Me encontraba a las cuatro al pie del ascensor para subir a la clínica, cuando el portero me puso en las manos un paquete envuelto en periódicos dentro de la misma bolsa que había dado a Paqui la noche anterior. Subí al ascensor diciéndome que no necesitaba abrirlo para saber qué contenía. Y cruzando con él por delante de mi enfermera lo puse en el suelo, detrás del sillón.
Dejé transcurrir varios minutos preguntándome a qué puerta acudir para que me saliesen las cosas bien. Y al decir a la enfermera que podía pasar el primer cliente aún no sabía a cuál. Porque, si era cierto que podía habérmela tirado en el Acuario o en la urbanización, también lo era, y sin la menor duda, que nunca accedería a volver a mi casa sin una soga de billetes atada al cuello. Y mi desesperación no llegaba a tanto. A mí no me iban a pasar recibo por cada polvo, ni ella ni ninguna. Y menos aún sabiendo que Feli la conocía. Bastante me había burlado de las otras, para que se carcajeasen a mis espaldas.
Atendí esa tarde las diversas mordeduras y escoriaciones que acudieron a mí en busca de remedio y, al abandonar la clínica, paseé de nuevo el paquete ante los ojos de la enfermera.
Abrí el contenedor de basuras y lo deslicé entre los envoltorios que se le habían anticipado. Cerré la tapa con la indiferencia de un enterrador y me alejé. Tanto mi pasado como mi futuro iban a viajar esa noche al incinerador.
Por un momento pensé hacer una pira con todas las reliquias del armario, quemándolas en el jardín. Completé la hoguera con las cartas de Vicky, a las que vi arder y esparcirse en el aire, y regresé a la urbanización.
Todas las huellas de lo ocurrido en el santuario habían sido borradas por la limpiadora: las cartas sobre la mesa sin la compañía de los cafés, y el cortinón cubriendo los penes.
Maldije el instante en que se me ocurrió llevarla ante ellos, dejando pasar la ocasión de quitármela frente a los otros o en los sillones y, al ir hacia estos, vi la estufa. Y como la mujer había enrollado el cable en torno el aparato por primera vez en el invierno, lo conecté. Eso, y no dar señales de vida por mucho que pisé el interruptor, eran los únicos testigos de mi fracaso. Así que confiando en el silencio de todos, volví a meditar sobre la pira fúnebre.
Dejé de dar vueltas por la habitación y me senté.
Como siempre ocurría, mis manos se fueron hacia las cartas. Pero en esa ocasión con ánimo distinto, porque las cogí como quien finaliza la lectura de un libro que ya no ha de leer.
Me puse las gafas. Y al comprobar que el respaldo del sillón me producía sombras, lo ladeé. Era un testigo más, y me sumergí en la lectura.
Y fue cosa de azar, o de mala suerte, que mis ojos cayesen sobre aquella en que Vicky ofrecía su clítoris al otro Víctor, su novia del cuartel, como tapón de la colitis que padecía.
Leí la carta repetidas veces. Y diciéndome que era imaginación y no una pira lo que necesitaba, pensé en Antonia.
Dos tardes después me dirigí a su casa. Eran más de las siete, y el cielo estaba oscuro.
Bajo las luces de la Avenida transitaba la multitud, parte de la cual se dispersaba por las callejuelas. Reconocí en la mujer de gafas que entraba en un salón con máquinas de premio a una de las rameras, y entré tras ella.
En la barra distribuían gratis cafés y Coca–Cola. Cambió un par de billetes por las monedas que llevaba una moza en el delantal, y miró en torno a sí. En el local no había menos de cincuenta máquinas que escupían y devoraban duros, al tiempo que trinaban melodías en sus cajones.
La puta comenzó a introducir monedas por la ranura y a hacer girar las peras y los tomates, las fresas, los plátanos y las campanas. Me acerqué a ella y vi la cicatriz que le corría de oreja a oreja.
Un chino llenaba su tarrina con el caudal de monedas que escupía su máquina.
—Ya tienes las diez mil, ¿no? —dijo la fulana, mirándolo con envidia.
—Sí —contestó el chino, sin dejar por eso de pulsar botones.
—¿Cuánto te ha costáo? —volvió a preguntarle.
—Seis mil —le respondió.
—Seis mil, ahora —dijo una torre humana detrás de mí—. Pero esta mañana metió veinte mil.
Era un hombre de cincuenta años y noventa kilos, parte de los cuales anidaban en su bigote. Me devolvió la mirada y desvié los ojos. Si el chino le llegaba por la cintura, a mí me sacaba toda la cabeza.
Cuando me fui, a la puta no le quedaban más monedas que las del bocadillo.
Volví a caminar por la Avenida, pensando en el rubio y en la tarde que Antonia se la chupó. Pensé también que tenía las piernas demasiado cortas. Pero eso me daba igual. De coincidir en la habitación, ya me las arreglaría para que me diese el culo. Apreté el paso. La de gafas me había hecho perder más de treinta minutos, y temí que mi amiga no estuviera en casa.
Fue al cruzar una calle cuando casi tropecé con ella. Antonia venía hacia mí. Pero antes de llegar se metió en la farmacia.
Al principio pensé introducirme por la misma puerta. Luego sentí curiosidad y aguardé semioculta. Al verla aparecer con un paquete en la mano, la seguí. Por el tamaño deduje que debía tratarse de medicamentos. Lo que me llevó a pensar en Laurita. Y si era cierto, ya podía despedirme de los rubios del barrio. Por lo menos aquella tarde.
No me fue fácil seguir a Antonia. Alguien debía estar esperando las medicinas, porque sus piernas no daban más. Y las mías tampoco.
Dejó una tras otra las callejuelas de sus amores. Y al llegar al jardín lo cruzó por en medio. Dio la vuelta a la fuente, mientras yo bordeaba las verjas para no descubrirme, y al llegar a la calle donde vivía corrí tras ella con el tiempo justo para verla meterse en su portal.
Me aposté en la esquina durante diez minutos. Y viendo salir a Concha me decidí a entrar.
El portal de Antonia no debía cerrarse en todo el día. Y aunque parezca mentira, su suelo era de mármol.
Un niño hacía rebotar su pelota de pared a pared. Aguardé que las botas dejasen de patearla y empecé con los escalones. Antonia y Conchita tenían instalado su nido de amor en el primer piso. Me introduje por la puerta entornada en un olor de frituras y colchón de lana, deteniéndome ante la mesa del comedor, ocupada por los platos sucios y un despliegue de cartas de Tarot. Las paredes estaban pintadas con cierto color gris al que ninguna mancha podía afectar.
—¿Antonia? —dije, tocando la corona a la reina de espadas.
Cuando mi amiga asomó por la puerta, comprendí que la enferma, quien quiera que fuese, estaba al otro lado. A ella la vi sudorosa y desencajada, y sus pulmones jadeaban aún.
Cerró la puerta y dijo:
—¿Qué haces por aquí?
—Nada, que te he visto cuando entrabas en el portal.
—Pues vienes como anillo al dedo. Conchita acaba de salir a buscar un médico. Pasa, pasa —me dijo, dándome la espalda.
Abrió la puerta y me introdujo en la habitación. Y aunque de momento no vi gran cosa, apreté la nariz.
Antonia fue al balcón y abrió las contraventanas, como si se fuese a filtrar por ellas el sol de mediodía. Pero eran las ocho de la tarde, y la luz pública apenas se notó.
El interruptor de la bombilla que colgaba del techo debía estar en la cama, porque la encendió desde ella y dijo:
—¿Qué te parece la que nos ha caído?
Miré hacia la cama y al principio no supe qué pensar. Porque si el rostro que reposaba en ella era el de Tonín, no se parecía al de la otra semana. Tenía los ojos fijos en el techo. Y una sonrisa anormalmente amplia le abría la boca de oreja a oreja. Los dientes le brillaban como teclas de pianola. Y los tenía encajados.
—¿Qué le ocurre? —pregunté a mi amiga.
—No lo sabemos —me contestó—. Está así desde anoche.
Yo me acerqué al enfermo. Le puse las manos en la frente y recibí el latigazo de la calentura. Tanteé sus brazos a lo largo del cuerpo y no los encontré. Retiré mantas y sábanas, y el bulto surgió ante mí.
Las piernas del chico estaban encogidas y sus brazos también. Le puse la mano izquierda en la rodilla y, agarrándole la pierna por el tobillo, tiré de ella al tiempo que la empujaba. Lo hice con más vigor, y la pierna se desplegó unos centímetros sin que a la cara de Tonín se le moviese un músculo. Hice lo mismo con los brazos, y desistí. Por mi parte había visto lo necesario. Así que lo dejé con los puños cerrados a la altura de las orejas, cubrí hasta el cuello aquel manojo de músculos agarrotados y me volví.
—¿Habéis vacunado al chico contra el tétanos? —le pregunté.
—No lo sé —me respondió—. Siempre ha sido su madre quien lo ha llevado al médico.
Pensé si la bruja habría tenido tiempo de acompañar al chico a la policlínica entre dos preguntas a su Tarot, y lo dudé.
—Siempre, no —comencé a decirle. Pero inmediatamente me detuve. Calculé los días transcurridos desde la fimosis, y añadí—: ¿Se ha hecho alguna herida en los últimos días?
—¿Cómo una herida? —me preguntó a su vez.
—Sí, una herida. Un pinchazo, un corte, una caída. Algo que le haya hecho sangrar, por poco que sea —le aclaré.
—Cualquiera sabe, si se pasa el día en la calle y en el colegio —me respondió.
—¿El no os ha dicho nada? —le insistí.
—¿Cómo, si ni habla ni siente desde anoche? —me contestó. Y mirándome, y casi sin atreverse, añadió—: ¿Por qué lo dices?
—Porque creo que tiene tétanos, y eso llega siempre por una herida —le contesté.
Antonia pareció repasar todas las narraciones que le habían hecho desde la infancia. Y sus recuerdos la horrorizaron.
—¿Tú crees que se salvará? —me preguntó.
—Depende de dónde esté la herida y lo que haya avanzado —le dije. Pero, al ver que estaba a punto de desplomarse, añadí—: Yo creo que sí. Aunque habrá que llevarlo al hospital para que le examinen y lo duerman.
Entonces recordé que el chico era tan consciente de lo que sucedía como ella y yo, y añadí en voz alta:
—Pero no te preocupes: Tonín es joven y saldrá adelante.
Eso fue lo que dije, pero no era verdad.
Había empezado a sospechar si no sería yo quien le había metido el tétanos con el bisturí. No era un caso frecuente, pero no sería el primero en ingresar para quitarse un quiste y morir a los siete días con los músculos agarrotados. Y lo peor de todo era que, de ser así, veía tan inútil informar que el bacilo podía tener la entrada por el frenillo como que era peligroso para mí. A aquellas alturas debía tener tan invadido el cuerpo que no podía soñarse con amputar.
Así que callé mis temores, y dije:
—¿Tardará mucho Conchita?
—No creo, porque el médico vive ahí, al lado —me respondió.
—¿Y viviendo ahí al lado habéis esperado hasta ahora? —le reproché.
—Eso díselo a ella. Yo no he dormido en casa y, al llegar esta tarde, me encuentro con la papeleta. Le han estado dando friegas ella y la vecina con un ungüento, pero como si nada —me contestó.
No le pregunté en qué cama pasó la noche. En ese momento escuché pasos en la escalera, y una conversación en la puerta de entrada que sacó a mi amiga de la habitación.
Yo me acerqué a Tonín, que seguía con la mirada fija. Y poniendo la mano en la tapadera de sus pensamientos, le dije:
—Lo siento, hijo, no hemos tenido suerte con la operación.
Cuando salí de la alcoba, me crucé con el médico.
Tonín murió cuatro días más tarde en el hospital. Yo cerré la clínica, anunciándole vacaciones a la enfermera, y me deshice del instrumental rociándolo con gasolina en un descampado.
Aunque me hubiesen señalado más de un millón de heridas en el cuerpo del chico, no habrían podido quitarme la pena de que la muerte le había entrado por el frenillo. Y de eso la responsable era yo.
Así que propuse a las dos compañías de seguros que buscaran a quien me sustituyese y me encerré en la urbanización con las cartas de Vicky. Lo de hacerlas desaparecer en un mar de llamas me pareció tan absurdo que no lo pensé. Nadie se desprende de su pasado sin una razón que lo reemplace, y yo no tenía ninguna. A Paqui no podría ponerle la mano encima como no fuera dorándomela con billetes de mil. Lo que era tan ajeno a mi vanidad como volver a Josi tras haber divulgado nuestra separación. Pues aparte de que metérselo a Josi era como clavar un cuchillo de monte en un cuenco de mantequilla, lo que menos quería yo era regar la maceta de Paqui con un caudal de oro. O se avenía a retozar conmigo por amor al arte, o la luna que le ofrecí no saldría para ella. Y como esto implicaba su traslado a la urbanización, el culo de Paqui lo veía muy verde.
En cuanto a los rubios o morenos que podía quilarme por medio de Laurita, lo mismo. Porque, muerto Tonín, yo no me atrevía a verme con Antonia a menos que el cadáver se hubiese enfriado. Ya me había ido de la alcoba sin decirle adiós, y ni fuerzas tuve para el entierro, del que me enteré por Josi la misma mañana en que lo sacaron del hospital. Y de ir sola al barrio y concertar con la chica, ni hablar, porque Antonia podía perder a su vástago y a su mujer a un tiempo y seguir pegando el ojo como si no hubiese ocurrido nada. Y aunque mi amiga no supiese palabra de mis temores, a mí me impedían coincidir con ella.
No sé si fueron una o dos las semanas de reclusión en el santuario, porque leí las cartas de Vicky durante esos días como si fuesen mi tabla de salvación.
Repasé uno a uno los escritos. Los ordené de nuevo. Dividí en tres aquel largo período de separación. Me acongojó leer en ellas el anuncio de un reencuentro que nunca se produjo, y me lancé a la calle dispuesta a conservarla sin renunciar por ello a mi propia vida.
En esas me encontraba cuando conocí a Chema, a quien conduje a la urbanización porque entre sus defectos no figuraba el de dejarme fría. Es cierto que se puso a mi espalda muchas más veces que yo a la suya. Pero cuando dos meses más tarde fui con ella a El Aaiún para regresar sabiendo que Vicky podía vivir entre Ceuta y Tánger, yo disfrutaba de mi propio cuerpo gracias a sus brutalidades. Lo que ocasionó a su vez que no la dejase sola, viviendo al buen tun tun, cuando decidí el segundo viaje.
Y eso fue lo que mató a mi Vicky, bajo las estrellas de la bahía.