Reina
Como ustedes comprenderán, enterrar al marido a los treinta y ocho no suele ser una circunstancia especialmente agradable, sobre todo si tienen en cuenta que Joao y yo acabábamos, como quien dice, de pasar la luna de miel más dulce que se pueda imaginar. Pero como dijo alguien, la vida y la muerte se columpian en el mismo trapecio, y hay que resignarse a andar de puntillas, siempre en un tris, esperando a que, de pronto, nos aplaste la pianola del vecino de arriba o el guante temible de Tiger Casellas, el bruto peso pesado rival que golpeó con tanta precisión —eso sí; por última vez— el mentón del pobrecito Joao. Pero conviene que sepan una cosa: perder a un buen marido en cualquier rincón de este planeta no tiene nada que ver con despertarse, un día, joven, viuda y rica, en mi adorada Xaitania.
Tuve la ocasión de comprobarlo a las diez en punto de la mañana de mi quinto día de soledad en la mansión «Salve, Marciano», bautizada así por Joao en homenaje a su ídolo de la adolescencia. Lo recuerdo como si fuese ayer; acababa de levantarme y estaba en una de las cocinas —la del sector sudoeste—, intentando darle la vuelta a una monumental tortilla de espinacas con ajos tiernos, cuando, desde lejos, me llegó el inconfundible estrépito del motor de un coche. Saqué la cabeza por la ventana y allí estaba Margaret, intentando meter su viejo De Soto Fireflite PS 1–L, rojo como la sangre de un toro, entre la frágil motocicleta del hijo mediano de los Wendrey y un inoportuno buzón de correos. Calculé que mi amiga del alma tardaría unos veinte minutos, tirando por lo bajo, en completar la maniobra, y fui corriendo a ponerme presentable.
—¡Dios del cielo! ¡Agatha! —me saludó Margaret un segundo antes de que la invitase a pasar—. Tienes un aspecto horrible.
Ella, en cambio, estaba como siempre: fascinante. En todo Xaitania no había otra mujer que se diera tanta maña para enmascarar la edad con un poco de maquillaje y cuatro detallitos. Aquel día, por ejemplo, se había levantado pelirroja, con una graciosa melena que apenas le tapaba las orejas. Llevaba un vestido negro muy sencillo y muy corto, para mi gusto demasiado corto, de escote redondo y ceñido a la cintura con un lazo rojo como su coche, a juego con unos zapatos de vertiginosos tacones. Se sentó en la butaca más cómoda del salón de té. Parecía que lo fotografiara todo con aquellos ojos negros, negrísimos, que abanicaba de vez en cuando con unas pestañas de un palmo, que debían de valer una fortuna. Llevaba pendientes negros con un rubí engarzado en cada uno, y un sombrero negro de ala corta que no acababa de quitarse nunca. Aspiraba el humo de un cigarrillo improbable con una boca tan roja como los demás rojos. Toda ella era roja y negra al mismo tiempo.
—Te lo digo de verdad, reina —prosiguió, cuando dejó de sentirse contemplada—. Tienes que aprender a arreglarte. Ya sé que no te lo creerás, pero no eres del todo fea. Demasiada frente, eso sí, y ese pelo… tendrías que pasarte el peine de vez en cuando, criatura. Y la nariz, claro. Tienes la nariz demasiado grande, ya te lo habrán dicho. Pero no hay nada que no pueda disimularse con los polvitos mágicos de la querida Margaret, ¿eh?
—Margaret, por favor… No hace ni una semana que Joao…
—¡Una semana, un mes, veinte años! ¿Y qué? ¿Qué más da? No te lo creerás, reina, pero en este momento, una montaña de gusanos estará haciendo la digestión a costa de tu marido. ¿Qué le vas a hacer? ¿Llamar a la protectora para que le concedan una medalla póstuma?
Margaret era así.
—Te diré lo que vas a hacer —añadió—. Este sábado nos invitas a cenar, ya verás cómo…
—¿«Nos»? ¿Qué significa «nos»? ¿A ti y a quién, Margaret?
Se echó a reír de aquella manera. Cuando Margaret se reía así, a mí se me ponía la carne de gallina.
—¡Claro! ¡Qué tonta soy! Se me había olvidado… Pues verás, resulta que he conocido a dos hermanos. Gemelos, Agatha. ¡Ge–me–los! Un cielo de criaturas. Veintinueve añitos. Los dos, naturalmente. No te lo puedes imaginar. No tienen trabajo pero ellos tan panchos. ¿No ves que su padre está forrado? Ya me entiendes, ¿no? Pues se pasan el día jugando a… ¿cómo se dice, miegda? —Margaret siempre juraba en francés— …eso que se parece al tenis, pero dentro de una cabina…
—¿El qué? ¿El escuás?
—Eso, miegda, el squash. Bueno, total, que no paran de ponerse en forma. Me explico, ¿verdad? Squash, natación, gimnasio, y esas cosas. Una cooosaaa. Un par de monumentos, reina. Rubios, los tíos, guapos, con músculos por todas partes. ¡Un pecho! Cuando les veas el pecho… negro de tanto tomar el sol, peludo y duro como una piedra. Y los dos clavados, ¿eh? Ya te he dicho que son gemelos. Pues calcados, como dos gotas de agua. ¡Nunca sabes con cuál de los dos estás hablando! Dos joyas, vaya. ¡Ah! Y agárrate que ahora viene lo mejor.
—(…)
—Nunca han estado con una chica.
—¡Venga, Margaret, que ya no tengo edad para cuentos de hadas!
—Tú misma, si no quieres creerme. Ya tendrás ocasión de comprobarlo el sábado. Yo por mi parte estoy convencida de que son más vírgenes que un niño de primera comunión leproso.
—¡Ay, aj! Tienes cada salida que…
—Además, ellos mismos me lo han dicho.
Que todavía no han mojado. Me han tomado por una segunda madre, ¿sabes? Porque la suya… ay, no sé cómo explicártelo… Si al menos hubieras acabado el cursillo de cultura general por correspondencia…
—Yo no he hecho ningún…
—Pues su madre se murió el año pasado, ¿sabes? Un cáncer de uñas o algo así…Y ellos siempre me dicen que me parezco tanto a su madre. Eso suele pasar, ¿sabes? Por lo menos, sale en los libros. Es como… bueno, tiene un nombre muy complicado. Pero vaya, el caso es que me los he metido en el bolsillo.
No protesté. Tratándose de Margaret no había manera de protestar. Quedamos que el sábado, a eso de las nueve, vendrían a consolarme ella y los angelitos. O mejor dicho, que a consolarme, lo que se dice a consolarme, sólo vendría uno de los angelitos: Buster. Porque Margaret me había hecho prometerle por la sagrada memoria de Joao que no le lanzaría ni una mirada furtiva al otro, un tal Sergei, o Marthy, o algo por el estilo.
No pegué ojo en toda la noche. No, no, miento. Me dormí un rato, pero fue mucho peor. Fue cerrar los ojos y empezar a soñar con cientos de rubios de piernas musculosas que escupían por la nariz unas gigantescas pelotas de tenis y hacían blanco en el mentón de un esqueleto rojo. No recuerdo nada más. Sólo que había un motivo que provocaba aquellas horribles pesadillas: el menú del sábado. Uno solo, por glotón que sea —y yo me he ganado a pulso todas las medallas a la glotonería— se conforma con cualquier tontería: unos huevos, un filete a la plancha con patatas fritas de bolsa, unos huevos, qué sé yo. Pero cuatro personas son una multitud, el caos, en definitiva una catástrofe. Claro que quedaba la posibilidad de llamar a Chez Martin’s y encargar unas raciones generosas de pato relleno pero, entre pitos y flautas, en aquel momento ni se me pasó por la cabeza, y si se me pasó, probablemente no me pareció del todo correcto.
Cuando el sol había pintado ya de colorines media casa y de un negro pálido la otra mitad, pasé la última página del Cocine como una señora —creo que el libro se llamaba así—, me colgué del brazo derecho la bolsa de la compra, y me dirigí, tris–tras, tris–tras, hacia el mercado. Nunca me había dejado caer por allí. Por fuera parecía uno de esos parkings diminutos, de una sola planta, que crían telarañas en los intestinos de las ciudades. Pero no divisé ningún turismo haciendo cola al ralentí, esperando un estornudo de la luz verde para avanzar medio metro. Y a nadie se le había ocurrido poner uno de esos carteles tan prácticos, diciendo: «La empresa no se hace responsable de los objetos…», quizá porque no pintaba nada, porque también se habían ahorrado al jubilado de la entrada, previamente adiestrado para repartir tickets y recoger llaves a montones. No. Desde fuera, el mercado de Xaitania podía recordar a un aparcamiento pero, en realidad, no era otra cosa que cuatro paredes de cemento, pintadas de gris, con dos agujeros tan grandes como media librería del señor rector, sin puertas, que se zampaban a una mujer y una bolsa cada tres segundos, más o menos.
Me llegó el tumo a mí; y oigan: cuando encienden una cerilla y la primera vaharada de fósforo se les cuela por los agujeros de la nariz, ¿verdad que se echan hacia atrás y con ganas de hacer fuf–fuf y apagarla? Pues eso fue lo que me ocurrió. Acababa de entrar en el mercado y ya habría salido pitando, como alma que lleva el diablo, créanme. Primero, esas luces obsesivas de los puestos. No es que tenga nada contra la luz artificial, que conste, pero que a las ocho de la mañana haya que depender de un millar de irrisorios filamentos incandescentes, alojados en el interior de sendas burbujas en forma de pera, se me antojaba algo deprimente, casi enfermizo. Y por si fuera poco, el olor. Aquella tufarada inaguantable a merluza adobada con perejil y cangrejos de enmarañadas pinzas, a sangre de roast–beef mezclada con la tinta de los periódicos exhibidos en el kiosco liliputiense de toda la vida. Una tufarada mareante a fruta podrida y a pan recién horneado, a cafés de obrero, con poco café y tragados a toda prisa en el bar del mercado —que ya existía—, a cacahuetes salados, a lejía mezclada con medio cubo de agua y un escupitajo, a cigarrillos negros, rubios, light, con o sin filtro, a puros de diversos calibres a cual más pestilente. A conejos desollados que se balanceaban cabeza abajo, incrédulos, con los ojos desorbitados de vértigo. A colonia a granel, comprada en la droguería del mercado —que también existía—, a sobacos malolientes y a sobacos de gente que se rocían con jugos de flores antes de salir de casa. Algunas de estas impresiones flotaban ante mi señora nariz mientras yo intentaba colocarme, cautelosa, detrás de una chica. Ella se dio cuenta y se volvió a mirarme durante una fracción de segundo.
—¿La última por favor? —aproveché para preguntarle a bocajarro, adoptando el tono de una compradora profesional. Contestó que era ella, pero así de tajante: «Soy yo», y nada más, apresurándose a darme la espalda otra vez.
Debía de tener unos treinta y cinco años, o tal vez menos. Lo que pasa es que llevaba un vestido largo, muy oscuro, de esos que te quedan anchos por todas partes y que automáticamente te multiplican la edad por dos. Tenía la cara larga y ovalada, el pelo castaño oscuro muy corto, a lo garçon, y llevaba gafas de montura de pasta negra, con gruesos cristales, que no le favorecían nada. Esta chica debería llevar lentillas, pensé. No sabría decir de qué color tenía los ojos o si tenía bonitas la nariz y la boca, pero seguro que con las lentillas habría hecho migas con algún hombre. Porque tenía toda la pinta de ser una solterona, de eso no cabía ninguna duda. Una señora casada no hace cola tanto rato para pedir sólo un simple filete de ternera. Y eso fue lo que hizo.
—Un filete de ternera no muy grande —dijo. Y cuando la carnicera se lo puso, le preguntó que cuánto era, le pagó contando las monedas de una en una, y se marchó andando muy deprisa, como si tuviera un taxi esperándola afuera. Puede que trabaje de criada, pensé. Una de esas muchachas que cocina y hace la casa a gente mayor. Quizás. Aunque estaba convencida de que era una profesora. Sí. Tenía toda la pinta de dar clase en un instituto.
—¿Y usted, reina?
Me había distraído y estuve a punto de pagar caro aquel paso en falso. Un poco más y me olvido de la receta. Por suerte, cuando la dependienta ya empezaba a mirarme con el rabillo del ojo, me volvió la munición a la boca:
—Cuatro trozos de lomo de ternera en medallones —disparé—, de unos ciento cincuenta gramos cada uno, por favor.
Me puso, todo hay que decirlo, una carne de primera. Se notaba. El sábado por la mañana, cuando la saqué del congelador, conservaba aún esa textura roja, apetecible, que sólo tienen los animales recién descuartizados. Firme, jugosa, roja como el coche de…
Sonó el teléfono. Era Margaret.
—¿Agatha? Reina, se me había olvidado una cosa… No sabes cuánto lo siento. Espero que no sea demasiado tarde…
Lo era. Mi mejor amiga quería aconsejarme que por nada del mundo, por nada, se me ocurriese poner carne en la cena de aquella noche. Había un motivo, naturalmente: Margerthy y Buster eran vegetarianos. Y punto. Le dije que no se preocupase, que pensaba preparar alguna cosita ligera. Margaret dijo que ya nos veríamos después y yo colgué a toda prisa para que no me oyese bramar. Estaba furiosa conmigo misma, me había pasado toda la noche soñando con la cena. Toda la noche quitándole las pepitas a un melón, pelándolo amorosamente, troceándolo, friéndolo con mantequilla junto con unos gajos de naranja. Toda la noche adobando los medallones de ternera con pimienta de todos los colores, y pasándolos por la plancha, un par de minutos por cada lado, para que quedasen crudos por dentro. Toda la noche salpicando la carne con la fruta frita, todo para esos rubios desgraciados que ahora aborrecían la carne. ¿Pero qué se habían creído los señoritos? ¿Qué se había creído la fanfarrona esa? Y suerte que me había pasado poco rato en el mercado, que si no… Porque el caso es que a la hora de comprar la fruta decidí pasar de largo aquel puesto donde se apelotonaba todo el mundo. Todo el mundo, de verdad. Conté por lo menos unas cincuenta mujeres en la cola, como si les regalasen los melones y las naranjas. Palabra que aún seguiría allí si lo hubiera intentado. Claro que en seguida comprendí de dónde salía aquel éxito avasallador de la Juanita —porque el puesto se llamaba así. «Verduras y frutas Juanita»—: De su niño, bueno, del chico. Un adolescente con cara de santo que estaba allí sentado, en un rincón, sobre una caja de frutas vacía, mientras la madre llenaba bolsas de tomates, pesaba higos, regalaba manzanas para probar y devolvía el cambio con la rapidez del rayo. Siempre con risitas y grititos simpáticos en los labios, como ordenan las leyes del mercado.
El niño, el chico, en cambio, era huraño. Se pasaba todo el rato en su improvisado pedestal, concentrado en la compleja operación de dar vida a un pelotón de muñecos articulados, de esos que se mueven solos cuando salen en la televisión. Me di cuenta en seguida de que el mancebo era ya muy mayor para matar el tiempo con esas tonterías, que a su edad ya había espabilados que se ensuciaban los pulmones con humo de tabaco de hombre, y que iban a las salas de baile a arrimarse a mozas que ni habían oído hablar del período. Una lástima, pensé. Era un chico tan guapo, con el pelo negro como el carbón, liso, muy bien peinado con raya al lado, y con ojos inmensos, de un azul que mareaba más que el mar. Una lástima. Aquella tez blanca, aquellos dedos tan frágiles que acariciaban con ternura los juguetes… Pero ya he dicho que no quería hacerme mala sangre y me puse a la cola de otra frutería. Al fin y al cabo, de poco le habrían servido un melón pequeño y cuatro naranjas para mitigar la desgraciada suerte de la madre, la pobre Juanita. Y eso mismo debían de pensar sus clientas. Y si no, juzguen ustedes. Pasé dos veces por delante del puesto, una de ida y otra de vuelta. Pues bien, casualmente, las dos veces oí lo que pedía la afortunada que había conseguido llegar viva al final del trayecto:
—¿Me pondrás cuatro meloncitos que estén maduros, Juanita? —dijo una—. Ocho kilos de peras, cuatro de plátanos maduros, tres lechugas… ¡Ah! Y también una docena de tomates verdes para mi marido. Se los zampa con mostaza, el tío.
—¿No quieres melocotones? Hoy tengo unos muy buenos, de huerta.
—Pues venga. Ponme cinco kilillos, como siempre.
La otra, la que oí a la vuelta, dijo:
—¿Cómo están las uvas?
—A punto, nena, ¿quieres probar una?
—No hace falta, me fío, Juanita. Ponme quince kilos. Y también quiero media docena de zanahorias, por favor.
Creo que fue al recordar todo aquello cuando se me ocurrió. Me refiero a la cena a base de frutas, claro. ¿Por qué no? ¿No había dicho Margaret que sus angelitos se morían por la vida sana? Pues bien, ¿qué había más sano que un buen festín de frutas? Las revistas que hojeaba en la peluquería estaban llenas de elogios a los kiwis, la manzana y las mandarinas. Y a la postre, no me daría ningún quebradero de cabeza. Bastaría con trocearlo todo con un poco de gracia, colocarlo en las bandejas de la lista de bodas —flamantes, aún por estrenar—, y completar la mezcla con azúcar quemada, licor, nata y listos. Una cena original, vaya. A Margaret ¿no le gustaban tanto las sorpresas? Pues hete aquí una buena: su querida pero adocenada Agatha la obsequiaría aquella noche con una cena a base de frutas.
Al instante me encontré de mejor humor. Me serví media copa de vermut, rossé, claro, con dos cubitos de hielo, y mientras sorbía, empecé a vestirme. Cuando acabé, me fui a uno de los cuartos de baño, entré y encendí la luz. Un poco más y me da un pasmo de la sorpresa. Ante mí había una chica. Tenía una extraña expresión, una especie de mueca que podía significar desconcierto o pavor, o las dos cosas a la vez. Pero la miré fijamente a los ojos, con complicidad, un buen rato, y progresivamente fue cambiando de actitud y me sonrió. Mejor así, pensé. No teníamos por qué sentir miedo la una de la otra. Al principio me había extrañado que llevara puesto el vestido verde, mi vestido verde, aquel tan escotado que sólo había podido lucir una vez.
—¿Dónde vas con eso? —ladró Joao nada más verme—. ¿No te das cuenta de que enseñas las tetas, Agatha? ¿Dónde vas? ¿Adónde crees que voy a llevarte así vestida? ¡Cámbiate ahora mismo, date prisa!
No volví a ponérmelo. Hasta aquel sábado, claro. Y ahora me daba cuenta de que la chica del espejo lo había hecho suyo, y le sentaba muy bien. «Hombre, fea, fea no es», habría dicho Margaret si hubiera presenciado la escena. ¿Y saben una cosa? Yo le habría dado la razón. Hacía tiempo que no encontraba tan guapa a aquella chica. Tenía ojillos de haber bebido un pelo de más, pero quizá de ahí había sacado la energía para revolver tantos armarios hasta tropezar con el vestido verde. Joao tenía razón, en cuanto te inclinabas un poco hacia delante, el escote bostezaba y los pechos salían a tomar el fresco. Pero ahora ya no me preocupaba. No tenía por qué molestarle. Aquella chica tenía un cuerpo apetecible. Los pechos pequeños pero duros y en su sitio, el vientre liso como una tabla de planchar y la cintura estrecha. Siempre había tenido la cintura así, incluso cuando era una niña y se pasaba el día picando de aquí y de allá como un ratoncillo glotón. Un día, la madre de Esther —¿se llamaba así su amiga?— le preguntó si no se encontraba bien, si no comía, porque no era normal que a su edad tuviera la cintura que tenía. Y ahora ella, la chica del espejo, se sentía muy orgullosa de haberla conservado así. Joao se volvía loco con aquella cintura. Antes de hacer el amor, se ponía de rodillas en la cama y me hacía echarme. Se entusiasmaba y empezaba a darme besos en la barriga, muchos besos, besos suaves, como si quisiera acariciarme sólo con el aliento de sus labios. Después me cogía poderosamente de la cintura con las dos manos y me lamía y me humedecía todo el cuerpo, desde la frente a las uñas de los pies, con una ternura que me extasiaba. Me hacía cosquillas, me amaba, me excitaba con su dulce lengua, dulcísima, habilidosa, mientras yo le iba descubriendo los senderos del placer entre mis piernas.
La chica del vestido verde empezaba a sentir curiosidad. Acababa de arremangarse el vestido con la mano izquierda, y con la otra se acariciaba tímidamente las piernas largas y esbeltas, vestidas con medias negras de nylon que se sujetaban con unas ligas rojas. La chica del vestido verde no se sorprendió de aquel hallazgo. Se lo esperaba. Las dos nos lo esperábamos. Entonces ella volvió a sonreírme y con la uña del dedo índice rozó el corazón que llevaba estampado en el centro de las bragas negras, diminutas.
Ricard
Joder, qué calor hace hoy. Es el último sábado de septiembre y hace un calor que te achicharra las pelotas. Y un servidor aquí, mirando las musarañas, cuando la playa debe de estar a punto de reventar de tanta extranjera despechugada. ¡Mierda! Si no fuera porque esta tía, la Juanita, se lo monta de puta madre… Tres de los verdes, tú, quinientas calas diarias, ¿eh? Di–a–rias, por hacer un rato el zopenco. Pero me gano las quinientas chuchas a conciencia, ¿o no? Porque tiene tela, ¿eh? ¿Tú te tirarías una mañana entera, sin decir ni mú, con el tiesto inclinado sobre un muñeco de nenaza? Pues esa es mi profesión. Todos los días, de lunes a sábado. Me subo al tren que sale a las siete del pueblo y a las ocho ya me tienes en el puesto de la Juanita, como un recluta. Y hala, a poner cara de idiota. Y encima sin fumar. Nada, ni una calada. Desde el primer día la tía me lo dejó tan claro como un sol de mañana. Te aguantas, me dijo. Y si te agarra tan fuerte que no puedes más, dices «Mamá, voy al lavabo», y entonces sí, una vez dentro te puedes fumar un paquete entero si te peta. Eso fue lo que dijo. Y claro que me petaba. Yo le doy mucho al canuto. La verdad, no comprendo cómo las clientas no me han preguntado todavía si sufro de cagalera permanente o algo así, porque entre pajas y cigarros, cada mañana me doy el piro unas doce veces de la puñetera caja de frutas. Gracias a eso, a eso y a los «transportes», claro, sólo que esto último es parte del trabajo. Y lo hago bien. Cojones si lo hago bien. Y si no, fijaos: ¿no es verdad que las tías compran cada día más fruta? ¿Os habéis fijado o no? ¿Y por qué? Pues porque se les cae la baba esperando que Juanita se dé la vuelta y me suelte eso de:
—Ricard, hijo, espabila. Ayuda a la señora a llevar la fruta a su casa.
Ostias. Lo ha dicho, tú. Te juro que lo acaba de decir, lo de que espabile y todo eso. Pasa a veces, ¿no? Coño, quiero decir que a veces estás pensando una cosa y de golpe va alguien y dice lo que estabas pensando, y te quedas más colgado que un pulpo en un garaje. Pues eso, tú. La Juanita me acaba de llamar.
—¿Sí, mamá?
—Pero deja los muñequitos, hombreee. Déjalos en el suelooo, que no te los quitará nadie. Mira, coge esas seis bolsas de ahí y échale una mano a la señora… señora…
—Agatha.
Me gusta la voz de la gata ésta. Me reparto las bolsas, tres a cada brazo, y con el pie abro las puertas batientes de detrás del puesto. Me vuelvo y digo:
—Hasta ahora, mamá.
Y entonces la veo. Tiene que ser ella porque no nos quita ojo a las bolsas y a mí. Como si nos hubiera comprao a los siete, por el mismo precio. Una tía acojonante, tú. Con unas buenas napias, eso sí, pero unos morros besucones y las tetas duras. Sí, hombre. Si casi las enseña, la muy marrana. Para ir a comprar fruta se ha puesto un vestido de puta sedosa que levanta la polla más deprisa que una peli pomo.
—¿No tardes, eh, Ricardito? —me ordena la Juanita, que sabe un huevo y se huele mis intenciones.
—No, mamá.
Salgo, dejo que se cierre la puerta detrás mío y echo una ojeada al pasillo interior. Nada. Ni un alma. Dejo caer las bolsas, me desabrocho los pantalones y me coloco bien la polla. Siempre me pasa. Cuando se me pone dura se me queda mirando hacia abajo, en diagonal, se me cuela como un gusano por debajo de los calzoncillos y no hay dios que aguante los pinchazos de la cabrona. Y aquí en el mercado aún, porque me cierro la bragueta, la castigo un poco y listos. Pero cuando voy por la calle y a la tía le da por animarse, nada, no hay manera. El otro día, en mi pueblo, delante mismo del cuartelillo de los tricornios…
—Hola, Ricard. Tardabas mucho. ¿Te pesan demasiado las bolsas? ¿Quieres que te coja un par?
De cerca la gata mejora. Tirando a madurita pero con una cintura de avispa que haría empalmarse hasta al arrugao del abuelo, que en paz descanse.
Dejo dos bolsas en el suelo, pongo cara de ratoncillo mimao y digo:
—Bueno, señora, si me hace el favor…
—Claro que sí, rico.
Y la muy marrana se agacha para coger las manzanas y las fresas y va y me enseña los melones. Los dos, uno al lado del otro. Duros, bien puestos, con los pezones morenos como los granos de cafécolombia. Estoy a punto de sacarme la estaca allí mismo en medio del mercado, y decirle «Venga, reina, abre los morros y cómetela toda. Poco a poco. Así, suave». Pero no. Cuando bajo de las nubes, ella me lleva tres metros de ventaja. Por cierto, un culito que ya, ya, la muy guarra. Y lo sabe mover. A la derecha, a la izquierda, derecha–izquierda… Y el puto vestido de zorra sedosa que se le pega como un condón verde, marcándole las bragas. A punto de estallar. Derecha–izquierda–derecha… Tengo la polla a punto de estallar, palabra. Palabra que si no me follo a esta tía reviento, tú.
—¿Cuántos años tienes, Ricard?
Contesto de puta casualidad. A veces me pasa. Me olvido de que en el trabajo me llamo Ricard y meto la pata hasta el fondo. Pero esta vez reacciono a tiempo.
—Quince, señora.
Me he quitado tres, así, por la patilla. A estas nenas les van los jovencitos. Cuanto más tiernos les parecen, mejor que mejor.
—¿Quince? Pareces más joven ¿No te han dicho nunca que pareces más joven?
—Sí, señora.
Espero que no viva donde san Pedro perdió el gorro. Nos hemos chupao ya toda la calle de Thuilleaux y ahora acaba de meterse en la avenida llena de chalets de tres pisos, con chimenea, garaje y todo lo demás. Todos iguales. Con placa y todo, con el nombre del arquitecto en la entrada. Debe de tener pasta la tía, si vive por aquí. Debe de estar forrada, cojones. Aún me sacaré una propina por el polvo. Y no sería la primera vez, ¿eh?
—Vaya cuestecita, ¿eh, Ricard?
—Sí.
—Mi marido decía que cuando hace mucho sol, en verano, es imposible subir por esta calle. Y eso que Joao era un buen deportista. Un boxeador de los buenos, ¿sabes?
Ostias, cagada, tú. La guarra millonaria tiene marido. Y de los que pegan fuerte. Cagada.
—Y estooo… ¿ya se ha retirao? O sea, ¿ya no boxea? Como…
Un poco más y canto bingo:
—Se murió —dice ella—. La semana pasada. Derrame cerebral. Ya ves, tan joven…
Viuda, tú. Estoy a punto de pasarme por la piedra a una viuda cargada de pasta que va como una locomotora desde hace siete días. Jauja, tío, jauja. Esta mañana debo de haberme levantado con la pata buena. Y si no, preguntádselo a mi polla. Se me estaba marchitando, la pobre, al oír eso del boxeador, pero ahora, nada, con el tío KO, me basta sólo con un par de miradas al culo de la nena izquierda–derecha–izquierda, con las bragas pequeñas y bien marcadas, y aquí no ha pasado nada. ¿Y sabéis una cosa? Acabo de darme cuenta. Lleva medias. La tía se ha puesto zapatos de charol negro con taconazos y medias negras, medias de puta, tú, con el calor que hace. Ya me dirás si la viuda de los cojones no busca guerra.
Milagro. Se ha parado.
—Es aquí, Ricard.
Se ha parado delante de una casa con porche, tipo americano, grande, enorme, por lo menos cuatro veces el doble de grande que la casa de mis sueños. Debe de tener cien ventanas. Es lo primero que hago cuando me enseñan una choza: cuento las ventanas. Si tiene más de diez, ya vale la pena. Esta es una casa de puta madre, palabra. Con las paredes blancas, recién pintadas, y el tejado más rojo que un pimiento rojo. Y toda la fachada llena de esas plantas tan raras que trepan por la pared haciendo eses, como el Choco cuando va ciego de tequila y le da caña a la Suzuqui por la nacional. Vamos, que me he quedao fisgoneando la casa con la pinta de un santero, porque a la gata le ha dado tiempo de meter la llave en la cerradura de la verja, de darle vuelta, de abrir y de decirme que no me quede ahí, plantado como un pasma–no–sé–qué, que entre, que estoy en mi casa. Es educada, la tía. Tiene clase. Ya veo que tendré que ir con pies de plomo no sea que me pegue el resbalón. Con las otras es distinto. Una vez dentro, saco la polla a ventilar, me la meneo un poco delante de ellas y les comunico que si la quieren probar que fuera bragas. Y ya está. Así ya las tengo a punto. Al baño–maría. Las hay que hacen muecas de extrañeza, que protestan un poco, niño–qué–haces, niño–tápate–ahora–mismo, qué–dirá–tu–madre, y todo lo demás, pero al final del rollo acaban todas abiertas de piernas, con el coño mojao y al aire, pidiéndome a gritos que me las folie vivas. Tengo una señora polla yo. Y eso las vuelve locas. La tengo gorda como una barra de cuarto, y larga como media barra de medio. Y no hago una montaña de un grano de arena, que conste, ¿eh? Mira, en el gimnasio hay un fulano que es marica, Jac, que pierde el culo por ducharse conmigo después de sudar el lomo. Pues el tal Jac no se cansa de repetirme que tengo el badajo más grande que ha visto en su vida. Y eso que Jac sabe un montón de esas cosas.
—¿Qué, te gusta la casa?
Le contesto que sí, que sí señora, que me gusta mucho. Acabamos de pasar por un camino de grava que atraviesa un jardín lleno de hierba y de flores de colores. De anuncio. Estamos delante de la puerta. Una puerta bestial, de madera maciza, con cristales de color güisqui a cada lado. La gata acierta a la primera con la llave, se pone de lado, empuja la puerta con el culo y adentro. Me dice que pase yo también y que cierre. Con mucho gusto.
—Tengo invitados esta noche, ¿sabes? Por eso he comprado tanta fruta. Sólo pondré fruta. Una cena original, ¿a que sí?
Hay cuadros por todas partes. En casa también tenemos cuadros, pero no de estos, ¡qué va! Los de casa son como fotocopias de cuadros, o sea, que tienen marco, cristal y todo eso, pero si vas a unos grandes almacenes y buscas un rato, acabas encontrando media docena de cuadros idénticos a los de mi casa. Calcados, y eso jode. Con estos no es lo mismo. Los cuadros de la gata son buenos, ostias. Pasas el dedo por encima de un cuadro de la gata y notas el grosor de las pinceladas en la tela. Y después ves la firma debajo, como dios manda.
—Veo que te interesa el arte. Eso es bueno. Este de aquí, el del jamón y la jarra de vino, lo pintó Joao de joven. Debía de tener tu edad. ¿Qué te parece?
Y con la excusa de enseñarme el bodegón, la muy guarra se me arrima. Se me echa tan encima que me mareo. Me marean sus pezones erectos bajo el vestido, la cintura de avispa, la pierna con media negra, la pierna con media negra y liga roja que se deja ver por esa raja del vestido que le llega casi hasta el ombligo. Me marean sus morros rojos, su perfume rojo, el corazón rojo que lleva estampado en las bragas.
—¿Qué haces, Ricard? ¿Te has vuelto loco?
Ni me he enterao. Resulta que he dejao caer las bolsas de fruta al suelo y le he dado un zarpazo al coño sin darme cuenta. Que sí, hombre. A veces me pasa, la polla manda más que el cerebro. He abrazado a la gata con la derecha y con la izquierda le he arremangao el vestido y le he plantado los cinco dedos entre pierna y pierna. Con rabia. Y entonces he visto el corazón rojo de las bragas. Eso ha acabao de ponerme a cien. Ella, la gata, que protesta, y yo que le atizo unas galletas en la cara. Zis–zas–zis–zas. Como si pintara uno de esos cuadros de ahora. Asurrealistas. Y ella recula, medio acojonada, y yo que le digo:
—Esto va en serio, reina —y me quito los pantalones y los calzoncillos de un tirón. Ostias, cómo la tengo. Tremenda, empapada, cabreada, con ganas de clavarse en el primer agujero que encuentre. Me la miro y miro a la gata, pero nada, no hay manera, que ni enseñándole el monumento se ablanda la tía. Y venga a recular, con la mano encasquetada entre teta y teta. No sé qué coño está diciendo de ponerse a gritar, de avisar a los vecinos, de llamar a mi madre, a la bofia, al séptimo de caballería, qué sé yo. Ni la escucho. Bastante trabajo tengo quitándome la camiseta, los calcetines y el reloj. Y después, me acerco a ella. Ahora sí: en pelotas. Sedosa puta rica —le digo—, tengo un regalito para ti. Y venga a sacudirme el tronco, arriba y abajo, arriba y abajo, para que la tía pueda contemplar cómo va enrojeciendo el casquete de la punta. Jugoso, reluciente y tirante como una de esas manzanas acarameladas de las ferias. Como una lanza azucarada. Ella dice: Ya dura demasiado la broma, niño. Cómetela entera, cómetela entera, reina, le contesto yo. Y nos quedamos así, quietecitos un rato. Ella con la mano en el tetamen y con los morros que le tiemblan más que un Dul. Yo dándole caña al guirlache, zis–zas–zis–zas. Y ella que no reacciona. Yo caliento motores y tomo la iniciativa. Le rodeo la cintura con un brazo y meto el otro por la raja del vestido. La gata me enseña las uñas, grita, me araña. —Estate quieta, puta—. La agarro de la pierna y la acerco a mí mientras me inclino y echo todo el peso hacia adelante. Le aplasto el coño con los huevos y la polla y ella grita, gime, me abofetea, pierde el equilibrio y cae de espaldas, abrazada a mí. Se pega una galleta de cine cómico, tú. Hecha una tortilla entre el suelo y sesenta y ocho kilos de tío en bolas. Entonces se relaja. Le chupo el cuello y se deja hacer. Gime un poco pero se deja. Me crezco. Cojo brutalmente los dos tirantes de su vestido de puta y los dejo caer por los brazos, y los fuerzo hasta que la tela sedosa se amontona en su barriga y las tetas quedan a la vista. Me pongo más caliente aún. Es mi prisionera, ¿comprendes? Los tirantes son como argollas que no le dejan mover los brazos. Y las tetas, sus tetas duras, redondas, bien puestas, son mías. Blancas, blanquísimas, con los pezones morenos y duros como dos granos de cafécolombia. Están ahí, delante mío. Puedo hacer con ellos lo que me pete. Morderlos. Tiemblan de gusto cuando me inclino y los besuqueo poco a poco, sin prisas. Se ponen aún más duros. Son los pezones más duros que he besado nunca. Abro la boca y mamo a fondo, a conciencia, uno por uno, lamiéndolos con la punta de la lengua empapada de saliva. Después los castigo con los dientes. Los clavo suavemente, los dejo y vuelvo a clavárselos más fuerte, hasta que la gata chilla. Lanza un bramido y noto cómo abre y cierra las piernas como si jugase con el conejo al escondite. Entonces lo hago: agarro la cinta lateral de las bragas y le pego un tirón. Me quedo con las bragas en la mano, me las pongo en la nariz y las huelo. Me lleno los pulmones de olor a bragas de puta rica y cachonda. La miro. Me devuelve la mirada un instante y luego entorna los ojos, la muy cochina. Hazme de todo, debe de pensar. Sí, que sí lo piensa. Lanzo las bragas contra el jamón pintado por el marido fiambre y fallo. Me arrodillo y vuelvo a apuntar. Sin bragas. Ahora con la lengua. Esta vez es importante dar en el blanco a la primera. Tomo mis precauciones. Envío primero a uno de mis dedos apaches a explorar la zona. Mi mejor dedo. Primero hace como si paseara. Se adentra en el bosque sin malicia, como un turista que visita la selva, pero cuando encuentra el buen camino, se lanza al ataque. Avisa a los otros dedos y todos se amontonan a la entrada húmeda de la caverna. Le acaricio el coño suavemente y en un dos por tres se le deshacen los labios, como si fueran de cera y yo los frotara con cinco cerillas encendidas. Podría enterrar todo el puño ahí dentro. Y entonces acerco la boca. Primero con educación, claro, como si llamase a la puerta de la tualet de una reina. Besitos de hermano, fiestecitas de la boca y todas esas historias. Ella se pone contenta. Se abre de piernas, y gime como una parturienta. Meto la lengua en ese hoyo ardiente. Meto y saco la lengua tres o cuatro veces. Más, veinte veces. Cincuenta. Qué sé yo. Lo tiene dulce y salado cosa mala. Y cada vez más blando, más empapado de saliva y de sus propios jugos que manan como una fuente y que saben a Fruco. La tía canta: Para, para, desgraciado. Pero yo que nada, cada vez me pego más y hundo más la lengua, alargo una mano a ciegas y le trabajo los pezones, le enjabono con sudor las tetas redondas y duras mientras con la otra mano le arranco el vestido, la dejo en bolas y le araño la cintura y los muslos. Con las uñas desgarro las puñeteras medias de puta rica. Y ella que pare, que pare ya de una vez, que soy un hijo de puta, que la voy a matar, que ya no aguanta más, que la estoy matando. Y yo le dejo el coño en paz y me arrodillo en su barriga sólo un momento. Y la tía que se pone a toser. Entonces me siento. Abro las piernas y empiezo a frotar el culo, los cojones y la polla por su barriga lisa. Eso las vuelve locas. Es como si lanzase una advertencia: mira tía, mira hasta dónde te llegará la herramienta cuando te la envaine. Y en ese momento se pone en marcha. La tía, quiero decir. Abre los ojos a cámara lenta y se repasa los labios con la húmeda. Ven, dice, ven aquí, me ordena, y alarga los dátiles, los diez, y me tira del badajo que ya no cuelga hasta que se lo zampa como si fuera un barquillo tamaño familiar. No para. No tiene bastante. Lo escupe y vuelve a tragárselo, cada vez con más ferocidad. Le echo una mano. La agarro del pelo y la hago moverse hacia alante y hacia atrás, siguiendo un ritmo opuesto al mío para que la cosa cuadre. Y ella venga a escupir la polla y venga a tragársela. Me la araña con los dientes, la chupa, me llena el tronco de saliva y me azota la punta con la lengua para secarla después con sus mejillas tibias. Y otra vez. Me succiona la punta con fuerza, la poderosa cabeza roja, jugosa y brillante, la excita con la lengua, con los movimientos de su cuerpo. Rápidos, alante–atrás–alante. La coge con una mano, se la saca y se la vuelve a meter entera en la boca. Me clava los dientes para hacerme sangrar. Me masturba, me hace una paja con la boca, moviendo la cabeza con los dientes clavados mientras me araña los huevos, pellizcándolos, estrujándolos con las manos. No dice nada, no debe de hablar nunca con la boca llena, pero tiene una fuerza acojonante, la tía. Me duelen los huevos. Un pinchazo insoportable. Maldigo. Grito como una bestia que se está quemando viva. Y entonces me deja en paz. Se echa del todo, extiende los brazos, entorna los ojos y le dice: Bésame. Lo hago. Me echo encima de ella y pego mi boca a la suya. Me embadurno la boca con su carmín rojo. Un señor morreo, palabra. Dentro, nuestras lenguas se pelean como ratas cabreadas con los colmillos envenenados. Y entonces va y me pega una dentellada en el labio. Sí. Me hace un tajo de cojones, tú. Me aparto de un salto y escupo en el suelo un buche de sangre caliente, y ella venga a reírse y a aplaudir, la muy puta.
—¡Puta! Ahora verás —grito. Grito muy cabreado, cabreadísimo, y vuelvo a meterle la lengua. Un poco más y la ahogo, de tan dentro que meto la lengua en su húmeda boca de puta rica y sedosa. Y ella abre mucho los ojos, la cojo del cuello, la aparto y vuelvo a decirle que ahora verá. Cojo la verga, que está a punto de estallar, inflada como un embutido ciclópeo y la conduzco hasta la entrada. Esta vez no me molesto en llamar. Miro la cara de la tía, hecha un cromo, manchada de sangre de mis labios, y hago un brusco movimiento hacia delante. Casi con desdén. Y noto cómo entra la polla. Suave. Como si estuviese hecha a la medida del coño dulce y salado de la gata. Ahora es ella la que chilla. De gusto. Noto sus pies que se me clavan en la espalda, a mitad de la columna, como dos puñetazos. Grita. Me dice cosas que no entiendo. Me la suda. Ya sé lo que quiere. Vuelve a gritar y entonces sí, empiezo de verdad, empiezo a moverme, a meter y sacar la polla del húmedo agujero ardiente, mordiéndome el labio para que sangre bien y para no dejar escapar la leche antes de tiempo. Ella me grita en la oreja: Muévete. Así, muévete más, horádame, horádame, hijoputa, rájame, rájame por dentro, soy tuya. No se calla. No para de insultarme, de atizarme galletas en la cara, de arañarme la espalda con las uñas, de clavarme los pies en la espalda, cada vez con más mala leche, la muy puñetera gata. Me lame la cara, chilla, gimotea, pone los ojos en blanco, me agujerea el culo con las diez uñas y me pide que la agujeree yo también, que le reviente el coño con la polla. Ya, ya, dice. Yaaaa, yaaaaa.
Esther
—No sé. No estoy totalmente segura de que fuese ella, ya te digo. Sólo le vi la cara un momento. Se puso en la cola y me preguntó si yo era la última, y yo le dije que claro que lo era, y me volví a dar la vuelta. Ya ves. Debí de mirarla un par de segundos. Pero me parece que sí que era Agatha. Claro que ha cambiado mucho. Imagínate, ¿en qué estaríamos? ¿En tercero?
Tercero, sí, ¡cómo pasa el tiempo! Pues desde tercero le había perdido la pista. Ya me dirás si habrá cambiado… Pero sí. Sí que era ella. Bueno, al menos tenía la misma nariz. La… ¿Sabes cómo la llamábamos en el colegio? Agatha–nariz–de–patata; y ella se cabreaba como una mona. Porque Agatha siempre ha sido un poco lela, ¿no? Pues verás, salíamos de clase y nos poníamos todas en fila en el pasillo… Éramos… seríamos unas… unas cincuenta niñas. Y cuando ella… cuando salía empezábamos a cantar aquello de… «¡Agatha tiene nariz de patata, Agatha…!», y ella venga a llorar y venga a decir que se lo diría a la monja y a nuestras madres, que éramos más malas que un dolor de tripas y cosas así. Ja, ja, ja. ¿Qué te pasa? ¿Qué…? ¿Te duele?
—No, no, nada. De vez en cuando siento una especie de pinchazo muy fuerte aquí, en la herida. Pero dura poco. Bueno, bueno, ya estoy mejor.
—Si quieres…
—No, no. De verdad. Oye, todavía no me has contado cómo conociste a ese desgraciado.
—¡Pero hombre! ¿Otra vez, Buster? Te he dicho mil veces que no lo había visto nunca. No sé ni cómo se llama.
—Naturalmente, naturalmente. Pues ya me explicarás qué hacía ese perfecto desconocido en tu coche.
—Ja, ja. ¿Estás celoso o qué?
—¿Celoso? ¿Te han sorbido el seso? ¡Si tú y yo acabamos de conocemos!
—¿Y qué?
—Está bien, estoy celoso. Un mozalbete que te lleva del brazo ha estado a punto de triturarme la barriga. Yo te pregunto quién es y resulta que me estoy poniendo celoso. Me parece muy bien, Esther.
A mí también. Me gusta que se ponga rojo como un tomate y que no se atreva ni a mirarme a los ojos. Le gusto, estoy convencida. Y a mí también me gusta mucho él. Mucho. Es una sensación extraña. No sé. Si me lo hubiesen preguntado ayer, habría jurado que a mí nunca me pasarían estas cosas. Hace casi… Sí, el martes hará quince años que me largué de casa de mis padres, y quince años compartiendo el apartamento con un diminuto loro australiano es mucho tiempo. Una eternidad. Y acabas por acostumbrarte. Los primeros días te coge la depre, vuelves al trabajo y cuando ves el hall vacío, silencioso, es como si te pusieran una barra de hielo en el estómago. Y claro, empiezas a hacer todo eso de poner muy alto el volumen del tocadiscos, a ver si así ahogas los pasos del maldito fantasma que te espera en el pasillo. ¡Oh, demonios! Ese horrible pasillo, tan largo como un andén de metro. Y sales todas las noches, hasta muy tarde, para quedarte dormida como un tronco nada más ver el colchón.
Hasta que un día empiezas a encontrarte a gusto. Y desconectas de todo el mundo, de los que antes estaban siempre en tu casa, llenándolo todo con sus risas y sus colillas malolientes, y cambias seis o siete billetes por este loro tan pequeño, con el pico rojo y los ojos de Mortadelo. Le bautizas Capone, y cambias de trabajo.
Estaba harta de aquella silla que cojeaba en aquel rincón tan triste de aquel despacho asqueroso del señor K. Lawrence. Jornada partida. Espabila, chata. Come donde te dé la gana, pero a las cuatro otra vez aquí a fichar. ¡Fiiiiiiirmes! Y después el coñazo de coger el metro, el autobús o el tren y volver aquí con la lengua fuera. Que sólo eran veinte kilómetros de casa al despacho. Veinte, uno detrás de otro. Bien que los había contado yo, metro a metro, repantingada en el vagón de fumadores, como si contase los escalones de una escalera de madera medio podrida. Aguanté así un par de años. Quizá más. Y más. El quince de este mes haría trece años justos desde que empecé a trabajar, y hace nueve años y siete meses que vendo máquinas de coser… Pues eso, tres años y poco aguantando las cerdadas del señor K. Lawrence, glorioso director de Cazadoras Lawrence, S. L. Un viejo repugnante, eso es lo que era. Y aún tuve suerte, porque si no, ni el pobre Capone habría llegado a final de mes. «Me sobran dos billetes de los grandes», soltaba el baboso cada viernes por la tarde, cuando se marchaban los del taller de confección. «Dos billetes grandes para mi nenita». «¿Sí, papá?», tenía que responderle yo entonces. «Claro que sí, Esther. Pero antes de dártelos, quiero que te quites las gafas». «Pero papá, es que sin gafas no veo. Si me las quito no veré nada». Y él insistiendo, que si no veía no pasaba nada, que hiciera el favor de obedecer inmediatamente. Y al final yo que vale, que está bien, que fuera gafas. Y entonces venía aquello de hacer que no le veía, que sin las gafas no me daba cuenta de que se desabrochaba los pantalones, se sacaba el miembro erecto y se masturbaba a unos pasos de mí, como una bestia. Podía interrumpirle. No, no es que pudiese, es que tenía que interrumpirle. Era parte del juego. De tanto en tanto, cuando se le escapaba un gemido demasiado alto tenía que levantarme como si me hubiese asustado mucho y decirle: «Papá, ¿te pasa algo?», y entonces él exclamaba que no, que se encontraba muy bien y que hiciese el favor de no moverme de la silla si no quería que me alisase el culo con una regla de madera. Normalmente le bastaban con tres o cuatro de estas interrupciones para acabar.
Por eso aquel viernes fue tan sonado. K. Lawrence abrió poco a poco, teatralmente, como de costumbre, el cajón de su escritorio. Sacó el cebo de siempre y acariciándolo suavemente con sus dedos arrugados, murmuró la cantinela habitual:
—Me sobran dos billetes de los grandes —dijo.
—¿Y has probado a metértelos por el culo, hijo de la gran puta? —le sugerí yo al cabo de un momento, dedicándole una sonrisa de secretaria.
Al muy baboso la cara se le volvió gris. Abrió la boca para decir algo, pero las cuerdas vocales le fallaron a la primera sílaba. Sólo me miraba. Con una expresión enigmática, como si en lugar de estar en el despacho estuviera vagando por el desierto y acabara de avistar un montón de ballenas de colores ensartadas en un iceberg.
Tres días después empecé a vender máquinas de coser.
Pero no en una tienda ni nada parecido. Mi trabajo consistía en pasear un catálogo por toda la ciudad a ver si alguien picaba. Vaya, una vendedora a domicilio. «Srta. Esther, vendedora ambulante número 8223 G/J», pone en el carnet que me facilitó la compañía después de tres meses de prueba. El jefe de personal, el señor Peness, se sentía muy satisfecho aquel día. Decía que al principio no se fiaban mucho de mí, que les parecía… ¿cómo lo diría?… muy poquita cosa. Una cría. Que me habían aceptado de prueba porque mira, no se había presentado ninguna chica más a la entrevista previa. Pero la verdad era que en aquel momento no habrían apostado un duro por mi continuidad en la empresa. Y mira por donde, resultó que yo, en noventa días, coloqué más máquinas de coser que las tres cuartas partes de toda la plantilla. Y yo, con el carnet de vendedora ambulante en la mano, diciéndole al señor Peness —y él sí que es todo un señor— que exageraba, que lo que pasaba es que me gustaba el trabajo y que lo hacía a gusto y por eso iba todo sobre ruedas. Y no mentía. No es que fuese exactamente mi vocación tardía, pero ganaba más dinero que en Cazadoras Lawrence, S. L., comisiones aparte. Y además, no tenía que pasarme ocho horas con el culo pegado a una silla coja. Eso sí, de entrada se te cae el alma a los pies. Te hartas de llamar a los pisos y soportar caras de mal café Y sobre todo, los insufribles «señorita, tengo trabajo y ya me he comprado una máquina de coser mejor que la suya», o las mamás que no están, o que ya pasaron ayer los de Jehová, o los «adelante, pasa, pasa, nena, ponte cómoda que en seguida te preparo un gin–tonic». Pero acabas por aprender y entonces todo se vuelve distinto. Sí, de verdad. No es que de la noche a la mañana empiecen a regalarte cajas de bombones, pero adoptan una actitud solemne y ponen la oreja para escuchar el discurso que te costó toda una mañana memorizar. Y cuando lo hacen, cuando se sientan delante tuyo mansos como corderitos, ya puedes decir que tienes vendida media máquina. Por lo menos esa es mi teoría, y funciona. Bueno, no siempre. No siempre tropiezas con la casa adecuada, en el momento oportuno. El otro día, por ejemplo, el mismo día en que conocí a Buster, me animé a probar fortuna por el distrito cuarto, esa veintena escasa de calles llenas de chalets de veinte kilos para arriba. No había visitado nunca esa zona, quiero decir profesionalmente. Porque una tiene sus manías y una de ellas es que la gente de pelas no compra nunca una máquina de coser. Y menos por catálogo. Por un lado, desconfían del intruso charlatán que ha osado invadir su ecosistema. Y por otro, cuando tienen que coser una prenda de ropa, o acaban tirándola o le dan trabajo a la modista. Aclarado esto, no es extraño que me sorprendiese tanto la reacción del propietario de la primera casa a la que llamé. Era el chalet más insignificante que debía de haber por allí. Sólo dos pisos y un jardín mal conservado donde no cabrían más de cuatro pinos, tres hamacas, dos sombrillas y una piscina en miniatura. Por no tener, no tenía ni perro. Por lo menos, no me ladró mientras saltaba la verja —norma de la casa—, atravesaba el modesto páramo y llamaba con decisión al timbre de la puerta. Se oyeron unas campanas y en seguida, no habrían pasado ni tres segundos, me encontré cara a cara con un chico barbudo, de unos treinta años. Llevaba un albornoz azul marino y fumaba en pipa. Tenía toda la pinta de llamarse Henri.
—¡Henri! —gritó una voz femenina desde el fondo de la casa—. Llaman a la puerta, ¿no abres?
Henri se volvió para contestar, pero probablemente calculó la distancia que le separaba de su invisible interlocutora y decidió no desgañitarse. En vez de eso sonrió como un pavo, retrocedió tres dedos arrastrando las pantuflas por la moqueta y dibujó media circunferencia con el brazo derecho extendido.
—Adelante —dijo.
Ya he dicho antes que tanta cordialidad viniendo de un millonario me desconcertó. Ya empezaba a revolver en mi bolso buscando la factura de compra del modelo más caro, cuando él, Henri, añadió:
—Disculpe si me he quedado un poco parado al verla. Es que, ¿sabe? Normalmente es un hombre.
—¿Un hombre?
En aquel momento volvieron a sonar las campanas. Era un hombre. Un técnico. Iba vestido con un mono de algodón azul marino, de un tono idéntico al del albornoz de Henri. Henri y él alargaron la misma mano, coreográficamente, y coincidieron. El hombre llevaba una caja de herramientas en la mano izquierda. Henri llevaba la pipa apagada. Se conocían, naturalmente. Era el tipo de siempre, el que venía mes sí, mes no, a repasar el televisor estropeado. Pero ahora me miraba a mí. Y Henri también me miraba. ¿Y yo? ¿Qué pintaba yo allí?… Pues… mm yo, he he he —no me había pasado nunca, quedarme en blanco así— yo venía aaaaa vender máquinas. De coser, ¿sabe? Alemanas —había empezado a sudar por todo el cuerpo. Estaba empapada—. De primera —continué—. Y muy bien de precio. «Perdone, señorita…» —era educado, pero no era el momento, claro. Su señora se estaba duchando y él tenía jaqueca y la tele estropeada. No llegó a decirme lo que le pasaba, si se había quedado muda o le fallaba el color. Sólo tuve tiempo de añadir un hasta la vista poco convencido y en seguida desaparecí.
Una vez en la calle estuve a punto de abofetearme por lela. Sí, de acuerdo, el albornoz del chico barbudo no estaba del todo cerrado, y más de una vez se le había abierto demasiado, mostrando las vergüenzas de su propietario. Y de acuerdo también en que lo de vergüenzas es un decir, y un decir no muy adecuado, porque Henri no tenía de qué avergonzarse, al menos en aquel momento. Se le veía una bicha muy contenta. Gorda como un tronco de baobab, abultada y soberbiamente coronada por una cabeza lilácea y turgente. De acuerdo: no sé qué me pasó, pero si no llega a ser porque sonó el timbre, me hubiese lanzado allí mismo, en el recibidor, contra aquel miembro de gigante y me lo hubiera metido entero en la boca como el que se zampa una golosina. No sé, nunca había sufrido un shock parecido al que tuve cuando vislumbré la berenjena de Henri. De verdad. Pero eso no es excusa para que una vendedora con mi experiencia pierda los papeles, o sea, la oportunidad de colocar una máquina. Y el caso es que ese día no coloqué ni una. Ninguna. Y eso que tuve un presentimiento al pasar delante de aquella casa. Eran más de las siete de la tarde y ya me iba a buscar el coche, con el rabo entre las piernas, cuando la vi. Una mansión de cine, colosal, con las paredes blancas, salpicadas de hiedra y de diminutas ventanas con marcos rojos como el tejado. Y un jardín que era una bendición del cielo, todo lleno de flores y plantas de todas las especies. De cuento de hadas. Un sueño de casa. «Aquí, Esther», me dije mientras saltaba la verja, siguiendo la costumbre de la casa. «Aquí colocas tú una máquina».
* * *
Y es que cabrea, tú. O sea que echar tres polvos seguidos con una tía asfixiada pase, pero que después me quede más clapado que un tronco, pone de mala leche. Me he quedao traspuesto. Mira, abro un ojo para guipar el peluco… yo tranqui, ¿no? Que si será la una, la una y diez… Sí, sí. ¡Qué cojones la una! Las siete y media pasadas, tío. ¡Ostias! ¿Sabes lo que quiere decir eso, no? Que hace siglos que han cerrao la barraca. El mercado, cojones. Han tenido tiempo de barrerlo, fregarlo, perfumarlo y hacerle una manicura de propina. Y yo aquí, más grogui que una lagartija vieja al sol. No veas la Juanita el lunes. Con suerte me atiza una de esas guantadas en los morros que te hacen trizas. Eso con suerte.
—Ricard, ¿estás despierto?
Me imagino que es la gata, pero se la oye tan lejos que podría ser cualquier tía del pueblo de al lado.
—¡Sí, señora! —vocifero.
Se echa a reír. Dice que no hace falta que la llame señora, hombre, y yo le contesto que vale y me quedo pensando que tiene razón, que soy un poco parao a veces, que si después de endiñarle tres señores polvos a una tía no tienes derecho a tratarla de tú es que los pájaros no comen alpiste.
—¿Buscas la ropa, Ricard? La tienes aquí arriba. Sube.
Entonces caigo en que estoy en pelotas, y que la muy lista no me ha dejado a mano ni los calcetines, ostias. Nada, que se ha asegurado de que un servidor pasaría a fichar antes de darse el piro.
¡Qué vergüenza sentía, señor! Sólo me obsesionaba una cosa: si Margaret llegaba a enterarse de esto, me haría crucificar viva en la plaza mayor de Xaitania. Y seguro que con gran placer redoblaría mi suplicio arrancándome las uñas de los pies con unas tenazas de tortura. Ella luciendo por todas partes a sus rubios y puros treintañeros y yo, entre tanto, socavando sin piedad la inocencia de un angelito. Una vergüenza. El pobre Joao todavía tibio, como aquel que dice, y la viuda cruel saboreando los frutos de una pasión aberrante con un mocosuelo. Ricard, pobre Ricard. Quince añitos, señor. Sólo quince. No encontraría un tribunal en ningún país que se negara a condenarme por violadora. ¡En qué me había convertido, señor!
Ya está. Ya tenemos el número de la viuda montao. Tiene cojones la cosa, ¿eh? Porque… ¿verdad que nos hemos pegao tres revolcones que no se los salta un torero? ¿Verdad que la señora no había pescao nunca entre pierna y pierna una sardina como la mía? Pues pista, coño. Que me devuelva la ropa, me visto, le doy un besito, ella una propina por las molestias y hala, adiós maja. Me lo he pasao de puta madre, ¿eh? Ya volverás por el puesto. ¡Y aire! ¿No es más razonable así? Pues no. La tía tiene que hacerme trepar hasta su dormitorio y yo tengo que buscarla entre los cincuenta dormitorios más que tiene la jodida choza, y cuando al fin doy con ella, la encuentro sentada al borde de la cama, vestida con una bata de boxeador, lloriqueando como una vieja a la hora de merendar.
—¡Soy un monstruo, señor, soy un monstruo! —no para de repetir, con el tono del robot ese del estar–guars.
No entendía nada, el pobre. Se acercó tímidamente y me dijo que no llorase, que no era para tanto, que quizá sí que tenía poco pecho y demasiada nariz, pero que él no me encontraba tan monstruosa, que hasta le parecía guapa. Bueno, no empleó exactamente esa palabra, pero quería decir eso. Después me preguntó dónde había guardado sus prendas de vestir, que estaba a punto de coger un constipado. Mentía, claro. Lo que pasaba es que una vez pasada la fiebre del delirio sexual, se avergonzaba de mostrarme su desnudez.
—No te dé vergüenza ir desnudo —le animé—. Tienes un cuerpo muy agradable, ¿sabes?
Coño con la viuda. No. Por ahí no paso.
Cuatro en un día ya sería una salvajada, tú. Cojones, si me descuido la tía esta se me come entero, se me zampa y luego escupe un montoncito de huesos pelados.
La corto, claro. Le suelto que quizá tenga razón, pero que las encantadoras pelotas de mi cuerpo encantador se están pelando de frío y eso es desagradable. Y entonces abre y cierra los ojos muy deprisa y se me queda mirando como si hubiera visto uno de esos caballos blancos con un cuerno en la frente. Y va y me pregunta que qué me pasa, que si estoy enfadado con ella por lo que me ha hecho. Y lo dice así, la tía. ¡Tiene cojones! Como si el menda tuviera cara de muñeco, como si un servidor no hubiese llevado la batuta durante las tres serenatas. ¡Será puta! ¡Pero si bastante tenía con dejarse hacer! ¡Que si no llego a animar un poco la cosa, la tía se queda más mustia que el fiambre de su marido!, que te lo digo yo.
Me daba un poco de pena dejar que se fuera. Así, en su estado. Se veía a la legua que tanta emoción le había trastocado.
—Querría pedirte un favor, Ricard —le dije, más que nada para demostrarle una pizca de afecto—. ¿Te parecería mal que me quedase con tu cadenita?
—¿Cómo?
No, si ya la he entendido, ya. Lo que pasa es que me ha dejado planchao. O sea que la tía va de eso. No afloja la mosca y encima va por la cara. Pues la cadenita no se mueve ni un centímetro del cuello de un servidor. ¡Venga ya! No es que valga nada, ¿eh? Porque es de hojalata o algo así, pero para que me la birle la puta esta ya está bien donde está, tranquilita. Y si no, ya me explicarás qué le cuento yo luego a mi tronca. Me lo pasó ella el colgante este. El día ese que las tías y los tíos se lo montan juntos y se regalan corazones de chocolate y todo eso. Pues vino la Chana y me trajo esta cosa de metal, me la puso en el cuello y me dijo: «Ni tocártela, ¿eh? Que me mosqueo». Y yo me descojoné de risa y le dije que lo sentía, pero que tendría que tocármela al menos tres veces al día, aunque sólo fuera para vaciar el depósito. Y la Chana, que es un poco corta, que nada, que no ligaba la historia. Y yo venga a descojonarme.
No sé por qué me molesté en explicarle las múltiples razones que me impulsaban a pedirle aquella pieza de bisutería sin apenas valor material. Era evidente que Ricard, ajeno a mis argumentos, estaba en las nubes, tenía el pensamiento vaya usted a saber en qué planeta. La prueba estaba impresa en su rostro. Sonreía cada vez más. Yo diciéndole que acababa de despertarse en mí una profunda atracción hacia él, difícil de describir, que necesitaba atesorar una especie de souvenir de aquel momento glorioso pero fugaz, y él que nada. Sólo se reía como un conejo, como si quisiera tomarme el pelo. Y cuando opté por hacer mutis, volvió a este mundo y lo dijo. Que la cadenita no. Que era un recuerdo de su abuela, dios la tuviera en su gloria, y que había jurado que sólo se desprendería de ella cuando encontrase a la chica de su vida.
Y va la tía y se lo traga, tú. Un poco más y se echa a llorar otra vez. Haces bien, Ricard. Haces bien, dice. Y se seca la nariz húmeda con el dorso de la mano. Zis–zas, dos veces. Que ahora mismo me trae la ropa. Sale del dormitorio. Es que la tiene a medio planchar. Y yo que vale, que gracias, pero por dentro tengo un mosqueo que no veas. ¿Pero qué se ha creído la millonada esta? ¿De qué va? ¿De hermanita de la caridad o qué? Podría haberse planchado la patata. Si tenía ganas de jugar a las chachas podía haberse planchado la patata, ostias, y dejarme en paz. Ya me dirás qué le explico yo luego a la basca cuando llegue al Estrangi’s emperifollao como un lechuguino, con la raya del pantalón bien marcada. Nada, tú, que esta tía me las paga. Coño si pagará, la planchada ésta…
Había un sendero de grava muy estrecho, que dividía el jardín en dos mitades. Nacía al pie de la verja y zigzagueaba, esquivando tres o cuatro rosales y un minúsculo promontorio sembrado de amapolas, para acabar ante la puerta principal. «Aquí colocas una, Esther», me iba diciendo. «Y del modelo 3/Z/K, que no es moco de pavo». La 3/Z/K era la meta de todas las vendedoras de la empresa, el Himalaya de las comisiones, por decirlo de alguna forma. Era una máquina de coser convencional, pero estaba conectada a un teclado y una pantalla de ordenador. Eso representaba un notabilísimo ahorro energético para las amas de casa, que sólo tenían que programar el aparato con las coordenadas adecuadas y ya estaba. Por ejemplo, «dos iniciales: L y J; Estilo: Modernista, ornamentos vegetales etc.; Medidas: 15 de largo por 2 de ancho, centímetros». Y entonces apretaban el botón de Print y el trasto cosía solo, en un abrir y cerrar de ojos. Eso sí, costaba un riñón, pero no sé por qué extraño presentimiento estaba convencida de que allí colocaba la 3/Z/K. Al menos, eso habría jurado antes de disponerme a tocar el timbre. Pero no hizo falta porque la puerta se abrió de par en par y en el umbral apareció aquel pollo sin albornoz. Sin nada. Sólo con una ridícula cadenita barata en el cuello. Con todas sus vergüenzas al aire. Y yo, que ya venía bastante trastocada del episodio con Henri, un poco más y doy con mis huesos en tierra. Nunca me ha ocurrido cosa igual.
—Hola, tía —le suelto—. Pasa, cojones. No pongas esa cara de acelga.
No es que la ponga, es que la tiene, la cara de acelga. La lleva puesta desde que nació, como una careta. La mueve un poco de arriba abajo, para decir que sí, y entra. A pasitos, claro. Acojonada a tope, la tía. No sea que la viole ahí mismo. Y ni ganas, tú. Hay que tener cojones para empalmarse con una cacatúa como esta. Bajita, con el pelo como un tío, plana como una tabla de güinsurfin y con unas gafas de culo de botella para morirse. Una braga de tía. Para colmo, se me queda mirando y dice:
—¿No está tu mamá?
Me ha fallado la millonada. Cuando me ha salido con eso de que esperaba invitados, un menda se imaginaba otra cosa. No sé. Gente rara, sí, con pasta y toda la pesca, pero con clase, coño. Y no la lerda esta con pinta de profedegebé. Ya me extrañaba a mí; cuando estaba en la suit de la gata, miro por la ventana y ¡zas!, pesco a la acelga esta, la profedegebé, saltando la valla del jardín. No es normal, cojones. Hay una cosa que se llama timbre y que si la aprietas, suena. Y al cabo de un momento salen a recibirte. Pues a mí ya me estaba subiendo la mosca a la oreja. Y palabra que pensaba chivarme de todo a la jefa. «Tú, reina», iba a decirle, «para el carro y llama a la bofia que tenemos ladrona en el patio». Y entonces me he acordao de la historia de los invitados. Claro, ostias, una amiga de la puta rica que venía a comer fruta. ¿Qué no? Ya me han contao a mí de esos fulanos de la pasta gansa, que cuando menos lo esperas salen con unas cosas como para caerse de culo, con perdón. Pues ya me dirás, seguro que les parece normalísimo eso de entrar en casa de unos conocidos sin llamar. Bueno, yo me imaginaba que la cosa iba por ahí. Y entonces se me ha ocurrido bajar corriendo a abrir la puerta y montarle uno de mis numeritos a la viuda, dejarla como un trapo sucio delante de sus amistades, mientras ella les plancha la raya a los pantalones.
—Sí que está, sí, chata —le contesto a la estúpida salta–tapias, echándole una de mis miradas castigadoras, directa a las tetas—. Está arriba, descansando. Hemos estado follando toda la tarde y la tía no se tiene de pie, ¿sabes? —la susodicha patina y se pega una galleta contra el suelo. No ha encontrado dónde agarrarse—. Me ha dicho que reciba yo a las visitas. ¿Has venido sola?
Al parecer, no tenía la menor intención de taparse las vergüenzas, el muy desgraciado. Se había quedado como un pasmarote, de brazos cruzados, en aquel hall lleno de cuadros. Y me contaba con pelos y señales todas las guarradas que acababan de hacer su madre y él, con la misma sangre fría que si me estuviera regateando el precio de una 3/Z/K.
—Pues… sí —intenté explicarme en vano. No conseguía deshacer del todo el nudo gigantesco que se me había hecho en la garganta—. Yo venía a…
Sólo faltaba eso: era un maleducado. No me dejó acabar. En seguida me salió con todo un repertorio de tonterías. Que si él ya sabía a qué venía yo. Que a ver si me gustaba la fruta, porque ¿a que no lo sabía? La había traído toda él, toda, desde el puesto del mercado. Y yo, intentando no contradecirle, que muy bien, que seguro que estaría deliciosa. Y él que sí, qué ostias, decía, que no era por pavonearse, pero su puesto era el que chupaba más clientela. Hablaba así, como un camionero, el nene. Bueno, no tan nene porque de pronto empezó a desabrocharme los botones de la blusa, uno a uno —bueno, con la mirada—, agarrándose aquel miembro aberrante, que crecía por momentos, y me preguntó si tenía hambre. Que si mientras esperaba a los demás invitados, quería ir haciendo boca con aquel plátano de antología que me había reservado especialmente. No sabía qué hacer, de verdad. El muy loco me cerraba el paso. Tenía la espalda contra la puerta de la entrada. Y no me veía con ánimos de apartarle. Parecía muy fuerte. Una muralla de carne rosada y tierna, adobada con músculos de atleta griego. Gemelo de Adonis adolescente y feroz, en tensión, excitado, con los ojos envenenados de proyectiles de deseo. No, no era ningún nene. Era un hombre. Un macho lujurioso al que la sangre le hacía chup–chup embravecida por la idea criminal de penetrarme, de acabar con mi obstinada virginidad en el hall de una mansión tan hermosa que podría haber sido un sueño. ¿Qué podía oponer yo a la brutalidad sin límites de aquella bestia en celo?
—¡Ricard! —opuso por mí la providencia desde el piso de arriba—. ¿Dónde te has metido?
Lo primero que me pasó por la cabeza fue que había levado anclas sin despedirse. Sí. Desnudo y todo, criaturita. No sé. Habría sido una reacción natural después de aquella jornada de continuos sobresaltos. Pero en seguida dejé de preocuparme. Me llegó un «ya voy» seguido de un juramento y, acto seguido, el ruido de los pies desnudos de Ricard subiendo los escalones de tres en tres.
¡Será aguafiestas la tía! No es que valga un real, la profedegebé esta, pero un servidor ya la tenía bien trabajada, a punto de caramelo, coño, y va la puta gata de los cojones y se pone a maullar.
No sabía qué hacer, de verdad. Por un lado, tenía la puerta a un palmo, sin vigilancia. Era libre de huir —pies para qué os quiero— de aquella casa corrupta y demencial. Pero por otro, él, el chico, el loco, al oír que le llamaban, me había mirado fijamente a los ojos, ordenándome que no me moviese, que si lo hacía lo lamentaría. ¿No era eso una amenaza? ¿Qué debía hacer? ¿Quedarme allí a ver qué pasaba? ¿Marcharme? Claro que tal vez todo había sido una broma sin importancia. Quizá el chico bajaría vestido, cogidito del brazo de la madre y los dos permitirían cordialmente que les detallase las ventajas de la costura informática.
—¿Qué hacías? Toma, ya tienes la ropa planchada.
Parecía haberse puesto de mal humor. Me arrebató los calzoncillos y los pantalones con un enérgico manotazo. Y mientras se los ponía de cualquier manera, dijo:
—¿Folla bien tu amiga?
—¿Qué amiga? ¿De qué me estás hablando, Ricard?
—Tu amiga, coño. La acelga que has invitado a cenar. La tengo abajo, esperando, más calentorra que una cafetera–exprés.
—¿Margaret? ¿Margaret está aquí? ¡No puede ser! ¿Qué hace aquí tan temprano?
—Margaret, eso. La tía me ha dicho que se llama Margaret. Margaret no–sé–qué–más.
—Me estás tomando el pelo. No, no te creo. ¿Y viene sola? Me dijo que vendría con…
—Pues ha venido sola, tú.
—Espera un momento Ricard, yo no he oído que llamasen. No, no han llamado, porque yo habría oído el timbre. Desde aquí se oye muy bien…
—Me he adelantado, ostias. No le he dado tiempo a que hiciera ruido. La he visto venir desde la ventana y he bajado como una moto a abrirle la puerta. Un detalle, ¿no?
—¿Has bajado a recibirla… como estabas?
—¿Cómo?
—¿Desnudo? ¿Ibas desnudo cuando…? ¿Y te ha visto Margaret? Quiero decir si, si, ¿qué te ha dicho? ¡Señor! Todavía está aquí, ¿verdad? ¿Está aquí en casa? ¿Qué le has dicho, Ricard? Le habrás dado alguna excusa para justificarte por salir a darle la bienvenida sin nada encima…
—Oh, sí. Nada, le he dicho que habíamos estado todo el día follando como bestias.
—¡¡Ricard!!
—Y entonces ella me ha preguntado si no era demasiado jovencito para practicar estos deportes de gente mayor. Y a mí es que las niñas tontas que van por la vida provocando al personal me ponen a cien. Aunque sea amiga tuya y todo eso. Una calientapollas, ostias. Y no lo he pensao dos veces. Zarpazo al culo, ¡zas!, y la muy guarra que se deja hacer, como si hubiésemos practicado toda la semana. Y yo que le meto mano en las tetas y le clavo un morreo que se le han caído las bragas al suelo. «Mmmmmmm–mmmmm. ¡Métemela, métemela!», me susurraba la muy puta en la oreja. De cero a ciento veinte en tres segundos, tu amiga. Un Porche de carreras, tú.
Entonces sí. Abrí la puerta y salí corriendo, sin detenerme a mirar atrás. Cualquiera habría hecho lo mismo, supongo. Era obvio que el grito de aquella loca iba dirigido a mí: «¡Lárgate ahora mismo, desgraciado!», fue la primera frase que pude pescar. «Y llévate a esa furcia contigo. No quiero volver a veros nunca más. ¡Nunca! Díselo, que si vuelvo a verla, la estrangulo. ¡Os estrangulo a los dos!». Por suerte tenía el coche cerca, en la primera esquina.
Por desgracia no encontraba las llaves.
Hacía siglos que pensaba comprarme un bolso más funcional, con departamentos donde guardar objetos pequeños y esas cosas, pero no había manera. Aquel día seguía arrastrando mi inseparable mochila de piel vuelta, llena hasta los topes de catálogos alemanes, facturas, clínex, una agenda, las gafas de sol graduadas, la funda vacía de las otras gafas, un bolígrafo de tinta azul, compresas, una novela policíaca de un tal Edgar Mondalle, otra agenda, la billetera, el monedero, dos bolígrafos más, un peine, una botellita con cuatro gotas de perfume francés, las llaves de casa, una libreta pequeña de tapas rojas y las llaves del coche. Cuando por fin logré desenterrarlas, ya era demasiado tarde.
—¿Me llevas? —le suelto quitándole el llavero de las manos en un visto y no visto—. Vivo aquí mismo, ¿sabes? En Tíbutileigh. Si le das caña al carro, en tres cuartos de hora estamos.
Magerthy
—¿No podría ser del tabaco? Estás…
—¡Venga ya!
—Últimamente estás fumando mucho. ¿Cuántos cigarrillos te fumas al día, Buster?
—Yo qué sé. Un paquete, supongo. Quizás paquete y medio.
—¿Lo ves? Pero si hace cuatro días sólo encendías uno después de cada comida. ¡Un paquete y medio! ¡Y luego te quejas! Margaret dice que oyó a un médico por la radio que…
—¡Venga, venga! ¡Ya estamos! Ya ha tenido que aparecer la gran musa. Margaret por aquí, Margaret por allá… En todo el día no haces otra cosa que hablar de Margaret, ¿no te das cuenta?
—Ssshhh. Baja un poco el volumen, ¿quieres?
—¿Qué pasa? ¿Te molesta que hable mal de tu enamorada o qué?
—No es mi–e–na–mo–ra–da. Es una amiga y listos, ¿vale? Y no estoy mosqueado. Sólo quería que te dieras cuenta de que esto no es la cafetería del gimnasio. Nos echarán si sigues armando escándalo.
—Te gustaría hacer el amor con ella, ¿no?
—¿Con quién?
—¡¡¡Venga ya, Magerthy!!!
—¿Con Margaret? ¿Quieres decir que si me gustaría hacerlo con…? ¡Pero Buster! Ya sabes lo que pienso de las mujeres…
—¿Sí?
—Bueno, ya nos conocemos hace tiempo, ¿no? Ja, ja.
—Y pensar que al principio, cuando me la presentaste, dijiste que era como… Espera, ¿cómo lo dijiste? Tenía gracia.
—No sé. ¿Qué hora tienes?
—Ya está. Una mezcla de gallina clueca y pava. Eso dijiste, ¿te acuerdas? Dijiste que Margaret parecía una gigantesca pava llena de maquillaje, ja, ja, ja.
—Aquella noche habíamos bebido mucho. No…
—¡Mierda! ¡No es verdad, Magerthy! ¡No me vengas con cuentos! ¡Si tú nunca has bebido! ¿Es verdad o no? Eres el hombre perfecto, siempre sereno en medio de cualquier reunión. Trago yo más alcohol en una semana que tú en toda tu vida.
—Quizá tendríamos que…
—¡Calla! No me interrumpas. Quiero que me digas una cosa. ¿Piensas en ella verdad?
—¡Otro cigarrillo no, Buster! ¡Acabas de apagar uno!
—¡Déjame en paz! No quiero decir ahora. Piensas en ella cuando yo te la estoy chupando, ¿no es verdad?… Por eso ahora te ha dado por apagar la luz. ¿Qué te creías? ¿Qué no me daría cuenta? Antes no. Antes no te importaba ver tu miembro en mi boca. Y hasta decías que te gustaba, que te gustaba mucho, que no te podías correr hasta que yo no llegaba al final y ponía los ojos en blanco, de aquella manera. Hasta ese momento no te vaciabas dentro de mí, ¿recuerdas? ¿Te acuerdas de eso? Pero claro, ahora hay que hacerlo todo a escondidas, deprisa y corriendo y a oscuras, sobre todo a oscuras. Así puedes imaginarte que es la boca de Margaret la que está haciéndote una paja. Di. ¿Es eso, no? Es Margaret.
—Te quiero.
—No es suficiente. La pregunta es: ¿todavía te la pongo dura? ¿Eh, Magy? Contesta. ¿Cuánto tiempo hace que no tienes una erección mientras jugamos un partido de squash?
—No estamos en forma, eso es todo. Esta tarde, tú, tú también has dicho que lo dejásemos cuando no hacía ni una hora que…
—¡Venga ya! ¡Es distinto, mierda! Lo he dejado porque notaba unos pinchazos en los pulmones. Tú mismo lo has dicho. Fumo demasiado. Pero yo te estoy hablando de cuando te ponías caliente viéndome jugar, y teníamos que salir como un rayo de la cabina y encerramos en los vestuarios porque necesitabas, ¿comprendes?, ne–ce–si–ta–bas que te la chupase.
—Y todavía me gusta, Buster. Me gusta mucho.
Buster no se encontraba nada bien. Hemos ido a jugar al squash como cada sábado, pero no hemos podido acabar ni el primer partido. Le dolía el pecho. Una especie de pinchazo en los dos lados. De fumar, naturalmente. No sé si te has dado cuenta, pero Buster se pule dos paquetes diarios. Bueno, el caso es que yo he propuesto ir un rato al Reguess, ya sabes, el bar del club, a ver si con cuatro o cinco copas se sacudía sus males, pero no ha funcionado. Buster estaba como… muy lejos, ¿comprendes? No ha abierto la boca. Todo el rato bebiendo y fumando como si se le hubiera comido la lengua el gato. Pues eso, se nos ha pasado la tarde en el Reguess. Hasta las… siete, siete y cuarto, o algo así. Entonces le he recordado que habíamos quedado contigo y nos hemos ido.
—Vamos bien de tiempo, ¿no? Margaret vive aquí mismo. Podemos… quiero decir que no hace falta coger los coches.
—Como quieras.
He pensado que se le levantaría el ánimo si estirábamos las piernas un poco. Después de todo, ¿cuánto hay del Reguess a tu casa? Es un paseo. Y Buster tenía mala cara. No parecía en condiciones de conducir.
—Buster…
—Sí, sí, estoy bien, déjame en paz.
—Oye, si quieres llamamos a Margaret y le decimos, no sé, que no te encuentras bien y que no podemos ir a cenar, que… bueno, ella… ella se hará cargo, estoy seguro.
—Para ya, Magy. Cállate un rato y se me pasará.
—Hombre, lo siento por su amiga, ¿no? Margaret dijo que es una mujer muy cumplidora y no me extrañaría que hubiese preparado cena para un batallón entero. Imagínate que fallamos tú y yo…
—Podrías ir tú. Ya sería otra cosa… ¡sí, venga! Está verde, ¡corre, cruza!
Le he seguido. Buster ha cruzado a zancadas el paso de peatones que hay entre Thuilleaux y la Avenida de los Plátanos y yo detrás, a un metro escaso.
Ni lo he visto.
Venía lanzado, como una bala, al menos a cien por hora. Sólo me ha dado tiempo de oír el chirrido del frenazo y en seguida he notado que me clavaban un golpe brutal en la rodilla, en esta, la derecha, y he salido despedido de lado contra el capó. Me he quedado así durante una fracción de segundo, ¿no? Como una alfombra de tigre, con la mejilla empotrada contra el parabrisas del coche asesino. Entonces he hecho un esfuerzo, he abierto un ojo y la he visto. Esa chica que ahora no deja a Buster ni a sol ni a sombra. Esther, eso. Pues conducía ella, o mejor dicho, lo hacía ver. Porque estaba más calada que su coche, empapada por todas partes. Y no sólo de sudor. Llevaba la blusa desabrochada hasta la cintura, y el sostén —de encaje, muy fino— caído a la altura del estómago. Y los senos a la vista, brillantes, con los pezones erectos como dardos. Al principio me he imaginado que se había quedado así como resultado del accidente. En definitiva, que había sufrido una especie de shock, bastante normal por otra parte. No en vano ya debía verse cargando a sus espaldas el peso insobornable de una vida humana e inocente, a perpetuidad. ¡Y tan inocente! No lo he visto claro hasta que ella ha mirado hacia abajo y ha movido los labios para decirle algo. Entonces he caído de la parra. Llevaba copiloto, la muy zorra, pero de poco le había servido a la hora de esquivarme, porque estaba situado de espaldas a la dirección que llevaba el coche. Con toda la cara hundida en su entrepierna. La de Esther, concretamente. Retorciéndose de forma grotesca entre los asientos delanteros, el cambio de marchas, el freno de mano, la pierna derecha de ella y la guantera. Ya te digo. No me invento nada. El coche parado, con mi mejilla chafando el parabrisas, y el aguerrido espeleólogo nada, que no había manera de que dejase la faena, como si cobrase a destajo. No hace falta que diga que he hecho todo lo posible para expresar mi indignación. Apretando los dientes de dolor he conseguido alargar una mano y golpear el cristal tres veces. Eso ha precipitado los acontecimientos. Esther ha cerrado los ojos con fuerza y ha vuelto a abrirlos, lo ha pensado mejor, ha vuelto a cerrarlos y ha acabado abriendo la boca para lanzar un grito que se ha oído por toda la avenida. Cuando ha salido del coche, tres segundos después, llevaba la blusa abrochada hasta arriba y la falda estirada.
—¿Y Buster? ¿No ha hecho nada mientras tanto?
—No lo sé. Supongo que de momento se habrá quedado parado… ha sucedido todo tan de prisa, ¿verdad?
—Ya.
—Además, ya sabes cómo es. Estas cosas le afectan mucho. Se queda trastornado, como sonámbulo. Mira, lo primero que ha hecho es acercarse a ella… ¿Te imaginas? Ve a su hermano hecho una tortilla, agonizando sobre el coche, y no se le ocurre otra cosa que preguntarle a la conductora si se ha hecho mucho daño.
—Es… hasta cierto punto normal. Debe de haber pensado… como ella ha gritado de esa forma… bueno, es lógico que Buster…
—Supongo que sí, pero claro…
—No, claro, Tú debías de estar sufriendo lo tuyo y al ver que él no…
—Ajajá. Me explico, ¿no?
—Y entonces…
—Sí. Esther le ha contestado no sé qué. Que no, supongo, que no se había hecho nada. Y en ese momento el otro, el bravucón, el chaval, que no levantaba un palmo del suelo, ha empezado a gritar desde dentro del coche.
—Ja, ja. Supongo que al menos estaría ya bien sentado.
—Le ha dado un ataque de nervios, si no, no me lo explico. «¡Venga, vámonos!», no dejaba de bramar, «¡Sube al coche tía, venga, vamos! ¿Qué haces? ¡Sube de una puta vez!». Ya te digo, un sonado. Uno de esos golfos que se ganan la vida por las esquinas, eso es lo que era. Porque un individuo normal no habría hecho nunca lo que hizo. ¡Coño! ¿Ya estaba, no? La había hecho buena. Me había atropellado y me tenía inmóvil sobre el capó, a punto de abandonar el mundo. Pues entonces. ¿No crees que era el momento idóneo para que hubiese dicho: «Para el carro, tú. Baja a ver si puedes echarle una mano a ese pobre desgraciado»? O ni siquiera: si no quería enmarañar más la cosa, le hubiera bastado con arrinconar sus escrúpulos y poner pies en polvorosa como un gallina, calle abajo, una reacción así también la habría entendido. Pero no. Ese chaval debe de estar como un cencerro, tú. El tío ha visto que la chica, Esther, no le hacía ni caso y no se le ha ocurrido otra cosa que cambiarse de asiento y ponerse al volante.
—No me digas.
—Por suerte, al motor le ha dado por jubilarse. No le ha arrancado a la primera, que si no el muy gamberro sale disparado como un cohete y me remata allí mismo, delante de todo el mundo. Pero le ha salido mal la broma. Ha dado vuelta a la llave de contacto y se ha oído un ruido raro, como una tos, y el coche ha empezado a dar saltos pero sin moverse del sitio. Entonces sí, entonces a Buster se le ha abierto la mollera. «Eh, tú, tú, ¿qué haces?», le ha espetado al chorizo abriendo la puerta de su lado y agarrándole del brazo. «¿Qué pasa? ¿Es que te han sorbido el seso o qué?». A Buster le gusta mucho usar esa expresión. ¿No te has dado cuenta? Siempre que puede, lo suelta. «¡Venga, baja del coche!».
—Y el otro le ha…
—No, aún no. Ha intentado escaparse. Ha empujado a Buster y ha echado a correr, pero no ha llegado muy lejos. Buster se pone así cuando le jeringan. Es que tú… tú nunca le has visto, Margaret. No te lo puedes imaginar. Se le pone la cara roja de golpe, como si se la hubiesen pintado, y todos los músculos del cuerpo se le ponen tensos y duros, como un toro salvaje a punto de embestir, ¿comprendes? Pues cuando el chorizo ese le ha empujado, Buster se ha disparado. No le ha dejado dar ni veinte pasos. Ha corrido tras él, ha dado un salto extraordinario y lo ha tirado al suelo con una tijereta. ¿Entiendes lo que te digo? Le ha cogido el cuello con las piernas, casi volando, y después, ¡bum!, se ha dejado caer como un saco, arrastrándole con su peso.
—Me hubiera gustado verlo.
—Sí, Buster es fantástico.
—Sí que lo es. Yo… yo no… ¿no le caigo bien, verdad Magerthy?
—¿Quién, tú? ¿Tú a Buster? ¿A qué viene eso? No sé, no…
—Déjalo. Manías mías, supongo.
—Si te soy sincero, nunca hemos hablado de ello, de verdad. Si hubiese dicho algo, yo…
—Está bien, Magerthy, no tiene importancia.
—Si quieres se lo preguntaré. Bueno, cuando esté mejor de la herida. ¿Pero por qué lo dices? ¿Te ha dicho algo él?
—¡No, hombre, no! No. Siempre ha sido muy simpático conmigo. Es que… en fin, ya me entiendes. Buster es un poco raro, ¿no crees?
La pava
Personalmente opino que le estuvo bien empleado. ¿O no? ¿No tenía bastante el señor con el numerito de la tijereta? Vale que el pollo aquel sin escrúpulos se largaba dejando abandonado al pobre Magerthy. Aunque hay maneras y maneras de dar el alto a la gente. Pero el chulo de Buster tenía que demostrar delante de toda la avenida Thuilleaux que él, allí donde le veían, iba a clases de lucha…, aquella especie de lucha oriental, no sé ni cómo se llama. Ya me lo imagino volando por los aires, inflado como un globo, con la cara roja y soltando el alarido grotesco que ni un doble de película nipona. Y que conste que vale, hasta ahí pase. Pero que cuando tenía ya en el suelo el cuerpo inerte empezara a atizarle puñetazos en la cara como si fuese un vulgar punch… uno de esos sacos de arena que usan los boxeadores para entrenarse… Por ahí no paso. Y Magerthy todavía intentaba vendérmelo como si hubiese sido el acontecimiento más emocionante de la temporada: «Que sí, Margaret, que entonces el otro se ha revuelto, Buster se ha cabreado más, y otra vez, más puñetazos en la cara». Y yo que perfecto, que tres hurras por Buster, y por dentro rumiaba que poca cosa podía hacer un macarrón escuchimizado contra un auténtico animal de gimnasio. Era una pelea muy desproporcionada, porque el primero sólo podía plantarle cara de una manera: utilizando la blanca. Se dice así, ¿no? Pues eso, usando la blanca. Y el pobre chaval es lo que hizo. Ahora no sé de qué se quejan. Buster lo tenía agarrado por el cuello con las dos manos tan fuerte que casi lo ahogaba, y entonces el otro se sacó un cuchillo del bolsillo y le pinchó un poco en la barriga. Nada, una caricia. No hay para tanto. Un par de puntos y aire. Si en seguida volvía a estar dispuesto a embestir, el toro ése. De hecho, ni Buster ni Magerthy presentaron denuncia. Aconsejados por mí, claro. Y creo que muy bien aconsejados. Por un lado, Esther no se merecía pasar los quebraderos de cabeza de un juicio. Parecía buena chica. Al fin y al cabo, todo el mundo la creyó cuando prometió por la salud de un tal Capone —según ella el único ser vivo que le importaba de este planeta—, que desconocía totalmente la identidad del desaparecido, al que había recogido unos minutos antes cuando hacía auto–stop en una esquina sin sospechar que podía convertirse en un «presunto homicida». Eso fue lo que dijo.
Por otra parte, homicida o no, era tan difícil encontrarlo que no valía la pena intentarlo. Ni Esther, ni Magerthy, ni Buster eran muy mañosos a la hora de hacer descripciones. Y en los archivos de la comisaría debe de haber montañas de adolescentes morenos, delgados, bajitos, con ojos claros. Tantos como fuera de los archivos. Eso sí, teníamos la cadenita. ¿Pero de qué nos servía? Magerthy me la enseñó triunfalmente cuando terminó la fase más trepidante de la historia.
—¡Mira! —me ordenó entonces—. Esto es lo que llevaba el desgraciado que le apuñaló. Buster ha conseguido arrancársela del cuello cuando huía. Lo atraparemos.
—A ver, déjamela ver un momento —espeté yo.
Esperaba encontrar alguna pista. No la dirección ni el número de teléfono del agresor, pero sí, por lo menos, su nombre. En ocasiones la gente de nivel cultural limitado tiene el mal gusto de grabar su nombre en las piezas de bisutería. Y ese hubiera sido el primer eslabón de la cadena.
—¿Qué? —no daba crédito a mis ojos.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—¿Qué pone aquí? ¿Qué quiere decir?
—Supongo que nada. Debe de ser argot o algo así.
—«Ni tocártela, Chana».
—Humm, eso es lo que pone.
—Y… con eso, Magerthy, ¿pretendes encontrar alguna pista? ¿Lo dices en serio? Ja, ja. ¿Sabes lo que diría Buster si te oyera?
Lo dejé con el enigma zumbándole en los oídos y salí del hospital, dispuesta a tomar un poco de aire y, de paso, llamar a Agatha. Hacía más de una hora que nos debía de estar esperando con la cena preparada. Precisamente pensaba iniciar mis disculpas con la frase favorita de Buster: les han sorbido el seso. Sí, a los dos hermanos, Agatha. Uno se deja atropellar y el otro ingresa en el hospital con un agujero en la barriga. Ah, pero tranquilízate, porque Magerthy Holmes asegura que cazará al culpable en un santiamén, gracias a un colgante lleno de jeroglíficos. O sea, una locura.
Y a pesar de todo, estaba convencida de que Agatha lo comprendería.
Nadie cogió el teléfono.
* * *
Eso sucedió el sábado al anochecer.
El lunes, a primera hora, me subí a mi flamante De Soto Fireflite PS 1–L decidida a presentar personalmente mis disculpas. Por el camino, me detuve un momento ante la pastelería del señor Defois, donde adquirí dos cajas de bombones de licor de menta por si las palabras no bastaban para endulzar la jugarreta tan amarga con que obsequiamos a Agatha aquel fin de semana. Suerte de los bombones. O mejor dicho, de las cajas de madera que los guardaban. Si no llega a ser por las cajas, no podría contarlo. Eran dos cajas de las más grandes, familiares, de la prestigiosa marca de dulces Carven & Carven. No debían de pesar más de un kilito cada una, pero como las llevaba juntas en un solo paquete, envueltas primorosamente en un precioso papel, fue suficiente para noquear a Agatha. Hay que reconocer que fue un poco por chiripa, y que hice diana justo en plena sien, un punto que, según muchos expertos, es definitivo.
Lo hecho, hecho está. Aquel mismo lunes me ocupé de todo el papeleo para que pudieran atenderla en la clínica especializada de Crazinia, la misma en la que, seis años atrás, curaron a tiito Alberto de su molesta tendencia a tragar pisa–papeles. Pero no puedo evitarlo. Me costaría olvidar el brillo de los ojos de mi mejor amiga cuando abrió la puerta y me vio, mostrándole la cadenita que me había colocado al cuello, en broma, después de que Magerthy acabase por convencerse de que no servía para nada.
—¿Ves? —le dije entonces a Agatha—. Esto, esta cadenita del tres al cuarto tiene la culpa de que no viniésemos a cenar a tu casa el sábado.
Ella dio un grito que me puso todos los pelos de punta, se me abalanzó como una gata salvaje e intentó estrangularme. No la entendía. Ella intentaba explicarse, lo intentaba, pero decía cosas tan incoherentes que nadie la habría entendido. «¿Túuuuuu?», gritaba, por poner un ejemplo. «¿Una furcia como tú la chica de su vida? ¡Nunca! ¿Me oyes?». Y cada vez me apretaba más el cuello, clavándome rabiosamente las uñas. ¡Miegda! Era evidente que se había vuelto loca y alguien tenía que asumir la ardua responsabilidad de someterla a un tratamiento. Y Agatha, pobrecita, ¿en quién hubiera podido confiar?
Sólo me tenía a mí.