Paqui me telefoneó a casa dos días y algunas horas después que Antonia me condujese junto a Laurita. Y al sonar los primeros timbrazos yo estaba en la bañera pensando en la chica.

Me envolví en la toalla y abandoné la nube de vapor, diciéndome que, si era una de las tres mosconas, buena la llevaba. Yo había roto de una vez por todas con aquellos paquetes de mantequilla y no pensaba volverme atrás.

Porque ya no era Paqui quien ocupaba el lugar de Vicky, sino cualquiera de aquellos culos que se tiraba Antonia siempre que podía. Yo no me tenía por más tonta que ella. Y si Laurita los ponía en trance mientras la jodían, más gusto iba a darles yo con mi dedo que ella con el suyo, pues no conocía a nadie que habiéndolo probado se hubiese vuelto atrás, y sí a muchos que repetían. Para mí era tan buena la cama del burdel como mi propia cama, y allí tendría donde elegir.

En esas estaba cuando fui al salón con los pies descalzos. Era mi forma de andar por casa cuando la estación me lo permitía y me dije al descolgar el teléfono que en la habitación de Laurita no podría hacerlo sin una buena fumigación.

—¿Sí? —pregunté a quien quiera que fuese, dispuesta a decir que no.

—¿Es usted? —me dijo una voz que parecía haberse equivocado.

—¿Y quién es ese usted? —volví a preguntar.

La voz no sonó a ninguna de las que recordaba. Ya estaba por colgar, cuando volvió a decirme:

—¿No es usted quién me dijo que la llamase? Soy Paqui.

Todos los pensamientos que yo tenía se vinieron abajo al oír el nombre. Así que cambié imágenes y tono, sustituyendo el burdel por el cuarto de los masajes y la brusquedad por una voz amable, y dije:

—¿Eres Paqui? Creí que ya no ibas a telefonear.

—Pues la llamé al día siguiente, pero usted no estaba. Yo me lo veo igual, y no sé qué hacer. ¿Cuándo podría verla?

Yo sabía que me estaba mintiendo. Y su disculpa no me disgustó. Si lo que deseaba era quedar bien, no sería yo quien se lo impidiese.

—Es posible, porque no estuve en casa. Un momento —hice como que consultaba mis compromisos, y añadí—: Mira, hoy es jueves y a partir de las siete lo tengo libre. ¿Por qué no pasas por aquí?

—¿Por su casa? —me preguntó.

—No, no. Vé a la clínica. La dirección te la escribí en el papel. Aquí no tengo nada con qué mirarte —le contesté.

—Como usted me dijo que fuese a casa…

—Pues lo entenderías mal. Ven a la clínica, y ya hablaremos.

—Entonces, ¿a las siete?

—Sí, eso es. Llama al timbre que te estaré esperando.

Paquita me respondió con un hasta luego del que perdí las últimas sílabas, y me colgó. Supuse por la hora que alguien estaría reclamando su sesión de masajes y lo comprendí, diciéndome que, si conseguía sacarla de aquel palacio, pronto aprendería a vivir con mayor sosiego.

La mujer que venía ocupándose de la casa desde que Vicky dejó de hacerlo se había ido ya, y me dispuse a prepararlo todo empezando por la bañera. Retiré de esta todo rastro de vello para que Paqui no le hiciese ascos, cambié las toallas por otras secas y me perfumé. Y diciéndome que podía meter las narices donde quisiera, elegí uno de los suéters de la Manoli y me fui a la ciudad. No era mi costumbre comer fuera de casa, de la que salía con el tiempo justo para atender la clínica, y la mujer dejaba en la nevera comida suficiente para tres como yo. Pero el olor de sus guisos se pegaba a la ropa, y no quise entrar en la cocina.

Así que me senté en el restaurante de un par de locas, y respiré un ambiente tan perfumado que se podía etiquetar.

—Chica, lo veo y no lo creo —me dijo una de ellas, sentándose al otro lado de la rosa blanca—. ¿Dónde has dejado a Josi, que vienes sin ella?

Aunque no lo creáis, Feli llevaba smoking y cuello de pajarita, lo mismo que su socia, y ambas habían recibido local y decoración de un industrial que respiraba aires de medio mundo y que rara vez se acostaba con ellas.

—Deja a Josi que vaya por donde quiera —le dije yo—. Al fin y al cabo no somos siamesas.

—¡No irás a decirme que habéis terminado! —me dijo ella, intentando abrir muchísimo los ojos.

—Eso el tiempo dirá —le contesté.

—¡Uy, uy, uy! ¡Pero qué mal os veo! ¡Qué mal! ¡Con las veces que hemos dicho que erais la pareja ideal! —me dijo, haciendo a un lado la flor.

—Ni que hubiese sido Josi mi primer amor —le dije.

—No seguirás pensando en Víctor, ¿verdad? ¡A ver si lo que tienes es nostalgia, y nos estás engañando a todas! —me dijo ella.

—¿Y qué, si la tuviese? Yo a nadie obligo a venir conmigo, ni hago promesas que no vaya a cumplir. Y tráeme el menú, que tengo prisa.

Si cuando Vicky me reprochó en sus cartas el que fuera por ahí ofreciendo fortunas hubiera conocido las mañas de Feli, no habría escrito así. A mí de esos reproches podía hacerme pocos. Y comparada con ella, ninguno.

—¿Desde cuándo necesitas conocer el menú? —me preguntó.

—Pues, mira, desde hoy —le contesté.

—¿Ya has dejado las sopas y los pescados de tu dieta? ¡Cuándo se lo diga a Josi no se lo va a creer! —me dijo, alargándome el menú de la mesa contigua.

Abrí el cartapacio por la mitad. Y antes de ensimismarme en su lectura le dije:

—A ver si crees que tengo que dar cuentas a nadie de lo que como.

—¡Bien que le exigías a ella que tuviese cuidado! ¿O ya no te acuerdas? —me dijo, haciendo señas a su socia.

—Anda —dije a la recién llegada—, tráeme almejas y un entrecot. Y llévatela de aquí, que me está dando la tarde.

Ella anotó en su libreta por formulismo, y me preguntó:

—¿Agua mineral?

—No. Una botella de vino, fresas con nata y café —le dije, cerrando el menú.

—¿Todo para ti? —dijo Feli, llevándose la flor—. ¿No tienes miedo que te dé el infarto?

—No, si Dios quiere. Ojalá tuviese el clítoris como el estómago —le contesté.

Salí del restaurante como lo calculé: con el rostro encendido y con tantas reservas en el estómago como si fuese a enfrentarme con las cumbres del Everest. Con la carne y el vino que llevaba dentro incluso mi cuerpo parecía más joven. Y desde luego mucho más potente.

Anduve a paso lento el kilómetro largo. Y al llegar a la clínica me tragué un analgésico. A consecuencia del paseo, o de la comida, notaba en las sienes un par de martillos. Pero en modo alguno me sentía enferma.

Durante las dos horas que duró la consulta diagnostiqué chancros y psoriasis y alguna dermatitis en ingles y axilas, de las que me lavé cuidadosamente. De las aprensiones que había padecido no quedaba rastro, a excepción de su triste recuerdo. Así que, al restregarme con jabón y cepillo, yo sólo pensaba en lo de después. A mí me bastaba un simple catarro para ocultarme de las demás, y nunca he tocado ni besado a nadie con la ligereza que he visto en otras. Yo no me hubiese atrevido a pasarle a Paqui las manos por la cara sabiéndolas sucias. Y no tenía muy seguro que fuese capaz de hacerlo pese a los restregones que les prodigué. Ya creo haberos dicho que pocas cosas me gustaban tanto como dejar que Vicky jugase con mis pies, y también el cuidado que yo ponía en dejárselos cerca sin ningún reparo.

A las seis y media receté una pomada al último glande que cayó en mis manos y llamé a la enfermera.

—¿Queda alguien por visitar? —le pregunté.

—No. Había dos más, pero no han venido —me respondió.

—Entonces, puede marcharse —le dije—. De las luces ya me encargo yo. Ha venido un enfermo sin boletín. ¿Se lo ha dicho usted?

—Sí —me dijo ella.

—Pues pásemelo mañana, en cuanto lo traiga, o no nos pagarán. Buenas tardes —le dije, poniéndome a revolver papeles.

—¿No quiere que le ayude con las fichas? —me preguntó.

Era su trabajo de todos los días, y casi su única justificación. Pero esa tarde la privé de ella.

—No se preocupe, ya las ordenaré —le dije—. De todas maneras tenía que quedarme. Hasta mañana.

Oí sus pasos en el corredor, y el ruido del cerrojo y el portazo, quince minutos antes de las siete.

Aguardé la aparición de Paqui moviendo papeles durante diez minutos. Y cuando creí haber hecho lo suficiente, me incorporé.

Un conductor maniobraba con su vehículo entre otros dos. Y en ese momento llamaron a la puerta. Me restregué el sudor de las manos en la bata, encendí la luz del pasillo iluminando las cerámicas de las paredes, los cuadros y las salas de espera, y al llegar al recibidor prendí la luz sobre el paisaje al óleo. Eché un vistazo. Volví a secarme las manos y abrí la puerta.

Paqui se había echado por encima el jersey, anudando las mangas, y sus rizos parecían de laca. Había levantado el brazo para tocar el timbre, y al verme lo bajó.

—¿Cómo estás? —le dije, cogiendo casi al vuelo la mano que descendía.

La arranqué del rellano de la escalera, y cerré la puerta.

—Creí que no había nadie —me dijo ella—. Le he preguntado al portero y me ha dicho que no sabía.

Yo le solté la mano. Y poniéndole la mía en el hombro izquierdo le dije:

—¿Cómo no iba a estar, habiendo quedado contigo?

Me puse junto a ella, tras hacernos un pequeño lío, e hicimos juntas, y casi abrazadas, el camino del corredor. Yo estaba orgullosa de todas las piezas, pero ella no se detuvo ante ninguna. Miré de reojo su pantalón, y dejé de hacerle cualquier reproche.

—¡Qué pasillo tan largo! —comentó, estrechándose contra mí para que su hombro derecho no derribase nada.

La coloqué un poco delante, sin que pareciese que caminaba tras ella, y le dije:

—Veintidós metros. Así que quien llama ha de tener paciencia.

—Yo sólo lo he hecho una vez —me aseguró.

La apreté un poco más al pasar por la puerta de mi despacho, y cerré al entrar. Tras la soledad que habíamos dejado a nuestras espaldas, a Paqui debió parecerle que la introducía en el sepulcro de la pirámide. Y lo primero que alcanzó a ver no pareció confortarle el ánimo. Porque, señalando las tres calaveras que yo guardaba bajo cristal, me dijo:

—¿Qué es eso?

—Un regalo —le dije. Y sonriendo, añadí—: Pero no te preocupes, que están muertos.

Ella sonrió también. Y sin mirar las docenas de libros que ocupaban los estantes, encima de los huesos, me preguntó:

—¿Aquí es dónde ve a sus enfermos?

—No —le respondí—. Aquí sólo pasan los que tienen prisa.

Paqui miró la bata de la enfermera, y los zapatos al pie de la percha, y dijo:

—¿Trabaja alguien con usted?

—Claro —le dije yo—. Una chica. Hace quince minutos que se ha marchado, y hasta mañana no volverá.

—¿Y por qué una chica? —volvió a preguntar.

—Porque no quiero mezclar el trabajo con el placer —le respondí, recordando las veces que Vicky me reclamó el puesto.

El timbre de la puerta me hizo enmudecer, cuando me disponía a soltar mis ideas sobre el asunto, quedándonos en silencio. Paqui bajó la vista, tal vez creyendo que iba a dejarla sola. Al sonar el timbre por segunda vez, me preguntó:

—¿No abre?

Pensé en los enfermos rezagados, y dije:

—Ya se cansarán. Estas no son horas de venir a la consulta.

El despacho de la enfermera, o más bien de mi archivadora y bibliotecaria, pues de medicina sabía tanto como yo de música, comunicaba directamente con mi consulta a través de una puerta. Y por ella pasamos Paquita y yo.

Visto desde la entrada, mi lugar de trabajo tenía más aspecto de quirófano que de cualquier cosa, con su sillón metálico abatible, la cama donde tendía a los enfermos, y un potro tan articulado como si fuese a quebrar los huesos de quien subiera a él. La mesa de caoba, el sillón giratorio y los estantes de libros estaban a la izquierda, y sólo se veían inmediatamente cuando se llegaba por el corredor.

Paqui se acercó a la vitrina, detrás de cuyos cristales conservaba yo más instrumental del que necesitaría el servicio de urgencias de un hospital, y me dijo:

—Todo esto no será para mí, ¿verdad?

Dejé por unos instantes que se mortificara. Y en lugar de respuesta, di un golpe al sillón y dije: ¿Aún no lo he visto, y ya quieres saber lo que voy a hacerte?

—Mire que yo no he ido ni aun al dentista —me advirtió.

Dejé que volara su imaginación, y dije:

—Siéntate, y no te preocupes, que en esta clínica aún no he matado a nadie.

Para verle la verruga yo necesitaba tanto sentarla al sillón como la luz de la lámpara que le enfoqué en el rostro. Pero, de haber tenido la mínima excusa para hacerle probar los hierros del potro, la hubiese sentado en él.

Ella crispó la cara bajo la luz y cerró los ojos. Le estiré la piel. Le rocé la verruga. Se la apreté.

Y cuando me pareció oportuno, le dije:

—Eso lo quitamos ahora mismo con el bisturí. Levántate, que no tardaremos ni media hora.

Apagué la luz para que pudiese abrir los ojos. Levanté el sillón, y le di unos golpecitos en el hombro.

—Entonces, ¿es verdad que hay que cortarlo? —me preguntó, sin el menor asomo de abandonar el asiento.

—Yo no he dicho que haya que cortar —le dije—. Lo que voy a hacer es quemarlo. Si lo que te da miedo es la sangre, te aseguro que no saldrá ni gota.

—A mí me da miedo todo. La última vez que me pusieron una inyección le rompí la aguja al practicante —me respondió.

Yo tenía para ella otros planes, y en ninguno entraba su pasado. Así que diciéndome que de allí a la noche ocasión tendría de acobardarla más, le apreté el brazo con resolución y, tirando de ella, le dije:

—Anda, baja de ahí y tiéndete en la cama. Y no seas miedosa. Pórtate bien, y esta noche cenaremos juntas.

—Sí, para cenas estaré yo —me dijo, levantándose.

Yo extendí la sábana y ordené con mayor gravedad:

—Desnúdate el pecho y acuéstate.

Dejó suéter y camisa sobre el sillón y tendió a lo largo su adolescencia. Y como yo sabía que debajo de los pantalones no tenía más vello, me dio la impresión de habérmelas con una pajarita de aguas antes de echar las plumas.

—Coge esto —le dije, tendiéndole la pastilla de plomo.

Paqui se la apoyó en el pecho, y miró con aires de alelada la jeringuilla.

—¿Qué va a hacer? —me preguntó.

—Anestesiarte —le contesté. Hice salir un par de gotas por la aguja, y añadí—: Anda, cierra los ojos y ya te diré cuándo tienes que abrirlos.

Clavé la aguja y apreté el émbolo con lentitud. Diez minutos más tarde me aproximé a aquel rostro que parecía de cera y le apliqué el bisturí. La carne chisporroteó, desprendiendo volutas de humo sobre los rictus y muecas de Paqui. Desprendí las partes quemadas con el punzón, y penetré en la carne hasta verla limpia.

—Te he hecho un buen boquete —le dije, al concluir.

—¿Me quedará cicatriz? —me preguntó, abriendo los ojos al sentir la pomada.

—Ponte esta pomada todos los días —le dije, mostrándole el tubo—, y no te preocupes. En cuanto cicatrice y te dé el sol nadie lo notará.

Dejé que Paqui saliera del susto sentándola en mi sillón y borré el olor de asado abriendo la ventana. Puse todo en su sitio para evitar deducciones de la enfermera y, cuando creí tenerlo en orden, le tendí la camisa y el jersey. Y como la vi bañada en sudor le dije que se abrigase.

Pese a que ella me pidió un espejo, no se lo di. Las había visto más valientes perder la cabeza, y lo de Paqui no tenía mejor aspecto. El pozo abierto por el bisturí se había tragado doble pomada de la normal, escurriéndose mejilla abajo sobre la hinchazón, y el párpado le cerraba el ojo casi por completo.

—¿Te duele? —le pregunté.

Ella se llevó la mano a la mejilla, y la detuvo a un centímetro.

—No —me dijo—. Lo que noto es un peso muy grande.

—Eso es la Novocaína —le dije, cogiéndole la cara con ambas manos.

Me devolvió el beso que le di en la boca con menos energía que voluntad, y me preguntó:

—Y, ¿qué ocurrirá cuando pase el efecto de la anestesia?

—Pues no ocurrirá nada —la calmé—. Porque, como entonces estarás conmigo, ya te daré un remedio.

No sé si por Paqui habría pasado en algún momento la idea de decirme adiós al salir de la clínica, porque me preguntó:

—¿Usted cree que me dolerá?

—Mujer —le respondí—, el agujero que llevas no se lo hemos hecho a la pared —y viendo que mi reflexión iba por buen camino, añadí—: Ahora vamos a cenar juntas, y más tarde veremos. No creo que surjan complicaciones, pero en casa tengo lo indispensable, y una cama no te faltará.

Volvió a llevarse la mano a la cara, y fue entonces cuando me pidió el espejo.

—No estás tú ahora para ponerte delante de un espejo —le contesté—. Deja que pasen diez días, y olvídate.

—¡Diez días! —exclamó—. ¡Cuándo lo sepan las del Acuario me matan! Yo que les he dicho que sólo iba a que me lo viese…

—Pues eso se arregla muy fácilmente —le dije—. Te despides de los masajes durante quince días, y te vienes a vivir conmigo todo ese tiempo.

Le di la espalda, dejando que entrase en su cabeza mi proposición, y la invité a seguirme desde la puerta.

El ascensor bajaba de vacío. Dejé pasar a Paqui y me puse a su lado.

Descendimos uno tras otro los cuatro pisos mirando las paredes del artilugio. Y al salir tropezamos con la cara de una mujer y los hocicos de un perro.

—Perdone —les dije yo, haciéndome a un lado.

La mujer no contestó. Paqui salió detrás. Y mientras caminábamos por el suelo de mármol oímos las ruedas del carrito y el estrépito con que la vecina cerraba el ascensor.

Pasamos junto al portero, que estaba en el umbral hablando con otro, y le saludé. Yo llevaba veinticinco años ejerciendo la medicina en aquella casa, y de todos sus moradores sólo sabía que este practicaba el celestineo con hombres y mujeres de la misma calle. Con el resto de los vecinos sólo había cruzado saludos corteses, y débiles sonrisas con los muchachos, a algunos de los cuales estuve espiando de piso a piso, viéndoles crecer hasta que se mudaron.

Anduvimos algunos metros. Y cuando los perdí de vista, hice parar un taxi. Nunca me había importado dejarme ver con Vicky. Pero de aquello hacía ya la friolera de veinte años, y no quería llamar la atención.

Di la dirección del restaurante y puse mi mano en el muslo de Paqui.

—¿Adónde vamos? —me preguntó.

—Ya te he dicho que, si te portabas bien, te invitaría a cenar —le contesté.

—Pero en el Acuario me estarán esperando… —me advirtió.

—No creo que a estas horas haya mucha gente con ganas de masajes —le dije yo.

Ella me miró con su ojo más abierto, y retiré la mano. Si lo que esperaba eran seis billetes, debía tener cuidado con mis galanteos.

—A estas horas, no —me dijo—. Pero siempre hay quien cae, después de cenar.

—Pues haz una cosa —se me ocurrió—. Llamas por teléfono desde el restaurante. Y si hay alguien preguntando por ti, te vas.

Ahora que sabía cuánto esperar de mí, tampoco era cuestión de enfriarle el ánimo haciéndole creer que eran los ascos a su pomada lo que me hacía hablarle así. La verdad es que su cara no tenía muy buen aspecto, y que esa noche ni siquiera el jorobado de Notre–Dame se hubiese dejado masajear por ella.

Paqui debió comprenderlo tan bien como yo, porque me dijo:

—Sí, ¿adónde voy yo con esta cara? ¡Cualquiera se mete en la bañera conmigo!

Imaginé el efecto del agua caliente sobre la pomada, y asentí.

—Ya sé lo que quieres decir, pero a mí no me importaría —le dije.

—Usted porque sabe que no es un mal malo —me dijo ella—. ¿Pero, a quién le digo yo que es una verruga?

Le di dos golpecitos en el muslo y le dije que no se atormentara.

—Ya se encargarán de atormentarme las otras, no se preocupe —me respondió.

Lo de tomarse unas vacaciones de quince días viviendo conmigo, no lo repetí. Aquella ninfa estaba tan inútil para su trabajo que, si las del Acuario no querían darle comida gratis, tendrían que cedérmela. Al menos hasta ponerse de mejor ver.