Entré en el restaurante y dejé que Feli se me acercara. Y no precisamente para sentarnos, pues todas las mesas estaban vacías, sino para que viese de cuerpo entero la princesita que me acompañaba.
—¡Ah, amiga! —me dijo, estrechándome la mano—. Vísperas de mucho, fiestas de nada. Hoy has venido dos veces, pero ya veremos cuándo vuelves.
A Feli le había crecido un clavel rojo en la solapa y, al fijarse en Paqui, se llevó la mano a la cara y exclamó:
—¡Jesús Bendito! ¿Qué le han hecho a esta moza en la cara?
La estreché más aún, y dije:
—Nada que yo no arregle, excepto llegar a vieja como tú y yo.
—Ya me gustaría tener sus años, y lo pasado, pasado —dijo ella—. Con su cuerpo y lo que yo sé…
Y como esto último lo dijo dándome un codazo, me encogí bajo el golpe. Y llevándome la mano a la billetera le respondí:
—Pues menos mal que no está en tu pellejo. Anda, tráenos un aperitivo antes de cenar, que acabo de operarle una verruga y un poco de alcohol le caerá bien.
Feli miró a Paqui y me miró de nuevo, moviendo la cabeza como si acabase de ponernos en los dos platillos de una misma balanza, y nos abrió paso hacia una mesa en la que sólo seríamos vistas por quien se acercara. Y aunque estuve tentada de decirle que nos sacase de aquel rincón, no lo hice así. Más pronto o más tarde correría la voz de mi nuevo apaño sin que las marmotas que frecuentaban su restaurante tuviesen que envidiármela esa misma noche.
Cuando la socia se acercó con los aperitivos, mi mano y la de Paqui estaban juntas sobre la mesa y siguieron así.
—No sé si lo encontraréis muy fuerte. Feli me ha dicho que tengas cuidado con la criatura —me dijo, poniendo las copas a nuestro alcance.
—Y eso ¿por qué? —le dije yo, revolviendo la aceituna con el palillo.
—Como es tan niña, a lo mejor no tiene experiencia y le sienta mal —me respondió, dejando en la mesa un plato de mantequilla en porciones y otros dos con saladitos.
—Pues dile que, si no tiene experiencia, ya la tengo yo —le contesté.
Yo no había buscado aquello, puesto que mi único propósito fue cenar con Paqui y hacerlo bien. Pero me dije que, si las socias deseaban divulgar el chisme, lo mejor sería que lo hiciesen pronto. Así que, desde el momento en que mi protegida hizo entrar la aceituna en su boca hasta que se limpió la crema del café con la servilleta, mis manos hicieron tantos viajes a su mejilla como si la salud de la princesita dependiera de sus sortilegios.
—¿Qué tal la cena? —me preguntó Feli, poniéndome la cuenta ante los ojos cuando se la pedí.
—Buena, pero os habéis pasado con la pimienta. ¿Cuánto te debo? —le pregunté.
—Míralo tú misma. Ahí tienes la nota —me contestó—. Pero mírala bien, no me haya equivocado.
Y yo, que conocía poco menos que al céntimo lo que podía costar una cena así, en lugar de dejar los tres billetes y aguardar el cambio, me puse las gafas, cogí la nota y leí lo que alguien había escrito debajo de los números. Volví a leer de nuevo los dos renglones y, sin mirar a nadie, le tendí el papel junto con el dinero.
Aguardé que Feli me trajese las vueltas, tanteando con el pulgar la mejilla de Paqui y, al incorporarnos las dos, me quedé rezagada y dejé caer en la oreja de Feli:
—¿Has oído hablar de la Magdalena? Pues recuerda que el mundo está lleno de arrepentidas.
A pesar de haber iniciado mi aventura con tan mal pie, no sabía de qué asombrarme más: si de la discreción con que Feli me había puesto bajo los ojos los orígenes de mi princesa, o de la calma con que yo lo había tomado. Y como estaba segura de que no dejaría pasar la noche sin divulgarlo por la ciudad, su cautela en el restaurante me tenía confusa. Y lo mismo la de su soda, porque eran tal para cual.
Caminamos hacia el parking por unas calles mojadas por la lluvia y, al llegar a la entrada, le dije:
—No has llamado por teléfono.
—Es verdad —me contestó—. Pero con esta noche no creo que vaya nadie.
Ni la noche estaba tan fea, ni a mí me engañó con su supuesto olvido. Y yo, que tampoco me había quitado de la cabeza a las del Acuario mientras estuvimos devorando el filete, recordé de pronto la imagen de Feli hablando por teléfono desde la barra, y su forma de mirar a Paqui ocultándome tras el auricular.
—Llámalas desde casa, si te parece —le dije yo—. Por lo menos que sepan que no te has perdido.
Entré en el coche y abrí la puerta del otro lado. Puse en marcha la radio para seguir pensando y salimos del parking en el momento en que volvía a llover. Si Feli había hablado de mi pareja, lo más probable era que hubiese pasado la descripción y que, habiéndole confirmado su identidad, me la hubiese hecho conocer a espaldas de ella por alguna razón.
Conduje el coche hacia la carretera sin saltarme ningún semáforo y, cuando me situé en la recta, había llegado a la conclusión de que fue el miedo lo que había movido a Feli a actuar así. A nadie nos gusta protagonizar un escándalo y, si a Paqui le habían dado a comer en una de sus mesas antes de hacerlo yo, bien podía ser que la comensala hubiese advertido a Feli que no le convenía que se hiciese público que andaba por la vida engordando culos con billetes de mil. Ni a mí tampoco.
Miré a la ninfa, que no cesaba de palparse el bulto, y la creí capaz de haber puesto el restaurante patas arriba.
—Déjatelo —le dije, poniendo mi mano sobre la suya—. Lo único que vas a conseguir es que te duela.
—Por ahora no noto nada —me dijo ella.
Tampoco a mí me convenía que las dos socias corriesen la voz, y menos aún aparecer como una boba que no sabe con quién se acuesta. Pues una cosa es hacer un regalo, y otro pagar un culo donde todas puedan mojar. Y aunque yo no era más que una mediquilla contratada por un par de seguros, estaba en condiciones de ofrecer a Paqui mejor comida que las del Acuario, con una condición: que cerrase su ventanilla al público. Si en los quince días de baja forzosa la trasladaba de los masajes a la urbanización poco me importarían las reticencias de las dos socias. Todo el mundo tiene derecho a rectificar, y Paqui sólo contaba diecisiete años.
Sonreí, pensando que algo de eso le había dicho al mencionarle la Magdalena, y le apreté la rodilla.
—¿De qué se ríe? —preguntó mirándome.
—No sé —le dije yo—. De la cara que pondrán mis amigas cuando te vean de jardinera.
—¿De jardinera?
—No me hagas caso —le dije yo—. Algunas veces no sé lo que digo.
Quizás atraída por los pinos de la urbanización, la lluvia había caído con más fuerza que en la ciudad. Y cuando rogué a Paqui que bajara del coche para ayudarme, seguía lloviendo. Chapoteamos en el reguero que discurría junto a la tapia, mientras empujábamos la plancha de hierro cuyo riel habían obturado las agujas de pino. Al entrar en casa, parecíamos dos tortugas de mar recién salidas del agua.
—¡Y pensar que hace menos de diez horas estaba regando! —le dije, a modo de disculpa.
Paqui se había echado el jersey por encima, intentando protegerse la herida del rostro, y estaba como yo. Se miró las ropas y los zapatos a la luz del recibidor, y me dijo:
—Y ahora ¿qué me pongo?
Respiré el olor de su cuerpo y el mío. Y aquel aroma de animal mojado despertó en mi memoria el recuerdo de Vicky. Todos los rincones, incluso los más fúnebres, parecieron iluminarse al oírme decir:
—Lo mejor será que te des un baño, mientras busco ropa.
—¿Y qué ropa puedo ponerme yo? —me dijo ella, mirando mi cuerpo.
—No te preocupes, que algo habrá por ahí —le dije. Y cogiéndola del brazo añadí—: Pasa, pasa: no vamos a estar aquí toda la noche como dos tontas.
La empujé al salón y al baño, y encendí la luz desde fuera. Hice a un lado la cortina de la bañera, y le sugerí:
—Pon el tapón y llénala mientras te busco ropa.
Dejé a Paqui frente al espejo, explorándose la mejilla, y fui a revolver cajones en el armario de Vicky.
Sus chaquetas y pantalones colgaban en las perchas como ella las dispuso. Y sus pañuelos, sus calcetines y su ropa interior reposaban en el fondo de los cajones, doblados y ordenados como ella los colocó. Corbatas y cinturones colgaban del larguero. Y al abrir el cajón de abajo, vi los suéters que no quiso llevarse a África. Sonreí pensando en los reproches que hacía en sus cartas, y me apresuré a olvidarlo. Nunca he sido de las que soplan en caldo frío, y quien da lo que tiene no está obligada a más.
Paseé mi mano por las prendas colgadas y me miré en el espejo. El rostro de viuda que me devolvió me hizo cerrar el armario. Sus ropas estarían secas por la mañana, y uno cualquiera de mis albornoces le bastaría para salir del baño.
Y así lo hubiese hecho, porque ceder las ropas de Vicky era poco menos que profanarla, de no haber pensado que ese era el sentido que cabía dar al culo de la bañera. O Paqui me ayudaba a encontrar el pulso de mi vida, o ya podía hacerme el ánimo de seguir arrastrando nostalgias por las habitaciones hasta que me sacasen de una de ellas con los pies por delante.
Así que cerré los ojos a los reproches que me hacía la viuda del espejo, elegí pantalones, un cinturón en la parte alta, un jersey, calzoncillos en los cajones y una camisa que parecía recién planchada, y regresé al sonido del agua que caía en la bañera con murmullos de manantial.
Paqui seguía al borde del lavabo, con la nariz pegada al espejo y el dedo índice con una caperuza de pomada. El ventanal del jardín continuaba abierto. Colgué las ropas en la percha y cerré el grifo de la bañera.
—¿Qué haces ahí sin meterte en el baño? —le pregunté.
Ella se volvió con su dedo pringado y me preguntó:
—¿Cómo es que huele tan mal?
Olfateé el ambiente y atranqué la ventana.
—Es el incinerador municipal —le dije—. No voy a decirte que aquí pueden comerse sopas, pero donde yo entre sígueme que no te ensuciarás —y añadí—: ¿Qué piensas hacer con la pomada?
Ella se miró el pegote que comenzaba a escurrirse y me contestó:
—Ponerme un poco, ¿no?
Me acerqué a su cara y la levanté. La pomada se había embolsado en el borde inferior, dejando al desnudo la parte alta. Restañé la gota de la mejilla, y dije:
—Deja eso para después del baño y límpiate el dedo. Quítate esas ropas antes que te enfríes. ¿O estás esperando que te desnude yo?
Paqui me dio la espalda y se deshizo de la pomada. Yo le saqué los faldones de la camisa y, al darse ella la vuelta, comencé por los botones de abajo.
Fue una lástima que se pusiese a hacer lo mismo con los de arriba, porque de haberme dejado continuar, pronto hubiésemos estado las dos para sumergirnos en la bañera.
Pero su gesto me paralizó. Yo había decidido que nada sucediese sin su voluntad. Ya se lo había dicho la tarde en que me trastocó los músculos, y no pensaba cambiar de actitud.
Así que dejé salir parte del agua mientras se desvestía, y dije:
—Pon agua fría, no vayas a abrasarte. Yo estaré al lado haciendo café.
Me fui a la habitación y me quité las ropas, abrigándome con el albornoz. Encendí fuego en la cocina y puse la cafetera.
En el baño contiguo no se oía una mosca. Y como estaba pendiente de cuanto sucedía, al escuchar el grifo, salí al soportal por la puerta de la cocina.
Las llamas del butano rugían en el calentador. Di dos golpes en el cristal, y dije:
—¡Abre el agua fría!
—Ya he abierto —me respondió su vocecita.
—¡No, mujer, esa es la caliente! —volví a gritarle.
Pensé irrumpir en el baño con el pretexto de su torpeza. Pero las llamas se extinguieron súbitamente, haciendo chirriar la cubierta metálica del calentador.
Detrás de la ventana seguía escuchándose el estrépito del agua. Dirigí mi voz a la sombra rosácea de Paqui, agachada al borde de la bañera, y grité:
—¡Ahora sí!
Aguardé que la cafetera iniciase sus gorgoteos, mirando la sombra que se movía. La cortinilla coloreaba con su rosa fuerte las piernas, los brazos y la cara. Y no dejé de verlos hasta que Paqui los anegó.
Puse la cafetera junto a dos tazas y un azucarero, y me dirigí con la bandeja a mi santuario, empujando la puerta con la rodilla al entrar en él. Hice a un lado el paquete de cartas con el servicio y lo dejé en la mesa. Di la vuelta a los dos sillones y giré el interruptor.
La luz dio de Heno sobre los dos paneles y sobre la cortina que tapaba el tercero. Lo demás permanecía en sombras. Detrás de su metacrilato, los clítoris de militar hacían guiños en blanco y negro. Y los míos a todo color. Había imaginado dos golpes de efecto. Uno era colocar a Paqui ante los dos paneles y encender la luz.
Entorné la puerta y salí al soportal, cuyas tejas rezumaban la lluvia. Un viento cálido barría las nubes del cielo, donde comenzaban a asomar estrellas. Sentí frío en los muslos y pantorrillas. Y al ver que las llamas del calentador volvían a rugir me refugié en la cocina.
Escuché los latigazos de la ducha contra la cortinilla. Y al oír que cesaban los golpes me incorporé. El cuerpo rosa de Paqui estaba en el espejo. Y la toalla, rosa también, se agitaba como bandera. La dejó caer al suelo y vi que se acercaba. Retrocedí cuatro pasos y me volví a sentar.
Aguardé su inmediata aparición fingiendo poner en orden algunos vasos, pero no salió. Los hice chocar mientras se secaba. Pero antes perdí la paciencia que la vi salir.
—¿Has terminado ya? —pregunté, golpeando la puerta.
—¿Sí? —preguntó.
Creí que me invitaba a entrar y abrí la puerta.
Paqui había comenzado por los pantalones, que naturalmente le quedaban cortos.
—Que si has terminado —le repetí.
—Sí, ya estoy —me respondió, acabando de ocultar su pecho bajo la camisa.
—Date prisa, que el café se estará enfriando —le dije yo. Y añadí—: Abre la ventana, que te vas a ahogar.
—¿No me mira esto? —me dijo ella.
—En cuanto se pueda entrar —le contesté—. Tú abre la ventana.
Dejé la puerta sin cerrar y volví al taburete. Al poco apareció ante mí, con los pies desnudos y el jersey en la mano. El agua de la ducha y el calor le habían reblandecido los bordes del pozo.
—Ya está —le dije, guardando la pomada.
Fue al acercarle las zapatillas cuando descubrí que tenía hongos en el empeine. Me asombró mucho no haberle visto aquellos puntos blancos en los masajes, pero no dije nada. Ni yo estaba para detenerme en ellos, ni el asunto lo merecía.
—¿Te duele? —le pregunté, bordeando con el dedo la inflamación.
—No —me contestó.
—Pues vamos a tomar café, que quiero enseñarte algo.
Y la cogí por el hombro.
Volví a entornar la puerta y la situé ante las dos sombras que colgaban de las paredes. Paqui se apretó a mi brazo y me hizo sentir su aliento cuando me preguntó:
—¿Qué va a hacer?
Me alejé de espaldas, asegurándome que no me seguía y, al tiempo que giraba el interruptor, cerré la puerta.
Un torrente de luz inundó desde cuatro puntos la multitud de penes, que saltaron hacia nosotras como seres vivos.
—Caray —dijo ella, cuando se recobró del deslumbramiento.
Paqui se había puesto la mano ante los ojos y, al retirarla, se encontró con las monumentales ampliaciones de Vicky y con las erecciones, más modestas pero a todo color, que les daban réplica desde el otro lado. Y como estaba en el ángulo de los dos paneles, y estos parecían cerrarse sobre ella, retrocedió aturdida hasta que sus piernas tropezaron con la mesa de los cafés haciendo tintinear las cucharillas. Un ruido que pareció devolverle la lucidez, porque se dio la vuelta y dijo:
—¿Qué es eso?
Yo me acerqué entre los dos sillones. Cogí su cabeza con ambas manos y dije:
—Tú sigue mirando, que ya te explicaré.
Le di un leve empujón y me quedé mirándola.
Paqui se cruzó de brazos ante los militares. Pareció estudiar la longitud y el filo de los machetes que tenía ante sí, y alargó un brazo instintivamente. Vi la imagen de su propio rostro ir de un clítoris a otro, como si los besuquease con avidez. Siguió con sus dedos las rectas y curvas que la fascinaban. Paseó la mano por todos los cañones como si quisiera trasponer la barrera de metacrilato. Y, al acercarse a los cincuenta míos, me acerqué yo también.
—¿Qué te parecen? —le pregunté, abrazada a su cintura.
—Es fantástico —me dijo sin volverse—. ¿De quién son?
—Esos de la derecha los fotografió una amiga —le dije. Y apretándole y frotándole una pilila que no daba señales de conmoción, añadí—: Y ese es el mío.
Tiré de la cremallera de sus pantalones y hundí la mano.
—Pues ahora que lo dice, es verdad —me respondió—. Pero con esos colores no parece el mismo.
—Pero lo es —afirmé yo, soltándole el botón de los pantalones.
Me agaché mientras ojeaba glandes y prepucios, y en un momento la tuve en camisa. Y como los faldones le colgaban tanto como a mí el albornoz, le hinqué entre las nalgas el original.
Paqui abrió las piernas al sentir el puntazo y las cerró otra vez empezando a sobar la rosa de fuego que emergía por la otra parte. Yo hice lo mismo con algo que parecía goma de mascar. Y al sentir que los espasmos me llegarían de un momento a otro, me retiré. Ya me había corrido sin darle por el culo, y eso no estaba bien.
—Espera, espera —le dije, apartando la boca que descendía.
Me puse junto a ella. Hundí el dedo en su caca, cerciorándome que no iba a fallar. Volví a limpiarlo en el albornoz, y dije:
—Ven, que voy a enseñarte el infierno por un agujerito.
No sé qué imaginó que quería decirle, porque fue a los sillones y apoyó los codos dándome el trasero. Le solté un cachete en las nalgas y la puse ante el cortinón.
—Ponte aquí y no abras los ojos hasta que te diga —le ordené.
Puse el pie en el interruptor de la estufa Siemens, y una corriente de aire nos lamió las piernas.
—¿Qué ha hecho? —me preguntó.
—Nada —le dije—. Calentarte el cuerpo. Tú cierra los ojos y mira al frente.
Juntó las manos. Orientó la cabeza conforme le pedía. Y al verla con los ojos cerrados tiré del cordón.
Las anillas chirriaron sin que Paqui parpadease. Y unas tras otras aparecieron las imágenes de mi tormento. Y diciéndome que, si la afectaban la mitad que a mí, pronto la tendría temblando como un flan, me puse a su espalda y murmuré:
—Ya puedes mirar.
Paqui abrió los ojos. Los volvió a cerrar. Alargó la cabeza abriéndolos de nuevo. Se fue hacia ellos y retrocedió. Pasó la mano por uno de los glandes. Examinó las llagas de un escroto. Miró hacia lo alto, donde parecían chorrear su lava los cráteres abiertos por la sífilis, y vino hacia mí.
—¿Qué es eso? —me preguntó.
Yo hundí la mano entre los faldones. Y agarrándole un clítoris que el viento de la estufa había caldeado, le contesté:
—Lo que va a ocurrirle a esta lagartija, si no dejas de putear.
Al oír mi respuesta, la colita de Paqui se incrustó en sí misma. Palpé los cascabeles, y se le fueron ingles arriba. Y agarrándola por la cintura, no fueran a doblársele las piernas y se partiera un hueso, le dije:
—Pero conmigo puedes joder tranquila, que este que tengo aquí aún no ha cagado a nadie.
Y diciéndoselo le puse en las manos la misma columna que le iba a clavar. Ella bajó los ojos.
Y sin pararse a ver si lo que yo aseguraba era cierto o no, se desasió del que le apuntaba directamente al pubis, frotándose las manos en la camisa.
—¿Y como sé yo que lo tiene curado? —me preguntó.
—¿Cómo dices? —me asombré yo.
—Sí —dijo ella—. Porque he oído decir que eso no se cura.
—Claro que se cura —le dije yo—. Pero ¿qué tiene que ver conmigo?
Paqui seguía agarrada a los faldones de su camisa, y no los soltó.
—¿No ha dicho que las fotos en color son del suyo? —volvió a preguntar.
—Pero no estas, sino las de allá —le dije. Y agarrándola por el brazo la llevé ante ellas—. ¿Tú crees que se parecen en algo?
Mi clítoris no sólo no tenían ninguna de las llagas, costras y supuraciones que deformaban las otras, sino que la turgencia de su erección contrastaba de tal manera con las arrugas y pliegues de los apestados como si no se tratara del mismo órgano.
Pero a Paqui debieron entrarle por la retina todos a un tiempo, confundiéndosele el sano con los enfermos, las llagas de unos jalonando la erección del otro, o como quiera que fuese, porque se soltó de mí, dejándose caer al suelo, y casi a cuatro patas y enredándose en la estufa, abrió la puerta y me abandonó.
Desconecté la estufa, que bramaba en el suelo, y salí tras ella. Si verla caer me había dejado sin aliento, verla abrir la puerta y salir huyendo acabó con los restos de mi erección. Por lo que avancé por el pasillo con el ánimo de espetarle cualquier barbaridad.
Había decidido ya no quilar con ella en el santuario, si no era su deseo, cuando la encontré de bruces en el inodoro. Urgida por las arcadas, Paqui no había podido encender la luz y estaba en penumbra. Una fuente, aromatizada por las hierbas del stroganov, brotó de su seno para derramarse con ímpetu sobre la porcelana, sin darme tiempo a girar el interruptor. Lo hice así. Y acercándome a ella, conseguí que el agua se llevase tubería abajo aquella metamorfosis del menú de Feli. Le puse la mano en la frente y palpé el sudor frío que la bañaba. Un nuevo temblor le dobló la cintura. Tiré de la cadena, sacando a la cisterna un reguerillo insignificante, y le pregunté:
—¿Qué te ocurre?
Paqui no respondió, y se lavó la cara y la boca.
Volvió precipitadamente al inodoro. Vi que sus pies resbalaban en las gotas del suelo. Y quitándome el albornoz se lo eché por los hombros.
—¿Qué te pasa? —volví a preguntarle.
Ella pareció convencerse de que las arcadas habían concluido y se volvió hacia mí. Tenía los ojos llenos de lágrimas, y gruesas gotas de sudor, o de agua, la mojaban desde la frente al mentón. Cortó un pedazo de papel higiénico y se limpió los labios.
—¿Eh? —insistí, acariciándole la cabeza.
Paqui vio en mi cuerpo algo que la puso peor.
Porque hay erecciones que no llegan oportunamente, y yo había vuelto a empalmar.
—No lo sé —pudo contestar.
—Quizá te haya sentado mal el aperitivo —le dije yo—. O la cena. Vamos a la cama, y te daré algo para el estómago.
Volvió a mirarme. Entrecerró los ojos, que destilaron una materia acuosa, y al abrirlos de nuevo dijo:
—No. Lo que quiero es irme a casa.
—¿A casa? —pregunté yo—. ¿Quieres decir al Acuario?
—Sí —me aseguró, mirando su ropa.
—¿Cómo vas a ir a estas horas?, —le dije yo—. Además, lo más seguro es que no haya nadie. Duerme esta noche aquí, y mañana decidirás.
Paqui había dejado su ropa en la balanza del baño y empezó a recogerla.
—¿Has oído? —le insistí.
—Sí —me respondió—. Ahora llamaré por teléfono y vendrán a por mí.
—¿No te digo que no es nada, y que una infusión te pondrá bien?
—Ya lo sé —me respondió—. Pero quiero irme.
Hizo un paquete con toda su ropa, al que añadió los zapatos, y me tendió el albornoz. Me cubrí aquello que parecía enfermarla y dije:
—Como quieras. Pero no hace falta que llames, que yo misma te llevaré. Y no te pongas ropas mojadas.
Me vestí a toda prisa, saqué los pantalones y el jersey que habían quedado de muestra en el santuario, le tendí una bolsa para meter la ropa con que había salido de su palacio, y la hice subir al coche vestida con lo de Vicky.
—Abre la ventanilla, si te encuentras mal —le dije.
Conduje hasta la ciudad rogando a Dios que no vomitase en la tapicería. Pero preferí ese riesgo a dejar que irrumpiesen en mi jardín las monas de los masajes.