Loreto Barreneche llegó a las seis y cuarto en punto a la rueda de prensa que Mauro había convocado para las seis. Iba en mangas de camisa, sin afeitar, despeinado, con el estómago lleno de ensalada especial, sepia a la plancha, dos cafés y tres cervezas negras que acababa de engullir en el bar de la esquina.
Mauro le esperaba en el vestíbulo.
—¡Hombre! Gracias por dignarte a comparecer. Era a las seis, ¿sabes?
—Está bien, Mauro. ¿Dónde se han metido?
—¿Qué dónde se han…? ¿Dónde quieres que estén? Los tienes a todos cabreadísimos en la sala de conferencias. ¿Qué querías que hiciera con ellos? ¿Qué me los llevase al zoo? Por Cristo, Barry, ¡despierta de una vez! Hace siglos que tengo secuestrados a Franz Kaupmann, de La Pluma, Eva Glodds, de Páginas encantadas, Héctor Gualbes, Néstor Goldman… ¡Qué sé yo, Barry! Todos, absolutamente todos en la misma habitación… ¿Sabes de lo que te estoy hablando, desgraciado?
—Lo lamento, Mauro, yo…
—Como mínimo podrías haberte afeitado. ¿Y la americana? No, calla, no me lo digas: hace demasiado calor para ir vestido de persona, ¿no?
—No, hombre, no. Me he despistado. He salido de casa corriendo y no se me ha ocurrido cogerla, eso es todo… ¿Tienes un cigarrillo?
—Claro que sí, fúmate el paquete entero si te da la gana. Con un poco de suerte te quedarás sin voz a mitad de la rueda de prensa. Para el caso…
* * *
Héctor Gualbes se entretenía contándole a las rodillas de una de las camareras de alquiler la influencia de Kerouac en el suplemento deportivo del Xaitania News. Franz Kaupmann, el incansable Franz Kaupmann, dictaba en voz alta a su magnetofón el comienzo de una nueva e interesante obra de teatro, pero esta vez con diálogos. Eva Glodds y Néstor Goldman se miraban fijamente a los ojos y se insultaban. El resto de periodistas, críticos literarios y curiosos en general no tenían nombre salvo, claro está, el de la radio, el periódico, la revista o la televisión que les enviaba el cheque a final de mes.
Este era el panorama cuando por fin, con veinte minutos de retraso, la estrella del momento, el triunfador Loreto Barreneche, irrumpió en la sala. El concejal de cultura, señor Kin, corrió a darle la bienvenida:
—Ya me habían advertido que todos los intelectuales de mierda llegaban tarde por principio, aunque la verdad es que aún no me había topado con un cabronazo tan grande como tú. Pero no te preocupes, hijo, que esta me la apunto. ¡Coño, si me la apunto! A las siete retransmitían la final de béisbol en el canal ocho, ¿comprendes? ¡En directo!
El señor Kin se sentó a la derecha de Barreneche, en la mesa presidencial. A la izquierda se situó Mauro, que en seguida pidió disculpas en nombre de su representado. No alegó ningún motivo concreto, sin embargo. Ni una rueda pinchada, ni una tragedia familiar, ni siquiera la infalible coartada del reloj estropeado. Nada. Se limitó a decir que Loreto y él lo sentían mucho, y cedió la palabra al concejal. Este se aclaró la garganta, se rascó una oreja y dijo que el jurado que presidía se había percatado de inmediato que el texto ganador era una obra de madurez.
En aquel preciso instante, Loreto la vio. Se había sentado al fondo, en la última fila, pero, por alguna extraña razón, la distancia no intervenía en el juego: la habría reconocido incluso a oscuras. De hecho ella, la chica, solía aparecer cuando él apagaba la luz del dormitorio y se metía en la cama. Y entonces, al cabo de un rato, notaba la presencia de otro cuerpo entre las sábanas.
—Ssshhhhh —le decía ella—. No te asustes, hombre, que soy yo. Y se inclinaba hacia él, besándole los labios con unos labios tan suaves que le hacían temblar.
Aquellas noches uno le decía al otro que le querría siempre, y el otro respondía. Se abrazaban con desesperación. Se acariciaban los cuerpos, abrasados de deseo, devenían pacientes fisonomistas del rostro adorado, aprendían a reconocerlo a ciegas, a no olvidarlo nunca, surcándolo lentamente con el roce continuo de las yemas de los dedos.
—El jurado que presido también quiere destacar el intenso calor humano que impregna esta obra. Todos los personajes, absolutamente todos, son de carne y hueso, excepto un tal Gershwin y otro que no nombraré porque estropearía la sorpresa final…
Por eso Loreto la reconoce desde tan lejos y saluda a sus cabellos que caen como cascadas de oro fino y reposan sobre sus pálidos y aterciopelados hombros. Saluda a sus dieciocho años recién cumplidos. La boca grande y vivaz, pintada de fucsia. La nariz inexistente. La mirada azulada, algo cruel, vertiginosa: como dos incrustaciones de cielo en el óvalo alargado que cincela la cara.
—En segundo lugar, casi todos coincidimos en resaltar el vocabulario utilizado; bastante grosero, a mi modesto entender, pero en opinión de la mayoría muy integrado, y coherente con la mamarrachada que cuenta… eh… ¿qué hora es?
—Las siete menos cuarto —apuntó Mauro.
—Muy bien. Eso es todo. No quisiera parecer pesado, ja, ja, ja. Es el tumo del amigo Barreneche, que despejará encantado todos los interrogantes que tengan. —El señor Kin volvió a sentarse, se metió en la boca un bate de béisbol marrón oscuro, lo encendió y murmuró—: Y pobre de ti si te enrollas demasiado, mequetrefe. Recuerda que tengo el tiempo contado.
Le hubiera gustado tanto que ella fuese la primera en preguntar. Fuera lo que fuese. Cualquier cosa. Él la habría engatusado. Le habría dicho que no la oía bien, si no le importaría acercarse a la mesa presidencial y repetir la pregunta. Y entonces su cómplice habría acudido, balanceando sensualmente aquellas caderas que le enloquecían, se habría puesto en primera fila, habría cruzado las piernas en un gesto seguramente improvisado pero delicioso, brillando por el corte del vestido verde su carne obscena. Néstor Goldman fue más rápido:
—Hola, soy Néstor Goldman.
—¿No enseñas el carnet, como en las películas? —le provocó Eva Glodds.
—Quisiera hacerte dos preguntas, Loreto. Puedo tutearte, ¿verdad?
—Claro, Néstor. ¿Y la otra pregunta?
Todo el mundo se echó a reír. No sólo Eva Glodds. Mauro susurró:
—Muy bien, tío. Nada más abrir la boca te los has metido en el bolsillo. Esto funciona. Continúa por ese camino.
Ella también debía de estar riéndose. Se la imaginaba intentando esconder media cara tras las palmas de unas manos insignificantes. Estaba harta de repetírselo: que no le gustaba reírse, que nunca se reía porque tenía los dientes feos y no quería que nadie lo advirtiera. Pero él estaba convencido de que ahora había arrinconado aquella norma estúpida, aunque no podía corroborarlo. El enorme Néstor Goldman se había levantado interponiéndose entre ella y él, para proferir sus dos discursos:
—La primera pregunta es: ¿a quién crees que va dirigido el sentido tantálico que transpiran tus personajes? Y por otra parte, ¿aceptas que es un error que el planeta se llame Smith? A mí me gustaría más Ruimaareb. ¡Ruimaareb! Tiene más connotaciones paracósmicas, ¿no crees?
El inventor de nombres se sentó y Loreto pudo contemplarla otra vez. Paseó la mirada por el hueco profundo que dibujaban los gigantescos y rosáceos senos, que asomaban generosamente por la amplia ventana del escote. A Loreto le resultó familiar aquel vestido…
—La primera respuesta es… —dijo—. Tomen nota… «no tengo ni puta idea de qué cojones quiere decir “sentido tantálico”». La segunda respuesta es «no», sencillamente.
Se produjo un momento de tensión cuando Néstor Goldman abandonó llorando la sala de conferencias.
—Tch, tch —chasquearon la lengua y el paladar de Mauro—. Contrólate un poco, ¿eh, Barry? Procura no ser tan agresivo o…
—Señor Mauro…
—Dígame, Eva.
—Me gustaría que me explicase hasta qué punto ha propiciado Barreneche el actual «boom» Barreneche.
Era un planteamiento brillante, digno de la mejor Eva Glodds. Incluso hubo alguien que aplaudió. Lástima que Mauro fuera tan zopenco.
—¿Cómo?
—Quiero decir, si no es posible que existan otros factores, totalmente ajenos al proceso literario, que hayan provocado…
Ella le provocaba. Se aprovechaba de su situación estratégica para deslizar una mano por el escote, despertando fru–frús del tejido sedoso y excitando con truculencia los puntiagudos pezones. No podía distinguir la otra mano, pero la adivinaba nadando vigorosamente entre los pliegues del vestido de furcia, sorteando las bragas, las bragas negras con el corazón rojo en el centro, para zambullirse de pronto en la macerada sima.
—No se ofenda si le digo que el cuento mejoraría mucho si empezara por eliminar el primer «Él»; ya sabe, ese «Él» que después se carga la marciana ninfómana.
Ella se hostigaba el labio superior con la punta de la lengua. Tenía un pecho fuera del escote y parecía respirar con dificultad. Loreto temía que Mauro o el señor Kin la descubrieran y decidieran avisar al detective del hotel, un exentrenador de dobermans que tenía el sentido del humor hecho añicos. Temía que alguien se diese la vuelta e interrumpiese la frenética danza que ejecutaba su anónima amante.
—¿Ha pensado en la posibilidad de cambiarse el apellido? No me parece muy comercial eso de Barreneche. Suena a saltimbanqui.
—¿Se ha documentado a fondo antes de afirmar que un androide puede fumar en pipa? Tenía entendido que no ganaban ni para tabaco.
—(…)
—En la página siete he pescado una falta de ortografía que me ha hecho mucha gracia… Espere un segundo, que la busco…
—(…)
—No he leído su cuento ni tengo ganas de leerlo. Lo considero pretencioso. ¿Qué responde a eso?
—(…)
—Soy Traman Oxuorg, señor Barreneche. Del boletín de la Asociación de vecinos de Tíbutileigh. Eh… bueno, usted… hmmm, nació en Tíbutileigh, ¿no es verdad?
La sala enmudeció.
—Sí, pero entonces era muy joven.
Todo el mundo volvió a reírse. Él lanzó una rápida ojeada a la chica para ver si se unía al jolgorio, y se quedó más verde que el vestido que ella ya no llevaba. Desvió la mirada hacia Mauro y el señor Kin, pero no tenían el aspecto de haber vislumbrado a aquella hembra desnuda, escultural, fuera de serie, que se masturbaba descaradamente a espaldas de la multitud.
—Verá, señor Barreneche —insistía el pesado de Oxuorg—. Es verdad que… bueno, tengo un tío jubilado que me ha dicho que sí, que usted… ¿es verdad que usted…
Afortunadamente, ella acabó el trabajo y volvió a meterse dentro del vestido verde. Aquel vestido que cosquilleaba la memoria de Loreto.
—… empezó a trabajar en una frutería, aquí en Xaitania?
—¿Qué?
Hasta las butacas se retorcían con la ocurrencia del muchacho. Ella se había levantado.
—No, no te entiendo. No sé qué quieres decir.
Ella se marchaba.
—¿Cuándo usted tenía unos dieciséis o diecisiete años no…? Mi tío me ha asegurado…
Ella acababa de salir.
De repente, Loreto tuvo la sensación de que toda la sala empezaba a girar sobre un eje inmaterial, situado exactamente sobre la boca grasienta de Oxuorg.
—¿Qué te pasa, Barry?, ¿te encuentras bien? Tienes mala cara… ¿Quieres que…?
—No es nada, Mauro. Perdonadme un momento. En seguida vuelvo.
Envuelto en murmullos de sorpresa, Loreto abandonó la rueda de prensa más rápido que un cadáver sin americana. Tardó un minuto escaso en localizar el lavabo de caballeros, encerrarse con pestillo por dentro y desabrocharse el pantalón. Aún le ocurría de vez en cuando. La polla se le empalmaba inesperadamente y, la malnacida, se escurría hacia abajo, en diagonal, entre la pierna y los calzoncillos, y le picaba más que una inyección de pimienta negra en el ojo.
Loreto había empezado a castigar con la mano —arriba–abajo, arriba–abajo— al cilindro torturador, cuando oyó que alguien daba tres golpecitos en la puerta. La luz se apagó.
—Ssshhhh —la oyó susurrar—. No te asustes, Ricardito. Soy yo. Ábreme, deprisa.
«Ostias, tú, ya lo creo que te abriré», pensó él, mientras buscaba a tientas el pestillo. «Ahora mismo, sedosa puta rica».