Introducción

Aún impresiona el desfiladero del Izzumar y los campos de Annual. Y los de Arruit, Cheif, Dar Quebdani o Zoco el Telatza de Bu Becker, lugares donde fueron aniquiladas las columnas que formaban el ejército de Silvestre. A la brutalidad topográfica, se une una aridez climática que tampoco hoy perdona. Sólo gentes nacidas en lugar tan inhóspito podrían sobrevivir y hasta doblegar a un gran enemigo extranjero. Nadie podría vencerlas en igualdad de medios. La España alfonsina fue contra ellas. Sin conocerlas, sin medios, sin un plan coherente en lo político —acercamiento a los jefes indígenas—, ni en lo militar.

En enero de 1921, cuando Silvestre ocupa Annual sin resistencia, la España de Alfonso XIII creía vencido al Rif y consolidado su tan peleado empeño por volver a ser una potencia, luego de la tragedia del 98. Marruecos por Cuba fue una permuta —institucional y estratégica, desde la perspectiva colonial—, que se entendía como acción legítima, proveedora de beneficios económicos —las minas rifeñas de hierro y plomo— y morales para así reconstruir el Ejército, enfrentado a una lucha justa.

España estaba en Marruecos, primero por intención propia, y luego por intereses de terceros (Francia y Gran Bretaña), dada su condición de socio colonial amable: ni muy fuerte ni tampoco abúlico. El espectacular desplazamiento hacia el Oeste africano, por parte del colonialismo calculador de Delcassé, luego del fiasco de Fachoda (Sudán, 1898), acabó en Marruecos, donde los británicos para nada querían un único dueño (España o Francia), que pusiera en peligro las comunicaciones con Suez y Egipto desde su dominio del Estrecho de Gibraltar. Y así fue: españoles y franceses pelearían por separado, perdiendo fuerzas, coherencias y oportunidades. En julio de 1921, cuando el ejército de Silvestre es destruido, la indiferencia francesa ante el suceso es tan rotunda como su desdén, actitud que cambiaría de modo radical al ser derrotada en 1925 por el mismo enemigo rifeño.

Sin embargo, de aquel cainismo colonial franco-español había derivado una ventaja sustancial: Francia logró firmar, en 1904, un pacto antialemán, la Entente Cordiale, piedra angular de su política continental. La orfandad de España en Marruecos, y su resignado pelear en solitario entre 1909 (guerra del Barranco del Lobo) y 1912 (guerra del Kert), despejó las dudas de Francia por su flanco colonial y en su espalda sureuropea —el miedo a que España formase alianza con Alemania—, orientándola hacia su prioridad: recuperar las tierras sagradas (Alsacia y Lorena).

De su ejemplar neutralidad en la Gran Guerra —compromiso personal del rey Alfonso XIII—, España obtuvo un reconocimiento moral, pero nada de provecho en lo colonial o lo estratégico. Siguió aislada en Europa y volcada en Marruecos —nuevo y temible Flandes hispano—, donde enterraba sus dineros, sus hombres y sus mejores expectativas de modernidad y concordia nacional.

En la perspectiva histórica, asombra ese esfuerzo colosal de lo alfonsino y sobre todo de lo español, vaciándose ambos, sin utilidades ni posibilidades de tenerlas, sobre un mar de piedras y guerreros: el Rif y Yebala, esos poco más de 21.000 km2 que recibiera por los Acuerdos de Protectorado de 1912, mientras Francia se embolsaba el llamado Marruecos útil, lo más granado del país en lo agrícola, lo minero y lo geoestratégico —fachadas a las Canarias y flanco septentrional del Sáhara Occidental.

La aniquilación del ejército de Silvestre y el desplome político de la Comandancia General de Melilla, fue una abrumadora sorpresa para el régimen y una angustiosa realidad para el país. El primero perdía su prestigio; el segundo perdía no ya a ocho o diez mil de sus hijos, sino su plena confianza en la Monarquía y en la esperanza propia de no conocer más tragedias familiares por Marruecos. El régimen no reaccionó; la sociedad, sí. Pasó lo mismo que en 1898: el Estado, desconcertado ante el drama, no supo qué hacer, pero el pueblo se volcó en sus heridos. No en sus muertos, porque aquel ejército había desaparecido en su mayoría.

Nunca, hasta entonces, había perdido la España contemporánea un ejército al completo. En bloque y de la forma espantosa —asesinado, en su mayoría, luego de capitular en sus posiciones— en que lo fueron los hombres de Silvestre, su general suicidado al frente. Otro hecho insólito, desconcertante, opresivo. Y aunque había habido destrucciones militares del colonialismo europeo tan absolutas como repentinas —el ejército italiano de Baratieri en Adua (Eritrea, 1 marzo 1896)—, y tan extensas como reiteradas —las derrotas británicas contra los boers (en Suráfrica, 1899-1902)—, la naturaleza de la tragedia española en el Rif hizo que aquélla pareciese la más terrible de todas.

En la reacción subsiguiente, los gobiernos fueron por un lado, el Ejército por otro, mientras el Parlamento tomaba rumbos encontrados, como lo fueron la obsesión mayoritaria por seguir en Marruecos hasta la victoria, y el empeño de unos pocos —Cambó, Besteiro, Prieto— por lograr una retirada honorable. Si Alfonso XIII hubiera atendido a la previsión de algunos de sus consejeros —entre ellos, Maura—, y ordenado ese repliegue colonial una vez rescatados los prisioneros y recuperado el honor de las armas, habría salvado a la Monarquía y evitado al país una división de lo militar que concluiría en devastadora guerra civil.

Enfrentados a los hechos africanos, hubo una decisión consecuente —abrir un Expediente sobre lo allí ocurrido—, y varias actitudes afines, las de aquellos militares y políticos que buscaban la regeneración de sus instituciones. Los generales Picasso y Aguilera —este último, presidente del Consejo Supremo de Guerra y Marina— guiaron ese necesario afán. Alba y García Prieto formaron su pareja afín en lo gubernamental. De ahí se derivó el rescate de los prisioneros españoles (en 1923), y antes, el Suplicatorio del Senado contra el general Berenguer.

El Parlamento, con sus Comisiones de los llamados Diecinueve y Veintiuno —por los diputados que las integraron—, se sumó a ese proceso de aproximación a la verdad. El golpe de Estado primorriverista interrumpió tales procederes, aunque no acabó con esas búsquedas, pues su gestor expondría una inesperada preocupación por el juicio histórico, y querría saber las responsabilidades dimanadas desde 1909. Falló en esa firmeza, mientras alcanzaba otra, como fue la de imponer al Ejército nuevo sentido de la maniobra, logrando terminar en 1927 la guerra de Marruecos.

El fin de la contienda no supuso el fin de las emociones nacionales. Si el régimen agravó su desarme moral con la amnistía regia de 1924 —que abrió cauces al impunismo—, el Ejército aumentaba sus fracturas, y sólo se mostraba unido en considerar el desastre de Annual como una ignominia colectiva, una culpa histórica, lo que resultó ser tan injusto como desproporcionado.

En la panorámica de los hechos coloniales, lo que ocurrió en el África alfonsina fue tan trascendente —por los cambios de régimen y de mentalidad en las instituciones militares— como lo vivido por la Francia de la IV República en Indochina (1949-54) y Argelia (1954-58), o la República salazarista en el Portugal africano (196874). En otro nivel de dislocación social y política, la conmoción estadounidense por Vietnam (1967-73). España, sin olvidar lo pasado, acabó desconociéndolo todo a fuer de ser apartada de su legítimo acceso a los documentos oficiales y también familiares. Un guarismo terrible, «1921», propiciaba el silencio forzado de las instituciones y la obligada resignación para los que vivieron el drama o sus descendientes. Pero el país conservaba un profundo sentimiento emocional hacia el ayer trágico, que se activaba al oír el nombre de «Annual».

La memoria popular se sumó así, sin proponérselo, a la conciencia profesional del Ejército, que entendía como un baldón, en su trayectoria moderna, todo lo relacionado con Annual. Y aquí entramos en la injusticia. Si hubo un desastre en la gobernación del país y en la dirección de sus ejércitos, hubo también una ejemplaridad asombrosa en el entendimiento de la dignidad parlamentaria y en la conservación del mejor espíritu de la milicia. Diputados como Alcalá-Zamora, Rodés o Solano, y aquellos otros que unían a tal condición su profesionalidad militar —Crespo de Lara, Fanjul, Lazaga, Martínez de Campos—, demostraron la categoría del Parlamento español. De la misma manera, la resistencia extrema de hombres como Amador, Arenas, Benítez, Bernal, Capablanca, Dueñas, Escribano, Manella, Morales, Paz Orduña, Pérez García, Primo de Rivera (Fernando) o Velázquez, caídos junto a sus soldados, demostraba que, si un ejército se había perdido, el sentido de la milicia no había muerto en el Ejército español.

Muchos de ellos padecían un inmerecido castigo histórico, dado que la prolongada vergüenza de Annual —que fue institucional, con todas las ramificaciones personales que en este libro se estudian al detalle— les privaba de un merecido reconocimiento nacional.

En el plano de la investigación, los problemas parecieron ser insolubles cuando se abordó, en 1990, una sistemática búsqueda de documentos. La desaparición o destrucción (fortuita o interesada) de textos sobre la tragedia marroquí en los archivos españoles obligaba a otro desastre en paralelo, como era el de privar a ese esfuerzo investigador de una prudente correspondencia entre el recuerdo personal y la contundencia de los informes oficiales. En este sentido, el autor tuvo gran fortuna al encontrar, en el Archivo Maura, las transcripciones completas de las conversaciones, por vía telegráfica, entre Berenguer y el Vizconde de Eza —ministro de la Guerra en el Gabinete Allendesalazar—, que Maura, al hacerse cargo del poder en agosto de 1921, puso especial empeño en que le fueran entregadas. Junto a aquéllas se conservaban las conversaciones entre Berenguer y La Cierva. Todo este material, inédito, forma un vigoroso capital de revelaciones que se suma a otro de igual relevancia, también inédito hasta el momento: el archivo personal del general Picasso. Unido al estudio de las Actas del Congreso, y a esa parte subsistente del Expediente Picasso y ponencias fiscales colaterales a él, han permitido reconstruir la naturaleza de los hechos y facilitar su comprensión. A ello sumamos el fondo documental de la familia Manella y el notable archivo particular de Domínguez Llosa, el primero, desconocido hasta la fecha, y el segundo, muy poco divulgado.

Con estos descubrimientos se comprende bien la orfandad que había en los análisis sobre Annual y sus consecuencias. El más sólido estudio sobre los Abd el-Krim y la guerra del Rif es el de Germain Ayache, pero su trama termina en Abarrán, quedándose en puertas de la tragedia. El excelente trabajo de Woolman sobre la crisis entre España y el Rif, tampoco persevera en el conocimiento de lo ocurrido en Annual, falto de cauces donde investiga; y a su vez limitado por la magnitud de sus objetivos.

La investigación realizada ahora desvela los avatares que sufrió el Expediente Picasso, al que se añade otra pieza decisiva en la búsqueda de responsabilidades, el Suplicatorio Berenguer, que hasta ahora no había atraído la atención de los historiadores. A la par, se ha intentado conseguir una mejor definición de algunos perfiles biográficos —los de Berenguer, Picasso y Silvestre en lo militar, y los de Cambó y Maura en lo civil—, abriendo nuevas vías de estudio. Entre éstas, las relaciones entre los hermanos Abd el-Krim y los jefes españoles (Aizpuru, Jordana, Morales); las responsabilidades de una política de saqueo colonial en el Rif que derivará en el holocausto de Arruit; la política de la Francia de Lyautey ante el desastre español; las relaciones entre la España alfonsina y la Alemania de Weimar para poner en pie la fabricación de gases de guerra (fosgeno e iperita) en Melilla; la dureza de esa guerra química aérea (extendida de 1923 a 1926); los conflictos entre los partidos alternantes en el poder (liberales y conservadores) ante la guerra de Marruecos y la historia del Parlamento y de sus hombres, todavía por hacer; y la separación entre sí de los mandos del Ejército de África, y, con posterioridad, de éste con el metropolitano a partir de 1927.