Introducción

En el año 2350 antes de Kostra, tres planetas se disputaban el monopolio del Imperio.

ZsaZasaborgá era el primogénito. Había nacido antes de la era de las bicicletas, fruto de un capricho de la nada, en el centro geométrico de una esfera gaseosa, invisible y pestilente, conocida como «el esférico galáctico».

A un par de acelerones de cohete, siempre en dirección norte–sur, aparecía la soberbia mole de Mondadient, donde, desde hacía tres o cuatro siglos, tenían su madriguera los Crex–Flap–Up, calaveras descendientes de la raza maldita.

Nadie se había tomado la molestia de bautizar aún al mundo más joven. Por eso, cuando salía a colación, la gente se veía obligada a llamarlo Smith. La forma de Smith recordaba prodigiosamente el perfil de una zapatilla deportiva de mujer, o bien la parte superior de un taxímetro, eso suponiendo que los rayos del asteroide Anull no fueran absorbidos por los vapores de azufre del satélite incandescente Zebraina. Cuando los rayos de Anull eran absorbidos por los vapores de azufre de Zebraina, la cosa se complicaba, porque un trozo considerable de Smith parecía calcado a la nariz del señor Narizong.

Abraham Narizong era el más narigudo y el más veterano de los superhéroes que campaban por Smith. De hecho, era socio co–fundador de La Camionera, el club privado donde cada viernes se juntaban Ellos, después de la siesta. No todos los super–héroes tenían acceso a La Camionera. Los más corpulentos del grupo, los monstruosos Eddy y Freddy, no acababan de pasar nunca por el agujero de la puerta y habían adoptado la costumbre de esperar fuera, cantando polkas, hasta que Narizong salía a toda prisa con el sobre de las instrucciones. Narizong odiaba la música polaca.

Aquel viernes por la mañana, los salvajes Teddy y Roody —la flor y nata de los defensores del orden establecido en Smith— se encontraban en el centro de la plaza central de Centralburgo, su ciudad nativa. Se entretenían violando a dos ancianas gritonas cuando les interrumpió el zum–zum del gualquitalqui.

—¡Mierda! —exclamó el rudo Roody—. Ahora no, cojones. Estaba a punto de correrme.

—¡Acaba, coño, acaba! —le propuso Teddy—. Sigue, tranquilo, hombre. Ya contesto yo. A mí todavía me faltaba un poco.

—Gracias, tío… Y tú, repugnante piltrafa, ¡prepárate, que vuelvo!

—Dime, Narizong.

—¿Teddy? ¿Qué son esos gritos?

—Es Roody, Narizong. Ja, ja, ja. ¡Si lo vieras! Hoy acabará cogiendo algo. Es la sexta momia que se pasa por la piedra.

—¿Dónde estáis?

—En Centralburgo, hombre. ¿Dónde crees que vamos a estar un viernes por la mañana, en Ufburgo?

—Ja, ja, ja. Muy bueno eso, Teddy. ¡Tú y Roody en Ufburgo un viernes por la mañana! Ja, ja, ja.

—O a lo mejor pensabas que habíamos ido a Castelburgo.

—¿A Cas…? Jaaaa, ja, ja. ¡Para ya o me romperé el pecho con tanta risa, Teddy!

—Oquey, gran quefe. Escúpelo de una vez. Ha pasado algo gordo, ¿no es verdad? No nos habrías llamado si no fuese por una alerta–cuatro, como mínimo.

—Caliente, caliente, Teddy. Pero no puedo contarte más de momento. No me fío de estos trastos. Preferiría que nos viésemos las caras en un lugar seguro. Veamos… si venís de Centralburgo… podría ser en La Camionera …pongamos… ¿dentro de un cuarto de hora?

La Camionera, tres horas después

Abraham Narizong estaba preocupado por algo, de eso no cabía duda. El resto de la plantilla de «Super–héroes Smithenses S. A.» había aprendido que cuando el grasiento líder se sentaba junto a una ventana, con un cigarro apagado entre los labios, es que algo no marchaba.

—Se me ha estropeado el encendedor —confirmó de pronto el puñetero—. ¿Alguien tiene cerillas?

El pelota de Speedy llevaba. Seis o siete cajitas.

Narizong incendió un extremo del cigarro, aspiró con pasión y se puso a expulsar anillos de humo. Iba por el seiscientos trece cuando por fin se decidió a hablar.

—Eeeh… a propósito —dijo—. ¿Os he comentado que el Imperio está en peligro?

El caso es que lo estaba. La noche anterior, Abraham Narizong había tenido una pesadilla premonitoria en la que su hermana Arasha jugaba al ajedrez con una enorme lagartija disecada. Cuando Arasha la derrotaba, empleando el jaque pastor, el asqueroso reptil se convertía en una oveja algodonosa que balaba: «Date prisa, Arasha. Viaja hasta el océano donde los taimados pulpos alquilan barriles de tinta en el oscuro bajel que engullirá a los tres mundos».

El colérico Coddy saltó:

—¿Y ya está? ¿Nos has hecho venir como centellas para contamos la parida esa del lagarto y la borrega? ¡Tú, tú debes de estar como una cabra, Narizong! ¿Qué pretendes, diablos? ¿Qué hagamos una colecta general para regalarle a tu hermana un tablero electrónico?

—Deja de hacer el indio, Coddy, y tú, Roody, ¿quieres hacer el favor de sentarte como una persona? Pero ¿es posible que todavía no os deis cuenta? El sueño que acabo de contaros no es ninguna tontería. Resulta que hasta esta mañana, Arasha tenía una mascota. Una lagartija muy espabilada llamada Zumalacárregui. Y digo hasta esta mañana porque a las ocho en punto me ha llamado Arasha para decirme que la había degollado accidentalmente con una aguja de hacer punto. Mi hermana se estaba haciendo unos patucos de lana. De la–na. ¿Comprendes ahora, Coddy? ¿Lo captáis todos?

—Ajajá. Y a continuación, ¿qué le han contado los patucos?

Narizong fue el único que no se rio con la ocurrencia de Teddy.

—No le veo la gracia, ¡payaso! Para tu información, te diré que diez minutos después he recibido otra llamada. Era Él en persona.

Se hizo un silencio sepulcral en la sala. Por un instante, sólo se escuchó el coro lejano de Eddy y Freddy, desafinando las polkas en el jardín.

—¿Qué? ¿Os habéis tragado las lenguas, super–hombres?

Speedy se atrevió a preguntar:

—¿Y qué te ha dicho Él, Narizong?

—¡Nada! ¡Ahora no quiero! No os interesa lo más mínimo. Sed sinceros.

—¡Sí que nos interesa, hombre! —bramaron todos a una—. Venga, Narizong, no seas rencoroso.

—No paráis de tocarme las pelotas, ¿creéis que os pago una fortuna al mes para que vengáis a tocarme las pelotas y a cachondearos de todo lo que digo? ¿Eh, eh?

Coddy volvió a saltar:

—Basta ya, Narizong. Para el carro. ¿Quieres explicar de una puta vez lo que te ha soltado el Amo?

Narizong suspiró y se limpió las colosales narices con una manga del uniforme.

—Muy bien —recalcó—. Pues sabed que Él también ha tenido una visión. A su manera, claro. Había salido a comprarse una ensaimada cuando de improviso, en el cruce de Sreven y Muntaner, se le ha acercado una mujer. Una muchachita joven y exuberante. Con los pechos turgentes y la peluda patata al aire… ¡Qué sí, hostia! No me miréis con esa cara de merluzos. La tía sólo llevaba tapados los brazos y las piernas, y bien poco, ¿eh? Del hombro al antebrazo y de la rodilla a medio tobillo, la muy guarra.

Los super–héroes se lanzaban atónitas miradas de complicidad. En el relato de su líder había una pieza que no acababa de encajar: aquella turbadora juventud de la protagonista. Roody, Teddy, Speedy y Coddy habían aprendido desde muy pequeños, en los Hermanos smithenses, que la ley prohibía la existencia en el planeta de toda hembra que no pasara de los sesenta. Mediante un proceso demasiado complejo de explicar, el resto, las que no tenían la edad, eran regeneradas automáticamente y convertidas en pijamas de felpa para los caballeros.

—Ya sé lo que estáis rumiando —dijo el sabelotodo de Narizong—. Y tenéis razón. Un bicho suculento como aquel no pintaba nada en Smith. Y precisamente eso es lo primero que Él ha advertido. «¡Eh, eh, tú! ¿Qué coño haces? ¡Tú no pintas nada aquí!».

—¿Y qué ha hecho la tía maciza? ¡Di, Narizong! ¿Qué ha hecho la muy marrana? ¿Se ha dado el piro, o qué?

—No exactamente. La verdad es que no le ha contestado. Se ha limitado a intentar apuñalarle con una trifoliclavafondo[1].

¡No es posible! ¡Ja, ja, ja! —se retorcieron de risa todos juntos—. ¡Intentar herir al Amo! ¡Ja, ja, ja! ¡Angelito! ¿Y después?

Un ciudadano había presenciado los hechos y había avisado a los amarillos y a una ambulancia. Los amarillos habían arrestado a la agresora y la ambulancia se había llevado al agredido. Pero Él estaba bien.

—Incluso me ha contado otra vez aquel chiste del papagayo que…

—¡No me digas! —Teddy se llevó las manos a la cabeza.

—La herida no es grave. Un arañazo minúsculo en el abdomen. Además, Él es fuerte como un toro. No me extrañaría nada que ahora mismo llamase para unirse a la reunión…

En aquel momento sonó el teléfono. Llamaban del hospital. Él acababa de morir.

—Chicos, se ha enredado la madeja —murmuró Narizong, después de dar las gracias y colgar—. ¡Seguidme!

Salieron de La Camionera como cinco cohetes. Eddy y Freddy preguntaron qué pasaba.

—Seguidnos —les explicó Narizong—. Y por favor, sin cantar.

Un taxi respondió al alto. Se dieron cuenta de que los siete no cabían y le dijeron al taxista que se bajase. Y entonces, Narizong se puso al volante y condujo como un suicida. O mejor dicho, como el suicida de uno y el asesino de media docena, porque el caso es que cuando el coche se detuvo, los pálidos pasajeros se tuvieron que quitar del cuello sus respectivos super–testículos.

—¡Veeenga! ¡Vamoooos! —les provocaba, jorobado, el peligroso chófer—. ¿Qué hacéis que no os movéis? ¿Quizá no os ha entusiasmado cómo llevo el coche?

—Ah, era un coche —bromeó Coddy.

La extraña visitante

Ahora estaban en el sector 29–Q, el barrio rico de Smithburgo, la capital. Caían cuatro gotas. Llovía un poco. Se anunciaba una tormenta. Si la cosa seguía así, se producirían terribles inundaciones, y miles de cadáveres con los pulmones llenos de agua flotarían grotescamente por las arterias de las urbes mientras los mayestáticos rascacielos se cimbrearían como pajitas para sorber horchata. Afortunadamente para todos, sólo cayeron cuatro gotas.

Volvía a hacer un día espléndido cuando los dos tríos de super–héroes se metieron por aquel portal umbrío, persiguiendo al apresurado as que les precedía. Una vez dentro, Freddy y Eddy se preguntaron cómo lo habrían hecho para entrar, pero hete aquí que ya estaban. Estaban todos. Narizong, los super–héroes, dos fornidos amarillos y la excitante prisionera desnuda.

Aquel antro era en realidad una especie de mazmorra con unas pocas pinceladas a lo Corman–Poe–Price: cuatro paredes decoradas con goterones de hemoglobina, un péndulo de la muerte, serruchos, tenazas y cuchillos sin limpiar, hachas a porrillo, un barreño lleno de ácido sulfúrico, hierros candentes y un interminable etcétera de utensilios por el estilo, sin los cuales ni un solo amarillo se veía con ánimos de tomar declaración al detenido de tumo.

—Hola, tíos —dijo el más alto de la parejita—. Me llamo Blackie. Y este de aquí es Twain. Pero todo el mundo le llama Twain–twain. ¡Saluda, hombre!

—¿Qué tal, super–héroes? ¿Qué tal, super–héroes? —dijo Twain–twain.

—¿Eh, sabéis una cosa? Yo… bueno, Twain–twain y yo no nos perdemos ni una de vuestras peripecias. Cada sábado pulsamos la tele–gamma y nos tragamos el episodio enterito. Cojonudo, tú. Me, me… preguntaba si… bueno, si no os importaría firmarme un…

—Valeeee ya, ¿no? Me gustaría dormir un rato. ¿Es mucho pedir? ¿O es que en esta casa de locos sólo se pueden dar cabezadas?

Era la prisionera.

Los nueve hombres se le acercaron escalonadamente, con precaución, pese a que estaba diestramente encadenada de brazos y piernas a un catre de piedra que parecía resistente.

—¿Le arranco el otro pezón, quefe? ¿Le arranco el otro pezón? —preguntó Twain–twain cogiendo unas tenazas más grandes que un contrabajo—. Puede que así nos deje en paz un rato la tía plomo esta. Puede que así…

—¡No, pedazo de animal! —bramó Narizong a tiempo—. De eso se trata precisamente. ¿Para qué crees que hemos venido mis chicos y yo hasta aquí? ¿Para jugar a los bolos? ¡Es del todo imprescindible que la invasora hable por los codos, subnormal! ¿No lo entiendes? Apenas sabemos nada de ella.

—¿Invasora? ¿Qué invasora? —Freddy se había perdido el principio de la película y no ligaba nada, igual que Eddy.

—¡Yo, idiota, yooo! ¿Quién quieres que sea la invasora si no? ¿La hormiga que se te ha merendao el cerebro?

Todos contuvieron la respiración. Conocían a Freddy y sabían cómo se ponía cuando alguien le llamaba retrasado mental en su cara. Si se lo decían por escrito no pasaba nada, porque era incapaz de leer ni una coma, pero atreverse a pronunciar la palabra clave a palmo y medio de Freddy era un acto más insensato que organizar un fuego de campamento en un almacén de pólvora.

—¿Qué, qué, qué me has dicho? —tartamudeó la boca–espoleta de Freddy a punto de estallar.

—I–dio–ta. ¿Cuántas veces tendré que repetírtelo?

Nadie se atrevió a frenar la embestida furiosa de aquellos doscientos kilos de super–héroe. ¿Cómo se puede detener a un auténtico torbellino idiota? Total que al momento el puño de Freddy se incrustó, a la velocidad de la luz, contra la dentadura de la pincha–tripas (en todos los sentidos).

No cayó ni una muela.

Cayó Freddy, y de culo. Chillaba mucho y se miraba extrañado los cinco dedos, inflados como butifarras.

Abraham Narizong exclamó:

—¡Por los sagrados anillos de Deiro! ¡Esa mujer es un demonio!

—No, payaso, no —el diablo tomó la palabra—. Es vuestra misma debilidad la que os hace estremecer. Yo soy tan sólo una insignificante mensajera de mi planeta, Drakkar. Me enviaron a mí porque el Gran Consejo decidió que no valía la pena malgastar los esfuerzos de alguien más poderoso en una misión tan simple como esta.

Narizong casi rugió:

—¿Qué quieres decir, lengualarga? ¿Que a nuestro Amo se lo ha cargado una, una especie de criada ñiquiñaque? ¿Es eso lo que pretendes hacernos creer?

—¿Se ha muerto el Amo? —se interesó Eddy. Nadie le hizo caso.

—Exacto. En Drakkar soy una especie de criada ñiquiñaque, tú lo has dicho.

—¿Y qué pretendéis? ¿Por qué Le has tenido que matar?

—¿Y crees que voy a decírtelo?

—¡Ja, ja, ja! ¡Claro que me lo dirás! —Narizong desempeñaba bien el papel de depravado. Babeaba y se frotaba las manos—. Me lo explicarás todo. Con pelos y señales, porque si no…

—¿Si no…? —preguntaron todos.

—Empezaré a descapullarte los dos pezones.

—¡Sólo uno! ¡Sólo uno! —le corrigió Twain–twain.

—Después, después… te arrancaré las uñas. Empezaré por el pulgar de la mano derecha, que es el más doloroso, según tengo entendido. Y maceraré la llaga con un puñado de sal y aceite hirviendo.

Esta vez fue Blackie:

—Creo que se ha acabado la sal.

—¡Me importa un huevo que haya sal o no!

¿Podéis hacer el puñetero favor de estaros calladitos vosotros dos?

Entonces se escuchó la voz, extrañamente meliflua, de la prisionera; de repente había dejado de tutear a su verdugo:

—Mmmmmm. Siga, por favor, siga hablando. No se detenga. Se había quedado en el pulgar…

—¿Cómo? —Narizong parecía desconcertado.

—La uña del pulgar arrancada. Mmmm. Brutalmente. La sangre que mana, y usted, insensible a mis mugidos suplicantes, venga a echarme sal y aceite hirviendo… Ooooh… ¿Qué más? ¿Qué más?

—Estooo… suponiendo que con eso no baste, que bastará, no lo dudes, siempre me queda el recurso de… quemarte los párpados.

—Oooohh.

—¡Ja, ja, ja, ja! Te acojonas, ¿verdad? Eso es definitivo… y en cuanto te haya quemado los párpados, te agrandaré los agujeros de la nariz con un taladro…

—¡Oooh!

—¡¡¡Y te pasearé víboras por las axilas, puta, y te perforaré esos muslos turgentes que el futuro padre de Kostra te ha dado, puta, más que puta, y te colgaré pesas, de diez toneladas cada una, en los labios de la vulva, hasta que no puedas soportar el dolor y caigas extasiada a mis pies!!!

Narizong se calló. Se dio cuenta de que se había identificado demasiado con el personaje, y se volvió avergonzado hacia los demás. Freddy empezaba a masturbarse con la mano buena. Los demás acababan en aquel momento.

—¡Hablaré! ¡Hablaré! —vociferó la prisionera, intentando hacerse oír en medio de aquel concierto de gemidos.

—¡Lo sabía! —dijo Narizong.

—Pero con una condición… Quiero tirarme a ese gorila idiota.

—¿Qué? ¿A Freddy? ¿Pero por qué, diantre? ¡No tiene sentido! ¿Por qué él y no yo, por ejemplo?

—Un simple problema de relación volumen–temperatura. Cuanto más caliente tengo la vagina más grande necesito la verga. Y la de ese idiota da gusto verla.

—¿Qué tienes la vagina cal…? ¿Después de mis amenazas febriles, me sales con que tienes…?

—Tú no lo entenderías nunca. —Era evidente que volvía a tutearle—. A todas las mujeres de Drakkar nos excita el dolor.

—Comprendo. ¿Y qué dicen los drakkarianos machos?

—No hay hombres en Drakkar. Sólo ancianos. A los jóvenes los convertimos en camisones para las señoras.

—Bueno, bueno, recapitulemos. Resulta que te he arrancado unas cuantas uñas, te he llenado de víboras y ya vas como una locomotora, hasta el punto de que si no mojas con Freddy, no aflojas cuáles son vuestros despreciables planes de ataque. ¿Es eso?

—¿Me la tiro ya, quefe? Si sigue filosofando mucho rato más, el nabo se me aflojará.

—Adelante, Freddy, adelante. Cumple con tu deber.

Dicho y hecho. Jamás hombre alguno había visto volar de aquella manera la quinta parte de una tonelada. El salto que ejecutó el bueno de Freddy fue de antología. Sin cabriolas, ni alaridos. Sin historias. Un señor salto y listo.

—¡¡¡Bravo, bravo, bravo!!! —aclamaron amarillos y super–héroes cuando la abominable espingarda del compañero invadió la empapada cueva invasora. Hundió tan adentro el estoque que por un momento dio la impresión de que el culo de Freddy iría detrás, impelido por la acometida. Por desgracia, fue sólo una impresión. Aquella vagina voraginosa no podía conformarse con el nabo y los mofletes posteriores de Freddy. Necesitaba un Freddy entero.

—¿Qué pasa? ¡Narizong, Narizong, por favor, haz algo! ¡El coño de esta tía me está sorbiendo vivo!

«Vivo» fue la última palabra que pronunció Freddy antes de morir. Se escuchó un estampido extraordinario y, de pronto, todo el cuerpo se le dobló hacia atrás, por la mitad, como un libro gordo, enorme, como una guía Smithchelín cerrada por dos manos crueles con apariencia de lubricados labios de entrepierna.

—¡Crochcatacracastruc! —hizo la columna vertebral del hombrón inanimado.

—¡¡Hostia, hostia, hostia!! —exclamaron amarillos y no amarillos cuando la célebre concha pulposa empezó a masticar sin prisa, y por este orden, el músculo colgante, el isquión, los glúteos mayores de Freddy, el sartorio, los crujientes fémures (aquí hizo una pausa para saborear mejor las partes más correosas de los abdominales). Y de pronto, con una convulsión alucinante, se tragó de un sorbo todo lo que quedaba fuera. Fue tan espectacular que Narizong pensó que la habían cagado, que por algún error burocrático debían de haber detenido a un aspirador de sinuosa forma en vez de a una invasora. Pero no tuvo tiempo de barruntar más sandeces. El espectáculo continuaba. Ella, el aspirador, se envalentonó con su propia exhibición de gallardía. Apretó los dientes y se hinchó como un aerostato.

—¡Cras–catacrás!

Despachadas las cadenas de los brazos.

—¡Catacrás–cras!

Las de las piernas también.

Cinco de los super–héroes volvían a tener los huevos de corbata. Los tres restantes lo experimentaban por primera vez. Al menos, con el nudo tan apretado.

—No vale la pena que acabe ahora con vosotros —profirió, por la otra boca, la devoradora de machos—. Ya volveré. Volveremos todas juntas. Muy pronto, no os preocupéis. Podéis estar seguros de que el mensaje que trasmitiré al Gran Consejo servirá para precipitar la ofensiva definitiva… ¡Por los sagrados anillos de Deiro! Si llegamos a saber antes que erais tan… tan… ¿Cómo lo has dicho antes?

—¿Ñiquiñaque? —apuntó Narizong.

—¡Eso… tan ñiquiñaques! ¡Hala, hasta la vista, majos!

Antes de que pudieran hacer nada para cerrarle el paso, la venus de Drakkar desapareció por una portezuela que había oculta tras unas hortensias, con los intestinos llenos de super–carne picada.

—Freddy siempre ha tenido mala estrella con las mujeres —dijo el veloz Eddy, improvisando el epitafio.

—¡Fabuloso! —dijo Narizong pellizcándose la barbilla—. ¿No os dais cuenta? Mi sueño se ha cumplido hasta el final.

Los super–héroes lo miraban con un discreto interés. Los amarillos, ni eso. Estaban demasiado ocupados fregando con lejía el embadurnado catre de piedra.

—Ella ha dicho que venía de Drakkar, ¿comprendéis? ¡Drakkar, demonios! ¿Será posible que eso no os diga nada? ¿Teddy? ¿Roody? ¿Nada de nada? Pues, mira por donde, resulta que los antiguos bajeles normandos se llamaban así, atajo de papanatas: Drakkars. Igual que ese cuarto planeta que ha surgido de Kostra sabe dónde. ¡Un bajeeel, hostias! ¿Lo entendéis ahora? El bajel, el bajel misterioso que la sabihonda borrega profetizó a Arasha.

Entonces se escucharon unas trompetas que enlazaron en seguida con la sintonía central de la serie.

EL PRÓXIMO SÁBADO CONTINUARAN

LAS AVENTURAS

*

FIN DEL PRIMER EPISODIO

EPISODIO TERCERO

RESUMEN DEL SEGUNDO EPISODIO (no emitido por defunción del operador de VTR el día anterior):

Narizong es elegido nuevo El después de sacar el palito más corto. Eddy echa tanto de menos a Freddy que decide presentar la dimisión y dedicarse a escribir versos alejandrinos. Al cabo de dos horas, inaugura una salchichería. Esto significa que sólo quedan cuatro titanes para hacer todo el trabajo. El único problema es que ni Roody, ni Teddy, ni Speedy ni el colérico Coddy saben aún en qué consistirá. Abatidos, visitan el burdel de Bett y van probando posturas inimaginables hasta que sale el Anull. Teddy pretende liberar su rodilla derecha del mar de arrugas de Pepita la Morena, cuando llaman dramáticamente a la puerta. Entra en campo la senil pero deliciosa Arasha. La hermana de Él se ha pasado toda la noche en vela, amalgamando un asqueroso potingue de color marrón con el que ha llenado una probeta. «Toma, cógela», le dice a Teddy, «si antes de entrar en combate mojas tus partes en este líquido, nada podrá detener la victoria de Smith». Arasha sale y, al cabo de pocos segundos, llaman dramáticamente a la puerta. Esta vez es Parrish, el astrónomo local. Pepita la Morena, que empieza a perder la chaveta, pregunta si es que han confundido su habitación con un andén de metro. Parrish está trastornado. Ha pasado la noche en blanco, jugando con el telescopio nuevo hasta que de pronto ha avistado un cuarto planeta, proteiforme, que según todos los indicios se acerca hacia Smith disparado como un obús. Teddy le dice a Parrish que cuando quiera le paga una sesión con la Pepita. Parrish le contesta que ahora mismo, y Teddy se pone el uniforme, saca unos cuantos billetes, y deja que el astrónomo y la Morena se lo hagan solos. Corre a despertar a sus colegas. «¡Despertad!», les dice, explicándoles de qué va la cosa. Poco después, los cuatro hombres rudos salen de casa de Bett. En silencio. No dicen nada. Ni esta boca es mía. Hacen mutis. Uno de ellos levanta un brazo y para un taxi. Es el taxista de siempre. Los reconoce y baja en seguida. En realidad, para aquel gris habitante de Smithburgo es un honor contribuir con su descuajaringado vehículo a la salvaguarda de la humanidad. Porque él no lo sabe, pero en el destino de los ladronzuelos de taxis está sembrada la semilla de una proeza.

FIN DEL RESUMEN DEL SEGUNDO EPISODIO (empieza el episodio tercero):

Rumbo a Drakkar

—Coddy a Torre de Control–26. ¿Me oís, Torre de Control–26? Cambio.

—¡Hola, super–héroe!… aquí Torrecontrol–26. ¿Qué te cuentas, tío?

Coddy esperó unos minutos en vano a que el otro añadiera el «cambio» de rigor.

—¿Coody? ¿Qué pasa, coño? ¿Todavía estás ahí?

—¡Sí, mierda, sí! ¿Quién eres tú? ¿Eres nuevo o qué?

—Soy Budess, hombre. El hijo de Budess–Feiter. Resulta que mi padre ha tenido que coger la baja un par de días. Resbaló mientras perseguía una bonita mariposa roja y se pegó la gran galleta. Desde el piso treinta y siete, tú.

—Ya. Y la mariposa, ¿cómo se encuentra? —Coddy podía ser un miserable cínico cuando se lo proponía.

—Creo que bien, gracias —le soltó de improviso Budess—. Al final pudo huir. Pero no te preocupes, que los amarillos la cazarán en seguida. Me han asegurado que le van detrás desde hace tiempo. Desde que era un simple gusano de seda tan vomitivo como tú, imbécil. Cambio y corto.

—¿Qué quiere decir que cortas? ¡Y los cojones de satanás, que una mierdecilla como tú…!

—Déjalo, Coddy. Ya hablaré yo con él. ¿Por qué no les echas una mano a Speedy y a Roody?, me parece que tienen problemas con las cajas de magdalenas. No hay manera de meterlas en el depósito de alimentos del cohete.

—Entendido.

—Atención, Torre de Control–26. Os habla Teddy. Ya nos hemos instalado a bordo de esta cafetera con alas. Estamos a la espera de recibir el alfa–ocho para despegar.

—Alfa–ocho concedido, Teddy. Ah, Teddy…

—¿Qué?

—Despedaza a unas cuantas drakkarianas de mi parte, ¿eh? Lo harás, ¿verdad?

Los cinco motores de Tortuga Veloz empezaron a hablar entre ellos cuando Teddy apretó el botoncito azul de play. Cada uno le proponía al otro un tema de conversación distinto, amenizando la interesante disputa con constantes ronquidos, plaf–plafs, pedos y truenos. Pero no había nada que hacer. Las mejores naves habían sido enviadas volando al planeta primogénito, ZsaZasaborgá, para hacer un buen papel en «Feriacohetia–2350 a. de K.», donde se exhibían las principales novedades en todo lo que no tenía los pies en el suelo, salvo, claro está, aquella familia de ágiles trapecistas que el año anterior, volando unidos por encima del portero, había intentado colarse en el recinto ferial sin pagar.

Pese a todo, de improviso, el cohete se alejó de la pista. Teddy puso la segunda y aceleró. Cinco minutos después, cuando miró discretamente por el retrovisor, se dio cuenta de que Smith no sólo había copiado la forma de la nariz de Narizong sino que, en aquel momento, hasta parecía tener el mismo tamaño.

Diario Teddyoso

Segundo día de la expedición:

Hoy, Roody ha vislumbrado Drakkar por una pequeña grieta de seis metros y pico que tiene Tortuga Veloz en la popa. Gracias a eso nos hemos dado cuenta de que íbamos exactamente en dirección contraria y hemos tenido que calentarle las orejas al dormilón de Speedy, que es el encargado de consultar la brújula de vez en cuando. Al final se las hemos calentado tanto, que ahora sólo nos permite dirigirle palabras frías, al estilo de «iceberg», «esquimal», o bien «¡Brrrrr!», de manera que se hace difícil sostener con él una conversación seria sobre las vanguardias escultóricas durante el período púrpura, pongamos por caso. Eso sí, las magdalenas de Narizong están deliciosas.

Cuarto día:

A las ocho, Roody nos ha sacado de la cama (sólo hay una cama a bordo), para enseñarnos una serie de cálculos que había garabateado en su pizarra. Confieso que hemos preferido no prestarle demasiada atención. Según Roody, la suma de las velocidades de Drakkar y del cohete superaban de largo los 300–k–q–s, por lo cual era de esperar que nuestro aterrizaje saliera en las páginas gastronómicas de más de un boletín del club de necrófagos. Quedaríamos hechos una tortilla.

Quinto día:

No era como para que se arrugasen los ánimos de aquel modo. Ya estamos en Drakkar, y la verdad es que la llegada ha ido como la seda. Eso sí, como una seda hecha jirones, empapada de gasolina y arrojada al fondo de un cráter en erupción. Tortuga Veloz está irreconocible, las magdalenas sucias de tierra, y el pobre Speedy ya no oye nada en absoluto. Encima dice que se aburre como una ostra. Esa palabra nos hace reaccionar. Conseguimos hacerle entender, arqueando las cejas, que nos hemos quedado sin provisiones y que podría ir a cazar algo comestible por los alrededores del maloliente pantano donde acabamos de estrellamos. Speedy dice que sí con la cabeza, agarra una «Luger & Lasser» y se adentra intrépidamente en la selva. Nosotros empezamos a preparar la barbacoa. Entonces se escuchan rugidos y ensordecedores aleteos de pterodáctilos procedentes de la zona por donde campa el sordo. Es una lástima que el sordo no pueda oírlos.

Speedy ya no vuelve.

Quinto día, un pelo más tarde:

Debo de haberme dormido un buen rato porque, cuando he abierto los ojos, he descubierto que Roody y Coddy no paraban de mirarme, risueños, mientras afilaban un cuchillo de trinchar pavo. Por suerte, una exclamación les ha detenido:

—¡Buenos días!

Naturalmente, se han quedado estupefactos, no sólo porque se veía a la legua que el día era pésimo, sino porque el pésimo metereólogo era un hombre relativamente joven.

—¡Un momento! —ha vociferado el impulsivo Roody—. ¡Un momento! ¿Tú no tendrías que ser un camisón?

Gershwin —porque mi salvador se llamaba Gershwin, igual que el célebre torero—, se ha sentado en un tronco cortado, ha encendido una pipa y, mientras usaba el atacador, nos ha explicado que formaba parte del Frente Revolucionario de Resistencia Pacífica de los Machos de Drakkar (FRRPMD), rama armada de otro movimiento ya desaparecido.

—Os conozco —añade—. Habéis salido algunas veces por la tele–gamma, ¿no es cierto? ¿Qué hacéis aquí? Es temporada baja.

Se lo explicamos de pe a pa. Bueno, nos callamos algunas pes por si acaso, nunca se sabe. Entonces Gershwin se pone muy contento.

—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! —grita; dando saltitos y entrechocando los tacones—. ¡Hoy es el gran día! Lo he soñado, ¿sabéis? He soñado que comía espaguetis en un restaurante chino cuando de pronto, el queso rallado se ha convertido en una frondosa cabeza de oveja que decía: «seis piernas, seis, avanzarán juntas y sembrarán de pelos la barbilampiña estela del bajel».

—¡Otra vez la borrega! —me sale casi del alma.

—¿Espaguetis? —preguntan Roody y Coddy.

Hicieron añicos el molde del anfitrión perfecto después de fabricar a Gershwin. Una prueba: hace que le acompañemos hasta su inexpugnable cubil y, una vez allí, nos obliga a devorar embutidos y a sorber champagne hasta que, farfullando frases de gratitud, caemos rendidos.

Despertamos en la cámara de tortura del palacio Zwllerich de Fräsna, metrópolis de Drakkar. Roody, Coddy y yo hemos sido atados a unos catres de piedra, de la misma marca que los que usan los amarillos en nuestro país. Gershwin no. Gershwin está de pie, sonriente, con los brazos anudados, al lado de Ella. Ella se llama Vanessa. Vanessa es la reina de Drakkar. La reina de Drakkar advierte que acabamos de volver al mundo.

—Esta vez tiro yo los dados, ¿eh, super–héroes?

De entrada, le pregunto qué hace una criada ñiquiñaque ataviada con esa túnica valiosísima que oculta parcialmente sus valiosas curvas. Entonces me lo explica; que se llama Vanessa y que el otro día nos tomó el pelo, que de criada nada.

—Reina de Drakkar de toda la vida —la interrumpe la falsa lengua del rebelde de tres cuartos.

—¡Calla tú, pedazo de mentiroso! —dice Coddy jeringado.

—¡Sí, eso, calla, pedazo de mentiroso, traidor de mierda, buuuuuu! —añadimos nosotros.

—Dejad en paz a Gershwin. No tiene la culpa. Es un simple androide diseñado para embaucar a ingenuos como vosotros.

—¡Un androide! ¿Gershwin un…? ¿Es verdad eso, Gershwin? ¿Además de ser una rata que apuñala por la espalda, eres una repulsiva montaña de plástico, cables y tomillos?

Gershwin no responde. Enrojece y carga la pipa. Vanessa aprovecha la pausa para desembarazarse de la túnica. Se queda en pelotas, por así decirlo.

—Me disculparéis si voy al grano… hoy estoy muy ocupada, ¿sabéis? Me toca limpiar todas las ventanas de la fachada oeste y… ¡Gershwin!

—¿Sí, Majestad?

—Empezaré por este —señala sin vergüenza el paquetamen de Coddy—. Venga, quítale la ropa.

Coddy, que se ve venir un remake de la escena final de Freddy, parece acojonarse:

—Eh, eh, para un momento… ¿No, no podrías avisar a alguna mujer de la limpieza para que limpie los cristales? Yo… nosotros… nos encontramos muy bien aquí, ¿no?, en familia. Con tu robot y contigo de plática, ¿no es cierto, colegas?

—¡Desde luego! ¡Buena idea! ¿Por qué no llamas a la criada, Vanessa?

Gershwin le arranca el uniforme a Coddy de un zarpazo. Vanessa se echa a reír.

—No tengo criada. En todo Drakkar no encontraríais a nadie que pudiese venir a limpiarme los cristales, ¿no lo entendéis aún? Esto es un planeta difunto, deshabitado. Todo el mundo murió hace más de quinientos años, de una indigestión de paprika, el día de la fiesta shirga. Sólo pudimos sobrevivir Gershwin, yo y un puñado de fieras malvadas que se ocultan en el pantano.

—¿Quinientos años? —La vena necrófila de Coddy pega un brinco—. ¡Hostia! ¡Te conservas de puta madre, tía!

—Tranquilo, Coddy, que se te está embalando la cosa…

—¡Bah! ¡Vete a hacer puñetas, Roody!

—Escucha, Vanessa —digo yo—. No es que eso de sacudir el polvo de los cristales, sea una actividad típica de super–héroe, pero un día es un día. Quiero decir, que si nos prestas unos cuantos trapos y detergente, nosotros tres con mucho gusto…

—¡Silencio, cobardes! No distraigáis a vuestro amigo que… Oh, oh… ya empieza a ponerse en foooormaa.

—Acércate más, puta.

—¡No, Coddy! ¡No lo hagas! ¡Sorpréndenos!

—Síiiii, reyecito mío. Ahora mismo voy…

Voluptuosamente, Vanessa tiende su cuerpo desnudo sobre el cuerpo desnudo de Coddy y empieza a lamerlo por todas partes. Le hace chillar como si fuera un colchón–cowboy:

—¡Yeeeeeeepaaaaa! ¡Tíos, voy más quemao que un vaso de ron en un concierto de habaneras! ¡Vanessa! ¡Vanesssssaaa! ¡Qué tetas tienes, cabrona! Y qué jamones, cojones, qué par de jamones. Te… te voy a echar un pol… ¡ñam!

La teta buena de Vanessa, la que conservaba intacto el pezonazo, está en la boca de Coddy, dejándose embadurnar de babas por la super–lengua. Mientras tanto, la lubricada reina no para de explorarse el lubricado orificio con tres dedos de la mano derecha; le mana tanto que en vez de un coño parece una esponja exprimida por una licuadora. Coddy nota cómo le riega los abdominales y de pronto le entran ganas de tomarse el aperitivo. Dicho y hecho. Le pega un mordisco en la teta y extirpa, como un cafre el pezón moreno de Vanessa. Las salpicaduras llegan hasta mí.

—¡Eeeeeeeeehhhhhhhh! ¡Beeeeessstiaaaaa! ¡Bestia! ¡Qué gusto, oh, ya! ¡Ya! Métela toda. Entera, no aguanto mássssss…

Vanessa coge la cigala traviesa de Coddy y ¡zas! Se la traga. La hace desaparecer de golpe entre sus reales piernas.

—¡Yupi, yupi, oohh, bufff… Teddy, Roody! Cómo la mojo, tíos. ¡Parece café con leche! ¡Esto es demasiado! —vocifera Coddy.

—¡¡¡Subnormal!!! —contesto yo, un poco asustado por las grotescas dimensiones que, sin previo aviso, está adoptando mi propia verga La cámara se ha llenado de proyecciones holográficas: centenares de rubias apetitosas, en ropa interior negra, chupan hasta el orgasmo el regaliz de un Crex–Flup–Up especialmente grande y desagradable.

—¿Ahora, Majestad?

—Sí, Gershwin, majo. ¡Date prisa!

—¿Cómo va la cosa, tía? Folio bien, ¿eh?

Y eso que sólo puedo utilizar la escopeta, que si no… ¿te habían follado así alguna vez, en estos últimos siglos?

—No, nooooooo, claro que no, animal. Uf, uf, arf, mmmmmm. Sigue, sigue así… ¡Gershwin, maldito androide! ¿Qué haces? ¿Estás en la higuera o qué?

—¡Ya está, Majestad! ¡Cojones, ya está! Un poco de paciencia, ¿no? No tiene por qué levantarme la voz. Hago todo lo que puedo. Aún se creerá que… Ahoooora, cojones. ¡Cuándo quiera!

Gershwin acaba de romper con unas tenazas los gruesos eslabones que aprisionaban las extremidades de Coddy.

—¡Ya era hora! —suspira Vanessa mientras abre completamente las piernas para masticar del todo su colérico alimento.

Hasta aquel momento Coddy no nos ha sorprendido. De repente se lleva la mano a la entrepierna, oprime el huevo derecho cuatro veces y la verga hace ¡pum!, sale disparada y clava a Vanessa contra el techo.

—¡Uffffff! ¡Por los sagrados anillos…! ¡Esto es una polla! —murmura ella chorreando los flujos rojos de la agonía.

—¡Venga, tíos, deprisa, espabilaos! —Coddy pasa a través del Crex–Flap–Up, que ahora sodomiza a media docena de rubias a la vez. Con una mano, pulveriza fácilmente nuestras cadenas y nos enseña la dentadura.

—Fantástico, Coddy. Coño, tienes que explicamos cómo lo haces, ¿eh? ¿No te duele el agujero ahora? No es que quede mal, pero te debe picar la hostia, sin el chorizo.

—¡Bah! No es nada. Cuando llegue a Smithburgo, haré que me instalen otro igual. Son la coña estos príapos atómicos del doctor Borgia. ¿Os habéis fijado cómo ha enviado a paseo a la pajarraca?

La pajarraca está de acuerdo. Desde su techo preferido, sigue alabando con un hilo de voz las virtudes insondables de la polla–misil.

—Pero espera un momento, Coddy —le digo—. ¿Quieres decir que… que llevabas una especie de cosa rara desmontable? ¿Pretendes explicamos que tú, tú también eres…?

—¿Un androide? Bueno, sí, ¿qué tiene de malo? Soy…

Coddy se dispone a reconocer que sí, que es una asquerosa montaña de plástico, cables y tornillos, cuando las tenazas de su colega del otro bando le decapitan. Como para fiarse de los androides. «¡Clops!», suena la cabeza de Coddy al rebotar contra el suelo. El resto del cuerpo se queda rígido, inmóvil, no acaba de caerse nunca. Gershwin parece furioso:

—¿Os creíais muy listos, eh, super–héroes?

El Crex–Flap–Up escupe una tormenta de semen verde en la cara de las rubias en ropa interior negra. Gershwin viene hacia nosotros con esas tenazas tan prácticas, teñidas de jugo de yugular, que suenan «slash–crocroc–slash», todo el rato. Esto desborda los límites de resistencia de Roody, que se lleva una mano al corazón y se desploma como un huevo sin cáscara. Yo ya le había advertido que fumaba demasiado. Vanessa opta por imitarlo. No, no es que encienda ningún cigarrillo; consigue arrancarse el clavo y cae también. Afortunadamente para mí, acierta a chafar a Gershwin. Las rubias de ropa interior negra limpian con los labios la polla azul marino del monstruoso eyaculador. La reina de Drakkar aún está viva. Me coge de los tobillos y me hace caer de espaldas. Se arrastra hacia mí con las garras afiladas, le atizo una coz impresionante en plenos morros y deja de arrastrarse. Dice: «Así, salvaje, así» y, acto seguido, salta como una pantera excitada. Me besuquea la boca. Me manosea de pies a cabeza. Me chupa. Me mete las calabazas en la boca, las saca y me desgarra el uniforme con los dientes. Disfruta tanto con eso que me lo desgarra y vuelve a cosérmelo en seguida para podérmelo desgarrar una vez más. Por mi parte, debo confesar que el taladro se me ha puesto como una piedra.

Clinc.

—¿Qué ha sido eso? —preguntamos Vanessa y yo a la vez.

Miro al suelo y veo la probeta que me regaló Arasha. Esa fugaz mirada concupiscente basta para traicionarme. Vanessa la intercepta y se huele que contiene algo gordo. Hace un gesto furibundo, alcanza el cilindro de cristal y lo estrella contra la pared del fondo.

—¿Por dónde íbamos, darling? —pregunta cínicamente, situando su coño maltrecho sobre mi cañón suicida.

No sé de dónde he sacado las fuerzas. De la manga no, indudablemente, porque ya no quedaba ni un hilo de mi vestimenta. Qué más da. El caso es que he cimbrado medio cuerpo hacia delante y, disimuladamente, he descargado un puñetazo tan atroz que ha roto en tres pedazos la napia de Vanessa. No le he dado tiempo ni a proferir eso de «Mmmmmmmm, bestia, sigue». He cogido las tenazas de Gershwin y le he cortado media pierna izquierda, rodilla abajo.

Acto seguido me encuentro mucho mejor. Me cuelo por debajo de esa mole de hembra a medio desangrar, y echo a correr hacia la lejana pared de la probeta. Noto que me persigue. Tengo el rabioso aliento de la horrorosa inválida adherido a mi nuca como un esparadrapo. Pero esta vez soy el más rápido. Me lanzo de barriga contra el blanco y embadurno mi badajo y los dos testículos con el jugo espeso que aún chorrea, esquivando fragmentos de cristal.

—¡Ven aquí, trincha–reinas! ¡Ya te tengo! —chilla el muñón ambulante.

Me obliga a darme la vuelta y alarga cinco dedos para agarrarme el as de bastos. Pero su mano viaja en vano. Se ve obligada a recular, aturdida. El nabo se ha transformado en una pulga, en un bultito verruguiforme apenas perceptible sin la ayuda de un microscopio. Vanessa se muerde los labios, musita un «oh, no», y cae de bruces, definitivamente fulminada.

—¡Si será mala puta la Arasha ésta de los cojones! —exclamo—. Pero ¿qué le he hecho yo?

Final del quinto día:

Smith ha triunfado. Fumo en silencio la pipa que he heredado de Gershwin el androide mientras escucho el aleteo de los pterodáctilos, más allá de los muros de Zwllerich. Las hambrientas criaturas parecen estar esperándome. No me atrevo siquiera a sacar la nariz por la ventana. Aunque tendría que intentarlo. Tendría que hacer algo, no sé, por ejemplo intentar salir corriendo de este miserable planeta. Tengo hambre, hostia. Daría la mitad de mi sueldo por una de las sabrosas salchichas que vende Eddy. Pero no muevo ni un solo músculo. Sólo fumo. Y de vez en cuando me acerco a Vanessa, meto la cabeza entre sus muslos y murmuro:

—Eh, Freddy, ¿aún estás ahí?