento, Fernández Silvestre pasó por los temibles hospitales, donde entraron tantos —hasta 49.000 hospitalizaciones se dieron en Cuba entre marzo y diciembre de 1895, cifra que subiría hasta los 232.000 ingresos en 1896[62]—, y de donde salieron tan pocos. La prensa metropolitana denunciaba tal situación, y El Imparcial, en un editorial publicado el 2 de diciembre de 1897, aclararía que «de los 200.000 hombres que han ido a Cuba en poco más de un año, quedan hoy tan sólo 114.900»[63].
Fernández Silvestre fue un enfermo con suerte. Un 10 de julio de 1897 ingresó en el hospital de Placetas con «gran fiebre intermitente» (brote agudo de paludismo), ataque que su fortaleza física superó sin mayores apuros. Allí le renuevan su filiación, y así podemos saber que sus ojos eran «castaños», que su constitución física era «buena», mientras se decía de su temperamento que era «simpático», aunque su «idiosincrasia y predisposición» merecieran el curioso calificativo de «desconocidas»[64]. Ya estaba casi formada la personalidad del Silvestre hombre y militar: extravertido, afectuoso, bravo, sufrido, temerario, resuelto, enigmático también.
Cuando la escuadra de Cervera es fulminada por la de Schley al pretender escapar del bloqueo en Santiago de Cuba (3 de julio de1898), y el general Toral cavila cómo rendirse ante las tropas de Shafter —lo que sucederá catorce días después—, Fernández Silvestre es un convaleciente, recién salido del hospital de Morón. Desde meses atrás era un capitán de fama, aunque lisiado. Tenía cicatrices por todo el cuerpo. Veintidós en total. Y veintiuna de ellas —varias con entradas y salidas (por tiros)— correspondían a las muescas bélicas de su memorable hazaña en el potrero de «La Caridad», un enclave para la cría caballar perdido en la manigua. Allí había cargado, por dos veces, seguido por un puñado de desesperados jinetes como él —el 2.º escuadrón del regimiento de Caballería (del Príncipe)— contra los mambises.
Aquel 11 de enero de 1898 el capitán Silvestre recibió dos balazos en la primera carga. Encajó tres tiros más en la segunda embestida, antes de pasar por entre una selva de machetes, de los que trece de ellos le hirieron en la cabeza, el tronco y las extremidades.[65] Cayó al suelo, junto con su caballo muerto, y pareció tan muerto como éste. Eso impidió que fuese rematado. Del suceso le había quedado un cuerpo cubierto de heridas y una severa incapacidad —la de su brazo izquierdo, en el que apenas tenía fuerza—, que disimulaba con oficio.
Silvestre, por consejo de una comisión de médicos, pidió «una licencia, de cuatro meses, por enfermo y a causa de sus heridas», para reponerse en la Península. Podía haber mencionado en ese escrito —firmado por él con trazo vacilante el 8 de agosto de 1898—, todas las que tenía: las veintidós de la fama[66] que habían sido el asombro de la Comisión de Sanidad Militar, presidida por el doctor Joaquín Moreno de la Tejera, que inspeccionaron su maltrecho cuerpo no en Morón, de donde se había escapado sin estar curado, sino en La Habana.
Silvestre volvió de Cuba en el vapor Montserrat, acompañado de su asistente, el soldado Eduardo Jordán Miralles. Llegaron a La Coruña (29 de agosto de 1898) rodeados de un patético cuadro de pesadumbres, abandonos e indignaciones: los repatriados, ese sufriente ejército que volvía «sin penons ni clarins» en el verbo emocionado de Maragall. El desdén institucional fue infame para la tropa, no así el recibimiento de la sociedad, y el de una institución señera, la Cruz Roja, que se volcó en ayuda de aquellas decenas de miles de desamparados. La cadena de sufrimientos se prolongó hasta la primavera de 1900, cuando terminaron de volver a España los últimos supervivientes —cerca de seis mil excautivos—, procedentes de Luzón.
En septiembre de 1898 se le reconoció a Silvestre el grado de comandante por su hazaña en «La Caridad». Hasta abril de 1899 no se le considerará apto «para comisiones activas». En agosto siguiente solicitó el reglamentario permiso para contraer esponsales con Elvira Duarte y Oteiza, boda celebrada el 15 diciembre de 1899. De ella tendría dos hijos, Elvira y Manuel.
Paseos militares por Melilla la minera
España se había quedado sin imperio aparente, aunque le quedaban algunos despojos: en Guinea, en Ifni —sin ocupar todavía— y Sáhara, y las dos plazas africanas. Uno de sus mayores rivales en Europa, Francia, estaba también en apuros. Al affaire Dreyfus, que a punto estuvo de destruir al ejército galo, se había unido un inesperado revés: la retirada de la columna Marchand ante el ejército de Kitchener en Fachoda (Sudán, septiembre de 1898). El nuevo ministro del Quai D’Orsay (Asuntos Exteriores), Théophile Delcassé, decidió convertir aquella derrota en una audaz y complicada maniobra de regeneración estratégica: si los británicos no permitían a los franceses ocupar los países del Nilo, las gentes del Hexágono dirigirían el grueso de su fuerza imperial hacia el Norte de África. Recuperaban así la iniciativa colonial y conformaban una estrecha alianza con su rival, al que reorientarían contra su peor enemigo: Alemania. La Entente Cordiale de 1904 sellaría esa política previsora. Para la conquista del Mediterráneo occidental, Francia necesitaba un amigo ni muy poderoso ni muy débil; tan sólo dubitativo y retraído: España. Un país amargado por los sucesos de 1898.
La Francia de Delcassé ofreció a la España de Silvela la posibilidad de participar en el reparto de Marruecos. Pero al saber que Gran Bretaña no había sido consultada en la enrevesada trama, Silvela tuvo miedo. Maura despejó parte de esos recelos con el tratado secreto de 1904, por el que España se quedaba con el Rif: un mundo de barrancos y páramos, de supuestas riquezas mineras y de guerreros de indiscutible valía.
Silvestre se encontró con el África de Maura. En Melilla. Había recalado allí en enero de 1904 después de un cansino recorrido por diversos regimientos peninsulares, con estancias en Alcalá de Henares, Guadalajara, Madrid y Zaragoza. En la ciudad cabecera portuaria del Rif quedó al mando del Escuadrón de Cazadores, unidad a la que dotó de su impronta. Sería en Melilla donde empezaría a cursar tres años de lenguas islámicas, recibiendo en 1908 su diploma «por posesión completa del árabe», más un atrayente premio de dos mil pesetas «en vista del brillante resultado obtenido en los exámenes»[67]. Silvestre recibió la calificación de «muy bueno», la más alta de los catorce alumnos —trece de ellos militares— que completaron el tercer año de estudios. En ese curso de 1908, la prueba que daba derecho a la titulación de «intérprete en árabe» consistía en «la traducción de varios manuscritos» y «una conversación» con un colaborador docente de la escuela, Si-al-lal El Uarty, ilustrado comerciante de Melilla[68], y un casi desconocido profesor de árabe: era un rifeño reservado, de penetrante mirada, proveniente de una influyente familia de Axdir. Se llamaba Mohammed Abd el-Krim, tenía veintiséis años y premió con un «sobresaliente» la aplicación del comandante.[69]
El éxito logrado en los exámenes de árabe, y el mando diario de su escuadrón, supusieron un bálsamo para Silvestre, retraído y solitario en esa época, pues hacía un año que su mujer, Elvira Duarte y Oteiza, había muerto en Melilla de forma súbita, dejándole viudo a los ocho años de matrimonio. Elvira, mujer de gran belleza, tuvo «casi repentina muerte, sin que nada hiciera presagiar su próximo fin». Sufrió una hemorragia cerebral que «le privó del sentido para no recuperarlo más» en la mañana del sábado 19 de enero de 1907, poco después de levantarse de la cama, y falleció a las cinco de la tarde de ese mismo día.[70]
En marzo de 1908, la importancia de Melilla, a nivel minero y geopolítico, subió de rango por una acción concertada entre los mandos españoles y el poder rifeño local. El comandante general de Melilla, José Marina Vega, decidió realizar un espectacular desembarco en la Restinga, enclave costero que hacía de pantalla defensiva natural del interior rifeño, donde había empezado la explotación de minas de hierro (en Beni Bu Ifrur) y de plomo (en Afta). No sólo España, sino la comunidad empresarial europea, a través de poderosos consorcios —Delbrel, Keen y Williams, Mannesman—, a los que se unían los trust de grandes fabricantes de armas —Le Creusot, Krupp, Schneider, Vickers—, estaban mostrando un interés inusitado por esa riqueza en minerales del norte marroquí. Esa ambición se resumiría en un nombre comercial de embrolladas complicaciones políticas posteriores: Compañía Española de Minas del Rif.
Renombradas familias económicas españolas —los apellidos Comillas, Figueroa, García-Alix, Güell, Laiglesia— actuaban en constante revoloteo intervencionista sobre el Rif. De entre ellos destacaban los Figueroa, dado el peso político de uno de ellos, Álvaro de Figueroa y Torres. El exalcalde de Madrid (en 1894-95 y 1897-99), había sido ya cuatro veces ministro en diversos gobiernos liberales. En 1921, a sus cincuenta y ocho años, era el político que mejor conocía la dura realidad de Marruecos y lo que costaba mantenerla: un año antes, su hijo, el teniente José Figueroa y Alonso Martínez, conde de Yebes, había muerto de un disparo en la cabeza en Tafersat (frente de Xauen).
Los franceses fueron los pioneros en aquel frenético escarbar europeo en el subsuelo marroquí: la Compagnie Marocaine (1903) y la célebre Compagnie Générale du Maroc. Se estaba entrando a saco en el imperio xerifiano. España iba más despacio[71], aunque no con malos frutos. En julio de 1907, un año después de abrirse en Algeciras la carrera colonial hacia la completa desaparición de Marruecos como Estado, se lograba de una autoridad rifeña, El Roghi, un permiso de explotación del enclave de Uixán —próximo a Beni Bu Ifrur—, concesión unida a la construcción de un ferrocarril minero hasta Melilla. La colonización de Marruecos exigía muchísimo más que extraer el hierro rifeño y embarcado rumbo a la avariciosa Europa.
A Marina no le importaban los matices, ya El Yilali Ben Dris Abd es Salam El Yusuf, autoproclamado El Roghi (Pretendiente) al trono de Fez, menos aún. Era un impostor clásico: con carisma y sin escrúpulos.
Había vencido a la Mehal-la (Cuerpo Militar del Sultán) de Muley Abdelaziz y reinaba como señor del Rif desde su feudo de Zeluán, treinta kilómetros al sur de Melilla. Pero sin mando absoluto sobre Axdir, donde los beniurriagueles seguían siendo inconquistables.
El Roghi necesitaba ayuda de España —un pretendiente legítimo al Sultanato, Muley Hafid, había alzado (en septiembre de 1907) la bandera nacionalista contra el grotesco Abdelaziz, alocado coleccionista de automóviles lujosos y animales exóticos—, pero también necesitaba mantener su prestigio. Por eso pactó con Marina una acción militar ficticia en la Restinga: los españoles llegarían con gran aparato militar, El Roghi se retiraría, sin merma alguna de su autoridad y, más tarde, ambos caudillos firmarían la oportuna paz.
Días después de aquel desembarco de opereta, Marina revistó en la Restinga (8 de marzo de 1908), a sus fuerzas. Si la cosa iba de deslumbramientos mutuos, Marina no se iba a quedar atrás. El general pidió lucida escolta. Y así llegó Silvestre, al frente de cuarenta jinetes de su Escuadrón de Cazadores de Melilla, fastuosos en sus uniformes y tan imponentes como su jefe.[72] El Roghi debió quedar impresionado por aquel comandante de fieros bigotes y atuendo tan impecable como desenvuelta actitud. Esas tácticas se denominaban paseos militares.
La mascarada no sirvió de mucho a El Roghi, pues el propio Marina permitiría que le dieran jaque mate en el tablero rifeño. Los de Axdir se habían negado a pagar sus tributos. El Roghi, ofendido, envió contra los rebeldes un fuerte destacamento, mandado por el general negro, Yilali Mul al-Udu. Yilali, al frente de sus huestes, cayó en una emboscada. Fue el 7 de septiembre de 1908, en las quebradas de Imzuren, junto al Nekkor.[73] Los españoles del Peñón de Alhucemas vieron de lejos aquel desastre, pero ni una salva de aviso dispararon: órdenes de Marina.
La rebelión contra El Roghi prendió con fuerza y el Pretendiente tuvo que poner fuego a su querida Zeluán (octubre de 1908). Tras meses de penoso vagabundeo guerrillero, los mismos beniurriagueles le cercaron y lo entregaron al sultán. Y un 24 de agosto de 1909 entraba en Fez, aún altivo, pero zarandeado en su jaula de hierro por el populacho. Le aguardaban un foso de leones; el fusilamiento a sus restos y la posterior quema de éstos para que no quedaran ni vestigios de rebeldías independentistas en el norte marroquí.[74] Para entonces, España tenía que vérselas con un enemigo superior: el Gurugú y sus letales defensores.
La guerra del Barranco del Lobo (julio de 1909) no encontró a Silvestre, entonces ocupado en labores de inspección sobre los tabores (batallones) de Policía Indígena en Tánger, Tetuán y Larache. Mientras los regimientos españoles se deshacían bajo el certero fuego de los rifeños y el no menos cruel soplo de las enfermedades, Silvestre recorría las tierras occidentales normarroquíes, en una cabalgada de ochocientos kilómetros que le llevó desde Ceuta y Arcila hasta Alcazarquivir y Uazzan.[75] Fue una suerte para él. Conociendo su bélico ardor, Silvestre, el fiel enamorado de la muerte, se habría encontrado sin falta con ella en las traidoras hondonadas del Gurugú.
Silvestre aprende los laberintos del Protectorado
Tras su experiencia melillense, Silvestre acabó en Casablanca, donde recibiría el mando del 4.º Tabor (batallón) de la «Policía Extraurbana de Casablanca» y quedó encargado de una difícil labor de vigilancia en el ámbito todavía devastado de la ciudad atlántica. La urbe había sido primero bombardeada desde el mar por una flota francesa y luego saqueada, con bestial violencia, por tropas senegalesas y de la Legión Extranjera (30 de julio-7 de agosto de 1907), en represalia por el asesinato de nueve obreros europeos (entre ellos tres españoles). Aquella operación de castigo provocó un genocidio: no menos de dos mil muertos.[76]
En Casablanca, Silvestre no dudó en seguir los consejos de un oficial de enlace, el entonces capitán Enrique Ovilo, por lo que cedió con gusto la tarea represora a los franceses de Mangin.
Su actitud en Casablanca —coincidente con el Gobierno de Canalejas— le valió a Silvestre ser nombrado (23 de julio de 1910) Gentilhombre de Cámara «con ejercicio».[77] Era una relación apenas formal con Alfonso XIII, aunque suficiente para que el Rey se fijara en él y Silvestre se atreviese a exponerle, con franqueza, su visión de las cosas marroquíes.
Francia había descargado de nuevo su puño militar al ocupar Fez la columna del general Moinier (21 de mayo de 1911). El Sultanato de Muley Hafid perdía su entidad soberana. La crispación nacionalista se extendió hasta Alcazarquivir y Larache, donde colonias españolas de comerciantes, sacerdotes y educadores fueron objeto de agravios. José Canalejas Méndez, jefe de los liberales, vio frustrados sus deseos de practicar un liberalismo colonial. Canalejas quedó desbordado por la rapidez con que Alfonso XIII determinó la solución a la crisis: confiar a Silvestre el mando en Larache.
Tomar aquel puerto en la fachada atlántica marroquí, en la línea del Lucus, era no ya una acción de defensa del orden colonial, sino una decidida acción expansionista española.
Joaquín Sánchez de Toca reconocería —en el Senado de 1913—, ya firmados los acuerdos con Francia, que «el mayor acierto que en este Tratado aparece de manifiesto es un inmenso beneficio, que debemos a las clarividentes intuiciones personales del Rey». Según el exalcalde de Madrid, Alfonso XIII «vislumbró, con intuición clarísima», que la clave del esfuerzo colonial residía en «no admitirse retrocesión del territorio sobre el cual un soldado español hubiera puesto su planta». El líder conservador repitió que «el triunfo sobre Larache lo debemos a un acto de clarividente intuición del Rey»[78].
La clarividencia de Alfonso XIII, por sí sola, no resolvía nada. Dependía de otras fuerzas para ser eficaz. Ahí intervendría un personaje tan extraordinario como impredecible: El Raisuni.
La España de Silvestre y el Marruecos de El Raisuni
Muley Ahmed ben Mohammed ben Abdallah El (o Er) Raisuni el Yunsi (o el Idrisí) nació en Zinat, alcazaba tangerina, territorio de El Fahs, hacia 1873[79]. Descendía del venerado Muley Abdesalam Men Mshish, santón del Yebel Alam, montaña sagrada de Yebala y feudo inviolado de los Beni Arós, tribu de la que sería su jefe. Había pasado cuatro años de pesadilla (¿1897-1900?) en las mazmorras alauís de Essauira[80], la antigua Mogador portuguesa, por instigación de Ba Ahmed, visir del depravado Abdelaziz. Le tuvieron sujeto, con argollas, a un muro, con los brazos en cruz; a su lado los cadáveres de otros cautivos, a los que las ratas devoraban hasta el hueso. De Mogador había salido no ya un rebelde, sino un hombre implacable. Su fama sería mundial luego de secuestros como los del periodista británico Walter Harris (junio de 1903) y el multimillonario norteamericano —de origen griego— John Hanford Perdicaris, que forzaron el envío a Tánger, por el presidente Theodore Roosevelt, de una división de cruceros (mayo-junio de 1904).
El Raisuni, como descendiente que era de una familia de awliya (santones), gozaba de la máxima autoridad espiritual y política sobre su pueblo. Por su identificación personal como xarrár («guerreador contra los infieles»), poseía una legitimidad militar incuestionable. Añadido a su condición de insumiso frente al corrupto sultanato, exhibía gran carisma popular. Esto no había sido óbice para que obtuviese del sultán Muley Hafid el cargo de gobernador de Tánger y más tarde el bajalato del enclave costero de Arcila, del que había hecho su mejor fortaleza.
El Raisuni era hombre corpulento, aunque ya atenazado por la hidropesía, enfermedad que tendía a convertirlo en un ser deforme. Exponía modales de khalifa o califa (así en adelante), esto es, vicario de Dios, seguidor del Profeta y jefe de la comunidad musulmana. Con semejantes representaciones podía mostrarse generoso sin merma de autoridad. Era devoto en religión y refinado en crueldad. Y tan sincero en una acción como firmísimo en la otra. Tenía alma y maneras de poeta. Escribía cartas de florida sensibilidad y aguda intención, que han quedado como monumentos epistolares de la política norteafricana. Movía su cuerpo con evidente dificultad —llegaría a pesar 115 kilos—, pero no por eso quedaba en ridículo. Su voluminosa cabeza, enmarcada por tupida barba negra, y su mirada, inquisitiva y depredadora, abrumaban a sus interlocutores, revelando la fuerza residual del antiguo gran peleador que había sido.
En 1911 vivía como omnipotente baxa (gobernador) en Arcila, y el eje Larache-Alcazarquivir estaba bajo su absolutista jurisdicción. Si hubiera querido, el desembarco español habría acabado en desastre o ni siquiera eso: no se hubiera producido.
Al conocerse el asesinato (7 de julio de 1911) de una familia amiga de España, los Ben Malek —secuestrados el 30 de mayo anterior—, por un agitador, El Baccar (Muley Hamed Tazia), quedó rota la paz del oeste marroquí. Del asesinato no cabía duda alguna: las cabezas de Ahmed Ben Malek y de sus dos hijos habían sido paseadas por los zocos, «excitando a las tribus contra los extranjeros»[81]. De inmediato, diversas decisiones coinciden en un haz de fuerzas: Tazia es enemigo declarado de El Raisuni, por lo que el líder yebalí se aparta del tumulto nacionalista originado, al presumir un golpe de España como réplica al crimen; Canalejas, una vez que Alfonso XIII ha encontrado el mando militar para la operación, se ve obligado a intervenir.
Mientras, en Larache, Ovilo se decide a realizar, con sólo 166 hombres —marineros e infantes de Marina reclutados en el Cataluña, más algunos efectivos del Tabor[82]—, una embestida a lo Pizarro: avanzar hacia el interior enemigo sin temor a nada ni a nadie. Veinte horas de marcha ininterrumpida —incluyendo el vadeo del crecido Lucus a media noche—, que terminan en Álcazarquivir. La ciudad se entrega, pero sus vencedores quedan aislados. En Larache, unos pocos españoles se parapetan en los muelles, temiendo el ataque generalizado de las tribus. Les anima una esperanza: la llegada de grandes refuerzos. Y aparece el España, que atraca en medio de expectación enorme. Para pasmo de todos, de su escalerilla desciende un teniente coronel. Es Silvestre. Procedía de Casablanca, donde recibió órdenes de embarque para Larache el 13 de junio. Sin hacer maletas ni plantearse dudas, había cogido el primer barco. No quería faltar a su primera gran aventura de jefe africano. No falla y gana. Silvestre desembarcó sin ayudantes, cubierto sólo por su fama y sus modales: arrogantes, amenazadores, amistosos también. El Raisuni, fascinado por el atrevimiento y deseoso de vengarse de Tazia, cursó sus órdenes: puertas abiertas a los españoles.
Silvestre y El Raisuni congeniaron en el acto. Se reconocían como lo que eran: dos guerreros. Los más fuertes, los más audaces, los que no rendían cuentas más que a sus conciencias. El mejor Silvestre parecía formarse: al rompedor de las líneas mambises, al gran batallador en la manigua, sucedía el hábil negociador en Marruecos, el que todo lo vencía y sin aspavientos.
El Gobierno Caillaux protestó, calificando el desembarco en Larache como «acto injustificado»[83] y contrario al espíritu del Acta de Algeciras, lo que era cierto. Pero en oposición a las pirámides de muertos en Casablanca, España no había matado a nadie en Larache. Aunque sí mató buena parte de sus posibilidades logísticas al crear la Comandancia de Larache, un fatal error de dispersión de sus recursos coloniales.
En Madrid, en mitin celebrado en el frontón Jai-Alai, Melquíades Álvarez exclamó: «Hemos ido a Marruecos por espíritu de conquista, por la exaltación de unos cuantos que se llaman militaristas y no sienten amor por la Patria».[84]
La llegada del crucero alemán Panther a la rada de Agadir (1 de julio de 1911) agravó la crisis. Alemania no quería ser menos que España. El conflicto se superaría el 4 de noviembre con el triunfo absoluto de los pragmatismos coloniales: Alemania se embolsaba 275.000 km2 en tierras del Congo y Francia recibía vía libre para apoderarse de Marruecos. Con España como alegre aliada.
Un tercero en discordia: el Marruecos de Lyautey
El desembarco de la fuerza colonial francesa en Marruecos fue total, sin paliativos: Muley Hafid tuvo, primero, que suscribir los acuerdos franco-alemanes que le entregaba un pérfido Regnault —cónsul en Fez— y, meses después, aceptar el Protectorado (30 marzo 1912). Marruecos desaparecía como Estado y la dinastía quedaba convertida en simple objeto decorativo.
La población de Fez y los soldados indígenas se sublevaron —los oficiales franceses del Tabor xerifiano fueron asesinados— y Marruecos pareció hundirse en el caos (17-18 de abril). Nada más lejos de la intención de Francia. Moinier volvió. Con más tropas que la primera vez —cuarenta mil hombres— y con inflexibles instintos. No hubo pilas de muertos como en Casablanca, pero casi: los patriotas marroquíes fueron obligados a alinearse cara a sus cementerios y fusilados por la espalda (21 de mayo).
A Muley Hafid se le ofreció el exilio. El alauí lo aceptó encantado. Pensaba ser arrojado a los leones, como El Roghi y se encontró pasando largas temporadas en Francia y España a cuenta de rentas inacabables y sin enemigos. Una delicia. Le sustituyó su hermano Muley Yussuf, hombre de paja, el ideal para acompañar un Protectorado de apariencia pueril, aunque muy bien anillado por sus nuevos propietarios. Un verdadero jefe estaba en camino: Hubert Lyautey. Con él llegaba Francia: habría dureza y mucha fineza, pero nada de locura militar; y habría consenso, porque los notables del país también mandarían. En cuanto a los independentistas, doble alianza contra ellos.
Lyautey, en lo castrense y colonial, procedía de Argelia, y pensaba hacer de Marruecos, donde practicaría un firme colonialismo inteligente, el florón del imperio. Severo pero dúctil, Lyautey no tenía más amigos que su conciencia, con quien se llevaba muy bien, pues no aceptaba otro procedimiento que su estricta forma de actuar. Esa convivencia fue fraternal.
Abstraído y tenaz, dado a los modales carolingios, distante, cínico, sagaz, poco hablador, gran trabajador y mejor rector colonialista, por naturaleza principesco, Lyautey fascinaría a los marroquíes, que le admitirían como sultán a sus cincuenta y ocho años. No les defraudaría.
El mejor Silvestre: su propuesta de El Raisuni como jalifa
Desde su feudo colonial en Larache, Silvestre había estudiado con calma los sucesos franco-marroquíes. En carta «reservada» a Felipe Alfau, comandante general en Ceuta, escribe: «Las noticias referentes al movimiento de Fez confirman la importancia del alzamiento y el fracaso de Regnault y Moinier, que pueden presentarse como modelos de imprevisión…» Y añadía: «Considero que el error, base de todo, es la existencia de varias jurisdicciones en un país en el que no hay ni puede haber, por ahora, otra cosa que no sea la guerra con facultades omnímodas».[85] Silvestre anticipaba las dificultades que él mismo padecerá con Berenguer, cuando éste asuma, en 1919, la Alta Comisaría (mando político) y la jefatura del Ejército de África.
Silvestre no reniega de su propia condición —«la guerra con facultades omnímodas», Clausewitz puro—, pero en modo alguno es un maximalista. En esa misma carta a Alfau, escrita el 4 de mayo de 1912, define al nombramiento del jalifa (lugarteniente del sultán) como «uno de los extremos que considero de más importancia», y estima que «colocar en dicho puesto a un hombre palaciego sería un error». Acierta. Y más cuando señala el perfil de su favorito: «Un hombre de guerra que, con su prestigio e influencia, pusiera a nuestra devoción, sin gastos de sangre y dinero, importante bajalato en cuya región nos permitiese desarrollar la política adecuada e ir mermando su influencia a cambio de la nuestra…»
Ese candidato no es otro que El Raisuni, de quien Silvestre recuerda a Alfau su paralelismo con El Roghi, para no cometer con el yebalí el mismo error que con el rifeño. Días después, Silvestre escribe a Alfonso XIII. Y ante su soberano defiende la candidatura de El Raisuni, por ser «hombre de talento», y también «porque tiene muchos intereses creados en la región que ahora ocupamos y que, por lo tanto, están a nuestra merced»[86].
Aventajado en diplomacia, Silvestre no disminuye su atención militar y acumula tropas en Larache: más de cuatro mil hombres en el verano de 1912. El Raisuni le dejará hacer: más fuerza española, menos peligros procedentes de Francia o de sus siempre dudosos vasallos. Y llega el momento en que el español pacta con su aliado yebalí una razzia (expedición de castigo) sobre Arcila, entonces semiocupada por un destacamento francés que tendía una línea telegráfica con Tánger. Silvestre llega con su caballería y espanta a los sorprendidos franceses (17 de agosto de 1912).
Madrid se asusta y critica el hecho, mientras París se irrita y El Raisuni queda inquieto: demasiado agresivo el español. Silvestre se limitó a sonreír. Había devuelto las ofensas soportadas dos años antes en Larache, ante personajes sibilinos y tumultuosos: el cónsul Boisset y el teniente Thiriet.[87] Silvestre es demasiado guerrero para Canalejas, pero el líder liberal le deja hacer: la hora del pacto con Francia se aproxima, y otros hombres guiarán los destinos del Protectorado.
España-Francia: vertiginoso ajedrez colonial
Cuando la mano artera de Manuel Pardinas Serrato descerrajó dos tiros por la espalda (12 noviembre 1912) a aquel hombre algo grueso, vestido de levitón negro, que inclinaba su cuerpo hacia adelante, interesado por las novedades editoriales en los escaparates de la librería San Martín, asesinó al representante del mejor monarquismo posible. Las balas que destrozaron la cabeza de Canalejas, mataron el reformismo alfonsino de mayor solvencia y mejores expectativas nacionales.
España enmudeció ante el crimen y la monarquía prefirió cobijarse en la figura meliflua de Romanones, resignándose ante el drama. La maquinaria colonial, en cambio, se aceleró.
Raymond Poincaré ordenó a su embajador en Madrid, Geoffray, que firmara ipso facto el Tratado no consensuado pero sí tolerado por los españoles y en base a un modelo más reducido. Nada de conceder la margen derecha del Muluya o la izquierda del Lucus. Menos todavía Orán o Uazzan. Romanones consintió aquellas prisas. Y se quedó con lo que le daban: 21.000 km2 frente a los 415.000 km2 que se llevaba Francia. Era aquél un regalo envenenado, un colonialismo por rebote.[88] Se perdían Tánger —internacionalizada— y la línea del Uarga, mientras Melilla quedaba encerrada en sus confines, aunque España mantenía Cabo de Agua y las Chafarinas, que a punto estuvieron de perderse.
En burlona compensación, España obtenía la confirmación de algo que ya poseía: la pequeñez de Ifni y la inmensidad del Sáhara occidental —282.820 km2—. Esa región sahárica había sido desprovista de las salinas de Iyil, y también de los yacimientos de hierro mauritanos que pasaron a Francia. Romanones quedó contento: tenía sus minas del Rif y un Protectorado. La firma por esa entrega limosnera —España recibía el 5 por ciento del territorio marroquí—, se realizó el 30 de noviembre de 1912, dos semanas después del entierro de Canalejas. A los catorce años de perder Ultramar, España recibía un imperio. O eso creía.
Marruecos por Cuba resultaba ser una muy digna permuta, un reajuste de grandezas, un imprescindible rearme de los prestigios nacionales. La idea provenía del conde de Benomar (Francisco Merry y Colom) quien, el 1 de junio de 1898, al mes de hundida la flota de Montojo en Cavite, sugería tan espectacular cambio con «el amparo de las potencias». Benomar, embajador en Roma, incluía un guiño económico y trascendente en su propuesta: vender Cuba a los norteamericanos por cuatrocientos millones de dólares. Era la séptima vez que se intentaba tal cosa —el anterior intento, el de Prim en 1869, había fracasado por el conservadurismo de sus ministros—. Pero a Benomar y a su informe «muy secreto», diecisiete folios de sugerentes ideas, ningún caso le hicieron Sagasta ni la Reina regente, poco dados a aventuras africanas.
Silvestre el Africano: de diplomático a cruzado
En enero de 1913, el Congreso de los Diputados autorizó el ascenso de Silvestre a coronel. Silvestre estaba en Madrid, donde se había entrevistado con Romanones y sus ministros de Estado, Guerra y Marina, para defender la candidatura de El Raisuni como jalifa. Vuelve a Marruecos revestido de autoridad y proyectos. En Arcila le esperan su aliado y un problema: averiguar qué hay de cierto en los tratos inhumanos que El Raisuni impone a sus presos. Cauto, Silvestre toma sus medidas: delega en un oficial de su confianza —el capitán Guedea, jefe de la Oficina Indígena— esa gestión, que se convierte, por empeño novelesco de López Rienda, en un torneo medieval, con Silvestre en actitud de campeador altivo, defensor de inocentes y ofensor de los soberbios.[89]
Aparece así, de repente, el trueno, el exceso. El estallido de una energía tan romántica como desproporcionada, que provocará una gravísima herida en la situación de España en Marruecos. El pretexto es una defensa viril de los derechos de la persona; la causa, una nimiedad para la dura realidad marroquí: salvar de la muerte a unos ladrones de ganado del aduar de Ramla, presos de El Raisuni en su fortaleza de Arcila. Quien desencadena el incidente no es otro que el general Alfau, que pide a Silvestre la liberación de esos presos. Con un agravante añadido: dos yebalíes están presos por haber ido a rendir pleitesía al capitán Guedea, motivo no tan fútil.
Es el 23 de enero de 1913. En la invención histórica de López Rienda, una columna española llega hasta los muros de Arcila, mandada por el general de los bigotes. Pregunta por El Raisuni y éste aparece: todo sorpresas, pero gratas; todo atenciones, aunque a la defensiva. Ofrece el consabido té, que el español rechaza a mitad del ceremonial, desaire que perdona. Silvestre no es amigo de dilaciones. Pide ver a los prisioneros. El Raisuni consiente. Y sobreviene el encuentro con el espanto: un centenar de cautivos, colgados de los muros con argollas, como si fueran murciélagos humanos. Están hambrientos, devorados por las enfermedades, cegados por una luz que habían olvidado, rodeados de excrementos e insectos. El general pide explicaciones. Los cautivos intuyen su salvación y alzan un vendaval de recriminaciones. Silvestre cuenta noventa y ocho prisioneros (la cifra sí es cierta). No hay tantos cuatreros, pero sí comerciantes, campesinos, pequeños propietarios o desertores del xerif. A todos trata El Raisuni como «perros» y «embusteros», argumentando dolido: «Mi justicia es recta». Y pregunta al español: «¿Vas a dar más crédito a ellos que a mí?» Silvestre ordena a sus hombres: «¡A ver, ahora mismo; todos los presos en libertad!»[90] Como leyenda, formidable. Como realidad, lamentable.
Desde luego no habló así Guedea, aunque actuó a lo Silvestre y todos los presos quedaron en libertad. Y más: todas las armas y municiones fueron confiscadas. Ahí nace el agravio para El Raisuni. Si la orden hubiese provenido de Silvestre en persona, la ofensa podía quedar como litigio moral entre dos jefes, pero emanada de un simple capitán, se convertía en insulto intolerable.
López Rienda, al convertir en hazaña de Silvestre lo que éste no hizo pero sí consintió, abrirá puertas a su fama, pero le hundirá como político. En el naufragio se irá a pique la España alfonsina y colonial. Y la leyenda será tal que la seguirán muchos, empezando por Tomás García Figueras. La obra de Tessainer sobre El Raisuni sigue la versión fidedigna.[91]
En la realidad, El Raisuni no se escapa. Marcha a Tánger. A dolerse ante otros españoles: Juan Zugasti y Luis Valera (marqués de Villasinda). Y Silvestre se equivoca, esta vez de su mano: pone centinelas a las mujeres e hijo mayor del xerif; escribe a Luque, y cuando el estupefacto ministro le pide calma, le arroja, por telégrafo, su despechada dimisión, que no es aceptada. Queda en Larache, mordiéndose los puños. El Raisuni, ofendido, sube al monte. A recordar su viejo oficio: el de la guerra.
Después del traspiés de Arcila, Silvestre debería haber sido puesto en cuarentena de mando por la más elemental norma de prudencia institucional. En lugar de eso, fue ascendido a brigadier (19 de junio de 1913). Su antiguo camarada de armas y futuro rival, Dámaso Berenguer, recibiría la misma graduación tres semanas después (10 de julio de 1913).[92]
Berenguer, un cadete que llegará a ministro
Berenguer era hijo del teniente coronel de Infantería Dámaso Berenguer y Bonimeti, y de doña Dolores Fusté y Ballesteros. Nació en Remedios, un municipio cercano a La Habana, el 4 de octubre de 1873. Tenía, pues, dos años menos que Silvestre. En sus estudios comunes en Toledo —Berenguer ingresó en la Academia General Militar en septiembre de 1889—, tuvo que afrontar sucesivos «desaprobados» en nueve asignaturas —Álgebra, Geometría, Física, Instrucción, Literatura, Mecánica, Ordenanzas, Táctica y Telegrafía—, que pudo recuperar en 1892. Logró formar parte, con Silvestre, y tras su paso por Valladolid, de la promoción de 1893, siendo ya segundo teniente. Berenguer regresó a Cuba, donde demostró ser muy resistente ante el clima y el fuego enemigo. Tras obtener cuatro Cruces Rojas del Mérito Militar y la ansiada Cruz de María Cristina, lograba el ascenso a comandante —por los méritos contraídos en la encarnizada acción de Auras—, en agosto de 1898, en el borde mismo de la capitulación española en Ultramar, pues Manila se rendía a Merrit en esos días de pleno abatimiento nacional.
Berenguer regresará a la Península en el mes de octubre siguiente. Sin duda coincidió con Silvestre, pues fue destinado al mismo regimiento: el de Reserva de Caballería de Madrid, n.º 39. Meses después, iniciaba una nueva fase de su carrera militar: ayudante de campo del capitán general de Andalucía (1899-1902); recibía mandos sucesivos en los regimientos de Almansa y de Húsares de la Reina (hasta 1905); profesor en la Escuela de Equitación Militar, con largos viajes por Europa como jurado de concursos hípicos internacionales (1906); redactor de Reglamentos de Infantería (1907-08). El ascenso a teniente coronel lo recibía en julio de 1909, para ser, poco después, designado ayudante de campo del ministro de la Guerra (Luque). De seguido, un puesto decisivo para su carrera: el de jefe de la Comandancia del Real Sitio de Aranjuez, donde empezó sus siempre buenas relaciones con la Familia Real. De ahí pasaría a Melilla, al serle conferido el mando del Escuadrón de Cazadores y luego el del Grupo de Escuadrones (1910), de reciente creación.
Tras un paréntesis como destacado caballista en concursos internacionales, volvía Berenguer a Melilla y organizaba, ya en julio de 1911, las Fuerzas Regulares Indígenas. Con ellas entró pronto en fuego, y el 18 de enero de 1912 participaba en la toma y ocupación de Monte Arruit. Un mes más tarde atacaba y vencía a los Beni Bu Yahi —los dueños de Arruit— en combate «en el que contrajo relevantes méritos». Por ellos fue ascendido a coronel. No podía imaginar Berenguer que los lugares donde ganó su ascenso serían los mismos donde se oscurecería su carrera militar. Aún le faltaba la fama. Y ésta llegaría cuando un escuadrón de sus Regulares dio muerte a Sidi Mohammed El Mizzian, el carismático jefe de la harka rifeña, en los ensangrentados barrancos de Beni Sidel (12 de mayo de 1912). Berenguer recibió otra Cruz de María Cristina (la tercera de ese tipo). Un año después ascendía a brigadier. En seis años sería ministro, y en ocho, alto comisario y general en jefe en África.
Poco a poco se alejó de los combates africanos, mientras Silvestre hacía del guerrear en Marruecos su objetivo personal.
Romanones propuso: ejército de mercenarios contra Marruecos
Un mes después de la ruptura Silvestre-El Raisuni, sobreviene una riada de desaciertos, que se llevan por delante lo que quedaba del colonialismo moderado de Canalejas. El general Alfau, que seguía al mando supremo en Ceuta y mantenía buenas relaciones con los chiuj (jefes) tetuaníes, de improviso les engaña y entra con dos mil hombres en la ciudad (19 de febrero de 1913). Tetuán, que no había visto tropas españolas desde los tiempos de O’Donnell y Ros de Olano en 1860, pasmada ante semejante demostración de fuerza, se entrega sin resistencia. Más motivos para una guerra larga.
Alfau, que cumple órdenes de Madrid, ve premiada su obediencia: es nombrado alto comisario el 13 de abril. Y llega el disparate definitivo de aquel militarismo, que no colonialismo, de Romanones: el nombramiento de Muley el Mehdi, un personaje vulgar, asustadizo e inmoral, para el cargo de jalifa. España le concede una dotación presupuestaria anual casi idéntica a la que recibe Alfonso XIII: diez millones de pesetas.
El Mehdi es un fantoche, una caricatura de líder y un desastre moral como persona. Otro agravio para El Raisuni, a quien no servirá de consuelo que a su usurpador, tras recibirle los españoles en Tetuán con todas sus fuerzas, y en aparatosa alerta (27 de abril), le tilden, al poco tiempo, de Setiten (el sultanito), y se mofen de él, tres años más tarde, al conocerle como Kal-lúf (el cerdo). Expondrá estos hechos, preocupado, un anónimo jefe militar español, buen conocedor del País Yebala y próximo al líder conservador Sánchez de Toca que, a su vez, pasará dicho informe, fechado el 13 de julio de 1916, a Antonio Maura.[93] Silvestre había cometido en Arcila una torpeza tremenda, aunque motivada por una causa noble. Pero las dos consecutivas y fatales decisiones de Romanones, al conquistar Tetuán y nombrar a un títere extranjero —El Mehdi no es yebalí— como jalifa, amplían esa herida y la hacen mortal, pues no sólo ofende a los habitantes del País Yebala, sino que obliga a España a levantar un ejército colonial que no tiene ni tendrá por muchos años. Y como España, teniendo buenos militares, está sin ejército, Romanones propondrá un singular arreglo: un ejército privado. Pasmoso. El político liberal calcula alistar decenas de miles de combatientes asalariados, que entregarían Marruecos, encadenado, a España. Y por cuenta de una empresa pagada por el Estado.
Un leal y desesperado colaborador de Romanones, el senador Tomás Maestre y Pérez, a quien aquél envía a Tetuán y Tánger para estudiar la situación, será el estupefacto receptor de la propuesta, que liquida su confianza en el gobernante y antes buen amigo. Abrumado tras haberse agotado en una ceremonia de confusionismos en la que ha sido acompañado por Alfau, el prestigiado médico y senador de cincuenta y seis años, se rebela y acusa a Romanones de ser «decidido partidario del criterio de la guerra». Y cuando Romanones se muestra quejoso, Maestre le recuerda, en carta escrita el 1 de agosto de 1913, desde San Javier (Murcia), al regresar de un Yebala incendiado por la guerra: «Sus hechos contradicen sus palabras. ¿Ser partidario de la paz, y, mientras el general Alfau intenta tratarla con los moros, usted autoriza el regalo de doce millones de pesetas a una empresa particular para que nos proporcione cuarenta mil mercenarios con los cuales invadir Marruecos? ¡Buena paz nos dé Dios!»[94]
Maestre había evitado que las columnas yebalíes —ocho mil hombres— diesen un serio disgusto a Silvestre, que recorría el país dando golpazos bélicos a diestro y a siniestro. Y cuando se entera de que toda su labor de pacificación —lleva dos meses enviando mensajes a los notables indígenas, en especial al célebre Sidi Mohammed Uld Sidi Baraca, xerif de Anyera y firme rival de El Raisuni-queda en nada, asegura a Romanones: «En Marruecos hay que hacer la paz con los moros y afirmarla sobre los moros, pero con moros que cuesten poco, pues España es pobre y tiene que arreglar su casa por la cuenta de la vieja».[95]
El senador alicantino está tan cansado como harto. Lleva años, desde 1909, diciendo lo que se hace mal en Marruecos, ya sea por culpa de los gobiernos o de los jefes militares no competentes. Ha sido retado en duelo por el general Marina por unos artículos suyos publicados en El Mundo, de resultas de los cuales Marina le echó un pulso a Maura, que el líder conservador no aceptó, y del que se derivó la dimisión del comandante general de Melilla. Cuatro años después, Maestre ve el temible pozo en el que se está metiendo España, sabe que hay cerca de sesenta mil soldados españoles en Marruecos y que pronto pueden ser ochenta mil. No quiere más sangre, quiere más sentido y quiere honradez. Y en esa misma carta del 1 de agosto de 1913 verterá no sólo contra Romanones, sino contra la política alfonsina, uno de los más duros alegatos que se han escrito. Tras advertir a Romanones que de su carta «puede hacer el uso que le plazca», le dice: «Me equivoqué porque no conocía a los políticos españoles en el Poder, y hago excepción en esta regla general de Don Antonio Maura». Para añadir: «Ni en los últimos luctuosos días de la Casa de Austria atravesó la Patria infeliz decadencia tan grande y tan desorganizadora como la que hoy la postra y mata».
En su despedida, Maestre no se priva de ninguna crítica: «El despilfarro, el desbarajuste, la falta de plan, la ignorancia, la incapacidad, el egoísmo, los disparates y el derroche estéril de la sangre generosa de nuestros soldados, obra maldita realizada toda por nuestros políticos, hacen que Marruecos, en vez de ofrecérsenos como una esperanza, resulte la ruina y la tumba de nuestro pueblo».[96]
Muerte de inocentes y muerte de la ética de gobierno
Alfau, dimitido a la fuerza, fue sustituido en Tetuán por el frustrado retador de Maestre, Marina (15 de agosto de 1913). Romanones, que hace y deshace a su antojo, quiso comunicar a Maura su versión de lo sucedido. El gran político mallorquín, pese a haber sido despachado por el alfonsismo, conservaba su prestigio y buena información sobre Marruecos. Y con asombro lee lo que le cuenta el aristócrata alfonsista: Alfau ha sido relevado de su puesto por «no haber acertado a interpretrar debidamente el concepto de lo que es el Protectorado»[97]. El romanonismo en acción: los subordinados no entienden al jefe.
Marina acumulará hombres y desorientaciones, y llegará a tener aquellos ochenta mil españoles en lucha que temiera Maestre. Pero Marina había aprendido de la guerra del Barranco del Lobo, y pensó que hacer la paz era lo mejor para su ejército y para el Gobierno de Dato, tras la caída de Romanones. Una sórdida alianza de españoles y yebalíes belicistas liquidaría ese honesto empeño.
La brutal vuelta de tuerca se produjo el 12 de mayo de 1915, cuando Taleb Sidi Ali Ben Ahmed Alkalay, emisario personal de Marina y portador de un salvoconducto autógrafo del propio alto comisario, fue detenido en la posición española de Cuesta Colorada (al noreste de Larache). Le robaron sus pertenencias y le dejaron marchar, pero a poco fue emboscado y estrangulado en pleno monte, junto con su fiel criado Mohammed el Garfati, a quien sacaron un ojo en la pelea por defender con valentía a su señor.
Alkalay intentaba llegar, dando un gran rodeo, hasta Tazarut, feudo de El Raisuni (al suroeste de Tetuán), para allí concertar una tregua duradera entre españoles y yebalíes. Los cadáveres de Sidi Alkalay y El Garfati fueron arrojados al arroyo Tembladeras, «atados con piedras y cuerdas»[98]. El Tembladeras, crecido por las últimas aguas de primavera, llevó pronto los cuerpos hasta la desembocadura del Mexera el Harf, donde los descubrieron, flotando semihundidos, unos aterrados pescadores tres días después. El escándalo fue mayúsculo.
Del infame crimen eran responsables tres oficiales de la Oficina de Policía Indígena de Larache, confabulados con el bajá de Arcila, Dris Er Riffi, personaje siniestro donde los hubiere —fue traidor alternativamente de españoles y yebalíes—, que había sustituido a El Raisuni en el control político de Arcila. Er Riffi, enemigo jurado del xerif, quería acabar con el proceso de paz en curso, temiendo un aumento del poder de aquél, y había proporcionado los matarifes para consumar aquella intención asesina: el mokadem (sargento) Ben Dihas, y los askari (soldados) El Metugui y Korsan; los tres, Miembros de la Policía Indígena.
Silvestre, como jefe de la Comandancia General de Larache, quedó impresionado y desazonado por lo acaecido, pues intuía sus responsabilidades. Y aunque avisó sin tardanza a Marina, de éste recibió, para su sorpresa, las más duras críticas, al ser hecho responsable del suceso en un primer momento de ofuscación del alto comisario. Silvestre, sobreponiéndose, nombró una comisión de encuesta, que presidirá el comandante Luis Orgaz Yoldi, futuro alto comisario con Franco. Orgaz era preciso y tajante, lo mismo que el juez de la causa sumarial que se abrió sobre el caso, el teniente coronel Mariano Gómez Navarro. Los dos coincidieron en sus cargos: el capitán Luis Ruedas, y los tenientes Manuel García de la Sota y Ramón Morales, estaban implicados en el crimen. Los dos últimos incluso habían sido testigos del doble asesinato. El oficial de mayor graduación en el criminal complot (Ruedas), que adujo, ante Silvestre, que se encontraba en Arcila «por asuntos del servicio»[99], no pudo con el rigor de la investigación alzada por Gómez Navarro, en la que aparece en Cuesta Colorada el día de autos. Ruedas fue quien se apoderó del salvoconducto que portaba Alkalay y «otras cartas de interés, que fueron quemadas por el capitán»[100].
El Ejército había actuado con rapidez y determinación, estableciendo las responsabilidades pertinentes en su seno. Pero el Gobierno de Dato tuvo pánico. Y el resultado no pudo ser más patético.
El crimen no podía ocultarse, pero sí sus ejecutores indirectos, que fueron encarcelados con mezquino secretismo. Marina y Silvestre fueron cesados, con lo que parecieron así los mayores responsables, sin serlo. Máxime cuando, en un error supremo, recibieron altas condecoraciones: Silvestre la Gran Cruz de María Cristina, y Marina la Gran Cruz Laureada dé San Fernando. Una distinción inusual, extraordinaria, como si hubiera ganado una guerra, cuando acababan de hacérsela perder unos irresponsables, que más tarde, en secreto, serían indultados.
Felipe Rodés, el diputado regionalista catalán —que había sido ministro de Instrucción Pública en un Gobierno presidido por García Prieto en 1917—, pidió al titular de Guerra, Ramón Echagüe, que trajese a la Cámara el expediente de concesión de la Laureada para comprobar «si es verdad» que, para conferir tan alto galardón, «se ha dictado una Real Orden, que no se ha publicado en la Gaceta ni en el Diario Oficial del Ministerio de la Guerra, haciendo a Marina general en jefe frente al enemigo (requisito imprescindible para conceder la Gran Cruz). Y como el ministro negase «en absoluto» tal supuesto, Rodés le atajó las dudas, sugiriéndole: «Pues traiga S. S. el expediente, y entonces veremos si el general Marina tenía condiciones para obtener la Gran Cruz de San Fernando».[101] A lo que el general Echagüe, sincero y acorralado, respondió: «Eso es otra cosa (Rumores)».
Silvestre fue nombrado edecán del rey Alfonso XIII, obligándole así a abandonar Marruecos. Enterado del hecho, y desde el Hospital Militar de Larache donde estaba recluido, Ruedas le escribe a Silvestre el 11 de julio de 1915: «Mi querido General: Ayer, al saber la noticia de su traslado a España, recibí el mayor disgusto de los muchos recibidos en esta prisión. Y no es que yo crea que Vd. va perdiendo, ni que Vd. me vaya a desamparar, no; antes espero que sea beneficiosa para mí particularmente; pero es que su marcha representa para España la pérdida del único hombre que supo encontrar la fórmula para extender nuestra civilización sin necesidad de acudir al moro en son de limosna ni de soborno, sino con el superior prestigio que dicha civilización da a nuestras armas, tratándolo como raza inferior, raza dirigida, procurando encauzarla y enseñarla para llegar a nuestra altura…».[102] Desde su singular ideología, Ruedas reconoce su culpabilidad y a Silvestre, a quien sabe ha defraudado, le dice: «Mi General: Vd. fue mi maestro en el territorio del Garb, en donde conseguí la realización de mis ideales y alegrías. Permita a este discípulo, que se extralimitó de la senda que le marcó el Maestro, el poder estrechar, antes de su marcha, la mano de su guía, de su modelo, del General de alma grande y corazón generoso. Profundamente emocionado se lo pide su fiel y último subordinado, Luis Ruedas Ledesma»..[103]
Silvestre guardó la carta entre sus documentos, pero no contestó. Durante cuatro arios, empleó su tiempo en rutinarias misiones de escolta a la Familia Real, con una escapada para estudiar las técnicas francesas en la Gran Guerra, ya en diciembre de 1916, visitando el puesto de mando del general De Castelnau en la Champaña. Fue ascendido a general de división el 5 de julio de 1918, fecha en la que Berenguer recibió el mismo nombramiento, los dos con antigüedad del 29 de junio.[104] Las diferencias de antigüedad en el servicio habían desaparecido al acceder al rango de divisionarios. Alfonso XIII mantendría hacia ambos una sólida amistad. Durante tres decisivos años —de 1919 a 1921—, Silvestre y Berenguer serán los ojos del Rey en Marruecos.
Un alto comisario muere escribiendo sus quejas al Gobierno
A Marina le había sucedido Francisco Gómez Jordana. Fiel servidor del Estado y amigo de Aizpuru[105], en cuatro años soportó Jordana ocho gobiernos —Dato, Romanones, García Prieto, Dato otra vez, García Prieto de nuevo, luego Maura, García Prieto por tercera vez y Romanones por último—, incluyendo en el lote diez ministros de la Guerra, nueve de Marina, nueve también de Gobernación, diez de Fomento, otros nueve de Estado y diez de Hacienda. Esos cincuenta y siete ministros tenían todos jurisdicción (capacidad de intervención) sobre la Alta Comisaría, todos exigían, ordenaban, intentaban manipular y, al fin, desesperaban al alto comisario.
Jordana murió como no podía ser menos: sobre la mesa de su despacho en Tetuán, a primera hora de la tarde del 18 de noviembre de 1918, cuando repasaba un largo memorial de agravios que acababa de terminar y que escribía a Romanones —presidente del Consejo y, a la vez, titular de la cartera de Estado—, donde pedía coherencia y rigor al Gobierno. Jordana se lo tenía que haber pedido al sistema, al régimen. Una quimera en ambos casos. Al morir, dejó una obra no consolidada: el entendimiento con El Raisuni, pacto sellado en El Fondak de Ain Yedida (ruta de Tetuán a Tánger), el 20 de mayo de 1916, en una ceremonia colorista, en la que la harka raisunista y las tropas de Jordana se unieron en un singular cruce de respetos, luego reforzados con ocasión de los combates por la posesión de El Biutz, en la indómita cábila de Anyera (29 de junio), donde españoles y yebalíes formaron un mismo ejército. Jordana no se atrevió con lo esencial: pedir al Gobierno la destitución del desprestigiado Muley el Mhedi, para así entregar el jalifato a su mejor postor, El Raisuni.
Aquel abrazo militar hispano-yebalí en El Fondak ocurrió no lejos del gran árbol donde O’Donnell y Muley el-Abbás habían sellado el fin de la guerra de 1860. El viejo roble protegía con su sombra ese noble referente pactista. El binomio Berenguer-Silvestre acabaría con él. Sin remordimientos.
Silvestre vuelve a Marruecos y Picasso renuncia a ser ministro
Silvestre volvió a Marruecos cuatro años después de su relevo enmascarado tras el desdichado asunto Alkalay. El 12 de agosto de 1919 toma posesión en Ceuta como comandante general. En Tetuán le esperaba Berenguer. No era sólo el alto comisario, sino uno de los pilares del régimen.
En 1916 Berenguer había sido nombrado gobernador militar de Málaga, cargo que le catapultó al ascenso a divisionario (5 de julio de 1918) y luego al mundo de la política, su verdadera naturaleza: el 30 de julio siguiente marchaba a Madrid para hacerse cargo de la Subsecretaría de Guerra a las órdenes del general Marina, entonces titular del ramo en el tercer Gobierno Maura.
Con los liberales de García Prieto en el poder, le fue ofrecida a Berenguer la cartera de Guerra. No lo dudó. Y el 9 de noviembre de 1918 fue nombrado ministro.
Casi al mes del fallecimiento de Jordana, el 11 de diciembre de 1918, Berenguer, que llevaba entonces sólo dos días como ministro de la Guerra, lograba de Alfonso XIII, movido por «la experiencia de nuestra acción de Protectorado en Marruecos», la firma de un Real Decreto que imponía la supresión del puesto de general en jefe del Ejército de España en África y su separación de las funciones de la Alta Comisaría. La medida fue bien vista por la opinión parlamentaria y periodística.
El tercer Gobierno García Prieto tuvo vida efímera, y el 5 de diciembre de 1918 volvía el conde de Romanones a palacio. Berenguer entraba en la nueva combinación ministerial, pero al poco tiempo renunció, decidido a concentrar sus energías en Marruecos: el 26 de enero de 1919 era nombrado alto comisario, tomando posesión, en Tetuán, el 2 de febrero siguiente. El nombramiento llegó tras un intenso debate entre Alfonso XIII, el mismo Berenguer y Romanones. El aristócrata convenció a su propio candidato ideal, Manuel González Hontoria, para que renunciase a esa magistratura, y este mismo lo reconocería en el Congreso de 1921: «… al morir el general Jordana y quedar vacante la Alta Comisaría, sin proveer estuvo durante dos meses, y durante ellos hube de resistir las tentaciones que, a la noble ambición de ir a desempeñarla, me ponía la entonces entrañable amistad del Señor Conde de Romanones (Rumores)»[106].
Cuando Berenguer pasa a Marruecos, queda como subsecretario de Guerra un brigadier de actitud reservada, atareado en lo suyo, figura nada habitual en los pasillos de Buenavista, oficial de Estado Mayor, y laureado en 1893: se llamaba Juan Picasso. Tenía sesenta y dos años y era casi un desconocido en la milicia. Y a él le fue propuesto el cargo de ministro, en febrero de 1919.
El estupor de Picasso fue notable, pero más lo fue su decisión. A quien le propuso el cargo (¿Romanones?) le replicó con amable firmeza: «Pues se lo agradezco mucho, pero mire usted, prefiero seguir trabajando en lo mío y ser lo que soy, un militar honrado».[107]
Un alto comisario se desdice y un comandante pide abrir cuentas
Dos veces ministro de la Guerra —con García Prieto y Romanones—, Berenguer ocupa la Alta Comisaría en la primavera de 1919, pero no se considera dotado del suficiente poder, tanto político como militar. Tratará de corregir ese vacío con dos acciones: la acumulación de competencias, y la colocación de amigos fieles en los puestos clave. En esos planes entraba Silvestre y tenía que salir Aizpuru, entonces comandante general de Melilla.
Berenguer y Silvestre llegaron a pactar un condominio militar sobre Marruecos: mandaría el primero sobre el conjunto y ejecutaría las órdenes el segundo. La posterior teoría de sus viejas rivalidades no es aplicable al verano de 1919.
Habiendo quedado disponible una vacante de teniente general, dos eran los candidatos principales: Miguel Primo de Rivera y el propio Aizpuru. El beneficiado fue Primo, y el primero en enterarse sería Silvestre, todavía de servicio junto al Rey. Silvestre le comunica tal elección a Berenguer. Y éste, desde Tetuán, le responde así el 19 de julio de 1919: «Querido Manolo. Recibo tu carta en que me das la noticia del próximo ascenso de Miguel Primo, lo que varía algo nuestros planes, aplazándolos. Yo me alegro por él, pero lo siento, porque no se pueden realizar por ahora nuestros proyectos, pues aunque estoy muy contento con Aizpuru, que en realidad lleva aquello (el Rif) muy bien, y está ahora recogiendo, con facilidad, el fruto de la larga acción política que allí había desarrollado, me agradaría más que tú estuvieras allí, porque entre nosotros sería más fácil resolver todas las cuestiones y nuestra comunidad de ideas sería una garantía para abordar la labor aún no empezada…»[108]
A continuación, Berenguer hace referencia a otro posible relevo, que exponía así: «Respecto a lo de Ceuta, no creo que la marcha de Arraiz pase de ser un rumor sin fundamento; a mí no me ha dicho nada, pero ya había corrido también por aquí, y preveyendo (sic) esa eventualidad, había escrito al Ministro (Luis de Santiago) que modificase algo mi situación en esta parte de la Zona (de Protectorado), aprovechando esa circunstancia, de producirse».[109] La circunstancia se iba a producir, porque provenía de otra, ya consumada: la tragedia de Kudia Rauda.
Cinco días antes de que Berenguer escribiera a Silvestre, el 12 de julio de 1919, el nudo de posiciones españolas de Kudia Rauda, audaz avanzada plantada en el valle de Uad-Ras —último sangriento campo de batalla en la campaña de 1860—, era contraatacado por la harka raisunista que, en marea irresistible, dispersó a las unidades del coronel Rodríguez del Barrio. Se trataba del último acto de una sañuda pelea iniciada, en tanteo, el viernes 10. Yebalíes y españoles llegaron repetidas veces al cuerpo a cuerpo, imponiéndose los primeros por su determinación y el uso de modernísimo material para la época: bombas de mano —provenientes del eficaz contrabando de armas—, que hicieron trizas las débiles defensas del dispositivo español. Hubo un aluvión de bajas por ambas partes. La operación, entendida como una «sencilla operación de policía» por el comandante general de Ceuta, Arraiz de Conderena, había derivado en un acuchillamiento sin cuartel. El hecho causó sensación. Marruecos, la colonia sumisa, rebelde de nuevo, degollaba a sus ocupantes. Se habló de «trescientas o cuatrocientas bajas españolas» en las páginas de El Sol. Luego se dio la cifra de 124 bajas, de ellas, 38 muertos y de éstos, cuatro oficiales. Pero la emoción nacional fue calmada por la misma prensa, que se encargó de divulgar que los 34 muertos de tropa «eran todos indígenas» (efectivos de Regulares), con lo que la pena, por fuerza, tenía que ser menor para España.[110] Pero las bajas habían sido 183, y los muertos ascendían a 79, de ellos 7 oficiales y 39 soldados «europeos»[111].
Rodríguez del Barrio, tras quedar en entredicho, sería más tarde ascendido a brigadier. Pero Arraiz fue relevado de inmediato. Su sustituto fue Silvestre, que tomó posesión de su nuevo destino en Ceuta, justo treinta días después del revés de Kudia Rauda. Ya estaba formada su comunidad de ideas con Berenguer.
Tranquilizado en ese punto, Berenguer consideró llegado el momento de asumir todo el mando en Marruecos. El 25 de agosto, un Real Decreto daba forma a ese poder omnímodo. Antonio Tovar, titular entonces en el ministerio de la Guerra, se limitó a testificar sobre las variantes administrativas que le eran sugeridas, y que aprobaba el Rey.
No eran cosa baladí tales variantes. Al alto comisario le correspondían «la iniciativa en las operaciones y la aprobación de los planes para ellas»; ser «responsable de la política que se sigue en la zona de Protectorado», y ser también «el jefe directo de las oficinas y servicios de Información y de Policía». A su vez, realizaría «la intervención directa en el uso de los fondos para obras de campaña, que no podrán emplearse sin su previa autorización». Por último, dispondría del uso de «todas las comunicaciones radiotelegráficas y telefónicas, con preferencia a todas las demás autoridades que de él dependan, y, asimismo, de todos los medios de transporte»[112].
Por si no fuera bastante, el alto comisario asumía el cargo de inspector del Ejército de África. Berenguer quería disponerlo todo y saberlo todo en Marruecos. Ya lo tenía. Empero, ese mando absolutista le sumergía en un proceloso mar de responsabilidades. Ni Picasso ni Aguilera olvidarán estas atribuciones.
Una semana después, Berenguer volvió a sentirse insatisfecho en su visión del problema colonial. El 1.º de septiembre de 1919 otro Real Decreto solventaba esa insatisfacción.
Berenguer lograba del Rey que anulase lo que él mismo le había sugerido diez meses antes siendo ministro —separar la Alta Comisaría del puesto de general en jefe del Ejército en África—, quedando ahora investido de ambas competencias. El general se desdecía y el Estado con él. Berenguer recibía no ya más poder, sino el poder absoluto en Marruecos. Y no más responsabilidades, sino todas las responsabilidades, que irían a cuenta del Estado. Berenguer quería ser primer cónsul en África. Pues lo era. Y con todas las consecuencias. No quería dejar margen a los errores en aquel verano de 1919, pero empezó a cometerlos. En engreídas declaraciones al diario El Sol, afirmó: «El pueblo español puede estar seguro de que la obra de Marruecos se llevará a cabo y con éxito, sin combates». Esperaba conseguir su empeño «sin bajas, aparte alguna acción aislada que pueda ocurrir», considerando «como un fracaso el tener que pedir más fuerzas».[113]
Detrás había otros errores: no entender —ni atender— las señales premonitorias de fracaso. Estaban a la vista de Tetuán. En las alturas de Beni Salah, a dos kilómetros de la ciudad. Con buenos prismáticos se las distinguía. Los cadáveres de 33 hombres: cuatro españoles —tres oficiales y un sargento— y 29 moros de Regulares, dos de estos oficiales. Todos muertos por España. Sólo quedaban sus osamentas. Llevaban allí desde el 5 de abril de 1919, cuando fueron sorprendidos en otro contraataque raisunista.[114]
Los muertos de Beni Salah seguirían en sus puestos hasta enero de 1920, cuando un gran militar, el teniente coronel Castro Girona, salió una noche con su gente de Tetuán, alcanzó en rápido avance aquella altura e instaló en ella un blocao «sin disparar un tiro». Luego dio sepultura decorosa a aquellos restos, «a los que el tiempo y la acción de los buitres habían puesto en el estado de no poder ser identificados»[115].
Silvestre se adelantaría, en Rauda, a lo que Castro Girona haría meses después en Beni Salah. Su llegada, en aquel agosto de 1919, devolvió la moral a las tropas. El 8 de octubre subía, resuelto, hasta Kudia Rauda y ordenaba «el desmantelamiento de la posición», así como «la inhumación de los cadáveres que yacían insepultos en el campo de batalla desde el mes de julio»[116]. Estaban destrozados: veintiocho de ellos quemados y no pocos torturados antes de morir. Un aviso de Abarrán.
Los denominados «sucesos de Rauda» mantuvieron en vilo a España por unos días. Luego se apagaron las angustias populares y volvió la rutina, la descerebración política y militar.
Menos en un parlamentario y comandante de Estado Mayor. El 19 de agosto de 1919 se oyeron en el Congreso de los Diputados estas proféticas palabras: «En Marruecos vendrá una catástrofe, y es necesario abrir una cuenta para saber a quién corresponden las responsabilidades, porque llegado el momento del desastre todas caerán sobre un ejército que no tiene las condiciones necesarias para actuar allí, y, entonces, vosotros, hombres públicos, que sois verdaderamente responsables de la política marroquí, encogeréis vuestros hombros y dejaréis caer las responsabilidades en los hombres que visten el uniforme militar». El mismo diputado, días antes, había criticado «el espectáculo que está dando el Parlamento, ocupándose de cuestiones pequeñas, olvidando las más esenciales para la vida nacional»; y deducido que si tal actitud a muchos producía «desvío» a él le causaba «desprecio», originando un prolongado alboroto.[117] Se llamaba Joaquín Fanjul Goñi, era natural de Vitoria y tenía treinta y nueve años. Su libro de cuentas por los asuntos de Marruecos nunca se abriría en el Parlamento.