Yo no quería acompañarla a semejante sitio, pero tanto insistió que no pude negarme. No digo que no hubiese placeres en aquel lugar dignos de ser contados. Pero estaba tan lejos de mi imaginación que yo pudiese saborearlos como pensar que Antonia los tendría con su mujer. Lo que puedo deciros es que no hubiese caminado sola por aquellas calles, como venía haciéndolo ella, y que su atrevimiento le hizo ganar mi estima. De ser la marica tonta y sin ningún valor que todas conocíamos se transformó en una aventurera de lo más excitante. Así que, al dejar al chico narrándole a su madre la operación, y antes que me echara el Tarot del que nada bueno iba a sacar, atravesé con Antonia las cuatro callejas y la avenida y me hundí en el foco de la infección con la certeza de no ser la misma al salir de él. Yo soy asquerosa de nacimiento. Así me parieron, y así moriré.
El malestar que me producían aquellas casas, cuyas habitaciones nadie ventilaría entre polvo y polvo, sólo era comparable con el que me daba pisar sus calles o rozarme con la mugre de sus paredes. Y si creéis que exagero, seguidme una tarde y lo comprobaréis.
Quizá penséis que Antonia sólo la clavaba donde huele mal. Ya en una ocasión le había dicho a Vicky que sólo los soldados le olían a hombre, y ya sabéis en qué cloaca se hizo operar. Pero si era también mi opinión, a medida que las casas perdían color y las calles se hacían más húmedas y negras, pronto iban a sacarme de ella las mañas de aquella zorra, y por donde menos podía esperarlo. Porque no solamente caminábamos hacia la enfermedad, sino que en aquel criadero no había más que almejas con las que quilar, y de las más sabrosas. Y si no la creía capaz de clavarlo en el chocho de una princesa, mucho menos en el de una puta.
El vientre de la primera que vimos debía estar en su décimo mes, lo cual no le impedía mantenerse firme. Llevaba zapatillas de paño, aunque en chancla porque los pies no le cabían dentro, y un vestido de raso tan ceñido al cuerpo que el punto del ombligo parecía un botón. Yo pasé junto a ella con la vista baja, y del escalofrío que me dio pensar que tuviesen el capricho de regar con semen las narices de la criatura que estaba gestando me fui a la otra acera.
—Mira —me dijo Antonia, señalándome el primer balcón—, ahí me operaron a mí.
Yo no le dije nada, pues si la suerte la favoreció y seguía teniendo con qué follar, no era cosa de ponerle mal cuerpo. Ahora bien: puedo aseguraros que se jugó el mango de los cascabeles con todas las de perderlo, puesto que el cartel anunciaba que la especialidad de la casa eran las venéreas.
El cuerpo de otra mujer obstruía la acera, y bajé a la calzada. Se había sentado en una silla de anea, y sus carnes flotaban a uno y otro lado de las cuatro patas como dos cortinones. Llevaba un vestido rojo, aunque no tanto como los labios y las mejillas, y los dos cetáceos que tenía por pechos nadaban garganta arriba como si quisieran salirse del escote. Si bien no era calva, saqué la conclusión de que no tardaría en serlo.
—¿Y a estas quién se las folla? —pregunté a mi amiga.
—¿Quién se las folla? Quien tenga ganas —me respondió.
Había metido la cabeza por una puerta sobre la que leí la palabra Bar, y no me dio más respuesta. Yo tampoco la necesitaba. Me asomé por detrás de su hombro. Y entre brumas de color rosa vi un cuerpo de mujer acodado en el mostrador. Detrás había un espejo con botellas de marca, y delante las piernas de otra con tacones altos. La luz roja les amanecía desde dos farolillos con los cristales pintados de ese color. El suelo del local era más bajo que el de la calle, por lo que las bacterias que anidaran en él tendrían que pegar un salto para salir afuera. Me dije a mí misma que mejor que allí no estarían en ninguna parte, y le pregunté:
—¿Qué es esto?
—Un bar. Pero no está la que busco —me dijo.
Y yo, que había empezado a alejar mi cuerpo de aquel contagio, le volví a preguntar:
—¿Pero es que buscas a una mujer?
—Tú calla, y ya verás —me contestó.
Lo que vi en la próxima esquina fue otro bar, con más aspecto de lechería que de prostíbulo, y a la chica que mordisqueaba semillas de girasol sentada en el umbral. El bar tenía puerta a una y otra calle, y las dos estaban de par en par. En el interior no había nadie, y la muchacha leía su novela entre bocado y bocado. Si se ganaba la vida poniendo el mejillón, no lo daba a entender. A nosotras ni nos miró. Por cuanto vi de su cara no le eché más de veinte años. Era lo más potable que llevábamos visto, y por un momento temí que Antonia hablase con ella. Pero no lo hizo, y pasamos de largo dejando un jardincillo a nuestra izquierda, detrás de unas verjas de hierro por las que asomaba un jazminero. A mí me hubiese gustado ser como él y respirar como la planta. Pero cada cual es como es, y yo no las tenía todas conmigo.
Otra mujer joven, con la cabeza vacilante y los ojos cerrados, se apoyaba en una canalera que había criado ortigas a la altura del cuarto piso. De todos los seres que vi esa tarde aguantándose en pie, el más enfermo fue aquella chica. La piel de los tobillos y de las manos se veía traslúcida a consecuencia de la hinchazón. Y no la creí capaz de abrir los ojos ni ante un billete de mil. Dio dos pasos de través, y volvió a apuntalar el hombro en la canalera. Creí que nadie acudiría a preguntarle nada, aunque la viesen muerta, y se lo dije a Antonia.
—Pues tenías que haberla visto hace un año —me contestó—. Entonces trabajaba más que ninguna. A mí me ha hecho pasar muy buenos ratos.
—Eso lo dirás en broma —le dije yo.
—¿En broma? —me dijo ella—. Espera un poco, y ya me contestarás.
Qué queréis que os diga. Nadie en su sano juicio se metería allí, y Antonia no era ninguna idiota. Si ella se lo pasaba en grande no sería mojándose el clítoris en ningún chocho, y detrás de eso iba yo.
La calle donde entramos tenía más de salón que de vía urbana. Puede que midiera cuarenta metros, pero tan atiborrados de gente y luminosos que no los parecía. En las puertas de los bares y en los portales dos hileras de putas lucían sus carnes ante los hombres que las miraban. Y como estos iban por la calzada, aquella separación de sexos no sólo me chocó sino que me hizo pensar que tal vez Antonia la iba buscando. Porque entre las dos aceras había pollas para todos los gustos, y a punto de gotear.
Dejé que mi amiga se mezclase con ellas y me recosté en la esquina. A mitad de la calle se perdió entre el gentío que sudaba semen y dejé de verla.
Una hembra de pelo oscuro surgió de un semisótano vestida de blanco y encendió un cigarrillo. Tenía las piernas de color ceniza, con una mancha de nacimiento en la pantorrilla, y llevaba zapatos negros con tacones tan altos que le quebraban el hueso de los tobillos cada vez que se meneaba. Las bragas eran negras también y le clareaban bajo el vestido, cuya falda apenas le cubría un tercio de las nalgas cayendo sobre los muslos los cuatro flecos que le colgaban. Y como ella los hacía bailar moviendo el culo, los estuve mirando hasta que un ciego pasó junto a mí pregonando su mercancía:
—¡La rata! ¡La muerte! ¡Arriba y abajo! ¡La ejcalera y el pejcáo! ¡Yevo loj premio para hoy!
Seguí mirándolo mientras se abría paso con su bastón, y vi llegar a Antonia.
—Debe estar de faena —me dijo, poniéndose a mi lado.
—¿Pero vas en serio? —le dije yo.
—¿Que si voy en serio? Y tú también, cuando lo pruebes. No te muevas de aquí, y espérame —me contestó.
En eso se acercó la del vestido blanco y me sonrió. Tenía una costra seca en los labios y se había pintado un lunar en la mejilla derecha.
—¿Qué? —me dijo, dejando de sonreír—. ¿Cómo estás?
—Bien —le dije yo, sin descruzarme de brazos.
—¿Estás bien? —volvió a preguntarme.
Yo estaba subida a la acera, con sus pechos debajo de mi cara, y no aparté mis ojos de los suyos en ningún momento.
—Sí —le confirmé.
—¿No quieres que pasemos un buen rato? —me dijo entonces.
—No, no. Gracias —le dije yo.
—Bueno, pues otra vez será.
Ya se marchaba cuando Antonia le dijo:
—¿Ya no te acuerdas de mí, ni de lo que me debes?
—Claro que me acuerdo —le dijo ella—. Cuando quieras te lo cobras en carne. Pero de la mía, que estoy hasta el coño de tus numeritos.
La verdad es que Antonia se hacía valer lo que una colilla. Al revés que yo.
No hay clítoris casado por la Iglesia que no acabe dando la vuelta a su partener. Y el de mi amiga lo estaba. Así que, al decirle aquel pendón lo que acabáis de oír, comprendí que Antonia había ido a procurarse un ano donde menos pudiesen sospechar de ella. Y las pocas esperanzas que aún mantenía de darle por el culo a algún cachondo se me vinieron abajo. Puesto que Antonia no parecía querer aprovechar la plétora de semen de aquel gentío, a mí se me cayó el alma a los pies. Porque hay culos, y culos. Y yo no podía cerrar los ojos ante el de una mujer. Y menos todavía en semejante sitio.
Yo seguía temiéndole a la sífilis casi lo mismo que al ponerme en cura, y tanto las caras como los cuerpos que veía allí no me tranquilizaban en absoluto. Y si ya dudaba que tuviese estómago para tirarme a uno de aquellos devoradores de mejillón, para qué deciros lo que opinaba de las idas y venidas de Antonia al portal de la prójima, a la que hacía depositaría de cuantos gonococos pudieran existir. Por lo que, viendo que no cejaba en su idea, dejé que se alejase lo suficiente la del vestido blanco y le dije:
—Pero ¿tú sabes lo que estás haciendo? De aquí lo único que puedes sacar es un chancro para toda la vida.
Ella sonrió, sin dejar de cubrir con sus ojos el portal de marras, y me dijo:
—Sí que estás equivocada. ¿Tú no sabes que no hay sitio más seguro para quilar?
—¿No creerás eso que dicen de la inspección médica, verdad? Además —le previne—, que a mí no me haces joder con estas ni con ninguna.
Y entonces me dijo algo que cuadraba muy bien con la ignorancia que yo le atribuía:
—¿Y por qué no he de creer que las controlan, como dicen ellas?
—Porque, aunque haya sido verdad alguna vez, que ahora no lo es, podían encontrarse bien en un momento y al minuto estar cagadas —le aclaré.
—Y eso ¿por qué? —me preguntó.
—Parece mentira que alguien como tú sea tan ignorante —le dije—. ¿Tú no sabes que, si el que las jode, tiene una mierda se la pasa a ellas y ya está? ¿O les hacen un control entre polvo y polvo?
—¡Ja, ja! —rio ella—. ¡Mucho que me importa a mí!
—Pues a mí sí. De manera que ya nos podemos ir.
Hice ademán. Pero me retuvo por el brazo y dijo:
—¿Qué prisa tienes? Espérame aquí, y sabrás lo que es bueno.
Volvió a dejarme sola y se perdió entre aquellos salidos rumbo al portal, quedándome en la esquina como un espantapájaros. La verdad es que yo me sentía de lo más estúpida y sin saber qué actitud tomar.
Bajé la vista de los balcones al ciego, quien regresaba tentando los culos con su bastón. Y de él a la puta que salió a su encuentro.
—¿Yevas la rata? Estoy tol día detrás dese número sin poderlo encontrar.
El ciego le tendió una de las tiras que llevaba en la mano. Su boca era redonda, y tan pintada como un bote de Titán recién abierto. Llevaba pantalón corto, una blusa que le dejaba al aire lo más airoso de sus dos pechugas y un chicle en la boca con el que insinuaba no supe qué delicias a quienes se atrevían a mirarla, que no eran todos. A pesar de haberle abovedado el vientre los continuos polvos, no creí que tuviese más de veinticinco años.
Ya empezaba a tomarla por loca, cuando vi al que hablaba con mi amiga. Era un chico más alto que ella, con una cazadora de cuero echada por el hombro y cara de caballo. Ni eso, ni su labio inferior blando y descolgado parecían molestar a Antonia, que hablaba con él animadamente. Era el primer hombre que cruzaba su vida con las nuestras. Pero su estampa no me consoló.
Vi regresar a Antonia, tras despedir al otro con palmaditas en la cazadora. Y ya le estaba preparando un rotundo no cuando empezó a contarme los milagros del que llamaba Julio, desde que se la chupara en los recreativos. Porque Julio había sido uno de aquellos dos que la habían hipnotizado en el retrete hasta que Conchita llevó al local un ángel custodio. Desde entonces al día que volvieron a verse transcurrieron seis años. Y ya llevaban dos ayudándose con sus conocimientos.
Antonia me contó haber ido a la playa con cierta amiga a ver las últimas vergas de la temporada y que se sentaron en el merendero frente a una mesa y un par de cervezas, bajo el sol de septiembre. La amiga de Antonia usaba muleta. Lo que no le impedía ser la primera en sentarse al sol no bien empezaba el verano, por lo que tenía el cuerpo como un tizón.
Una vez sentadas, la coja se desprendió del zapato de su único pie, hizo lo propio con el calcetín, extendió la pierna sobre la silla y se embadurnó los pelos con crema blanca. Cuando logró que la piel le brillara por sí y por la que había perdido al otro lado, se esparció la crema por vientre y pecho, sin quitarse la camiseta, encendió un cigarrillo y entornó los ojos. Y así estuvieron, Antonia mirando al mar y la otra bronceándose, hasta que oyeron decir a sus espaldas:
—Canaria, que llevo la suerte. Cómprame un décimo.
La Canaria, pues era de las Islas, abrió los ojos y dijo:
—Anda, Bartolo, olvídame que ya juego tres mil pesetas.
—Pero no del mío, que es el Gordo.
Antonia se volvió. Y al mirar al llamado Bartolo vio que no era otro que el mismísimo Julio de los recreativos.
—Que no, Bartolo, que eres un cenizo —siguió diciéndole la Canaria.
De momento mi amiga no le dijo nada. Aún le dolían las tomaduras de pelo, y lo dejó marchar. Y es muy probable que para siempre, si la Canaria no hubiese dicho:
—Ven acá y corta dos estampas aunque me arruine.
—Ya has picado, ¿eh? —dijo Julio, volviendo.
—Ya he picáo, sí. ¿Por qué leches me lo has tenío que enseñar? —y, volviéndose a Antonia, añadió—: Tú, alcánzame los pantalones, que le pague a este.
Los pantalones de la coja habían quedado encima de la mesa, y Antonia se los tendió por la pernera que no estaba doblada con imperdibles. Al hacerlo, volvió a mirar a Julio, y este la miró también.
—¿No te acuerdas de mí? —le preguntó.
—Claro que me acuerdo —contestó Julio.
Para otra que no fuese Antonia, la vida de Julio no le hubiese parecido digna de mención. Pero mi amiga andaba siempre buscando algún provecho, y se la hizo contar.
Desde que la firmeza de Conchita se atravesó entre ellos, el cuerpo de Julio había rondado dos veces el reformatorio y cuatro la cárcel. La última de ellas largándose de casa cuando la policía lo esperaba a la puerta en compañía de la denunciante, con el contenido de cuyo bolso pudo vivir la siguiente semana, pasándola oculto en la misma pensión donde ahora trabajaban para él. Porque si Julio ofrecía el Gordo no lo hacía sólo para comer.
La furcia que guardaba las llaves de su madriguera, en la que no tuvo habitación segura hasta que su lengua se la hizo ganar, le tomó tal cariño en los siete días que duró el dinero que, al acabarse este, le propuso tenerlo a mesa y mantel. Nadie olvidaba en el barrio que había gozado los favores de un perrillo faldero mientras le vivió, y echarse a cuatro patas haciendo guau–guau no era el porvenir que Julio soñaba. Por lo que, si la necesidad en que se veía le hizo doblar, poco a poco se fue incorporando hasta dejarse practicar el francés. Había empezado siendo el hazmerreír del barrio, y antes de seis meses tenía el sudor de tres chochos llenándole los bolsillos.
Nadie sabía qué le encontraban para dejarse dominar por él, ni cómo lo hacía. A la naturaleza bien poco debía. Y como las drogas lo tenían desmejorado, Julio no podía ponerse delante de quien tuviese ojos, ni levantar un grillo. De todos los macarras que echaban cuentas en los portales, el menos indicado para vivir del coño era él. Pero sus chicas estaban tan ciegas de drogas que les venía justo subir la escalera. Y ese era el secreto de Julio, y la razón de su Lotería.
Si Julio hubiese sido más ambicioso, en vez de pasearse en velomotor lo habría hecho en coche. Pero, no creyéndose apto para empresas mayores, nunca puso los ojos en los bombones que veía en la arena, sino en las medianías. A él le bastaba una cara joven y unas piernas con carne. Y primero ofreciendo la suerte, y después un cigarrillo de marihuana, raro era el estío que no hacía derivar alguna chavala rumbo a la pensión. Ese fue el trato con su fulana: primero en su casa, a cinco mil el polvo, y después al portal. Un convenio que creyó muy justo, pese a que de los beneficios de ese primer año tocaba muy poco.
Era justo porque, sin pasar por ello, su oficio de macarra se hubiera quedado en ciernes, y él condenado a hacer con la vieja el sesenta y nueve. Y era también muy puesto en razón, como asesoró la vieja, porque no podía caber en caletre humano que un chocho más o menos virgen consintiera en hacer la calle así como así. Primero en la pensión, y con ciertos clientes, y luego a la calle y con quien fuera. Llegaban ellas con demasiados humos para dejarse comer el coño por cualquier maloliente que las solicitara.
Laurita tenía diecisiete años, la cabeza llena de pájaros y algunas piedras del río de su pueblo por todo bagaje cerebral, cuando la conoció Julio y se la llevó de la playa prendida en el extremo de un cigarrillo que debía contener algo más que yerba, puesto que tuvo que subirla al taxi y a la pensión poco menos que en brazos.
Dos años antes el pelo de la chica le colgaba negro y sedoso por mitad de la espalda, y no había piernas en todo el pueblo que pasearan mejor y más veces la discoteca. Y como la música llegaba con aires de ciudad y ella contaba con la admiración de todas las pollitas que la cortejaban, pronto se dio a soñar fantasías que ni entraban por la puerta de su término municipal ni tenían cabida en él. De la casa del padre —la madre había muerto— a la ciudad de sus sueños sólo había cuarenta kilómetros. Y Laurita los recorrió por etapas en los asientos de los coches que la arrastraban de baile en baile los fines de semana. Así que, al llegar a la gran discoteca un año después, ya se había dejado la virginidad en sus tapicerías sin que ella se diese cuenta.
A los socios del nido donde recaló no les faltaban chochos con que follar, ni a buen precio. Una copita gratis y la entrada libre se los abrían de patas. Pero a Laurita le ofrecieron más. Algunos pases de modelo —alta peluquería— y la ilusión de protagonizar una película que nunca se rodó hicieron que Laurita se sintiese enjaulada en la casa del padre, de la que echó a volar doce meses después diciendo a todo el mundo que tenía trabajo detrás de la caja de un restaurante.
Laurita perdió su pelo al otro lado del mostrador, porque le hacía cara de adolescente y a la legalidad de la discoteca no le convenía, y muchas de sus ilusiones. Los pases de modelo apenas le servían para engañarse. Y de la película sólo le hablaban en horas de follar. Y aunque esto lo hacía de buena gana, a pesar de no haberse corrido ni una sola vez, no era tan tonta como para seguir creyendo que aquellos dos mamones tenían la llave de su porvenir. Sin otra carta de presentación que su propio cuerpo y sin querer dar la vuelta desandando los cuarenta kilómetros, se dejaba hacer la faena sin protestar.
Había alquilado un piso con otra amiga que estaba en su misma situación. Y entre los cigarrillos, los trajes y la renta apenas les quedaba dinero para comer. Dos veces al mes, y aprovechando el día de descanso, viajaba al pueblo a dar un beso al padre, a contarle grandezas, a lavarse la ropa en la automática y a llenar el estómago y los bolsos con los productos que daba la tierra y los que compraba su progenitor. De quedarse con él no quería ni hablar. Ella se había ido de una vez por todas, y no pensaba rectificar.
Ya tenía echado el ojo a las promesas de un industrial, cuando la discoteca cerró las puertas de un día a otro y se encontró en la calle. Y no sabiendo cómo dar con él para que le hiciese bueno el trabajo de encuadernadora, se guardó los escasos billetes con que los socios le taparon la boca y se pasó del Marlboro al Ducados, de los que estaba fumando el último cuando Julio la abordó en la playa.
La acogida que tuvo en la pensión por parte de la fulana fue la de una madre. Menos dinero con que pagar los tres meses de renta que ya adeudaba, todo se lo ofreció: una habitación con baño y la mesa puesta. Y si no llegó a considerarse como su hija, no fue porque la vieja no lo rogara con todo su amor.
Durante quince días estuvieron paseando juntas, yendo al cine y comiendo en la playa, evitando los aires de la pensión. Pese a lo cual, la tarde en que la vieja la sentó junto a un hombre no le vino de nuevas.
Entre sorbos de café y bocaditos a las galletas, Laurita decidió que por donde habían entrado otros también entraría aquel. Así que abrió las piernas cuando llegó la hora, fingió perder el trocito de cielo —definición del que la estaba montando—, unió sus convulsiones a los espasmos del desvirgador y recibió tres billetes de a mil de manos de la vieja, junto con un consejo: que no a todos les vendría bien follar con un virgo, y que aprendiese a distinguir.
La chica abandonó a la vieja y a su pensión, instalándose en un piso con dos habitaciones para ella sola, y todos los días pasaba Julio a recogerla en su velomotor, depositándola ante el café y las galletas y desapareciendo a continuación. Y como la devolvía pasadas las dos, y aún se fumaban un par de canutos antes de dormir, Laurita no vio más caras durante ese tiempo que la de él, la de la vieja y otras dos docenas que le sonrieron con el café.
Una vez cada quince días Julio la dejaba irse, lo cual hacía ella abandonando en el piso la ropa nueva y vistiendo la usada. Y como había comprendido que la chica quería ocultar al padre su repentina prosperidad, utilizó el mismo argumento para no entregarle la dosis de droga que ella necesitaba, asegurándose con ello su retorno.
Había en todo esto algo que tenía confundido a Julio y que lo confundiría aún más cuando, transcurridos otros seis meses, la bajó al portal donde tenía ratos que apenas podía tenerse en pie. El se sentía tan violento como un caracol y sólo sabía hacerse obedecer cortándoles la droga. Pero no comprendía que alguien tuviese ganas de echarles un polvo cuando las veía ofrecerse en la calle. Y por mucho que la vieja le asegurase que lo hacía muy bien, siempre se recostaba en la pared de enfrente temiendo que esa tarde no se iba a estrenar. Así que su propia preocupación y las estadísticas le enseñaron a distinguir entre tanta polla cuáles eran aptas para pegar fuego al chocho que explotaba, y cuáles no.
Y fue la conclusión a que le llevaron sus muchas horas de cabildeos, porque eso nadie se lo enseñó, la que empujó a Antonia a uncirse a su carro, como veréis.
Las primeras medidas que adoptó Julio al hacerse la luz en su cerebro fue vestirlas con pantalón vaquero, en todo tiempo, y con camisa y suéter según soplara el aire de la estación, introduciendo una moda que de puritana no tenía un pelo y sí mucho de astuta e inimitable. Porque si las otras lo enseñaban todo excepto el mejillón, los uniformes con que cubría las carnes somnolientas de sus putillas les daban ese toque de chicas locas capaz de engatusar a ciertos clientes.
Julio tenía bien puestas sus redes. Y a ellas iban a dar los que regresaban de las discotecas sin haberse podido pasar por la piedra ninguna chorva. Y en ese ardid no había macarra que pudiese igualarlo. Puede que ellas no supiesen ver lo ganado con la receta, como no eran capaces de comprender otras cosas, pero lo cierto es que no pasaba polla sabiendo leer que no quilara con alguna de ellas. Pues, si ya era raro que subiese a picarlas un gallo viejo, aún lo era más que les pidiese precio uno joven sin título de bachiller.
Seguía yo sin saber adonde iría a parar con tan larga historia cuando la interrumpió. En ningún momento había descuidado el portal de sus inclinaciones y, agarrándome un brazo, dijo:
—Ahí está. Ven conmigo, y conocerás a Laurita.
Bajé a la calzada sin tropezar con la borrachera de un jorobado y tiré detrás de mi amiga. Vi que del bar de enfrente surgía el de la cazadora, y pronto estuvimos los tres junto a la chica.
Visto de cerca, Julio no se parecía en nada al lince que acababan de describirme. Era bajo de estatura, flaco y doblado de espaldas. A no ser que esto último lo debiera a la dosis de droga que se las cargaba. Tenía orejas grandes. Y una cara sumida y amarillenta que decía muy poco de su prosperidad. Y como sus piernas estaban en continuo baile sin ritmo ni compás, más daba la impresión de un pobre desnutrido a punto de desmayarse que la de un industrial. Yo sabía que las ganancias de Antonia se habían contado siempre en calderilla y que cualquier cosa le parecía mucho. Así que, al meter Laurita tres billetes de cien en los bolsillos de Julio, me dije que, si era aquel su porcentaje por el último polvo, su negocio dejaba mucho que desear. Yo desde luego no se lo envidiaba.
Se alejó con su cazadora al hombro, haciendo eses entre culos y espaldas, y nos quedamos junto a la chica Antonia y yo.
—Ya te veo, Laurita —le dijo Antonia—. Creí que no bajarías nunca. ¿Le has hecho pompito español, y no te encontraba el agujero?
—No digas chorradas, Antonia, y calla la boca. A mí no me dura veinte minutos ni el caballo del Cid —le dijo ella.
—Di lo que quieras, pero con el último se te ha parado el reloj. ¿Era maestro y te ha enseñado a multiplicar?
—Pues, mira, te equivocas. Porque era pintor y me ha propuesto que le haga de modelo. ¡No sabes la que te has perdido!
—¡No me digas! ¡Con lo aburridas que hemos estado!
—Pues a ese lo he probado yo y te digo que le cabe un puño —siguió ella.
—No nos digas más, que nos va a dar algo —le dijo Antonia—. Mira, voy a presentarte a una amiga. Puedes llamarla Vicenta. Y si alguna vez viene por aquí trátala como si fuese yo.
La chica me tendió la mano y dejé que me estrechara el índice. No creáis que todo lo dijo tan de carrerilla como lo cuento yo, pues las palabras se le salían de la boca como babilla, y no dijo ninguna que no tuviese que repetir. Si ya era milagro que aquel cerebro tuviese lucidez para abrirla de piernas, el que además de eso fuese capaz de pensar tantas cosas me maravilló.
Tal como me había descrito Antonia, la chica llevaba pantalón vaquero, suéter azul y camisa blanca. Era una muchacha más bien bajita, con un buen culo y un par de ojos, no sabría deciros si grandes o pequeños, porque eran como dos cucharas según el rímel que llevaban encima y, según la droga, eran tan pequeños que no se le veían. También la boca la tenía pintada. Y los dientes enrojecidos por el carmín. Un bolsito de cuero le colgaba del hombro. Y cuando dejó de rozarme el dedo, volvió a jugar con una cajita de chicles. Y como sus piernas se asentaban en el suelo con igual firmeza que las de Julio, me dije que el mismo líquido que corría por las venas de uno paseaba por las de la otra. Muy ciegos debían ir los que no habían podido ligarse un coño en la discoteca para que Julio pudiese sacar partido. Pues, si Laurita se asemejaba a las discotequeras en lo exterior, las enfermedades que en las otras sólo podían presumirse en ella eran visibles hasta a media luz.
—¿Qué, subimos? —me preguntó.
—Esta tarde, no —le dije yo, que aún no sabía lo que Antonia se llevaba entre manos.
—Puedo hacerte un francés mejor que nadie —me sugirió, sin dejar de dar vueltas a su chicle—. Aunque a ti te iría mejor el pompito español…
Me puse a mirar con qué par de tetas contaba aquella loba para cumplir lo que prometía, y no se las vi. Para lo segundo no estaba mal.
—De eso estoy seguro —le dije—. Pero otro día lo probaremos.
Laurita dio dos pasos alrededor nuestro, que fueron otros tantos zig–zag, y, tendiéndome la misma mano con que ya había intentado contagiarme, me dijo:
—¿Me das quince pesetas para chicles?
—¿Cómo puedes trabajar estando tan dormida? —le pregunté.
—¿Tú crees que para follar mejor que ninguna necesito estar despierta? Si cada vez que el pico me pone así no pudiese joder, apañada iba yo.
—Pero si estás que te caes… —seguí diciéndole—. Yo creo que el de hoy te ha sentado muy mal.
—Mal me ha caído, sí que es verdá. Pero me vas a dar las quince pesetas, ¿no?
Metí la mano en el bolsillo y seleccioné tres monedas de duro, guardándome el resto.
—Toma —le dije.
Era el primer dinero dado por mí a una prostituta, y lo hice consciente de que la chica me tomaba el pelo. Pero si pensaba estar engañándome al recibir algo a cambio de nada, era mejor que lo creyese así.
Laurita bajó de la acera y compró una caja de chicles al hombre que vendía tabaco, cerillas y caramelos junto a la puerta del bar. Habló con alguien que apoyaba la suela de su zapato en la pared de enfrente, cuya cabeza le dijo no, y dando una vuelta sobre sí misma regresó a mi lado.
—Toma —me dijo, alargándome la cajita recién comprada—, todos para ti.
Al estuche le faltaban dos pastillas blancas. Me llevé a la boca una de las que quedaban y di las demás a Antonia, quien aprovechó para decirme por señas que nos alejásemos del portal. Por un momento creí que abandonaba cualquiera que fuese el asunto que nos había llevado allí. Pero ella primero, y yo después, nos apoyamos en la pared de enfrente bajo el luminoso del bar.
El chicle me escocía en la boca, pues era mentolado, y mi propio aliento me hacía lagrimear los ojos. Pensé en la necesidad que tenía Laurita de llevárselos a la boca de dos en dos, y lo comprendí.
Por las rejillas del acondicionador de aire surgían las bocanadas calientes del bar, cortándome la respiración, y me cambié de sitio, dejando a Antonia a mi izquierda, y a mi derecha y enfrente hedores de solar.
Una mujer rubia, con un bolso que manejaba como una honda, se acercó al jorobado y le dijo:
—Oye, Xepa, ¿es verdá que vas diciendo por ahí que aquella y yo somos boyeras?
—Mira —dijo el jorobado cerrando los puños como un boxeador—, déjame en paz o te meto el puño por la boca.
—Lo que me vas a meter es la jiba por el coño, desgraciáo —dijo la rubia, haciendo molinetes con su honda.
Hizo el jorobado ademán de echársele encima. Pero se detuvo a tiempo al ver llegar el bolso por encima de su cabeza, y rezongó ciertas cosas que no llegué a escuchar. Porque, en ese instante, alguien que había oído el roncar de dos motos dio la voz de alarma y no quedó fulana sin escurrir sus carnes por el portal más próximo, o en las profundidades del bar. De manera que, cuando los dos policías se abrieron paso entre aquella multitud de pollas, estas estaban tan inmersas en su propio caldo como si hubiesen ido a batirse consigo mismas.
Cabecearon las motos de la pareja en tanto sus tripulantes buscaban a quién morder. Durante breves momentos la calle quedó a mi gusto, y supuse que al de mi amiga.
Una mujer asomó la cabeza por un balcón y lo cerró. Era la única que podía traerme a la memoria su maldito sexo. Y yo veía ante mí tantos rabos tiesos a los que echar mano como si la ley escrita viniese al fin a darme la razón. Pero la sensación de estar viviendo en un mundo propio duró lo que tardaron en apagarse los pistonazos de los motores. Porque del bar primero, y a continuación de los portales, las carnes de mujer volvieron a envenenar la calle, y mi amiga y yo volvimos a ser la excepción en aquel universo de clítoris encoñados.
Antonia me tocó en el brazo y me hizo mirar hacia un chiquito rubio que había puesto sus pantalones junto a Laurita. Uno y otro debían estar en la misma edad.
El chico tenía el talle demasiado largo para sus piernas. Y yo, que ya lo había visto rondar a mis espaldas mientras hicimos perder el tiempo a la chica con nuestra conversación, me puse a calcular la longitud de la verga que pretendía descargar en Laurita las secreciones de su decepción. Porque de eso no tenía la menor duda: o la noche anterior, o aquella misma noche, el rubio habría suspirado desde la barra de una discoteca con pegarse un filete, y aún llevaría las bolsas llenas. Por lo que, no viendo más diferencia que un billete de mil entre la drogada de los vaqueros y las que dejó en parecido estado en la mesa del disco–bar, el nerviosismo con que la miraba, y miraba a su alrededor, como temiendo que alguien pudiese birlarle el coño, tenía una explicación tan clara como imposible de entrar en mi cabeza. Que aquel alma en pena tuviese la vocación de envenenar su clítoris en el caldo de cultivo de la fulana me resultó tan desagradable que dejé de mirar.
Julio estaba de pie en la esquina, junto a otro socio de su mismo pelo pese a que llevaba traje de chaqueta y un bigotito de lo más bien. Correspondía a la esencia de su negocio que mirase adonde había dejado de hacerlo yo. Y, al pasar el rubio de los vaqueros, nuestros cuatro ojos coincidieron en él: los míos en el culo que un pantalón estrecho le redondeaba, y los dos de Julio en adivinar cuál de los bolsillos contendría el billete en que valoraba el chocho de Laurita.
El rubio no fue muy lejos. Pero, de haberse ido a la otra parte del barrio, ni a Antonia ni a mí nos hubiese engañado. Que subiese con Laurita en seguida, o que lo hiciera veinte minutos después, sólo dependía de que otra minga tan decepcionada como la suya se le anticipase. Y en ese momento yo no la veía por parte alguna. Así que, al verlo regresar con ademán resuelto, supuse que no pasaría de largo sin husmear a la chica. Y Antonia también.
Vestida con un traje verde cuya falda apenas le cubría dos muslos blancos en los que había carnes para hacer otros tantos cuerpos como el de Laurita, la rubia que había intentado enderezar la espalda del jorobado hablaba con la chica. Aquella loba la había arrastrado al hueco de la escalera, de donde la devolvió al trabajo cuando las ruedas de los motoristas dejaron de pisar la calle. Y al acercarse el rubio, se mudó de portal. No creo que lo hiciera por sentirse inferior al retaco que acompañaba. Pero ver la cara de panoli que llevaba el rubio debió bastarle para intuir que aquel pajarito no era cosa suya.
Si el tiempo transcurrido hubiese despejado la mente de Laurita como despejó las dudas del chaval, este no habría tenido que hablarle dos veces, ni llevársela del brazo hacia las tinieblas del interior.
Aún veía yo los pantalones del chico a través de la reja que ventilaba los escalones, cuando me dijo Antonia:
—Bueno, vamos a subir.
—¿A subir? —le dije yo—. ¿Quieres decir por esa escalera?
—Claro —me contestó—. ¿A qué crees que hemos venido?
—Yo no sé a qué habrás venido tú —le dije, soltando la mano que me empujaba—, pero si crees que voy a perder la salud por verle a esa tía el coño, te equivocas.
—Qué coño, ni qué niño muerto —me dijo ella—. Lo que vamos a ver es un plátano que dice cómeme.
Desde que Antonia empezó a cosernos en su sastrería todas coincidimos en que era mamona. Y que siguió siéndolo en los recreativos era de dominio público sin que ninguna lo criticase. Ahora bien, que fuese capaz de llevarse a la boca un clítoris encharcado me hizo sentir tal asco que repliqué:
—¿Cómo eres capaz de meterte en la boca un plátano así? Porque no irás a decirme que cogerás al chico recién lavado…
Otra que hubiese ido a lo que saliera no le habría hecho tales preguntas. Pero yo era entonces de las que querían saber el final de la historia, y todo me decía que aquel desenlace no me iba a gustar. Lo único que veía ante mí era un portal más negro que la muerte y un chocho que, además de meado como los demás, sería un depósito de microorganismos. Y yo no estaba dispuesta a salir escaldada.
—¿Y qué, si no lo cojo recién lavado? —me dijo—. Además, que no sé de dónde te has sacado esa idea. ¡Como si el chico no tuviese una boca y un culo, lo mismo que nosotras!
Si yo hubiese sabido entenderla entonces, Vicky seguiría mariconeando en Tánger y no poniéndome verde donde Dios la tenga. Y si no niego que la bragueta me dio una coz al oír mencionar los agujeritos, también os digo que fue mi cabeza quien la frenó.
—O sea —le contesté— que lo que me propones es que, una vez rebozado en caca, nos tiremos sobre él.
Una mano cerró los balcones del segundo piso, y Antonia irguió la cabeza. Las rayas amarillentas de las rendijas debieron parecerle más seductoras que a mí, porque dijo:
—Bueno, ahora no tengo tiempo para más detalles. ¿Vienes conmigo, o qué?
Y yo le dije que primero me lo dejaba cortar que subía con ella.
—Entonces tómate una copa, que no tardo ni veinte minutos —me dijo.
Antonia cruzó la calle en cuatro zancadas y subió los escalones de dos en dos. Lo que para una maricona en sus años me pareció una proeza, ya que no una prueba de las exquisiteces que la esperaban arriba.
Así que al quedarme sola me refugié en el bar y pedí una cerveza de botellín. Sólo había entrado para eludir que otra guarra me contagiase, y no era cosa de tentar la suerte bebiendo todas en el mismo vaso.
El mostrador daba vuelta al local, cerrándose en sí mismo, y dos hileras de sillas arrimadas a las paredes ofrecían asientos de madera a las que quisieran tomar respiro entre polvo y polvo. Una abertura en la pared del fondo daba acceso al pasillo aclarado por un neón que iluminaba cuatro puertas cerradas a cal y canto. Un conglomerado de botellas poblaba los estantes sobre los rizos del camarero. Y como al entrar con la cabeza gacha no me fijé en el tocadiscos, la primera noticia que tuve de él fue el sonar de su música a mis espaldas.
Yo creo que la puta que le dio marcha lo hizo en mi honor, porque al darme la vuelta comenzó a moverse por la cintura. Yo cerré los ojos para evitar que fuera hacia mí creyendo que me lo estaba empinando, y también por temor a sus malas pulgas si se daba cuenta de lo contrario.
Tanto ella como la loba del vestido verde, que yo seguía viendo a través de la puerta, tenían las carnes blancas y unos muslos capaces de aplastar el pecho de cualquiera. Pero la del bar se cubría con un vestido entre cuyas mallas se clareaban los dos pezones, y unas braguitas de color blanco que no pasaban inadvertidas. Era el ejemplar más opuesto a Laurita de cuantos quilaban en el lugar, y de dormida no tenía nada. Pues viendo que sus contoneos no me arrancaban del taburete, me dio la espalda y los dirigió a la calle.
Debía estar el disco en sus últimas vueltas cuando entró uno de los que pasaban. Y como la puta lo recibió en la máquina y él puso las manos en el ingenio para hablarle al oído, poco faltó para que follaran a orillas de la música.
En cuatro palabras se pusieron de acuerdo. Atravesó ella el bar, arrastrando tras sus meneos a quien acababa de comprárselos y, al llegar al pasillo, los perdí de vista.
Volví a mi cerveza, llevándomela a la boca de vez en cuando. Y en los diez minutos que tardé en bebería nadie se acercó al pasillo ni salió de él.
Dejé la botella y me fui a la calle sin despedirme del camarero. Ya le había pagado la consumición, y él estaba de palique con otra furcia que había echado la cabeza sobre el mostrador.
A quien no parecían quedar rastros de su somnolencia era a Julio, que estaba tan próximo al portal como se lo permitían la rubia del vestido verde, otra de piernas flacas y boca de hombre, y los tres zánganos que las miraban.
—Qué, pollos —les dijo la rubia—, ¿subís los tres con nosotras dos?
—Estos no vienen más que a reírse —dijo la ronquera de la otra—. ¿No ves que tienen cara de maricones?
—¿Cómo vamos a subir con vosotras, si dice mi amigo que tú eres travestí? —le contestó uno de ellos.
—Claro que soy travestí —le replicó ella. Y llevándose las manos a una pelambrera que parecía de origen africano, aunque era bisoñé, añadió—: ¿No te das cuenta que soy Orsouei?
Pese a lo mal que lo pronunció, el chaval debió recordar el personaje que pasaban por aquellos días en televisión, y dijo:
—¿Pues qué haces aquí? Cualquier día de estos te van a cortar el pito…
—Para meteros por aquí abajo a ti y al maricón de tu papaíto no necesito que me corten ná.
Y al terminar de decirlo se levantó la faldita a dos palmos de los tres sujetos, y les mostró una mata de pelos tan salvaje como el de la cabeza, pero natural.
—Cabrones —añadió, chasqueando los dedos—, largaos por ahí a reíros de vuestra puta madre.
Yo me hubiese marchado, pero mucho más lejos. De momento eran tres, y ellas sólo dos. Pero había demasiados mirones para no suponer que al menos la mitad eran de navaja, y debieron pensar que no valía la pena enfrentarse a ellos ni siquiera por una madre. Julio no abrió la boca. Ni la lagarta del vestido verde, ni la flaca con voz de hombre eran, según Antonia, mujeres para él.
Y pensando en mi amiga apareció Laurita en el fondo de la escalera. A mí no me pareció más dormida que antes, pero menos tampoco. Así que me di a pensar en qué habrían pasado el tiempo, y no encontré respuesta satisfactoria.
Lo que tampoco podía sospechar es que Julio tuviese en la cabeza las mismas cosas, porque fue verla y tender la mano sin dar tiempo a que se apoyara. Y como ella volvió a llenarla con tantos billetes como la otra vez, comprendí que su trabajo no sólo consistía en verla salir sin ningún rasguño. Cualquiera que hubiese subido con la idea de pegar un polvo e irse sin pagar no habría pasado de la escalera. Porque Laurita era siempre la primera en bajar, y nadie la abandonaba sin su visto bueno.
Yo me acerqué al portal, en el momento en que Julio doblaba los billetes y se alejaba de él, dejando el campo libre para más braguetas. Y como la mía tampoco era válida para su negocio, me recosté entre Laurita y un bar como si nada tuviese que ver con ella.
El primero en asomar instantes después fue el rubio, quien la despidió con besos en la mejilla. A continuación lo vi marcharse moviendo el culo con la misma gracia, y quedé tan a oscuras de lo de arriba como antes de verlo. Cualquier cosa que pudiera contarme Antonia sería verdad, y todo lo contrario. Y era tonto preguntárselo al chico, porque no querría hablar de otro asunto que no fuese del coño, y eso a mí no me interesaba.
Una fulana paseó por delante de mí. Y sus ojos me miraron dos veces por detrás de sus gafas. Dejé de mirarla para evitarme peores males. En ese momento apareció mi amiga, con la cara congestionada y las ondas recién hechas. Pasó junto a Laurita sin decir palabra y, bajando la acera, se fue hacia el bar. Compró una caja de chicles al de los tabacos, se llevó uno a la boca, me hizo señas que la acompañase y nos fuimos las dos. Dejamos atrás un bar en el que sólo vi a hombres jugando a las cartas, y en menos de un minuto salimos del barrio.
Ya en la Avenida llené los pulmones y dije:
—¿Qué, cómo te ha ido?
—De primera —me contestó—. Esa chica vale lo que pesa en oro.
Yo conocía demasiado a Antonia para saber que no pagaría ni en kilos de carbón, pero la dejé continuar.
La idea que explotaban las tres comadres, si es que Julio intervenía en ello, no era original. A mis cuarenta años de maricona no podían sorprenderlos con nada aquella prostituta sin más méritos que su disfraz, ni Antonia con sus remilgos. Pero que hubiesen puesto en práctica algo tan viejo, y que les fuese bien, me dio tres patadas en los ovarios. Yo sólo lo había pensado. Y ellas, más ignorantes, lo habían convertido en un sistema cuyo éxito aseguraba la intuición de Laurita.
La casa del segundo piso disponía de una habitación pared con pared con el mismo retrete que ocupaba Antonia no bien la chica y su cliente entraban en ella. Y como habían hecho un orificio, cuya salida disimulaba el papel pintado, mi amiga sólo tenía que pegar el ojo para tener una panorámica en tres dimensiones de la cama y sus ocupantes.
A otra le hubiese bastado disfrutar las posturas que ensayaba Laurita para su recreo. Pero era una loca con alianza y quiso saber si también a los otros se les abría el culo lo mismo que a ella. Y si Conchita le metía el dedo para conseguir que la empitonara, logró de Laurita que hiciese otro tanto con los clientes de su elección.
Durante algún tiempo todo se redujo a disfrutar del coito, tabique de por medio, y de un orgasmo que soltaba el grifo sin más salpicaduras fuera de él.
Yo conocía lo suficiente a Antonia para saber que no se hubiese atrevido al siguiente paso sin que la empujasen. Pues una de esas tardes en que la chica calibraba un culo la interrumpió el labriego que minutos antes la había dejado, quien al parecer extravió entre las sábanas el billete del autobús. Pero sea porque a su culo aún le escocían las picaduras, sea porque el otro las tenía recientes, compusieron una escalera en que la polla del viajero hizo de tercer peldaño.
A partir de esa tarde bastaba que Laurita hiciese una seña para que Antonia supiese que podía entrar por el sitio indicado. Ni siquiera tuvieron que forzar la mente: la excusa les pareció tan buena que mi amiga no utilizaba otra. Y como tampoco tenía que esforzarse mucho para poner por las nubes la erección del de turno, de tres veces que entrase dispuesta a todo en dos de ellas sacaba su parte.
—¿Y el rubio de hoy se ha dejado dar? —le pregunté.
—Qué coño. Ni yo a él, ni él a mí. Dice que del culo no quiere saber nada. Y yo le he dicho que por mí podía guardarlo en alcanfor.
—¿Entonces?… —pregunté de nuevo.
—Has hecho bien en no subir conmigo, porque tú no se la habrías mamado, y otra cosa no he podido hacer —me contestó.
Se llevó una nueva pastilla a la boca, y seguimos hablando.