Un instante después de casarse con Mary P. D., Henri Lagarville seguía sin saber que todo Xaitania sabía que era un cornudo en potencia.

Al día siguiente de casarse con Mary P. D., Henri Lagarville se atrevió a hacerle la pregunta:

—Mary Krönisberg Altman —dijo con estudiada solemnidad—, hace siete años que nos conocemos. Ahora somos marido y mujer. Supongo que ha llegado el momento.

Henri Lagarville quería saber qué significaban las iniciales. Mary P. D. se había negado siempre a explicárselo. Ahora, la señora de Lagarville insistió: ¿de qué iban a servirle aquellas dos letras sin importancia? Henri Lagarville se puso tozudo, alegó razones éticas, morales y de contrato matrimonial que, desde su punto de vista, obligaban a una pareja como dios manda a no ocultarse nada mutuamente. Entonces ella dijo:

—Postdata. P. D. quiere decir postdata.

—¿Cómo?

—Sí, hombre, lo que se pone siempre al final de las cartas, ya sabes.

—Ya sé lo que es una postdata, hostia. Lo que quiero saber es por qué demonios todo el mundo tiene que llamarte así, Mary. Mary Postdata. ¿No lo encuentras ridículo?

—En absoluto, cariño. Lo encuentro incluso simpático. ¿No lo entiendes? Quiere decir que yo siempre digo la última palabra.

A partir de aquel momento, Henri Lagarville fue el único habitante de Xaitania que sabía que Mary P. D. quería decir Mary Postdata. El resto de habitantes, incluyendo a la esposa de Lagarville, sabían que Mary P. D. quería decir otra cosa.

No habría pasado nada si Henri Lagarville no hubiera trabajado en aquellos estudios de doblaje. En realidad, no habría pasado nada si Henri Lagarville no hubiera trabajado en parte alguna; pero trabajaba. Todo el día, como un esclavo.

De vez en cuando bromeaba con Mary P. D.:

—Hoy he intentado hacer las paces con Verónica Lake. Le he repetido setenta y seis veces «Intentémoslo una vez más, Helen».

—Y ella, ¿qué te ha contestado?

—No lo sé. La voz femenina tiene gripe y la máquina de fotocopias está estropeada. Hasta mañana no podrán enviarme un ejemplar del guión.

Mary P. D. no trabajaba. Se pasaba todo el día en casa. Se levantaba temprano, cuando Henri se iba a trabajar, y entonces se duchaba, engullía un yogur de frutas, se sentaba en una silla y fumaba. Sólo se despertaba de su modorra para ir a abrir a la señorita Wright. O un poco más tarde, cuando la señora Wright gritaba:

—Venga, tesoro. Vete a estirar las piernas al jardín, que quiero pasar la bayeta antes de guisar el conejo.

Esto duró tres semanas.

A la cuarta, le dijo a su marido:

—Henri, no puedo más. Tienes que despedir a la señora Wright.

—Pero amor mío, ¿qué dices? ¿Por qué? Demonios, Mary, ¿hace bien su trabajo, no? Echa un vistazo a la casa: limpia como una patena. Y tú, tú, bueno, no tienes que preocuparte de la despensa y todas esas historias. No entiendo…

—De eso se trata, Henri, de eso precisamente. No soy ninguna momia, ¿te has parado un momento a pensarlo? ¿Verdad que tengo dos brazos y un par de piernas? ¿Verdad que, gracias a Dios, todavía me funcionan? Pues si no te importa, me gustaría utilizarlos para limpiar el polvo de la casa o ir a la compra. No necesitamos para nada a esa intrusa.

Al día siguiente, cuando Henri Lagarville llegó cansado y hambriento del trabajo, encontró sobre la mesa de la cocina media barra de pan, un chorizo recién empezado y un exiguo mensaje garabateado a lápiz: «Me voy a dormir. Estoy muerta». A partir de entonces, Henri Lagarville tuvo muchas ocasiones para recordar con nostalgia las copiosas raciones de calamares en su tinta, los corderos asados, los cócteles de mariscos y, sobre todo, la ropa interior que Mary P. D. se ponía a la hora de cenar. Antes de prescindir de los servicios de la señora Wright, Henri Lagarville se consumía en los estudios. Pasaba horas enteras intentando imaginar con qué prenda le sorprendería Mary P. D. aquella noche. Mary P. D. tenía un armario lleno de prendas de ropa interior. De todas las formas, colores y materiales. Y combinables, de manera que las posibilidades resultaban casi infinitas. Podía recibirle con el sostén rojo de encaje, sin tirantes, y las bragas de seda amarilla y púrpura. Y después, a lo mejor aparecería toda negra, envainada en aquel lujurioso body de cuero que se abría de arriba abajo con una cremallera. Antes. Ahora, Henri Lagarville sólo bajaba una cremallera: la de sus pantalones. Y sólo para ponerse el pijama. Acto seguido, devoraba el embutido y unos mendrugos de pan, se lavaba los dientes y se deslizaba entre las sábanas intentando no despertar a la muerta. La muerta y él sólo copulaban sábados y domingos. La muerta, por su cuenta, sólo copulaba los días laborables. Pero eso sí: copulaba por cuatro. El primero que pudo comprobarlo fue Body Samdash Jr.

El hijo de Robert Samdash y Loretta Jr. era cartero, como su padre y su madre, y había heredado de ellos su metodología: nunca llamaba al timbre. Se limitaba a pasar las cartas por debajo de la puerta y listo. Boby Samdash Jr. era joven —acababa de volver del servicio militar—, pero eso no significa que fuese un pánfilo: sabía tener la antena puesta cuando había cerca una conversación jugosa. Boby Samdash Jr. se estaba tragando un bocadillo de anchoas en la barra del café de Thuilleaux cuando aquel grasiento camionero le dijo al otro:

—¿No sabes? Al final Mary P. D. se ha salido con la suya. Ayer el pedazo de burro de Lagarville echó a la criada. ¿Te imaginas? ¡Mary P. D. sólita en casa todo el día!

Boby Samdash Jr. no tenía un pelo de tonto. Decidió que aquella mañana olvidaría la norma de la familia y llamaría al timbre de los Lagarville. No tenía ninguna carta a nombre de Henri Lagarville, ni de Mary Krönisberg de Lagarville, pero ¿qué importaba? Sólo quería comprobar si las habladurías de la gente eran algo más que habladurías.

Mary P. D. tardó en abrir. Cuando al fin lo hizo, iba totalmente en cueros.

—¡Perdón! —exclamó instintivamente Boby Samdash Jr. Nunca había visto unas tetas tan grandes como las de Mary P. D. Eran tan grandes que no podía abarcarlas en una sola mirada.

—¿Perdonarte por qué, semental? —dejó caer la pechugona—. Pasa, pasa, no te vayas a enfriar.

Mary P. D. tenía razón. En el jardín, a Boby Samdash le hubiera podido dar un pasmo; porque treinta segundos después, en el dormitorio de los Lagarville, ya no llevaba puesto el uniforme. Sólo se dejó la gorra con el distintivo de correos. Aquella gorra parecía volver loca a su alborotada anfitriona.

—¡Mmmmmmmmmmm–mmmmmmmm me guuuustaaaa, lagorriiita! —gritaba—. ¡Oooooh! Mmm–me pone caliente tu gorrita. ¿Sabes lo que sueño cada noche? ¿Lo sabes?

Boby Samdash Jr. no tenía ni idea. Estaba demasiado ocupado lamiendo los gigantescos pezones que Mary P. D. le clavaba en la cara.

—Sueño que soy rica, cargada de billetes, y que tengo un flamante Rolls con un chófer negro y corpulento a mis órdenes. Un chófer negro con una gorrita como la tuya y una polla de metro y medio, ¿comprendes? Cada noche me lleva a dar una vuelta y cada noche simula que se estropea el Rolls en lo más profundo del bosque. Entonces se decide. Me golpea brutalmente la mandíbula y antes de que pierda la conciencia se me tira encima como una bestia embravecida y me viola. Mmmm–mmmm. Hace todo lo que quiere con mi cuerpo, el hijo de puta. Me desgarra el vestido de seda y me deja clavada en el asiento. ¿Lo entiendes o no? El jodido gigante me mata de gusto cuando me horada con esa polla larga, dura y negra.

La verga de Boby Samdash Jr. era de un tono rosado tirando a pálido, y le faltaban unos cinco palmos para llegar al metro y medio. Pero por lo demás, no estaba mal. Más tiesa que un pepino en un congelador de cuatro estrellas, así tenía la verga Boby Samdash Jr. Y de postre, Mary P. D. hizo un repentino movimiento de cabeza y se la tragó entera. Toda la berenjena de Boby Samdash Jr. Empezó a lamerla, a sorberla, a acariciarla, y se le hacía la boca agua como si chupara una golosina afrodisíaca. El palo mayor de Boby Samdash Jr. creció un par de centímetros en el interior de aquella boca feroz. Entonces Boby Samdash Jr. le dijo a Mary P. D.:

—No puedo más, Mary. ¡¡¡Abretedepiemasquetelaendiñotelaendiño!!!

—¡Espera! —balbuceó Mary P. D. liberándose de la cilindrica mordaza—. ¡Espera, hombre! ¿Llevas goma?

—¿Goma?

—Sí, coño, goma. Gomas. Condones, puñeta.

Boby Samdash Jr. tuvo que reconocer que no, que no llevaba encima ni una triste goma.

—Espera un momento. Que no se te afloje, ¿eh? Menéatela un poco, si quieres. Es que yo… sin goma, nada. ¿Lo entiendes, verdad? Ahora mismo vuelvo.

Boby Samdash Jr. se quedó echado en la cama, sacudiéndose el sonajero. Mary P. D. corrió a buscar la cajita de preservativos que su marido guardaba en el botiquín. Henri Lagarville era muy quisquilloso con este tipo de detalles. La gente normal no. La gente normal, para no malgastar energías en una búsqueda estúpida y desesperada, suele situar estratégicamente los condones, al alcance de la mano. Henri Lagarville los desterraba a la otra punta de la casa, a un rincón del botiquín del aseo. Cuando volvió, con la goma entre los dedos, Mary P. D. se quedó atónita: Boby Samdash Jr. aún tenía el tronco ardiendo, dispuesto a perforarla.

—Mmmmm, mmmrn, oooooh, síiii —murmuró Mary P. D.—. Ahora síii, semental. Ahora verás…

—Sí, sí, ya —gritaba extasiado Boby Samdash Jr.

Mary P. D. colocó suavemente el condón, que aún estaba plano, en la jugosa punta de la polla de Boby Samdash Jr. Después se inclinó y empezó a tirar hacia abajo con los dientes, poco a poco, de los bordes del disco amarillo. Mientras con dientes, labios y lengua lo envolvía de amarillo, se iba tragando el demencial príapo del cartero.

—Ahora sí ¿no? —preguntó medio incorporándose el joven del nabo aplatanado.

Mary P. D. no le contestó. Le atizó un codazo a la mandíbula, se abrió de piernas sobre la abultada columna, colocó el ciclópeo capitel a la entrada del agujero mojado de espesos jugos, y se dejó caer como un saco contra el cuerpo desnudo de Boby Samdash Jr. Boby Samdash Jr. rugió como un león cuando Mary P. D. se ensartó en su taladro. Mary P. D. bramó como una leona cuando sintió que el tercer brazo de Boby Samdash Jr. le taladraba la vagina sin piedad.

—¡Oooooh–ooooh! ¡Cómo la siento! —se desgaritaba—. La polla, la pollita. Dura, poderosa. Dentro de mí. ¡Ooooh! ¡Cojones! Más. ¡Más! ¡Así, así, pollita! Polla dura. Muévete. Hazme daño. ¡Aaaahhsssssí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Así, más! Polla dura para la nena. ¡Mmmmm! Clávate. ¡Ooooh! ¡Ahora! ¡Ahora! ¡Sí! Polla dura, dale a Mary tu lechecita caliente. ¡Ooooh!

Mary Krönisberg Altman no le confesó nunca a Henry Lagarville que P. D. no quería decir, ni en broma, postdata. Y eso que no le faltaron ocasiones para hacerlo. Por ejemplo, dos días después, Henry Lagarville se presentó inesperadamente a media tarde. Gus Metz, el técnico de sonido más veterano de los estudios, acababa de tener el último infarto, y la empresa había decidido bajar las persianas en señal de duelo. Henry Lagarville no se alegraba, naturalmente, pero le dijo a Mary P. D. que aquella pausa transitoria le iría muy bien para recuperar energías. Como si tuviera que demostrarlo, se dirigió como un rayo al botiquín. Entonces Mary P. D. perdió una buena oportunidad de aclarar la situación.

—¿Qué significa esto? —gritó Henri Lagarville al cabo de un momento—. ¡Faltan tres!

—¿Tres qué, cariño?

—¿Cómo que tres qué? Tres estooo… preservativos, mujer. Estoy convencido de que anteayer había diez en la caja. Ten, cuéntalos. Sólo hay siete. ¿Cómo es posible?

—¡Anda ya! ¿Seguro que había diez?

—Sí, mujer. Compré la caja el viernes, ¿no? De eso me acuerdo muy bien. Fue al salir del trabajo. Y en una caja…

—Cajita, cariño, una caja es otra cosa. Más grande, ¿comprendes?

—Pues eso. ¿Y en una cajita no vienen doce? ¿Doce preservativos, no? Pues que yo sepa sólo hemos… bueno, este fin de semana sólo hemos usado un par.

—No lo sé. Ten cuidado, que se te cae la ceniza de la pipa.

Mary P. D. comprendió que aquello no podía continuar así. Boby Samdash Jr., Cliff Morin Jr. y Paolo Zworvak ya habían recibido instrucciones. La próxima vez vendrían con las herramientas necesarias. Pero Mary P. D. no podía resignarse a recibir sólo las tres visitas previstas a la semana. Mary P. D. confiaba siempre en una llamada inesperada. Y si la llamada inesperada era de un macho apetecible… Esto la obligaba a estar continuamente abastecida de cajitas no oficiales.

Al día siguiente no asistió a los funerales por el alma de Gus Metz. No los conocía de nada. Ni al malogrado técnico de sonido ni a su alma. Además, tenía un principio de migraña y la nevera vacía. Tenía que ir urgentemente a la compra. Henri Lagarville dijo que lo comprendía. Acabó de retorcerse el nudo de la corbata y se marchó. Mary P. D. cogió el tren media hora más tarde y se bajó en Tíbutileigh. Una vez allí, eligió una farmacia miserable. Justo el tipo de farmacia miserable que Mary P. D. esperaba encontrar en Tíbutileigh. El dependiente que le envolvió las ocho cajitas de preservativos era un poco jorobado y tuerto del todo, pero con el ojo bueno no dejaba de repasarla, como si nunca hubiera visto un cliente.

En cuanto llegó a casa, se le antojó que el bote de café era el mejor escondite. Henri Lagarville no tomaba café. Otto Schraved, el dueño del estudio, sí. Era capaz de ventilarse él solito un mar de café. Otto Schraved aceptó la invitación improvisada de Henri Lagarville y fue a comer a su casa aquel mismo día. Negocios, claro. Todo fue miel sobre hojuelas hasta que llegó la hora de la sobremesa. Entonces se produjo la catástrofe. Había suficiente café molido para llenar la barriga de todo un regimiento, pero no había bastante café molido para llenar las tripas del jodido señor Otto Schraved.

—No me importaría tomarme un sexta taza —informó bruscamente Otto Schraved—. Este café es simplemente de–li–cio–so.

—Tardará un poco —se excusó Mary P. D., que acababa de encenderse un cigarrillo—. Tendré que moler más.

Henri Lagarville saltó de la butaca y echó a correr hacia la cocina a grandes zancadas.

—No te molestes, amor mío —sentenció—. Ya lo hago yo.

Mary P. D. tuvo el tiempo justo de gritar:

—¡No, Henri, espera!

Al final, Henri Lagarville acabó tragándose la bola que le contó Mary P. D.: un vendedor ambulante de preservativos, le dijo. Sin trabajo. Daba pena verle, al pobre. Sucio. Sin afeitar, vestido con unos harapos grasientos y malolientes. ¿Te imaginas? Iba de casa en casa, ofreciendo ocho cajitas de preservativos al precio de una. Una ganga ¿no? Y a la vez, era una obra de caridad. No podía decirle que no, terminó Mary P. D.

Desde aquel día, Mary P. D. decidió andarse con pies de plomo. Para empezar, destruía todas las cajitas —demasiado voluminosas— por el camino, antes de llegar a casa, y luego esparcía su contenido por mil y un escondrijos, a cual más peregrino. Para completar la faena, cada treinta y seis horas cambiaba las gomas de sitio.

Aquel sábado, Henri Lagarville la despertó muy temprano. Parecía excitado por alguna razón.

—Date prisa, amor mío. ¡Venga, mujer, despierta! Tengo una sorpresa…

—¿Qué líos te traes, Henri? Déjame dormir un poco más, ¿quieres? Estoy muerta… Mmmmm. Tengo la cabeza como un bombo…

Henri Lagarville ni la escuchó. La cogió en brazos como un enamorado y la llevó en volandas hasta el comedor. «Es una lástima que Henri no tropezara al bajar por la escalera», rumiaría años más tarde Mary P. D. Pero Henri Lagarville y Mary P. D. llegaron en perfectas condiciones a las butacas de la televisión. La televisión estaba apagada. Después de depositar a Mary P. D. en una de las butacas, Henri Lagarville apretó rápidamente el botón para encenderla. Él se sentó en la otra butaca. En seguida apareció en la pantalla el presentador de la mañana. Un poco más amarillo que de costumbre. La chaqueta, la camisa y la corbata amarillas. La cara amarilla y sutilmente deformada. El pelo y la barba arreglados, eso sí, bien peinados, como de costumbre, pero amarillos también. El micrófono amarillo. El decorado amarillo.

—¿Qué pasa? —preguntó Henri Lagarville.

El presentador de la mañana se había quedado mudo. Movía los labios ostensiblemente, como si dijese algo, pero no decía nada. Al menos, no se le oía. Henri Lagarville se quedó helado. Se le escapó un bramido de rabia y arañó todos los botones. Canales, color, contraste, graves y agudos, y finalmente, el volumen. Nada. No había manera. El presentador de la mañana seguía amarillo y enmudecido en su decorado amarillo.

—¡No! ¡No! ¡Mierda, hoy no! —gritaba Henri Lagarville golpeando el aparato con las manos—. ¡No es justo que me pase esto a mí, y precisamente hoy!

Mary P. D. le preguntó qué pasaba, que si tenía algo que ver con la sorpresa que le había prometido. Henri Lagarville le confesó que sí.

—Dentro de diez minutos, ¿comprendes?, sólo diez, ponen MI película. Ya sabes: aquella que me costó tantos meses de trabajo. Y la mierda ésta de los cojones va y se estropea…

—No te preocupes, cariño. ¿Sabes lo que vamos a hacer? Llama al señor Irving y que te mande en seguida al técnico.

—¡Ajá! Sí. ¡Buena idea! ¿Dónde tenía apuntado el…?

—Y mientras llega, ponte cómodo. No sé, te sirves una copa, te pones el batín y las pantuflas y te enciendes una pipa, ¿eh? Yo voy a prepararme un baño. Tengo una jaqueca horrorosa.

Mary P. D. acababa de meter un pie en el agua hirviendo cuando escuchó las campanadas del timbre. Esperó unos instantes y exclamó:

—¡Henri! ¿No abres? ¡Llaman a la puerta!

Nadie contestó, pero a ella no le importó. Mary P. D. se sumergió en la bañera. Mary P. D. cerró los ojos. Le dio la impresión de que el timbre sonaba otra vez, pero pensó que se había dormido y que soñaba con timbres que sonaban. Entonces Mary P. D. se durmió de verdad y volvió a soñar con el chófer negro. Soñó que él entraba sigilosamente, sin llamar, en el cuarto de baño. Desnudo como un salvaje. Mary P. D. soñó que su chófer negro sólo llevaba la gorra en la cabeza y que, callado como un muerto, se masturbaba la monstruosa boa negra de metro y medio delante de ella.

—¡Ooooooh–oooh! ¡Para! ¡Para! —suplicaba Mary P. D.—. ¿Quieres parar de una vez? Así no. ¡Noooo! ¡Mmmmm–mmmmm! ¡Espera! ¡No quiero! ¡No! Antes tienes que ponerte…

Una de las gomas amarillas, naturalmente. Mary P. D. se despertó a media frase. Sólo quedaba un preservativo amarillo. El último preservativo amarillo de la última cajita de preservativos amarillos que había comprado a escondidas. Y lo había reservado para el final, porque se sentía muy segura del refugio que le había adjudicado. Era un escondite perfecto, tan inexpugnable que hasta ella se había olvidado de que contenía algo. El sueño le había refrescado la memoria como una bofetada repentina.

Mary P. D. salió de la bañera como si se la llevaran los demonios. Mary P. D. bajó los escalones de cuatro en cuatro. Mary P. D. oyó a lo lejos la voz de su marido:

—Intentémoslo una vez más, Helen —dijo, sólo una vez, Henri Lagarville.

Mary P. D. no pudo descifrar la respuesta de Verónica Lake. Mary P. D. se pellizcaba el labio inferior como una niña pequeña.

Atónito, Henri Lagarville miraba la deformada goma amarilla que ahora yacía en la mano del técnico. Por suerte, era el mismo técnico de siempre.

En aquel momento, Mary P. D. no habría soportado la presencia de un extraño.