Capítulo I

En el país de la guerra

Mediado el mes de enero de 1921, las unidades españolas desplegadas al oeste de Melilla iniciaron un amplio avance. Iban en pos de Alhucemas, corazón del Rif. Allí tenía que vencerse la rebelión rifeña, y allí podría acabarse la guerra de Marruecos, que duraba, con escasas intermitencias, desde 1909.

Las tropas cubrían un amplio frente. Era una sucesión de destacamentos más que de batallones completos, a los que no se podía considerar un ejército en el sentido europeo y moderno del término. Llevaban poca y anticuada artillería de origen francés; sus ametralladoras eran desvencijadas máquinas estadounidenses Cok; y su tropa, bisoña y poco instruida, iba provista de fusiles alemanes Máuser, que fueron excelentes armas, pero que estaban inservibles en su mayoría, pues provenían de las campañas de Cuba y Filipinas en 1895-98. Era una columna, no un ejército. Y tenía más de agrupación guerrillera que de unidad militar al estilo clásico. Ese carácter inusual se lo proporcionaba la singular imagen de sus vanguardias, formadas por gente de aspecto fiero, naturales del país: la Policía Indígena y los Regulares.

A primeras horas del 15 de enero, las avanzadas llegaron a lo alto de un monte, el Izzumar cota escarpada de 750 metros que dominaba una inviolada y estratégica cubeta: Annual, un océano de piedras, gravas y areniscas en el que destacaba, por la izquierda y a lo lejos, una loma alargada, cubierta de árboles. Un riachuelo, en trance de agotarse. Iba hacia el centro de la hoya. El terreno ofrecía la coloración propia de una tierra marcada por una prolongada sequía. Un paredón de montañas, en amenazante círculo, cerraba el horizonte por sus cuatro costados hasta abrazarse en el Izzumar. El mar surgía al fondo.

En el estratégico mirador, los oficiales barrieron con sus gemelos de campaña el devastado panorama. Ningún enemigo a la vista. Fue dada la orden de adelante. Todos hacia la hoya. Ya venía por detrás la escolta del general. Los escuadrones y las compañías de a pie se introdujeron en el desfiladero, algunos de cuyos escarpes mostraban líneas casi verticales. Detrás de ellos fueron la impedimenta y unos pocos cañones, dando tumbos. Siguieron las reatas de carros y mulos, guiadas por los nerviosos acemileros.

El general llegó a la cima del monte. Inconfundible. Un corpachón vestido de desenvoltura y genio. Llevaba puesta la zamarra azul marino de Cazadores. Botas de caña alta, fajín rojo, con insignias de general de división, y cordón dorado con distintivo de ayudante del Rey. No llevaba condecoraciones, tampoco armas. Rotundo, desinhibido, convencido de sí mismo. Era Manuel Fernández Silvestre, tenía cincuenta y dos años y estaba decidido a acabar ese mismo año con el Rif y con la guerra.

Rodearon al general sus ayudantes y Estado Mayor. Y se le señaló el posible emplazamiento de la nueva posición: aquellas tres colinas pandeadas, en el centro de la hoya. Luego recibió la novedad: el Izzumar, desierto, sin huellas de haber sido fortificado; las montañas de los Tensaman, a la izquierda, despejadas; y las de los Beni Said, a la derecha, libres también. Hacia atrás, las vaguadas y colinas dominio de los Beni Ulixek, a los que pertenecían los terrenos en los que se asentaba el aduar (poblado) abandonado de Annual, aparecían, asimismo, desembarazadas de toda oposición. Las tropas seguían bajando hacia la gran hoya, la columna entera. Toda ella cabía dentro del desfiladero. Hasta el último hombre, hasta el último vehículo.

Era el sábado 15 de enero de 1921 y el ejército de Silvestre había llegado a su destino. Estaba a 106 kilómetros de Melilla por muy mala pista, y a poco más de treinta, en línea recta, de su objetivo: la bahía de Alhucemas. El Rif parecía vencido y la guerra de España con Marruecos a punto de terminar.

Dos jefes cavilan sobre lo que hace su general

Las tropas de Silvestre habían partido hacia Annual desde Zoco Innunaten, en la vertiente meridional del silencioso Izzumar[1], con las primeras luces. Más atrás quedaba Ben Tieb y aún más alejado Dar (casa) Drius, ya en la llanada del Kert. Ambos campamentos se habían acondicionado como bases de apoyo a la ofensiva en curso, que tenía mucho más de acción política que militar: entre el 5 y el 6de diciembre de 1920 se había logrado la sumisión de los Beni Ulixek, y cinco días más tarde la de los Beni Said. Los principales chiuj (jefes) de esta tribu, Amaruchen y Kaddur Namar, se habían inclinado ante la audacia de Silvestre, al alcanzar el general español la cima del mítico Monte Mauro —ocupado el 11 de diciembre—, montaña nunca antes hollada por hombres extranjeros. Otras tribus, como la de Bokkoia o Bocoya (así en adelante), y la de Temsaman, última trinchera tribal hacia Alhucemas, enviaban emisarios en son de paz. El Rif se estaba entregando sin resistencia.

La maniobra del avance español llegaba hasta la costa: el 12 de enero se había ocupado Sidi Hossein o Ras (punta) Afrau, espolón rocoso introducido en el mar. Y un día más tarde lo eran Mehayast y Azrú, posiciones ambas en proceso de fortificación. El altivo Yebel (monte) Azrú, de 1.049 metros de altitud, desolado nido de buitres situado a nueve kilómetros de Annual, quedó como observatorio retrasado de la amplia ofensiva. En la operación participaban poco más de tres mil hombres, una brigada.

Silvestre y su Estado Mayor habían salido de Melilla hacia Zoco Innunaten en varios automóviles, a las seis y media de aquella soleada y fría mañana de enero. Las tropas ya iban a buen paso hacia el Izzumar, que hacía de divisoria entre las bases españolas en Ben Tieb y Dar Drius[2], y la región de Temsaman, cerca de Cabo Quilates, en el agreste borde alhoceímico. Superar sus montes, por el altivo paso de Tizi Takariest, equivalía a descolgarse sobre la desembocadura del Nekkor, el mayor delta del norte de Marruecos. Desde allí sólo quedaba una corta carrera, dos días a lo sumo, para alcanzar Alhucemas y vencer al Rif.

El general y sus oficiales cambiaron automóviles por caballos en Innunaten y alcanzaron la cumbre del Izzumar. Eran las 10:30 horas de aquel 15 de enero. Luego bajaron despacio hasta Annual, donde empezaban a alzarse las primeras tiendas. Mientras a su alrededor se afanaban las compañías de Zapadores e Ingenieros en la construcción defensiva —tres campamentos en uno, repartidos entre las tres colinas—, Silvestre reclamó a su lado la presencia de Dávila, su jefe de Operaciones o de Campaña.

El teniente coronel Fidel Dávila Arrondo, cuya prematura calvicie le hacía distinguirse a distancia, se acercó sin prisas hasta el grupo de oficiales. Imaginaba lo que podía reprocharle su general. Dávila era un militar reflexivo, competente y detallista, que no sentía especial satisfacción por las ofensivas a todo pecho como la que estaba en desarrollo. Había nacido en abril de 1878, en un ambiente fortificado: la ciudadela de Barcelona. Y se había criado entre Burgos, Santoña, Logroño y Vitoria, típicas ciudades de guarnición: vida sin estrecheces ni despilfarras, aburrida y estoica. Hijo de militar, distinguido en el bando liberal durante la tercera guerra carlista, su madre, Irene Arrondo, le animó a seguir la misma profesión que su padre, pero añadiendo un consejo que repetía sin cesar a su numerosa prole: «Hijos, estudiad, que los libros son pan».[3]

El joven Dávila había luchado en Cuba con dieciocho años, repatriándose en 1897 con el grado de segundo teniente, al obtener plaza en la Escuela Superior de Guerra. Dávila aprovechó esos estudios, y en mayo de 1919 era teniente coronel. En junio siguiente fue destinado a Melilla, donde congenió bien con el comandante general, Aizpuru.

En Melilla asistió al relevo de Aizpuru por Fernández Silvestre. De su nuevo jefe diría luego que era famoso «por sus prontos»[4]. De Dávila apreciaba Silvestre su sinceridad, a menudo brusca y ante terceros, la preparación minuciosa de la maniobra, y su sentido de la perspectiva. Mantendría esa manera de ser hasta recibir las órdenes de ocupar Annual, paso previo al ataque sobre Alhucemas. Circunspecto, más bien desconfiado, dado más al análisis que al entusiasmo, Dávila había pasado a exhibir, sin tapujos, un pesimismo notorio que tenía en Annual su argumento más persistente.

Nada más verle, Silvestre, con buen talante, le preguntó con socarronería «qué tenía ahora que decir». Dávila no se arredró, y al insistir su jefe, replicó: «Mi general, no digo yo que los pelos se me han puesto de punta, pero sí digo que me ha salido pelo a través de la calva».[5] Aprovechando el todavía aspecto risueño de Silvestre, Dávila indicó la conveniencia de «ocupar inmediatamente Sidi Dris, si puede ser mañana mejor que pasado, y hacer en ella base fuerte».

Dávila quería asegurar al ejército la defensa desde el mar. Silvestre quedó pensativo, pero al terciar el coronel Morales en la conversación, diciendo que «eso había que madurarlo»[6], se contuvo. El general y el teniente coronel escucharon lo que tenía que decir el jefe de Política.

El coronel Gabriel Morales y Mendigutía era de origen cubano, como Silvestre. Había nacido en Sancti Spiritus (provincia de Santa Clara), el 12 de diciembre de 1866. Igual que Silvestre, era hijo de militar.[7] Provenía del Estado Mayor, y en la guerra hispano-norteamericana destacó por su combatividad en el sostenimiento de la dificilísima línea del Cauto, río que dividía el Oriente y el Centro de la isla, área de reñidos choques entre españoles y mambises (guerrilleros). De Cuba había vuelto, en 1899, con tres Cruces Rojas del Mérito Militar y fama de oficial ponderado y resuelto. El resto de su carrera había transcurrido en África. Fue uno de los jefes más destacados en las operaciones llevadas a cabo en el fatídico Gurugú. En esa funesta ocasión (27 de julio de 1909), la del Barranco del Lobo, le mataron el caballo; él resultó ileso de milagro en medio de un vendaval de disparos rifeños y atropellamientos de las tropas españolas, a las que supo reconducir con gran pericia. De ahí provino su ascenso a teniente coronel por méritos de guerra. Desde entonces estaba prendido de África y de todo lo marroquí. Apasionado por la investigación histórica, actuaba, de hecho, como cronista de Melilla —de ahí su obra Datos para la historia de Melilla—, y era miembro de la Real Academia de la Historia desde octubre de 1918.[8] Afable y discreto, hombre culto —hablaba y traducía el francés y el inglés—, dominador del árabe y del chelja (lengua beréber), idiomas en los que se expresaba con fluidez y amenidad, mantenía un ascendiente incuestionable sobre los jefes indígenas.

Cinco años mayor que Silvestre, Morales, a sus cincuenta y cinco, parecía tener diez o quince años más. Se le veía extenuado más que cansado y, desde luego, se mostraba escéptico. Sólo sus ojos daban impresión de viveza a un cuerpo que parecía frágil y desmadejado. Tan envejecido y de pequeña estatura —llegaba a Silvestre por el hombro—, el general parecía su hijo. Militar de prestigio, con hoja de servicios sin mácula, debería lucir los entorchados de brigadier. Y se los había ganado a pulso. Pero su carácter amable, casi cohibido, a menudo irónico y para nada ambicioso, le habían apartado de ese ascenso. Él ostentaba otro rango: el de la devoción que le profesaban los oficiales, clases y tropa encuadrada en la Policía Indígena, de la que era jefe, y a la que sumaba el respeto sincero que le mostraban los chiuj (jefes) rifeños, para quienes era persona estimada y a escuchar siempre. De los de mayor afecto hacia él, los Abd el Krim.

Como jefe de Política, Morales había realizado una fructífera labor de aproximación a los naturales del país. Suyos fueron los puentes pactistas tendidos a los Beni Ulixek, los Temsaman y los Bocoya, y, sobre todo, a los Beni Uariagal o Urriaguel (así en adelante), los altivos guardianes de Alhucemas. España estaba en Melilla desde hacía 424 años, y no había ni tan siquiera tendido su mano al corazón de las tierras rifeñas. Morales había ofrecido la suya. Pero su general, no.

Lealtades parecidas y perspectivas diferentes

Morales presentía el peligro de introducir una columna que, sin ser un ejército, lo parecía, en la hoya de Annual. Ese golpear en un gran vacío, sin tener ninguna relación previa con quienes podrían convertirlo en una trampa mortal, le angustiaba. Morales pensaba en estas cosas mientras Dávila y Silvestre le observaban aquella mañana de invierno en Annual. Parecía el militar más viejo de España. Y es que Morales llevaba encima todo el cansancio, toda la frustración del Ejército.

Al escuchar las dudas de Morales sobre la extensión de la ofensiva, Dávila razonó que, si se había llegado hasta Annual pese «a mi opinión adversa», al menos que se realizase lo más consecuente: enlazarla con Sidi Dris y en operación que estimaba «urgentísima». El hecho mismo de llegar a Annual seguía siendo, para él, «un motivo de grave preocupación»[9]. Silvestre zanjó la discusión haciendo varios comentarios, entre mordaces y humorísticos, sobre el pudor operativo de sus subordinados, reafirmándoles su voluntad de seguir adelante. Hasta Alhucemas.

Un capitán de Infantería y gran fotógrafo, Carlos Lázaro Muñoz, tomó diversas instantáneas del momento.[10] Bajo la cortante luz del mediodía invernal rifeño, de pie sobre una de aquellas tres colinas de Annual, inmortalizará a los protagonistas[11]: Silvestre, el más corpulento, señalando un punto inconcreto, hacia el Oeste; a su lado, Navarro, segundo en el mando; detrás, el capitán Sabaté, tan alto como Silvestre, jefe del Estado Mayor de la columna; por delante Dávila, con aspecto un tanto abatido, y al lado Morales, el primero de esta línea de jefes, dirigiendo su mirada arriba, hacia el Izzumar, absorto, sopesando probabilidades y desafíos.

Tras tornar un pequeño refrigerio —el agua de Annual no parecía tan salobre como se suponía—, el grupo se dispersó. Eran las dos y media de la tarde. Una hora después, el grueso del ejército salía de Annual, donde sólo permaneció una guarnición. Las tropas volvían a Ben Tieb, campamento base.

Dávila y Morales no solían ser muy comunicativos entre sí. Ante los hechos consumados en Annual, quedaron sometidos a una continua tortura intelectual. El atrevimiento de la operación en marcha no les hacía olvidar que eran responsables subsidiarios de lo que allí ocurriese. Dávila guardó para sí sus cuitas. Morales, no, y las pondría por escrito más adelante.

Morales quería y respetaba a su general. Su edad y su experiencia hacían Que le mostrase un afecto paternalista y sincero. Dávila sólo le respetaba por su rango, nada más. Era leal con el comandante general, pero con el cargo, no con el hombre. Años después, al tener que declarar ante la Comisión de Responsabilidades, dirá de Silvestre que «su capacidad militar se cimentaba sobre bases muy frágiles». Y llegó entonces (16 de agosto de 1923) a precisar que Silvestre «era un ídolo que tenía no los pies de barro, como vulgarmente se dice, sino de arena, modelados por la suerte, que siempre le acompañaba»[12].

Silvestre tenía otra vara de medir. Generoso como era, unos días antes de la ocupación de Annual, el general había convocado una Junta de Jefes en Melilla, a la que asistieron los jefes de Cuerpos y también los de Columnas, más su Estado Mayor al completo. Sin dudarlo, Silvestre expuso, en primer lugar, la justicia de ascender al teniente coronel Dávila, quien se consideró «sorprendido por la propuesta»[13]. Silvestre firmó esa promoción de Dávila, al rango de coronel, el 1 de febrero siguiente. En esa misma Junta, Silvestre, con afectuosa decisión, propuso a Morales para su ascenso a brigadier, reconocimiento que tanto le había tardado en llegar, pero que nunca recibiría. De los tres hombres, Morales era el único que conocía el Rif y a sus gentes. Por su historia y por el trato diario. Siendo el más entendido, tenía el consejo pero no la decisión. Quería a Marruecos de corazón.

Geografía y supervivencia de una tierra insumisa

El término españolizado de Marruecos provenía del nombre de la ciudad de Marraquech, a su vez, derivado del árabe Marrákus, que significa «pasar deprisa, pero con sigilo»[14]. Ese concepto de lo sigiloso, lo hermético, lo sorpresivo, concordaba con la idea de Magreb o magríb, que, proveniente de la raíz árabe garab, expresa una idea de «lejanía», de misterio.

Marruecos representa una idea de separación, casi de desprendimiento: Maghreb el-Aksá (el Extremo Occidente). Marruecos, en su septentrión geográfico, estaba dividido en cinco principales espacios caracterizados por peculiaridades sociales, económicas y políticas:

El País Yebala al Oeste (triángulo Tánger-Tetuán-Xauen).

El País del Lucus, al sur del anterior (área Arcila-Larache-Alcazarquivir), también denominado Garb.

El País Gomara, a continuación de Yebala y hacia el Este.

Er Rif (borde, frontera), en el centro del conjunto, masa donde se alzaban las mayores montañas —el Tidiquín, de 2.300 metros de altitud—, que permitían en su flanco oriental la constitución de una gran cubeta semidesértica (Annual).

Y el País Senhaja o Senhaya, donde se insertaban los montes del Rif central y occidental, antes de alcanzar su límite meridional, el Uarga. El Yebala era la región más fértil y el Rif la más árida. Las áreas comprendidas entre el Muluya y el Lucus definían el Oriente y el Occidente del Protectorado español. Setenta y una khabilas o cábilas —españolización del árabe qabila (tribu)[15]—, poblaban estos territorios.[16] Eran, junto a los eritreos, los mejores guerreros de África sin discusión.

Por demostración de legitimidades religiosas provenientes de las respectivas familias de awliya (santones); por riquezas agrícolas o tributos económicos impuestos a las tribus más débiles; y por exhibición de notorias capacidades militares para hacer frente a cualquier invasor y hacerlo con éxito, dos de esos cinco espacios se imponían a los demás: el País Yebala y el Rif. Uno cubría todo el Oeste y el otro todo el Este. Los dos formaban un triple centro: antropológico, cultural y político (de ahí la expresión de rifeño-yebalíes utilizada para identificar a la generalidad de los pueblos normarroquíes).

Del viejo maurus latino, antes de ser islamizado, los españoles habían hecho el popular moro, que así quedó para el gentilicio, mientras sobrevivía el término de Mauretania en la toponimia regional. Moros para los españoles, maures para los franceses, moor o moorish (moruno) para los británicos, los rifeño-yebalíes tuvieron que hacer frente a una doble invasión europea, pero esa formidable perturbación no logró alterar sus modos de vida.

El espacio normarroquí se elevaba sobre las tierras y mares circundantes como lo que era: un espacio fortificado por la naturaleza y amurallado por la resistencia de sus gentes. Tierra abarrancada por la erosión, batida por los vientos excepto en sus recónditos valles de montaña, mostraba casi imposibles accesos por el mar en su zona central (Rif), y, en general, ofrecía una convulsión orográfica permanente. Todo ello conllevaba una radical compartimentación del territorio. Los mundos atlánticos (Tánger, Arcila y Larache) y su prolongación interior hasta Tetuán y Xauen eran, en invierno y primavera, tan opuestos a los rifeños (Targuist, Drius, Nador) como un jardín a una estepa. En el ardiente verano, todo se igualaba.

En el País Yebala, el cambio de estación aliviaba la hostilidad de una tierra cruel con el hombre. En el Rif, esa crueldad era constante, sin ninguna pausa estacional, con excepción de los meses de diciembre a febrero, en los que un leve verdor amansaba la dureza del paisaje. En el Rif se nacía para resistir y se vivía para luchar.

Desnuda de una hidrología equilibrada —los grandes desniveles y las prolongadas sequías provocaban arrasadoras riadas, que erosionaban los parcos niveles edafológicos (suelos)—, país en donde encontrar un acuífero equivalía al hallazgo de un gran tesoro, la tierra normarroquí entregaba sus pocas bondades a sus pobladores autóctonos. Esta indisciplinada región en lo geográfico se caracterizaba por su insumisión política a todo poder extranjero, fuese africano o no. Él territorio estaba poblado por algo más de medio millón de habitantes.[17]

Esta cornisa norteña se correspondía, en el uso tradicional del islamismo político, como Bled es-siba (territorio sin ley ni orden), un espacio habitado por la anarquía. De otras regiones del hábitat beréber —Alto y Medio Atlas—, siendo tierras de lucha, se decía que eran territorios Bled es-Makhzen o Majzen, sometidos a la plena autoridad del Sultán —reinante en Fez—. Mas teniendo en cuenta que ese orden era dictatorial cuando no ilegítimo, Marruecos era todo él un país siba. Ese desorden era relativo, pues no atentaba contra las libertades de las tribus y las de sus miembros; se resumía en el concepto de Ripublik, que podría traducirse como «anarquía democrática», conforme a las mejores tradiciones y constantes empeños del Rif histórico.

Los hombres del norte vivían desde hacía siglos de la guerra. Las armas de su supervivencia eran el coraje, la astucia y la destreza en el combate. De sus campos, que les eran hostiles, recibían lo justo para alimentarse si las nubes no se mostraban esquivas. Tenían turnos para los riegos y se relevaban en el uso de las gársat (huertas), donde sembraban y recogían cebollas, garbanzos, habas, pimientos, tomates y zanahorias.

No volvían la espalda a lo que el mar podía darles, pero su pesca, aunque hábil, era rudimentaria, poco productiva. Sobre todo cazaban. Utilizaban un palo largo, de aspecto intimidante, el r-metrag, que ataban con alambre de cobre y que arrojaban, con gran fuerza y pasmosa puntería, contra sus objetivos, ya fuesen pájaros, liebres o conejos.[18]

Con un fusil en sus manos podían acechar, durante dos o tres días, alimentándose de frutos secos o cecina (carne salada), esperando a que pasara bajo la mira de su arma el intruso o el enemigo jurado. Con sus pesados Remington —los fusiles que España llevó a la guerra de Melilla de 1893—, podían acertar en la cabeza de un hombre a doscientos metros y alcanzarle en alguna parte del cuerpo a distancias de hasta ochocientos metros, calculando, con rara habilidad, la caída del proyectil (un metro o más) y la deriva del viento.

Del arma que les hizo célebres, el Remington —calibre de 11 mm, cuya munición provocaba espantosas heridas— venía el sonido, característico de los grandes fusiles: pa-cumm. Del mismo se derivó el onomatopéyico paco (tirador emboscado) o pacazo (impacto sufrido por la víctima). Sin embargo, casi nunca utilizaban el fusil en la caza: los cartuchos eran muy costosos.

Cultivaban los cereales, trigo y cebada, sobre todo esta última, de la que hacían ricas tortas y un sabroso y nutritivo pan. Como guerreros que eran, el campo les atraía sólo lo necesario para subsistir. Le dedicaban no más allá de tres o cuatro meses de atención, volcando su mayor empeño en el xéyra (árbol) que, dado el clima que soportaban, tenía casi carácter de planta milagrosa para ellos. Eran expertos podadores, injertadores y fertilizadores de sus escasísimas masas arbóreas. Cosechaban con primor la aceituna —en las vertientes montañosas— para extraer el, para su modo de vida, fundamental zit (aceite).

El olivo, el almendro y la higuera eran sus árboles más apreciados. Buenos apicultores, extraían riquísima âsel (miel) de sus ámbitos de montaña. Cultivaban la vid (dâlia), pero sólo para disfrutar de sus ainabt (uvas), sin extraer el vino, prohibido por la Sharia o Ley islámica, también contraria, y de forma radical, al uso de la denigrada carne de hal-luf (cerdo). De la vid guardaban la zbíba (pasa), uno de los pilares de sus manjares de invierno, dominados por los frutos secos.[19]

La sequía —y el hambre— les amenazaban siempre. El Rif arrastraba seis años —de 1915 a 1920— sin lluvias suficientes para sembrar y cosechar con garantías, y en 1917 esa carencia había sido de tal magnitud que ni una mísera cosecha de grano pudo recogerse.[20] Los acuíferos no se habían recuperado y los terrenos estaban convertidos en un homicida secarral. Del prolongado estiaje sólo levantaban cabeza la gaba —matorrales tupidos, muy resistentes al agostamiento, capaces de alcanzar una altura de dos metros, verdaderos parapetos de montaña—, y otras presencias agresivas: escorpiones, langostas y víboras. La reseca primavera de 1920 provocó lo irremediable: una cosecha muerta antes de nacer. Los precios de los alimentos subieron y la desesperación de las cábilas aumentó.[21] Al llegar Silvestre a Annual, la hambruna se le había anticipado.

En el otoño anterior, los españoles habían conquistado Xauen (14 octubre 1920), la ciudad santa del norte de Marruecos. Sin duda para compensar esos males, el cielo había abierto sus brazos lluviosos sobre el Rif. Pero los esbaniúli (españoles) estaban ya en Annual. Otro asalto del general de los bigotes y el Rif quedaría sometido. Se estaba en el quinto mes del calendario musulmán. Era el 15 de Yumada el úl del año de 1339 después de la Égira —la huida del Profeta a Medina (16 de julio de 622)—, y el Rif estaba hambriento, solo ante un gran enemigo.

Unas gentes indomables: los hombres del norte

Para la mentalidad hispana, los habitantes del sur del Estrecho seguían siendo moros antes que otra cosa. Ya en tiempos fenicios se conocía a la fachada que daba al Atlántico con el nombre de Mahur, que derivó en el latín maurus, cuando Roma hizo de la Mauretania Tingitana (Marruecos) y de Numidia (Argelia) sus graneros estratégicos. Los cincuenta mil vándalos de Genserico acabaron con esas energías en 427 y, falta de ese sostén, Roma se desplomó en 476. Para Pirenne, aquél había sido «él golpe decisivo»[22]. Desde entonces, Marruecos era tierra hostil a Europa.

Un complejo sistema de alianza intertribal, liff o leff (así en adelante) mantenía unidos a unos grupos de tribus y, a la vez, los predisponía a enfrentarse con otros.[23] Las familias se agrupaban en clanes, y éstos, a su vez, en las cábilas, que tenían un qâ’íd o kaid (así en adelante), como su jefe político y militar. Las normas para el uso de las tierras y de las aguas se regían por un haqq (canon) adecuado a sus necesidades y costumbres.[24] El urf (derecho consuetudinario) regía el conjunto. Desde las costas tangerinas al mar de Chafarinas, en el septentrión marroquí se vivía como en un campamento militar donde la mística era la disidencia ante todo poder extranjero y la libertad tribal hacía de bandera.

Ante cualquier intromisión foránea se activaban las garantías defensivas del leff. Las yemáa (asambleas, concejos) eran convocadas; las secciones —subdivisiones de las cábilas por clanes, denominadas tajammast (quinto), rbaa (cuarto) o farqa (subfracción o cantón)— movilizadas; y todos iban a las armas, en conjunción de familias bélicas.[25] La lucha sólo acababa cuando el adversario quedaba tendido sobre el suelo. En el Rif no había ninguna diferencia entre enemigos vencidos o enemigos muertos.

Eran musulmanes, mas nunca fanáticos de su credo. Profesaban una emotiva y constante devoción a cada una de sus zawiya (plural: zwawi) o cofradías religiosas. Y manifestaban una firme veneración a sus santos (imrabdhen en chelja), que los españoles denominaban morabitos, por derivación del árabe murabitin (plural de murabit).

Tenían grandísimo respeto a los yennun (duendecillos), residentes en los grandes árboles, peñascos aislados o fuentes escondidas. A ello añadían un cuidadoso amor a los animales, en especial hacia los gatos, especie que les fascinaba.

Apoyaban sus convicciones en los cinco pilares (arkân) del Islam: orar cinco veces al día (salât) —la ablución (wudhû) estaba implícita en la oración—; ayunar en el mes de Ramadán (siyâm); pagar la limosna (zakât) a los pobres; cumplir la peregrinación (hayy) a La Meca una vez, al menos, en la vida; y asumir siempre la creencia en un Dios único (Alá) del que Mahoma es su Profeta, acción moral resumida en la sihâda o testimonio. En otro nivel surgía la Jihâd: el esfuerzo supremo. Es un compromiso absoluto, bífido pero complementario: la jihâd akbar o ascesis (triunfo personal sobre el defecto), y la jihâd asgan o martirio en el combate sagrado contra el enemigo infiel.[26]

Su afecto hacia las personas de edad era tan leal como prolongado. El anciano, cuidado con solicitud hasta el fin de sus días, actuaba como venero inagotable de sabias experiencias, que se atendían como clases magistrales por toda la familia, y a quien se le debía no ya la vida, sino el orgullo de pertenecer a la tarfiqt (plural: tarfiqin), resumen del fundamento patrilineal y patrilocal del Rif, honor que luego se ampliaba en el apellido tribal común: los Beni (hijos de) o Ait (pueblo de).

Unían sus familias en matrimonios pactados. El ritual de peticiones y dotes se establecía con una contabilidad tan severa como pragmática.

En aquel entonces, si la novia era virgen, el marido disparaba su triunfante fusil ante la expectación del poblado. Si el ruido del disparo no llegaba durante la primera noche, turbias amenazas de conflicto se cernían sobre ambas familias. Al casarse, la mujer se iba a vivir con la familia del marido, y esa familia extendida (yaygu) ampliaba lazos y seguridades en caso de ofensas. Cada hombre, al casarse con mujeres distintas, formaba ramas diferentes, de las que él era un único e indivisible tronco.

El beréber era monógamo por naturaleza. Pocos se beneficiaban de la permisividad del Koran o Corán (así en adelante) para tener hasta cuatro mujeres. El País Yebala y el Rif eran pobres y escasos eran los hombres que podían permitirse tales lujos sociales. El rifeño-yebalí aprovechaba los mandatos del Libro Sagrado para descargar en la mujer las labores que consideraba menos importantes, aunque no fuesen éstas las menos pesadas: acarreo de leña, atender los animales domésticos, cultivar las huertas, recoger las cosechas, cuidar de la tasa, educar a los hijos. De casa afuera, la mujer no era nada y nadie debía mirarla, so pena de muy grave afrenta. De casa adentro, la mujer lo era todo, pero nadie podía mirarla si su marido no lo consentía. Y no acostumbraba a consentirlo nunca.

Las disputas solían empezar por los motivos más fútiles y podían derivar en verdaderos holocaustos familiares. Por la muerte de un perro, dos tarfiqin (familias) de los Ait Aabdalah habían entrado en guerra de exterminio. Al coste de cuarenta y dos hombres muertos por una parte, y otros sesenta y dos en la otra, la sanguinaria pelea sólo acabó cuando no quedaron con vida más que los ancianos, las mujeres y los niños. Los supervivientes de la tarfiqt vencida tuvieron que abandonar el Rif.[27] No pocos rifeños, como consecuencia de luchas semejantes, habitaban en otras regiones marroquíes. Muy raramente solían regresar a su lugar de origen, pero no guardaban odio alguno al Rif, tierra sin perdón.

No dudaban en quedarse sin nada que comer si con ello satisfacían su orgullo de clan al entregar lo mejor que tenían en sus parcas despensas al invitado, aunque éste fuese su enemigo. Pero al día siguiente, incluso la misma noche del banquete, no le reconocerían como amigo. Jamás se perdonaba al ofensor. Devolver golpe por golpe era la divisa del Rif. El que agredía a un rifeño sabría, más tarde o más temprano, a qué atenerse[28]. Para la venganza, el tiempo no contaba. Se limitaban a esperar su oportunidad. Llegada ésta, no perdonaban.

Las gentes del norte se consideraban a sí mismas imazigen («pueblo»). La lengua beréber hablada en el ámbito normarroquí y conocida como chelfa tenía profundas sintonías con el concepto de tamazight, cuyo plural tamazighen («gentes libres») exponía su divisa personal y también su escudo moral contra sus enemigos, en defensa idéntica a la practicada por sus hermanos culturales, los habitantes de la Kabylia (Argelia).[29] Respetuosos de esa raíz, no comprendían el uso de la prisión —les indignaba la privación de libertad— para castigar los delitos de gravedad. Las culpas se ventilaban cara a cara y con las armas en la mano. No había cárceles en el Rif.[30]

Sobre un total aproximado de cuatro millones de marroquíes en 1921, los beréberes puros podían ser 1.750.000 y los beréberes arabizados otro millón; quedando el resto como «árabes de origen»[31].

Como resumen, Marruecos era la tierra rebelde por antonomasia, y el introducirse en ella le estaba tan vedado al Sultanato como al confiado colonialismo hispano-francés.[32] Dentro del ámbito norteafricano, el Rif y Yebala eran la rebeldía dentro de la rebeldía, la insumisión suprema, constante e irreductible.

Una familia de Axdir: los Abd el-Krim

De entre los rifeños destacaban los Ait (Gentes de) Waryagar, también conocidos como Beni (Hijos de) Uariagal o Urriaguel (así en adelante) asentados en el área alhoceímica. Tierra adentro destacaba una aglomeración, Axdir. No podía considerarse una villa (mdina) o pequeña ciudad, puesto que carecía de esa identidad al no estar amurallada y ser pocos sus habitantes: apenas un millar. El resto de la cábila, unos cuarenta mil pobladores, estaba repartido por las vaguadas, altozanos y montañas próximas. Un río solemne de nombre, el Nekkor, aunque de caudal muy irregular —arrasador en alta primavera y medio seco en verano y otoño—, abría su delta en la gran bahía de Alhucemas. Nadie les había vencido en trece siglos.

Los Beni Urriaguel empezaron a islamizarse tras pasar por su flanco sur Oqba ibn Nazi, en aquella épica retirada hacia el Oriente magrebí en 683 —tras alcanzar las aguas tangerinas el año antes—[33], para luego ser copado en las cortaduras de Tahuda (cerca de Biskra, noroeste de Argelia), donde aquel Roland islámico cayó con todos los suyos. Otra convulsión próxima, la fundación de Madinat Fes (ciudad de Fez) por Idris I, primer monarca independiente de Marruecos en 789, no les interesó. Y algo mucho más cercano, la creación del Principado del Nekkor, en 726, por un aventurero oriundo de Yemen, Salih ibn Mansur al-Himyani —autonomía aniquilada en 1084 por los almorávides de Yusuf ibn Tashufin[34]—, tampoco les inquietó. Grandes fuerzas —almorávides, almohades, benimerines, omeyas, saadíes, alauís— pasaron por sus costados, torrentes de ideologías llameantes que ni inmutarlos lograban. Todas ellas envejecían ante la eterna juventud bélica del Rif.

Entre los beniurriagueles destacaba una familia, los Abd el-Krim, originarios de Axdir. El padre —nacido en 1860— había sido un respetado cheij (notable), que, pese a mostrarse enemigo de los europeos, decidió que sus dos hijos, Mohammed el mayor, y Mhammed o Mhamed (así en adelante), el segundo, estudiasen con los colonizadores que entendía menos malos: los españoles. Mohammed había estudiado en Fez y luego en Melilla. En ambos lugares con aprovechamiento. Como su hermano Mhamed, dominaba la lengua española casi a la perfección. Ambos poseían una bella caligrafía y hablaban el castellano con escaso acento.

El coronel Morales conocía bien al padre y al hijo mayor, con quienes se carteaba con regularidad. El jefe del clan, Si (o Sidi, «Señor») Abdelkrim el Khattabi —derivado de Ait (pueblo de) Khattab, enfrente del Peñón de Alhucemas—, tras cursar estudios musulmanes, actuaba como faqih (especialista en Derecho islámico, con categoría de juez), que equivalía a «consejero» y «árbitro» en las disputas tribales. Siendo uno de los indiscutibles izdifen (jefes), con asiento en la yemáa, era también uno de los imqranen (grandes), representantes elegidos para las asambleas por su prestigio y con funciones de entender la ley musulmana y hacerla respetar.[35] En torno a 1894, en el último año del reinado del noveno monarca alauí, Muley Hassán, había sido nombrado kaid, equivalente a jefe, pero en el sentido de «juez político»: representante del Estado. Su primogénito, Mohammed, adoptaría más adelante el sobrenombre de El Khattabi. Sus leales se lo otorgarían con interesado cálculo político, pues dicho apelativo poseía connotaciones de relación genealógica con uno de los primeros califas —Omar, compañero del Profeta—, haciendo así de Mohammed Abd el-Krim un óptimo aspirante político-religioso a la categoría de sultán o emir del Rif.[36]

Mohammed Abd el Krim El Khattabi era un hombre recio de complexión, de mediana estatura, fuerte, de rostro ovalado, con tendencia a mostrar papada, de aspecto casi vulgar aunque de conversación amena, culta e incisiva. Poseía una mirada persistente, directa, incómoda. Había nacido en 1882, también en Axdir, frente a la bandera española que ondeaba en el Peñón que conquistara Andrés Dávalos en 1673. Su padre había hecho grandes esfuerzos económicos para enviarle a cursar estudios a la madrasa (escuela superior) de Fez. Y lo mismo había hecho con el segundo hijo, Mhamed, para quien había previsto que se licenciara en Ingeniería de Minas, carrera que cursaba en Madrid. Este esfuerzo quedaría roto a mediados de 1919, al fracasar los convenios existentes entre los Abd el-Krim y los generales españoles.

De Madrid había vuelto Mhamed dos años antes de la ocupación de Annual, con la carrera inacabada, aunque dejando detrás serias referencias de estudiante aplicado y servicial. En cuanto a Mohammed, a su condición de profesor de chelja en la Escuela para Indígenas de Melilla (a partir de 1908) había unido su nombramiento como kadi koda (juez de jueces) en 1914, con plena jurisdicción sobre los asuntos indígenas. Por si fuera poco, Cándido Lobera, el fundador y director del diario El Telegrama del Rif, le había nombrado redactor-jefe de las páginas en árabe de su periódico. En julio de 1911, coincidiendo con la crisis prebélica en Europa por la llegada a Agadir del desafiante cañonero alemán. Panther, Mohammed había escrito duros artículos contra la política de París en un complaciente y antifrancés Telegrama. Sidi Abdelkrim, quien deseaba que sus hijos dispusieran de su mismo ascendiente sobre las gentes de Axdir, podía estar satisfecho. En 1921, apenas quedaba algo de ello. Se trataba de simples posibilismos enlazados con una vieja cadena de agravios, frustraciones, amenazas y desquites. Los Abd el-Krim, amigos de España, se sentían amargados y acosados. En su propio feudo, Axdir, eran despreciados por unos e ignorados por otros debido a sus persistentes aproximaciones a todo lo español. Y sin respeto de los clanes, ningún notable podía sobrevivir en el Rif. Al ocupar Silvestre Annual, su capacidad de maniobra se redujo a una mínima expresión, pues su ascendiente sobre la tribu se quebró. No podían aspirar a su liderazgo, ni militar ni político, sin un hecho dignificados, clamoroso, la guerra o una paz justa que les mantuviese independientes y dueños de sus bienes. Esa vía, por estrecha que fuera, pasaba por el jefe de Política de Silvestre y mando supremo de la Policía Indígena.

Aizpuru y Morales, inteligencia española emparejada

El coronel Morales sabía bien quién conseguía las victorias en Marruecos para España: los rifeños adictos a él, que no a su bandera. Morales veía el estado desastroso de la tropa española: mal entrenada, mal acomodada a la naturaleza despiadada del terreno; enferma; agotada por las marchas; minada por la abulia; falta de moral; sacrificada en vanos esfuerzos; propicia al aturdimiento ante cualquier imprevisto. El coronel reconocía que el único ejército español que operaba en el Rif era el suyo, la Policía Indígena y los Regulares. En enero de 1921, España guerreaba en África por delegación.

La costumbre era hablar de la fuerza propia o del contrario medida en fusiles: cada arma larga representaba un combatiente. Beni Urriaguel disponía de seis mil fusiles: seis mil hombres armados y bien dispuestos a la lucha. Todos sabían pelear. Al arma blanca o con el fusil. Ninguna otra cábila de Marruecos exhibía, por sí sola, semejante poderío. Ni siquiera España poseía su fuerza.

Luis Aizpuru Mondéjar se caracterizaba por ser precavido, previsor y respetuoso en todo cuanto se refería al Rif, conocedor de su fortaleza geográfica y militar. Hablaba el chelja, lo que le ayudaba a asimilar la dimensión del problema. Había llevado, con mano recia y a la vez flexible, la Comandancia de Melilla desde la primavera de 1915 hasta el invierno de 1920. El testigo lo había recibido de Francisco Gómez Jordana al pasar éste a Tetuán como Alto Comisario en el relevo, oscuro y dramático, del general Marina por el turbio asunto Sidi Alkalay. En cinco años hizo una labor inmensa. Que se perdió en cuanto Berenguer decidió reinar en Tetuán y Silvestre mandar en el Rif, sin contemplaciones ambos.

Aizpuru se encontraba en Madrid cuando Annual fue ocupado. Enjuto, de andar resuelto y pensamiento rápido, este ferrolano de sesenta y cuatro años (en 1921) había tenido a la Comandancia melillense sometida a permanente movilización. Analítico, detallista y honesto, dotado como pocos para la estrategia y dado a solventar impedimentos rutinarios sin que le temblase la mano, era un político formidable: el mejor de España en África. Y estaba sometido a humillante desempleo. Siempre consideró el avance frontal sobre Alhucemas —vía Annual—, como un plan descabellado. Lo había aprendido de Jordana.

Mientras Aizpuru pedía consejo a Morales y solía seguir sus orientaciones, Silvestre hacía lo contrario: le escuchaba, pero no atendía sus recomendaciones. Silvestre, unido a Morales, hubiese sido fuerza tan razonable como incontenible.

Annual: España entraba en tierra enemiga declarada

Morales conocía bien que el primogénito de los Abd el-Krim, Mohammed, estaba resentido con España. El origen provenía de su reclusión en el penal melillense de Cabrerizas Altas, acusado de mantener él, y su padre, Sidi Abdelkrim, tratos conspirativos con agentes turcos llegados a Axdir en[37] noviembre de 1914. En plena Gran Guerra, tal acusación no era de extrañar, pues la mayoría de los notables musulmanes, desde Egipto hasta Marruecos, profesaban abiertas simpatías hacia Turquía y Alemania, potencia esta última que entendían capacitada para derrotar a Francia y así provocar el fin del poder colonial europeo sobre el Magreb. España, sola, no aguantaría.

El propio Aizpuru estaba al tanto del detalle de la presunta conjura por un minucioso informe que le había facilitado el capitán Vicente Sist, jefe de la Oficina de Policía Indígena en el Peñón de Alhucemas. En realidad, la conspiración rifeña quedaba en simple admiración hacia los Jóvenes Turcos, el partido de Enver Pachá, deseoso éste de lograr un ámbito musulmán unificado contra los aliados, lo que podría derivar en un freno al colonialismo español en Marruecos. Una barrera, no una expulsión por la fuerza. Un hasta aquí hemos llegado, sin mayor agresividad. Con Francia nunca podría dialogar el Rif, de tan poderosa que era. Pero con España cabía siempre la posibilidad de una entente, dada su escasa fuerza militar y su recurrente aislamiento geopolítico.

Sist se había entrevistado con Mohammed Abd el-Krim el 15 de agosto de 1915. Y el rifeño se le había confesado sin reparos: detestaba a los franceses. Un sentimiento compartido por su pueblo. El Rif deseaba mantener buenas relaciones con España, a la que pretendía tratar de igual a igual. Le parecía bien que España quedara afirmada en Melilla y extendiera sus líneas hasta el Kert, cerca de Imarufen e Ishafen, los lugares de los viejos combates de 1911 y 1912. También podía conservar Arruit, Batel y Tistutin. Pero a partir de ahí, y hacia el Oeste, todo lo demás sería territorio prohibido para España y para cualquier otro poder, incluso el del sultán, pues «su deseo ardiente es conseguir la independencia del Rif todavía no ocupado»[38].

La inteligencia de Abd el-Krim estaba a la vista: trataría con España, al ser ésta una potencia manejable. Y dispondría de dos bazas: los españoles y el Sultanato en Fez —ocupado por Muley Yussuf, duodécimo monarca alauí—. Dos amigos forzosos. Con ambos podría jugar a enemigos alternos, uniéndose a voluntad con uno de ellos para formar pareja bélica contra el tercero.

España podría desarrollar su colonialismo moderado hasta el enlace del Gan o Igan (así en adelante) con el Agan, cerca de Batel. A la derecha de esos puntos, todo para España. A la izquierda, todo para el Rif. La concesión incluía los enclaves de Tistutin, Arruit, Zeluán y Nado; más la ocupación de los agrestes montes Ziao y el panzudo Cabo de Agua, enfrente del cual ondeaba, persistente, otra bandera roja y gualda: la de las islas Chafarinas, españolas desde 1848. Suponía esto bastante tierra rifeña para España, pero en Madrid se quería mucha más.

Esa línea del Kert, Rubicón estratégico hacia el Occidente normarroquí, la llevaba sobrepasando España desde hacía año y medio. En su bolsa colonial de 1920 habían caído posiciones clave como Dar Hach Buzan (la Alcazaba Roja), Dar Quebdani, Kandussi, Dar Azugaj, Dar Drius, Ben Tieb, Cana Mida; Azrú, Cheif y Taffersit, dibujando así una operación envolvente contra las cábilas de Temsaman y Beni Urriaguel. Pero Annual sí era tierra enemiga para España, y así había sido declarada con anterioridad.

Un amigo amargado pide una indemnización

La conexión turca podía ser muy peligrosa para Francia y, de rechazo, para España. Jordana, preocupado, cursó órdenes concretas a Aizpuru: había que detener al patriarca del clan. Con la cabeza en prisión, el problema beniurriaguel se acabaría. La oportunidad se presentó con ocasión de una visita de rutina de Aizpuru a Alhucemas, en la que los notables de Axdir estaban obligados a presentarle sus respetos. Aizpuru fue a Alhucemas el 24 de agosto de 1915, pero Si Adbelkrim, receloso de la celada, no acudió. El objetivo pasó a ser su hijo. El 6 de septiembre, Mohammed Abd el-Krim era detenido en Melilla, y por un oficial amigo suyo, Riquelme, una enojosa situación para ambos. Aizpuru quiso poner en libertad al ilustre preso de Cabrerizas, considerando su encarcelamiento un error y hasta un abuso, pero un tajante jordana, desde Tetuán, ordenó mantenerle en prisión.

Mohammed no soportaba una reclusión que consideraba tan odiosa como injusta. Y decidió probar suerte con una cuerda de nudos. Afuera, en la noche, le aguardaban sus fieles. En cuatro días, en Axdir.

Aquel 23 de diciembre de 1915, vencida la estrecha abertura del ventanuco de su celda, Mohammed Abd el-Krim logró deslizarse por la panzuda pared del torreón. Pero la cuerda se rompió a media altura, y cayó al foso, cubierto de tetones de cemento. Malherido, inconsciente, con fractura abierta en una pierna, la fuga era ya imposible. Sus leales tuvieron que abandonarle para que le encontraran las patrullas españolas y le curaran. Pero fue mal atendido y quedó cojo de por vida.

En agosto de 1916, Mohammed Abd el-Krim fue liberado, pudiendo celebrar con su familia, en Axdir, el fin del Ramadán. Pasarían nueves meses (hasta mayo de 1917) para ser repuesto en sus cargos.[39] Aunque estaba vigilado, contaba con la comprensión de Aizpuru. La experiencia había sido ruda, pero no lo suficiente como para que se revolviera contra España.

Por entonces, los Abd el-Krim decidieron unirse a los Burjila, cuyo patriarca, Ahmed, era reconocido como xérif (jefe político y espiritual), y a quien ayudaba su mejor brazo, Abdeslam, su hijo. Si los Abd el-Krim dudaban en sus lealtades con España, los Burjila eran partidarios de España.

Las dos familias pagaron las consecuencias: el hijo de Ahmed, Abdeslam Burjila, fue emboscado y muerto a pesar de llevar una fuerte escolta de los suyos, y las cosechas de su padre, incendiadas. Por su parte, los Abd el-Krim recibieron serias amenazas: su casa y sus cosechas serían quemadas. El hogar de los Abd el-Krim no ardió, aunque sí sus campos. Sucedía esto en marzo de 1917.[40] Sólo la habilidad maniobrera del viejo faqih evitó mayores desgracias para su familia.

Pasó el tiempo. Alemania no ganaba la guerra y Francia seguía resistiendo, aunque con apuros (ofensiva de Ludendorff en la primavera de 1918). Por esas fechas, Abd el-Krim padre volvió a sus intentos de cooperar con Aizpuru en el desembarco sobre Alhucemas. Pero no en el dominio territorial de los Beni Urriaguel, sino en el de Temsaman y en su sección de Tugrut, próxima a la costa. Desde allí sólo quedaba un atrevido salto hasta la bahía. Los temsamaníes prometían el concurso de novecientos fusiles (hombres armados). No era mucho, pero sí alentador. Aizpuru estaba entusiasmado y Jordana consideró «interesante» la proposición. Dado que Mohammed Abd el-Krim se encontraba en Axdir, Aizpuru le encargó el control político del desembarco.[41] Para ello le procuró un eficiente enlace: un joven teniente coronel, de treinta y ocho años, José Riquelme y López Bago, su antiguo guardián.[42] La apuesta era tan arriesgada para el español como para el rifeño.

Abd el-Krim hijo no dudó en comprometerse. Y sería leal a Aizpuru al entregar a Riquelme sus conclusiones: el desembarco podía hacerse, al estar asegurada la confianza del kaid Allal, jefe de Tugrut. Abd el-Krim pensaba que el mes de junio sería el momento oportuno, pero Riquelme, más avisado, prefirió retrasarlo hasta bien avanzado julio de 1918, sabiendo que, por esas fechas, la mayor parte de los cosechadores del Rif central estarían ocupados en sus labores de temporada en Argelia. Sin brazos, no habría fusiles en las playas de Axdir. Los Abd el-Krim se mostraron de acuerdo. Y de repente, toda la operación fue suspendida por orden imperativa de Jordana. Pocos meses después el mismo Jordana fallecía en Tetuán (18 de noviembre de 1918).

En esos días, los normarroquíes tuvieron que enterrar sus tenaces esperanzas en la vía alemana —recordemos el recibimiento entusiasta a Guillermo II en el Tánger de 1905—, ilusionismo liberador —cara a la derrota de las potencias de Occidente en los campos bélicos de Europa— que se mantendría hasta 1918. Pero siempre estaría en vigencia el pragmatismo rifeño: recibir una compensación del ocupante y mantener la independencia, siquiera fuese nominal.

Aizpuru y Morales apostaron por los Abd el-Krim. Su plan era sencillo: repartir dinero, recibir confianzas, y asegurarlas con una gran operación anfibia. Aizpuru iba ya por su sexto intento. Sin embargo, repetía anteriores lúcidas ideas de Gómez Jordana.

El plan de jordana y la confianza de Morales

En fecha exacta por determinar —y todo parece indicar que fue en el verano de 1913—, el entonces comandante general en Melilla, Francisco Gómez Jordana —al frente de ese puesto desde su creación, en diciembre de 1912—, tomó una decisión sin precedentes: proponer al general Luque, ministro de la Guerra en el primer Gobierno de Romanones, un audaz plan de compensaciones económicas a los notables rifeños de Axdir, unido a un desembarco sobre Alhucemas. El proyecto se cursaba al ministro sin el conocimiento previo del alto comisario, el general Marina.[43]

Jordana sabía lo que hacía: el propio Luque había sido el autor de un audaz plan de ataque sobre Alhucemas, dotado hasta de fecha precisa de desembarco (para el 18 de octubre de 1911), que acabó siendo desechado cuando toda la Escuadra estaba preparada para tal empeño. Dos años después, desbaratada la rebelión rifeña tras la muerte en combate de su carismático caudillo, El Mizzian, Jordana volvía sobre esa iniciativa crucial, pero afinándola en lo político y desarrollándola mucho más en lo militar.

En carta «muy reservada» —copia de la cual se guarda en la Real Academia de la Historia—, se defendía la razón de abonar a Mohammed Abd el-Krim 44.935 pesetas en concepto de indemnización —por daños en sus propiedades—, más otras «dos o trescientas mil pesetas» a repartir entre los jefes beniurriagueles, comprando su neutralidad ante la operación anfibia proyectada. Jordana no dudó en dirigirse a Luque en estos términos: «Nada he dicho de este asunto al Alto Comisario (Marina). Si el Gobierno acepta estas ideas que expongo, puede indicarle la operación que propongo como orientación de la política que conviene seguir en esta zona. Si Vd. encuentra mejor otro procedimiento, procederé como me indique, pero es preciso no perder de vista que conviene efectuar el desembarco que nos ocupa antes de que termine el mes próximo».[44]

La apuesta bordeaba el límite de la insubordinación. En cuanto a los riesgos que corrían, tanto españoles como rifeños, Jordana los exponía así: «Nuestros amigos se han significado y mucho, sus vidas están amenazadas por los fanáticos, y, si no les ayudamos, posesionándonos del territorio en que viven, dicen que tienen que revolverse contra nosotros, como único medio de salvar la existencia y sus intereses».

Esos amigos eran los Mohammed Cheddi, Mohand Abocoy, Sidi Mesand y el hijo de éste, El-Cupis o Kupis, de quien el general decía que era «jefe hasta hace poco tiempo de la harka, y cuyo padre, Sidi Mesand, está en el hospital de Alhucemas, con un cáncer en la cara». Y añadía el general: «Mientras viva, tendremos asegurada la fidelidad de su familia, una de las más influyentes en el campo». A los anteriores se unían Bubeker Belhaj Hachen, Bu Selman, los Burjila y los Abd el-Krim.[45] Para estos últimos se pedía «una Cruz de Segunda Clase, pensionada, para el padre, y otra para el hijo, pues es hombre de cuidado que puede hacernos mucho daño». Dos Cruces, y de Segunda Clase, del Mérito Militar. Las cruces se dieron, y hubo pensión para Abd el-Krim padre, concretada ésta en quinientas pesetas. En cuanto a su hijo Mohammed, condecoraciones españolas no le iban a faltar, pues tendría no una, sino dos cruces del Mérito Militar, más la de Caballero de Isabel la Católica y la Medalla de África.

En 1913, Jordana pedía al Gobierno perspicacia, respeto para los rifeños amigos y… veinte batallones. Justicia y fuerza, un mismo derecho histórico en el Rif. Situaba su masa operativa en «unos ocho mil hombres», para los cuales pensaba reunir «diez vapores» y «alquilar las barcazas necesarias», de las que, al llegar a las playas, «se tirarían al agua los hombres». Profética exposición de los desembarcos de 1925. La diferencia con éstos radicaba en algo fundamental, pues la operación se realizaría con la ayuda que «nos presten los de Aydir, los cuales se comprometen a tener ocupadas ya las posiciones cuando desembarquemos y a contribuir en su defensa»[46]. Sabedor de la importancia de los gestos de fuerza hacia gente de guerra como los beniurriagueles, Jordana hacía lo que procedía: tender una mano enguantada al contrario, y enseñarle otra, pero recubierta de hierro.

España, generosa en recompensas y mezquina en previsiones

Un año más tarde, en una memorable sesión del Congreso donde se debatía la cuestión de Marruecos, Melquíades Álvarez, antiguo republicano y ya entonces líder del reformismo, había dicho al general Ramón Echagüe, titular de la cartera de Guerra en el Gobierno de Dato: «No es posible, Señor Ministro, que en una guerra, que llamáis vosotros función de policía, y peleando con cábilas, que no es un ejército regular, que son harcas desharrapadas aunque valerosas, no es posible que, habiendo obtenido los resultados que hemos obtenido, se hayan concedido muy cerca de cien mil recompensas»..[47] Sin embargo, no habían sido «cien mil», sino bastantes más: exactamente, 132.925 condecoraciones. Más 1.587 ascensos «por méritos de guerra». Se decían tales cosas en la primavera de 1914. Y se denunciaba tal delirio numérico de recompensas por las guerras africanas de 1909 a 1913, que más parecieron alivios de derrotas que otra cosa, pues a lo sumo quedaron como victorias pírricas.

Estas cifras, de verosimilitud incuestionable, pertenecían a un secreto bien cuidado, que Antonio Maura quiso conocer al detalle y luego conservó en su archivo. La pasmosa relación le fue facilitada por el general Juan de Ampudia, gobernador militar de La Coruña, y es un abrumador testimonio de abusos.[48]

Con razón argumentaba Álvarez que tales despropósitos «desmoralizaban al Ejército», y suponían «no un estímulo para el deber, sino un incentivo para la codicia y la imprudencia»[49]. Jordana acertó pidiendo aquellas cruces para los Abd el-Krim, y acertó Romanones al concederlas. Hubo nuevo acierto el 19 de noviembre de 1915, cuando Aizpuru, entonces comandante general en Melilla, rubricó un contundente «archívese» sobre la causa instruida contra Abd el-Krim, por sus manejos proalemanes, pero ahí acabaron los aciertos.[50] Los gobiernos Dato y Allendesalazar por un lado, y los consulados de Berenguer y Silvestre por otro, apostaron por hechos bélicos en lugar de convenios. Aizpuru y Morales vieron arruinadas sus tesis.

Cartas desde el corazón del Rif

Hacia el final de 1918, Mohammed Abd el-Krim solicitó —y obtuvo— un nuevo permiso para visitar a su familia, pero ya no volvió a sus despachos melillenses. Poco después, Mhamed recibía, en Madrid, tajantes órdenes paternas de volver al Rif. Aizpuru, desazonado por la tardanza de Mohammed en reincorporarse a sus labores en Melilla, pidió informes sobre lo que podía sucederle a Civantos Buenaño, comandante en jefe del Peñón de Alhucemas. Civantos le respondió (20 de febrero de 1919) que Si Abdelkrim le había enviado urgente recado, por uno de sus sobrinos, para advertirle de que «no estaba dispuesto a enviar a sus dos hijos a sus antiguos puestos». El motivo, muy simple, encerraba una amenaza: que varias familias —los Ait Ali, Murabitin y Ait Yussuf— le habían prevenido a él mismo que «se tomarían represalias contra sus hijos, pues éstos quedarían como rehenes de España»[51].

Pasó un año. Aizpuru se desesperaba: Madrid no contestaba a sus indicaciones y los rifeños se encrespaban. El general acabó siendo relevado de su puesto, apareciendo Silvestre en su lugar.

En ese momento —febrero de 1920—, los Abd el-Krim todavía estaban a favor de España. Claro es que mantenían un doble juego —ante su pueblo y las autoridades de Melilla—, pero no podían hacer otra cosa sin arriesgarse a conflictos aún peores. Y éstos terminaron por materializarse en la persona del padre, al ser envenenado según muchos[52], dada su condición de jefe del clan. La desaparición de Si Abdelkrim —muerto el 7 de agosto de 1920— sólo fue recogida en El Telegrama del Rif. Cándido Lobera llegó a decir del finado que había sido «el rifeño mejor provisto de materia gris».[53]

Los hijos de Abd el-Krim escribieron a Lobera una misiva, fechada en Axdir el 15 de agosto de 1920. De su padre, y con respecto a españoles y rifeños, decían: «Sabía muy bien que para vivir en estado tranquilo, fraternal y duradero, es preciso que los dos pueblos se quieran y la confianza les una».[54]

Ya en su despedida, afirmaban: «Nosotros, hijos de ese Abd el-Krim, que no olvidan los beneficios particulares que España les proporcionó, hacemos votos por la prosperidad de España y de su zona de Protectorado, y anhelamos el rápido desenvolvimiento de ésta. A la vez aseguramos nuestro concurso a dicha obra».

Mohammed y Mhamed quedaron sin respuesta. En Melilla mandaba Silvestre, y el general no estaba para leer cartas procedentes de Axdir. Ni siquiera las publicadas en un periódico.

Acabándose 1920, Mohammed Abd el-Krim recibió una comunicación postal de Francisco Caballero, representante de Minas del Rif (no confundir con Juan Pérez Caballero, el político). Al responderle, el rifeño adjuntaba al español un manifiesto político-militar: «Por ahora me limito a decirle que la última opinión es la verdadera, es decir, la que dice que solamente esperamos la ocasión de demostrar los grandes deseos que tenemos de una completa pacificación de esta Zona por parte de la acción española. Siempre hemos demostrado esto y lo demostramos ahora. Todas las demás opiniones son falsas, son ratos de gentes que les gusta hablar en los cafés. En fin, ya le diré».

En otra carta a Caballero, fechada el 19 de marzo de 1921, Abd el-Krim le dice: «Ya saben Vds. que las tropas están cerca de Karn. No estará mal que venga alguno de Vds. a Sidi Dris u otra posición para verlo (el yacimiento minero) de cerca y ver si es posible que la explotación se haga por este lado»..[55]

Los Abd el-Krim no desean la ruptura militar. Quieren mantener la relación económica con España. El avance de Silvestre va a deshacer esa política de tanteos y oportunidades.

Juntas antiguerra y una guerra de ir y venir en el día

España estaba empeñada en una vasta guerra colonial y ni tenía moral de guerra, ni disponía de Ejército para acometer tal desafío. La sensación de nulidad militar en África, la acuciante necesidad de una reforma a fondo tantas veces proyectada y fracasada —Cassola, López Domínguez, Linares, Luque—, desembocó en una crisis profundísima para la institución: el bonapartismo del Ejército. Coincidió con el movimiento huelguístico del verano de 1917, y se resumió en las Juntas Informativas de Defensa, que liderase el coronel Benito Márquez Martínez. Un oficial airado, pendenciero en su Sevilla natal (n. en 1858), que había sido acusado de estafa al no devolver sus deudas (tal vez de juego) a otros oficiales —en Filipinas, 1896-97[56]—, y que, al amedrentar al Gobierno liberal y hasta humillar al mismo Alfonso XIII con frases tremendas, imaginó la posibilidad de derrocar al soberano como si fuera insólito Cromwell hispano, pero sin la categoría del modelo británico. El 1 de junio de 1917, con la aceptación, por el Gobierno García Prieto, de las tesis de Márquez y sus allegados —el movimiento fue una reacción de oficiales de segundo escalón contra el generalato y los generales amigos del Rey—, Márquez vivió su mejor momento, aunque tuvo que exiliarse a Cuba, en parte obligado por sus compañeros. Atrás dejaba un ejército roto y en trance acelerado de desintegración.

Las Juntas de Defensa, a las que quiso someter el anciano general Marina, provocando justo lo contrario —los oficiales rebeldes le obligaron a solidarizarse con ellos—, asustaron a gobernadores y generales, al Parlamento, al Gobierno y a la Familia Real. A todos menos a un hombre decidido, el general Francisco Aguilera y Egea, entonces ministro de la Guerra. Aguilera, de sesenta años de edad (en 1917), manchego recio, consideró un disparate el movimiento bonapartista y un insulto para el Ejército constitucional. Fue el único que quiso hacerle frente. Convencido por el Gobierno —y por Romanones, sinuoso consejero del Rey en este oscuro episodio—, se había visto obligado a contemporizar con los hechos. Volvería a rebelarse contra esas pusilanimidades y ambigüedades en el Suplicatorio contra Berenguer, obra suya.

El Gobierno no admitía en público la existencia de las juntas, pero actuaba ante ellas como lo que en verdad era: su rehén. Las Juntas habían querido levantar un nuevo ejército, dispuesto para la guerra (contra no se sabía qué enemigo), y lo que habían hecho era destrozar el que había. Fueron las juntas antiguerra y antiejército de mayor efectividad en toda Europa.

En el año de Annual, esa perniciosa actitud juntera había alcanzado su apogeo en el Protectorado. Aquella falsa milicia, y en Marruecos, impuso el turnismo: los mandos se relevaban a la cabeza de las operaciones, ocupando su puesto horas antes de salir con su columna, a la que ni conocían ni les importaba no conocer. La oficialidad media sobrevivía envuelta en permanente desmotivación, y la tropa, llevada de un sitio a otro, sólo entendía de lo esencial: salvar la vida cuando se presentaba un combate desesperado. No había planes, no había autoridad, no había razones militares y desde luego no había ejército. Mientras los soldados padecían la guerra por años, sus mandos superiores hacían una guerra de quince días. El mes que tocaba. En la otra cara de la realidad africana, tenientes y capitanes pasaban meses y meses en el campo (el frente marroquí, en la terminología de la época), olvidados de la Comandancia, enfrentados a máximas responsabilidades, testigos impotentes del sacrificio al que eran sometidos los hombres a su cargo y jugándose la vida con ellos.

Silvestre jamás remoloneaba ante sus responsabilidades. Era de los primeros al salir de operaciones y mostraba buen humor al encontrarse en primera línea. Lo suyo era el fuego. Y el mando bajo el fuego. Sólo sabía de eso y en eso era el mejor. No bastaba. Su ejército no le pedía actividad, le pedía coherencia.

Aquel 15 de enero de 1921, una vez levantado un débil andamiaje defensivo en Annual —dos hileras de piquetes; los campamentos no enlazados por lunetas fortificadas; la aguada lejos, a cuatrocientos metros de la ridícula línea de alambradas—, Silvestre salía de la que sería su última conquista. Eran las 14.30 horas y hacía frío. En Innunaten le esperaban su vehículo y los de la escolta. Cuatro horas de viaje. Y antes de las ocho de la tarde en Melilla, confiado en lo suyo, en su buena estrella.

Había hecho lo mismo el 11 de enero, al ocupar Yebel Azrú: salida de Melilla a las siete de la mañana, llegada al monte a las dos de la tarde, y una hora después, a Melilla. Operaciones en el Rif: una guerra de ir y venir en el día.

Silvestre era incansable, pero con esas tácticas agotaba a su Estado Mayor y él mismo se privaba de una reflexión más objetiva sobre las cosas rifeñas, al imponerse larguísimos desplazamientos. Sin contar la disparatada extensión de sus líneas: 67 kilómetros de frente, a los que sumaba una retaguardia laberíntica. En ese enredo, antítesis de la razón estratégica, mantenía 135 posiciones. Allí se parapetaban unos quince mil españoles —incluyendo la guarnición de la plaza— centinelas de un enemigo invisible, convertidos en policías de sí mismos. Desde Annual, Melilla quedaba a media mañana de viaje para su automóvil de mando, pero a tres jornadas de marcha extenuante para la tropa. Ahí se estaba abriendo la fosa del Ejército.[57]