Os decía que el chico que me trajo Antonia dos tardes después que Paqui me moliera era hijo suyo y de su mujer, siendo el segundo del matrimonio y el único con vida. Y si de momento sus relaciones no iban más allá de las propias del parentesco, Antonia lo tenía tan consentido que más parecía hacerle la corte que oficiar de padre. Cosa que su mujer no tenía empacho en divulgar sin que con ello nos asombrara. De todas las maricas que he tratado en mi vida no digo que Antonia fuese la peor, pero sí la que más lo llevaba de tapadillo.

Antonia era un baúl de huesos, a los que ni siquiera sabía vestir pese a haber comenzado ganándose la vida con una sastrería y almacén de paños muy cerca del Carmen, donde hizo trabajar a su mujer hasta que tuvo un hijo al que amamantar. Y como las razones de aquella boda habían sido ocultarse tras el paripé del varón casado, como si no llevara el sello en la frente, al desaparecer Conchita de la tienda, Antonia dio la vuelta al negocio llenando con detergentes, lejías y desinfectantes los mismos estantes que contuvieron la ropa. Debió pensar que, de modista y sin mujer al lado pronto daría que hablar, y esa determinación dejó a muchas amigas sin el concurso de su aguja. Y entre ellas a mí.

Dos años después opinó otra cosa. Y cuando al mes siguiente reabrió la puerta, había convertido el negocio en un salón de recreativos comprando a buen precio una docena de futbolines y dos mesas de billar. Para quienes seguíamos de cerca sus maquinaciones, el que Antonia tuviera por clientes a chicos de quince años en vez de bregar con mujeres tras el mostrador nos pareció tan lógico como descabellado. Puesto que, si había huido de la aguja primero y del trato con las mujeres después para que nadie descubriese sus aficiones, no creíamos que pudiera pasarse el día entre aquellos pollitos sin que más de uno se las comprendiera.

La picardía de los que iban detrás de sacarle una convidada, y lo mucho que sus manos tiraban de ella hacia los pantalones de la golfería, pronto les hizo ver de qué pie cojeaba la ninfa del local. Y como más les convenía dejarse querer que tomarla a risa, decidieron entre dos repartirse el trabajo arrimándole uno la bragueta mientras el otro hacía sudar a la máquina de cambios un chorro de monedas sin haber introducido ninguna.

Este fue el período más triste en la vida de Antonia, a quien alelaban los dos cuernecillos que de tanto en tanto le daban a chupar, encerrándola en el retrete por turnos, hasta que Conchita tomó sus medidas y determinó que necesitaban un hombre de pelo en pecho que pusiese orden en el local.

Conchita era flaca, pero nunca había pasado hambre y no estaba dispuesta a conocerla entonces por haberse casado con un sarasa. Eso solía decir a las amigas con que se acostaba, a las que echaba el Tarot encima de la mesa poniendo en boca de la baraja lo oído previamente al borde de la cama.

—A Antonia no le des más que cama o silla —les comentaba, poniéndola de holgazana, cuando no de maricona, como si la gente estuviera boba.

Antonia temía más a la lengua de su mujer que a todas juntas. Y si un día fue sorprendida llevándose a la boca la pilila del hijo por puro juego, tanto se lo restregó Conchita por las narices tratándola de mariconaza que, cuando descubrió los tortilleos de su costilla y que meaba donde los hombres subiéndose la bragueta como uno más, se veía ya tan escasa de fuerzas para responderle que siguió dejándose llamar marica por la bruja con quien se casó y que esta le acusara de querer tirarse al hijo porque todo quedaría en casa.

—Oye, ¡cómo ha crecido este! —dije a Antonia aquella tarde, poniendo la mano en la cabeza del chico.

—No creas. Ahora le ha dado por fumar —me dijo ella—. Y yo le digo que se va a quedar hecho un enano.

El chico no tenía entonces más de trece años y su cabeza montaba ya sobre los hombros del padre. Yo no quise quitarle autoridad diciéndole que otros también fumaban y no por eso dejaban de crecer, y le dije:

—Lo que ha de hacer es estudiar mucho para hacerse hombre. A ver, ¿qué os trae por aquí?

—Pues que quiero que le veas la fimosis, porque me parece que habrá que operarlo —me dijo.

Tengo que advertiros que Antonia se había hecho circuncidar en una clínica del barrio chino al volver de la mili y que buena parte de su quiero–y–no–puedo era el temor a que su clítoris no diese la talla. Eso Vicky lo sabía muy bien, pues fueron amigas en el Seminario, y a mí me describió numerosas veces el prepucio de Antonia como un embudo sin más agujero para mear que el de una jeringuilla.

—Eso no lo sabré hasta que lo vea —le dije yo—. ¿El chico descapulla?

—Sí, pero mal —me respondió—. Tal como lo tiene ahora no creo que le sirva de mucho cuando sea mayor.

—Bueno —les dije, mirando al chaval—, vamos a verlo.

Los ojos de Tonín eran muy verdes. Y por la forma que tuvo de mirarme y la decisión con que dejó caer al suelo los pantalones, comprendí que en casa de sus padres no le habían enseñado a tener remilgos. Se bajó los calzoncillos a medio muslo, se subió los faldones de la camisa sin que su padre le echara una mano y me preguntó:

—¿Me dolerá mucho?

—Todavía no sé lo que hay que hacerte —le dije yo—. Pero sea lo que sea, no te preocupes.

—Eso es —apoyó el padre—. Ya le estoy diciendo hace más de un año que no tenga miedo.

Y menos contigo. Su madre dice que no está para que lo operen, pero ya sabes cómo son ellas.

Ahí podía haberle dicho que también nosotras somos como somos y que, en ese tema, antes nos pasamos que hacemos corto, pero me agaché ante el renacuajo que el chico me mostraba y lo tomé en la mano. Le retiré el prepucio y apareció el glande, minúsculo y rojizo como un madroño.

—No está tan mal como dices —le comenté, dejando que lo viera.

—Ya se lo hice ensanchar a los cuatro años —me dijo ella—. No sé qué opinarás tú, pero a mí me parece que, tal como lo tiene, no puede ir a ninguna parte. Yo ya lo habría hecho circuncidar el día que nació, pero su madre no quiso.

Recordé que por aquellos días el matrimonio andaba torcido y que lo habían visto salir de casa con la maleta, porque sentó a la misma mesa a su amante de entonces y a la mujer preñada, y comprendí que la futura madre no le consintiera hablar de penes a la hora de darlo a luz.

—Yo creo que con hacerle el frenillo será suficiente —le dije.

—¿No crees que sería mejor cortar en redondo, como me hicieron a mí? —me preguntó.

—Hombre, el chico no lo necesita. Y con eso le haríamos perder sensibilidad —le contesté.

—¿Y qué? —me dijo ella—. Eso no es malo.

Conociendo a su mujer lo que estaba diciendo no era un disparate. Pero si no quería malograr al chico, lo que yo opinaba era lo mejor.

—No es malo, según para qué —le dije. Y no queriendo ser más explícita delante de Tonín continué—: ¿No recuerdas lo que Vicky decía de ti?

Antonia miró a su hijo, que nos miraba a las dos. Y debió pensar que la inclinación sexual de su retoño iba a estar en función de la longitud que dejara al prepucio, porque me dijo:

—¿Qué quieres? ¿Qué pase por los mismos tragos que he pasado yo?

A mí que no quisiera repetir en el hijo su propia experiencia no me pareció mal, porque entre las mil maneras de ser marica no las había peor que la suya. Pero que lo dijera delante de mí no me cayó bien.

Bastantes chaparrones llevaba ya.

—Mira —le dije—, si tu hijo ha de ser feliz, lo será de una manera o de otra. Yo no me siento más desgraciada por no tener mujer. Y, por otra parte, quítate de la cabeza que eso tenga nada que ver con la circuncisión, si es que lo estás pensando.

—Eso es lo que dicen, ¿no? —insistió.

—Lo dicen, pero no saben por qué. Anda, no me seas judía y déjame a mi aire —le contesté.

En muy pocas palabras Antonia acababa de confesar la razón de que se encerrara en el Seminario, creyendo tener una vocación que se resumía en vergüenza con los chicos, primero, y en impotencia con las chicas después. Porque, si tuvo que renunciar a pajearse en común a los catorce años, no pudiendo confrontar su pene, la impotencia a que lo reducía la estrechez del prepucio le hizo abandonar el trato con las chicas recluyéndola en el Seminario dos años después. Y como de este salió cuando tuvo que decidir entrar en quintas o seguir de cura, al regresar de la mili tras cuatro años de no ver más que hombres, decidió darse a operar. Porque aún era tan virgen como el día que la trajeron al mundo y no quería continuar así.

De haber tenido Antonia un clítoris fetén, todos sus miedos a ser marica, y hasta su matrimonio, no hubiesen existido. Pero seguía dándole apuro sacarlo ante las otras.

—Me ha dicho mi padre que han de ponerme una inyección —me dijo Tonín.

—Sí —le dije yo, yendo a limpiarme con algodones y alcohol—. Pero no te preocupes, que apenas lo notarás. Cuando quieras, vienes con él, y en menos de una hora terminamos.

—A ti ¿cuándo te vendría bien? —me preguntó Antonia.

—Por mí cuando quieras. Lo que he de hacerle es muy poco, y no necesito que me ayude nadie —le contesté.

—¿Pues por qué no lo hacemos ahora, ya que estamos aquí? Yo estoy decidido. Y él también. Quien no lo está es su madre. Y si se entera es capaz de impedirme que lo traiga.

Antes de contestarle pensé en el dolor de mi espalda, y también en que Paqui estaría al llamar. Pero, viendo que podría aguantar el trabajo, decidí que lo mejor sería terminar cuanto antes.

—Pues nada, chico —dije a Tonín—, dentro de una hora, pilila nueva. Quítate los pantalones y los calzoncillos, y túmbate en esa cama.

El chico se acostó donde le había dicho, y yo junté a su lado todo el instrumental. Y al darme cuenta que la vista de lancetas, agujas y jeringuillas no parecía tranquilizarle, las cubrí con un paño.

Tapé las piernas con una sábana, y el pecho con otra, dejando el lugar de la operación bien a la vista, y cargué de anestésico la jeringuilla.

Tonín se cubrió los ojos, y le pinché.

—¡Me cago en la hostia, pues no duele esto ni ! —dijo, al sentir la aguja en el frenillo.

Su padre, que se había alejado donde no nos viese, ni escuchó la blasfemia. Por lo que yo sabía, las enseñanzas del Seminario no habían echado raíces en la familia.

—Nada, hombre. Tú que eres un quejica —le dije.

—Joder —me dijo él—, pues podía doler más.

—Verás como el próximo no lo sientes tanto —le animé.

—¿Pero es que aún tiene que pincharme más? —me dijo, volviendo a cubrirse la cara.

Limpié la sangre con una gasa y volví a pinchar. Esta vez el chico se retorció, aguantándose las ganas de decirme algo. Enjuagué la sangre y le inyecté cuanto me quedaba. El pene se infló hasta alcanzar el doble de su tamaño, y le di diez minutos.

—¿Ya está? —me preguntó Antonia.

—No. Ahora hay que dejar un tiempo para que actúe la anestesia —expliqué—. Si no te sientes bien, podías salir. Aquí no te necesito.

—No, no —me dijo ella—. Eso faltaba, que además de llevárselo operado supiese mi mujer que no había aguantado.

Pese a sus temores, no se acercó más de lo que estaba y se puso a ojear una revista sentada en el sillón. Yo lo prefería así. Aquel era un trabajo para el que no me gustaba tener testigos.

Algún día trataré de explicaros qué impulso me animó a embarcarme en estas operaciones, pues ni yo misma lo sé. De todas las razones que me he dado sólo he podido descartar dos: su extrema sencillez y el dinero que podían darme.

Probé el efecto de la anestesia pellizcándole el bálano con las pinzas, y decidí que el prepucio siguiera cobijando el glande de Tonín. Lo descapullé con una mano y di el corte donde me pareció. Cosí la herida con cinco puntos, introduje una gasa en terramicina y la cubrí con el prepucio. Si al chico le daba por ahí, no tendría que pasear un clítoris mutilado entre los de su sexo, como venía haciéndolo su papaíto.

—Ya está —le dije, acabando de limpiar la sangre—. ¿Te he hecho daño?

—No, ¡casi nada! —me dijo él—. Usted hace como los dentistas, que primero te dicen que no te harán mal y luego te dejan muerto.

Yo me reí mientras envolvía el pene con otra gasa, ayudándole a ponerse los calzoncillos, y dije a Antonia:

—Ya puedes acercarte.

—¿Qué le has hecho, por fin? —me preguntó, poniendo a su hijo los pantalones.

—El frenillo —le contesté.

—Pues sigo pensando que mejor hubiese sido hacérselo todo —volvió a insistir.

—Tú piensa lo que quieras, pero no compares. No has visto nunca el David de Miguel Ángel, ¿verdad? —le contesté.

—No sé qué quieres decir —me replicó—. Pero yo lo que temo es que se le ponga como unos zorros, si se llega a casar.

Los temores de Antonia tenían muy poco que ver con un prepucio más o menos largo. Y si su hijo llegaba a ser tan sarasa como su padre, no sería a causa de mi intervención. Pero gracias a ella tampoco tendría de qué avergonzarse, si le daba por ahí.

—Déjate de eso —le dije—. ¿A quién de nosotras le ha sucedido semejante cosa? ¿No te das cuenta que lo mejor de todo es poder enseñarlo? La circuncisión es cosa de salvajes que no saben mirar.

Todo se lo dije aprovechando que al chico le dio un desmayo, al ponerse en pie, que nos hizo acostarlo en el sillón.

—¿Ya estás mejor? —le dije al poco.

La mano que le cogí estaba fría como la nieve. Pero el chaval, más animoso que el padre, se incorporó y dijo:

—¿No me molestará?

—Claro que no —le aseguré—. Lo que no podrás es correr en unos días.

—¿Hasta cuándo? —me preguntó.

—Una semana —le dije yo—. En seis o siete días se caerán los puntos, y a jugar.

—¿Tenemos que volver? —me preguntó Antonia.

—No es necesario, si todo va como espero —le contesté—. Cámbiale la gasa todos los días con una pomada que voy a darte, y nada más.

—¿Y no me dolerá? —insistió el chico.

—Ahora os daré supositorios. Y si te molesta, te pones uno.

—¿Cuánto he de pagarte? —me preguntó Antonia.

—Lo mismo que nos cobrabas en la sastrería —le respondí.