Me llamo Capone y soy un loro.

Vivo en lo alto de un maltrecho edificio de cuatro pisos, ático y sobreático, sin ascensor, que algún desaprensivo levantó hace más de treinta años en el número siete del pasaje Veme, junto a lo que hoy queda del viejo estadio. Esther me trajo aquí cuando yo era apenas un loro adolescente. No me pregunten de qué especie, siempre he sido un poco perezoso para esas cuestiones técnicas. Puedo aclararles, eso sí, que soy pequeño como un vulgar periquito, y de color verde, verde loro intenso de pies a cabeza. Por eso se me ven tanto los ojos y el pico rojo. Tengo ojos bonitos. Blancos, redondos y enormes. Esther siempre me lo decía. Se pegaba a la jaula, me hacía cosquillas en la barriga con la yema del índice y me decía que tenía los ojos como Mortadelo. La verdad sea dicha, nunca conocí a ese individuo, pero sostengo que debía de ser un antiguo prometido de Esther, que a buen seguro le habría arrebatado el corazón con la mirada.

Creo que fue aquel 4 de agosto de hace cinco años cuando nuestras relaciones dieron un golpe de timón. Sí, seguro. Al menos por mi parte. A partir de aquel momento, no volví a tratar a Esther como a una simple señorita de compañía. El 4 de agosto de hace cinco años llegó más nerviosa que de costumbre. ¿Qué cómo lo sé? ¡Diantre! De algo tenía que servirme tener los ojos tan grandes. Soy muy observador. Ya lo era de pequeño. Pues a eso iba: Esther llegó muy nerviosa, porque en vez de acercarse en seguida a hacerme carantoñas, como era habitual en ella, se sentó junto al teléfono y empezó a hacer llamadas. Y a todo el mundo le explicaba la misma proeza: que había vendido una 3/Z/K, la primera 3/Z/K que conseguía colocar la empresa. Esther vendía máquinas, unas máquinas enormes, alemanas, destinadas a sustituir la aguja y el hilo de coser.

Yo, no hace falta que lo diga, me sentía francamente irritado. Aquella mañana, en un estúpido accidente doméstico, había volcado el comedero lleno de pipas mientras ensayaba unos sencillos pasos de claqué. Eso, unido a la cruel circunstancia de que el suelo de la jaula no presentaba las más óptimas condiciones higiénicas, me espoleó a declararme en huelga de hambre. Tal vez me tilden de escrupuloso para ser un pájaro, pero ustedes habrían hecho lo mismo si estuvieran al corriente del caso que le ocurrió a un primo mío, Ralf, que en paz descanse. Mejor dejémoslo correr. Lo que quiero decir es que estaba muerto de hambre y Esther venga a llamar, muy risueña el angelito, sin molestarse en echar un vistazo en dirección a la jaula.

—¿Duflot? —decía—. ¿Breiss? —decía—. ¿Gilles? —decía—. Hoy he colocado la primera 3/Z/K.

Y a mi buche, claro, se la traían floja Breiss, Gilles, Duflot y la 3/Z/K. Sólo pensaba en la urgente necesidad de atiborrarse. Y oigan, cuando el buche arranca a pensar por su cuenta, yo ya me conozco, sé que soy capaz de hacer una animalada. No me pregunten en qué habría consistido, pero de verdad que estaba a punto de cometerla cuando Esther reparó finalmente en que había un loro en casa.

—¡Capone! ¡Pobrecito Capone! —articuló la histriónica mientras se acercaba a mí dando saltitos—. Aún no te lo he dicho: hoy he colocado una 3/Z/K. ¡Una 3/Z/K, Capone!

Los loros no tenemos derecho penal. No existe ninguna ley del loro. O sea que nadie hubiera podido acusarme de intento de asesinato ni nada de eso si, de golpe y porrazo, hubiese proyectado mi afilado pico entre los barrotes con la intención de pellizcar la nariz de mi ama. Además, dado el caso, estaba convencido de que ni el más insensible de los tribunales tendría agallas para condenarme. Defensa propia, dictaminaría. «El acusado se ha zampado media napia de la víctima impelido por la necesidad de sobrevivir. El desgraciado estaba hambriento». Y punto. No habría pasado de ahí. Claro que prefiero el otro desenlace, el de Esther abriendo la puerta de mi pajarera y exclamando:

—¡Venga, sal! Desde ahora eres libre. Considérate en tu casa.

Confieso que fue entonces, aquel 4 de agosto de hace cinco años, cuando me enamoré de ella. Un amor platónico, indudablemente, pero más puro e incombustible que la inmensa mayoría de amores que se producen entre individuos de una misma especie.

De la noche a la mañana me convertí en su esclavo. Se apresuró a regalarme una esponja liliputiense y adhesiva, que se adaptaba perfectamente a mi pico, y entonces, cada mañana, nos metíamos juntos en la bañera y yo le enjabonaba la espalda. Esther tenía un cuerpo adorable. Para ser una mujer, claro. Y puedo afirmarlo porque cuando me tenían expuesto en la tienda de sir Aguilerio, tuve ocasión de examinar hembras humanas a tutiplén. Y casi todas padecían de aquella ostentosa y repulsiva deformación en la pechuga: dos bolas carnosas que les transformaban el tórax en una especie de bulto gigante, de circo. Esther no. El tórax de Esther no había sufrido la metamorfosis. Era liso y muy suave, aterciopelado como un cojín de seda. A veces, yo fingía que se me caía la esponja y que no me daba cuenta, y con el pretexto de continuar la faena acariciaba con mi cabeza plumosa el excelso busto de mi amada.

Supe ganarme su confianza, y muy pronto me encargó otra función de mayor responsabilidad: abrirle la correspondencia.

El cartero, un tal Robert Samdash, ya había sido sobornado para que cada día escalase las seis plantas del edificio y me pasara los papeles por debajo de la puerta. Abajo de todo, en la entrada, estaba nuestro buzón, pero se cerraba con llave y a Esther no se le ocurrió hacerme un duplicado. ¡Qué va! Prefería que aquel pobre funcionario de correos tuviera que echar los hígados por la boca. Porque el caso es que Esther recibía diariamente una montaña de basura. Lo más probable es que no hubiera dado abasto para leerlo todo, y habría acabado pasando por alto los mensajes realmente importantes a cambio de memorizar un saco de estupideces. La conozco, y eso es lo que habría hecho. En consecuencia, tuvo suerte de que yo, sin consultarle nada, no me limitase a la entretenida tarea de romper los sobres sino que también decidiera quemarme las pestañas —es un decir— con los textos que contenían y después hacer con ellos una cuidadosa selección. Por ejemplo: no superaban nunca la criba aquellas extensas cartas llenas de faltas de ortografía que le enviaba, día sí, día no, un demente llamado Lawrence. Lawrence no–sé–qué–más, no viene al caso.

El fantasma aquel a mí me sonaba. Alguna vez le había oído decir a Esther que era el dueño de la empresa donde trabajaba antes.

Lo que no me había dicho es que el señor Lawrence era el típico exponente del hombre–cebolludo–sexual que además se gasta una fortuna en papel satinado, sellos y sobres para proclamar su anormalidad.

Presten oídos a esto, si no. Una de sus obras maestras epistolares arrancaba así:

«Cercanías de Xaitania, a tal, de tal, del tal. Querida criatura mía: Acude a mí. Ven y te descoseré los labios con mi verga ciclópea y sedienta…». Y no paraba el carro hasta el final. ¿Eso quería que leyera mi pobre Esther? Anda ya. Una vez analizadas por mí, las marranadas del maníaco salían volando por la ventana. Y lo mismo sucedía con todo lo que no despertaba mi interés.

¿Creen que Esther me agradeció alguna vez estos esfuerzos inhumanos? Al contrario. A menudo la oía quejarse en voz alta.

—¡Mierda! —vociferaba—. Mierda, no lo entiendo. Sólo me envían propaganda de supermercados. Que si arroz largo a ochenta pesetas, que si garbanzos en oferta a treinta y ocho el medio kilo… ¡Bah! —y hacía una bola con los papeles lanzándola furiosamente contra la moqueta.

Esther no llegó a comprender que aquellas informaciones tan modestas en apariencia son las que, a la larga, fundamentan la armonía de un hogar.

Desisto de aburrirles con otros episodios tan tristes como el que acabo de narrar. Sin embargo, que quede clara mi evolución: de alegre loro mascota había pasado a ser un enamorado soñador. Y ahora que al fin escapaba de la jaula, el azar, burlón, me convertía en el más dispuesto de los cautivos incomprendidos.

Han pasado más de cinco años y sigo abriendo sobres y amándola como el primer día. Mil ochocientos sesenta y un días desde que tiró la jaula y casi cinco mil desde que la adquirió con el que les habla en su interior. Sí. El mes que viene hará quince años que compartimos apartamento. Pero ya no estoy para celebraciones románticas. Algo ha cambiado. No sé cuánto tiempo suele vivir un pajarraco de mis características, pero sospecho que no mucho más. A la mínima que intento dar dos pasos, las patas me flaquean y cada vez se me hace más arduo leer las cartas que le envían a Esther. Frecuentemente se me nublan los ojos y de pronto noto como si me clavasen agujas en la nuca. Entonces tengo que tumbarme rápidamente en el sofá porque si no, me sobreviene un mareo aterrador.

Están equivocados si creen que no sé lo que significa todo esto. Que pronto Capone kaput. ¿Y quién tendrá la culpa? No sólo el inofensivo calendario, evidentemente. Los años transcurridos pueden dibujar bolsas de piel arrugada bajo los ojos pero, para un loro sereno, pasear esos signos de vejez una eternidad más es como coser y cantar. No. En mi caso, por lo menos, no es culpa de la edad. Fue Esther la que echó la primera moneda para financiar mi tumba. Y de eso no hace mucho. Fue anteayer.

Hacía ya días que Esther me tenía preocupado. Desde que nos conocíamos, nunca la había visto pasar una noche fuera de casa. Para ser sincero, tampoco había visto nunca que nadie utilizara nuestra casa para pasar la noche fuera de la suya. Pues bien, hará cosa de un mes, oí que se abría la puerta y, como de costumbre, salí volando a darle a mi amor la bienvenida. Ya se pueden imaginar los graznidos de estupor que dejé escapar cuando topé con la peluda de la portera.

—¿Quieres hacer el favor de estarte quieta, mala bestia? —me ordenó, utilizando toda la potencia de su tórax super–deformado—. Sólo me faltaba esto. Que un loro subnormal me llene la casa de plumas. Si tienes ganas de tocar los huevos al personal, te esperas a que vuelva la jefa, majo, que una servidora ya tiene bastantes quebraderos de cabeza.

No dijo más. Se puso a silbar, cogió un enorme cepillo y empezó a dar sustos al polvo de la moqueta.

Me quedé helado. ¿Qué significaba aquella intolerable violación del domicilio conyugal? Lo primero que se me pasó por la cabeza fue que a Esther debía de haberle ocurrido una desgracia. Nada grave, claro. La portera había dado a entender que regresaría pronto. Eso quería decir que era poca cosa, una castaña ridícula con el coche, un bollo en el parachoques, el parabrisas hecho añicos, media docena de arañazos sin importancia. Nada. Una semana en el taller de reparaciones, veinticuatro horas en el hospital y para casa.

De todas formas, mis presentimientos optimistas no acababan de consolarme. Necesitaba tener la certeza de que la desaparecida estaba bien.

Se me ocurrió el sistema de averiguarlo cuando la gorda ya levaba anclas, después de inundar las plantas y de ponerme la comida de una semana ante el pico. Y entonces exclamé, imitando la cantinela tradicional de mis colegas:

—¡Es–therrrrrrrrr! ¡¡¡¡Es–therrrrrrrrrr!!!!

Y funcionó. La gorda se echó a reír como un torpe chimpancé y me lo explicó todo:

—Esther no está —me aclaró de entrada, por si yo no había reparado en aquel detalle—. Está en el hospital, ¿sabes? Porque un amiguito suyo ha tenido un accidente. Me ha dicho que se quedará allí unos cuantos días, hasta que el chaval se ponga bien. Mientras tanto, yo seré tu ama, ¿eh, Carussone?

El culpable de que Esther traicionase la primera de las normas y pasase no una sino tres noches fuera de casa, se llamaba Buster.

La culpable de que Buster faltase a la segunda norma y pasase buena parte de la noche de anteayer fuera de casa, o sea en nuestra casa, se llamaba Esther.

No se lo perdonaré nunca.

Han pasado cuarenta y ocho horas y lo recuerdo como si fuera ayer. Y eso que tengo la memoria más mustia que el corazón.

Empezaré por puntualizar que los hechos me cogieron por sorpresa, ya que cuando Esther volvió de su exilio voluntario en el hospital, conseguimos compartir unos instantes de absoluta beatitud. Ingenuo de mí, habría puesto el ala en el fuego a que si ella se mostraba tan gozosa —señor, si la hubiesen visto bailando el charlestón de aquella manera—, era debido a mis constantes atenciones o incluso al motivo menor de nuestro reencuentro. Pero en lugar de loro podría haber nacido asno, al menos me habría servido para asestarle una buena coz al culo de aquel rubio papanatas. Mucho músculo y mucha piel morena sí, pero pocas entendederas. El niño mono tenía el cerebro encallecido. Lo vislumbré en seguida: más corto que una manga de chaleco.

—¿Te han sorbido el seso? —exclamó, nada más entrar, señalándome con uno de sus índices, inflados de tanto levantar pesas—. No me habías dicho que tenías bestias campando por la casa.

Yo tampoco habría creído nunca que nuestra casa alojaría a una bestia suelta hasta que vi que Buster no se quedaba en el recibidor.

—Se llama Capone. Es un loro. Es muy simpático —se excusó Esther, en tres tiempos.

El gorila dijo automáticamente:

—Hola, Capone. —Al cabo de un momento pareció reaccionar—. Espera, tú, ¿de qué me suena? Ese nombre lo he oído yo antes. ¡Claro, ya está! Kaponne, ¿de verdad? ¿Como el jugador de béisbol? ¿Con una «K» inicial?

—No sé… Capone. Le puse así… no sabría decirte si se escribe con «k» o no. Nunca he tenido que escribir su nombre.

—Pues ya te lo digo yo —era más cabeza de chorlito de lo que me imaginaba—. Es con «k», Kaponne. Ja, ja, ja. ¡Qué divertido!

—Bueno, no nos quedemos aquí. Pasa, Buster.

Entonces habría podido pasarle por las narices que yo también encontraba divertido que él se llamase Buster, pero no me dio tiempo. El muy zopenco se metió en el comedor y, antes de que pudiese evitarlo, se pulió mi vermut blanco, mi caja de pececillos salados, un bote entero de aceitunas rellenas, una tortilla de tres huevos de ajos tiernos, dos butifarras con judías, media botella de vino tinto, un flan, un café doble, y un vaso lleno hasta los topes de escocés con hielo, pero con muy poco hielo. Empezaba a servirse otro aún más generoso, cuando sucedió la primera cosa interesante de aquella noche. Interesante y trágica a la vez: Esther se desnudó.

Imagínense el panorama: yo repantingado en mi rincón favorito de la librería, calculando mentalmente la cantidad de dinero en forma de comida qué aquel caradura de las orejas ardientes llevaba en sus intestinos, y Esther que va y le pide que la disculpe un segundo, que va a vaciar el cenicero del señor–chimenea, y que vuelve en seguida. Y cuando vuelve, ya no lleva nada encima. Ya me dirán qué panorama.

—¡Hagamos el amor, Buster! ¡Ahora! —suplicó, mientras se abrazaba ferozmente al estupefacto atleta—. ¡Aquí mismo, ven^a! ¡En el suelo! ¡Hazme tuya, Buster! ¡Ahora!

—Pero Esther, ¿te han sorbido el seso?

El pedazo de carne embutida se había quedado más parado que yo. Tenía a Esther sentada en su regazo, más caliente que las brasas del infierno, y él que no atinaba a recordar lo que tenía que hacer con las manos, la boca, los pantalones.

—¡Quítate los pantalones, Buster!

—Esther, no…

Tuvo que quitárselos ella. Se los arrancó.

En un santiamén, los dedos frágiles y primorosos de mi sempiterno amor dejaron al payaso de Buster con las piernas al aire.

—¿Quieres que te la mame, campeón?

¡Resultaban tan inútiles sus protestas! Esther se había transformado en una apisonadora frenética, en una máquina programada para copular con otra máquina–macho. Pero el disquette de esta última no debía de estar en perfectas condiciones.

—Mmmmmmm. Aquí está la polla de mi campeón. Oooohhhhmmmmm. Espera a que crezca. Cuando crezca se hará tan grande que no cabrá dentro de mi coño. Ñammm. Jugosa, dura como una piedra. Me la estoy imaginando… la… chúpame las tetas, Buster, tócamelas. Acaricíamelas con la lengua. Chúpamelas, así, y verás qué deprisa se te pone en forma… Así… así… Oóoh, dios mío… ¡Dios mío! Así, Buster. ¡Lo haces muy bien, cabrón! ¡Aaaaahh! Tócame los pezones, rápido, los pezoncitos… sí… Ooh, sigue… Ooh, cómo me gusta. Me gusta mucho. Mucho, no pares. Sigue… ¿Quée?…

—Déjalo. Dejémoslo. No puedo.

—¿Pero qué cojones te pasa ahora? ¿Qué pasa? ¿Te la has estado cascando antes de venir aquí o qué? ¿Es eso, Buster?

—Mira, no…

—¿Es que no te gusto? ¿No te gusto, rey mío? Pues me importa un huevo, ¿comprendes? Tú no sales de esta casa sin haberme clavado antes este maldito palo que no acaba de levantarse. ¿Entiendes? ¿O es que tendré que avisar a tu hermano para poder echar un polvo como dios manda?

—¡Eh!, deja en paz a Magerthy, ¿quieres?

—¿Por qué? No he dicho nada malo. Sólo que estoy segura de que si llego a despelotarme delante de él, a estas horas ya iríamos por el tercero. No sé… La perdonavidas de Margaret lo sabrá mejor que nadie, pero estoy convencida de que debe de dar gusto ver su verga.

—¿Quieres callarte de una vez, puta?

En otras circunstancias, habría salido a defenderla, palabra de loro. Pero ella se lo había buscado. Buster tenía las calderas encendidas y aflojó la presión descargando un puñetazo monumental en el mentón de Esther. Ella dio un chillido y cayó de espaldas. Y entonces los dos —Esther y yo— nos dimos cuenta de que el imprevisible agresor había podido empalmarse.

—¡Dios mío, Buster! —profirió ella, medio asustada, medio aturdida—. Si es… la tienes enorme.

Y entonces cambiaron los papeles y el dueño de la enormidad cogió la batuta.

—Ponte a cuatro patas, como una perra —le ordenó a Esther.

Parecía una perra. Incluso cuando él la sodomizó brutalmente, empezó a gemir de tal manera que recordaba a los ladridos de una hembra de lebrel.

—¡Auuu! ¡Auuu! —aullaba—. ¡Salvajeee! ¡Me haces daño! Aaaghmmmm. ¡Me agujereassss, me muero, me muero, me muero! ¡Oh, Buster! ¡Buster! Qué polla tienes. La noto. Ooohh. La tengo dentro. Clávamela, así, más, más, más, así, rómpeme el culo, tigre. Toro mío, bestia…

No querría que me tildasen de pornográfico. Me limito a transcribir textualmente las groserías que soltaba aquella impúdica cortesana, a la que yo había tomado durante toda una vida por la más angelical doncella, sin un ápice de malicia. En una cosa no me había equivocado, eso sí: todavía era doncella. Al menos, continuaría siéndolo mientras el rubito especial no se decidiese a probar el otro agujero, cosa a la que parecía resistirse.

—¡Basta! Mmmmmm, pa–ra Bus–ter…

¡Buster espera!

Buster no paraba.

—Deja que me dé la vuelta. Yo… ¡Ooooohh! Yo… Mmmm… Quiero, quiero que me tomes por delante, por delante, Buster.

Buster no la dejaba darse la vuelta. Buster seguía culeándola cada vez más febrilmente, con renovadas energías.

Esther optó por una solución desesperada. De repente, se echó hacia adelante y se independizó unos segundos del vigoroso cuerpo que la tenía prisionera. Se oyó un fugaz estampido cuando el macizo miembro de Buster salió escupido del angosto agujero.

Veloz como un rayo, la mano derecha de Esther aferró aquel tronco acústico y lo condujo hacia su vulva, macerada por los flujos que manaban sin interrupción.

—¡Desvírgame, toro! ¡Ahora! ¡Venga! Agujeréame con tu jugosa herramienta.

Me lo esperaba todo menos aquel segundo puñetazo. Y eso fue precisamente lo que hizo Buster: apartarse de un salto y atizarle otra castaña, aún más potente que la primera, al calamitoso mentón de Esther. Esta vez acertó de lleno. Ella se quedó echada en el suelo, espatarrada, con los ojos cerrados y los sentidos pendientes del hilo de la concupiscencia carnal.

—¡Oooohhh! ¡A–ni–mal! ¡Más que animal! —murmuraba en un hálito—. Métemela, por favor. Desvírgame, desvírgame, desvírgame…

Eso era más de lo que un paciente enamorado como yo podía soportar. No me parecía justo que un cretino de cartón piedra se cargara en un ay, de un certero golpe de manubrio, el virgo sublime que yo había atesorado durante quince años. Me estaba afilando ya las uñas para intervenir, cuando distinguí pico–abierto, que la boa de Buster volvía a ser el gusanito de antes. Como en aquel cuento de la criada que se convertía en princesa y la calabaza que se convertía en carroza, y viceversa, ¿no? Pues eso mismo. Según las manecillas del campeón, acababan de dar las doce.

Buster echó un vistazo a Esther, comprobó que parecía más muerta que viva y se vistió deprisa y corriendo. Huyó como un ladrón de gallinas, sin dejarse nada en casa. Ni un triste zapato de cristal.

El estruendo que produjo la puerta al cerrarse fue la píldora que reavivó a Esther. Sin previo aviso, siguió desde el punto donde se había quedado antes de perder el hilo…

—Pégame si eso te excita. Aráñame, desgárrame, haz lo que quieras conmigo. ¡Cabrón de mierda! ¡Aráñame las tetas! ¡Mátame, por favor! Castígame. Me gusta, ¿me oyes? Date prisa. ¡Venga, atraviésame el coño de una puta vez con esa polla increíble que tienes!

Me hice un croquis rapidísimo de la situación. Esther yacía de cara a mí, abierta de piernas y cerrada de ojos, excitada como un dactilóptero en celo, con un palmo de lengua fuera de la boca. Mi estante se hallaba a metro y medio escaso de su deleitosa vulva. Ya no había ningún intruso en casa. Sólo ella y yo. Y Esther me lo pedía. Me exigía a gritos que le pegase, que la arañase por todas partes, pero sobre todo, que mandase a paseo la mordaza que había silenciado su vagina durante tanto tiempo. No lo dudé ni un instante.

—¡Ahora, cabrón! Sé que lo estás deseando… ¡¡¡Venga, fóllame!!!

Me lancé cabeza abajo, en picado, como un avión kamikaze, impulsándome primero con las alas y dejando después que el cuerpo en tensión alcanzara por sí mismo la velocidad necesaria. Todo eso en un metro y medio. Y procurando dar en el blanco.

Hubo suerte. Entré por la empapada brecha de Esther más quemado que un coche de carreras.

—¡Ooooooooooooooooohhhhhhhhhhh! ¡Qué guuussssstoo! Eres u…

Sólo pude oír el principio de este discurso final. El resto me lo perdí. Estaba demasiado atareado arrancando a golpe de pico, sobre la marcha, el repliegue membranoso que obturaba el orificio. Y deslizándome acto seguido por en medio de aquellas paredes carnívoras que me chupaban como sanguijuelas, jugando a chafarme el esqueleto. Pero era demasiado tarde para volverme atrás. No podía. Iba disparado y no pude frenar hasta que choqué con el final de la vaina. Entonces fue peor. Todo el cuerpo de Esther fue presa de arriba abajo de terribles terremotos, mientras algún duende malparido abría a presión los grifos de la fuente del flujo. Dudaba entre morir ahogado en aquella sabrosa catarata o aplastado como un sello real. No acababa de decidir qué tipo de muerte resultaría más grandilocuente cuando, sin apenas darme cuenta, estiré la pata. La izquierda, si quieren que sea preciso. Y con una de las uñas atiné a hacerle cosquillas en los labios de aquella garganta glotona que acababa de engullirme y llegar a su clímax al mismo tiempo. Y entonces, la boca vertical sufrió una nueva convulsión, hizo como si fuese a estornudar, y noté que una fuerza invisible me impelía hacia el exterior.

Esther tenía la pelusa de la entrepierna llena de plumas verdes. Se las fui quitando una por una, con sigilo, para que no se despertara. Dormía profundamente, satisfecha como una criatura humana con los pañales recién cambiados. Tenía la cara serena.

Me tendí a su lado y me desmayé.

Me reanimó una conversación:

—¡Ha sido increíble! ¡Increíble de verdad! —le explicaba al auricular del teléfono—. Nunca había…

Silencio. El otro le debía estar diciendo que él tampoco.

—Cuando… bueno, cuando me has penetrado por delante, quiero decir… ¿qué has sentido? Bueno, ¿no ha salido sangre, verdad? Estaba convencida de que el himen producía sangre en abundancia y no…

Silencio. El otro le debía de estar diciendo que no tenía la más remota idea de haber desflorado a nadie. Ni aquella noche ni nunca, porque él solía levantar el campamento antes de tiempo.

—Ja, ja, ja. Dime, Buster, ¿volverás por aquí, no? Quiero decir que si vendrás a hacerme una visita, ya sabes.

Silencio. El otro se lo debía de estar pensando.

—¿Sabes, sabes una cosa? Ya no hay ninguna bestia campando por la casa. Ja, ja. Puedes volver tranquilo, ¿eh? ¿Te acuerdas de Capone, no? El loro. Pues me lo he encontrado muerto a mi lado. Ahora mismo, al despertarme.

Silencio. El otro le debía de estar diciendo que lo sentía mucho, que cuando él se fue, yo aún respiraba.

—¿De verdad? Eso quiere decir que la ha palmado hace nada, un ratito…

Silencio. El otro le debía de repetir que lo lamentaba enormemente.

—Vale ya, Buster. Ya te he oído antes. No pasa nada, hombre. Después de todo, no era más que un pajarraco viejo y estúpido. ¿Me, me creerás si te digo que en quince años no había aprendido ni a decir «hola»? Y eso que el señor de la tienda me aseguró que era de una especie muy charlatana.

Entonces tendría que haberle dicho «adiós» y haber salido volando por alguna ventana. Pero no pude. No puedo. Me resulta más sencillo despedirme de mi hipotecada existencia. De hecho, para ella, para Esther, yo había muerto al mismo tiempo que su repliegue membranoso. ¿Saben una cosa? Ahora no me dirige la palabra. Ni tan siquiera permite que le enjabone la espalda. Los sobres sí. Sigo abriéndolos cada mañana, pero nunca leo las cartas. Ya les he dicho antes que tengo los ojos nublados. Y pierdo la memoria. Pronto sólo recordaré mi nombre. Que me llamo Capone, con «c», y que la quiero todavía.