Sin proponérmelo, las cartas de Vicky fueron convirtiéndose en la razón de mi vida, al tiempo que despertaban en mí ciertas inquietudes que, si al principio procuré atender con aquello que tenía a mano, muy pronto comprendí que era perder el tiempo, pues bastaba que Manuela, Josi o Rafaela me pusieran delante sus zapatones para que la horma se me fuese al suelo sin apenas rozarlos. Y como Paqui fue otra decepción, el día en que Chema entró en mi vida esta se mantenía a flote sobre puro papel de cartas.

En resumen, que yo no leía una sola palabra durante el día sin ver congregarse alrededor de ella todo el mundo excitante en que me sumergía al llegar la noche. Porque no sólo Vicky renacía en aquellas cartas, sino que su lectura, y los tres paneles que la rodeaban, me producían tales erecciones que me hacían creer que el tiempo no pasaba por mí, y que yo me encontraba tan joven como aquella tarde en que logré sustraerla del Seminario. Así que, lejos de irme a dormir con buen ánimo, yo abandonaba aquella legión de clítoris diciéndome que estaba al borde de la neurastenia y que sólo podía salvarme de ella un culo donde descargar.

Recurrí entonces a los más próximos y me encerré sucesivamente con Josi, Manuela y la otra, haciéndoles sitio frente a los paneles. Y bien por no tener el hábito de verse rodeadas por tanto demonio, o por hacerles las cartas el efecto que a mí, pronto me di cuenta que no me había equivocado. A las pocas líneas de una lectura que yo decía espaciadamente comenzaban a rebullir. Y sin asomarme a sus desnudeces podía imaginar sus rabos recorridos por igual hormigueo que atravesaba el mío.

Pero ahí acababa todo. Porque, en el instante en que se incorporaban para comprobar las maravillas de que hablaba Vicky, y veía el temblequeo de sus carnes y los hoyuelos de la celulitis en los globos terráqueos que me ponían delante, todo se me hundía. Y no digo nada cuando las veía mover las caderas, tratando de saber si mi clítoris estaba tan en forma como sus culos pedían, o tan mustio como lo sentía yo.

A nadie culpo por llegar a vieja, pero cada cual es responsable de su vejez. Y en eso ninguna de las tres había acertado.

Rafaela era mucho más baja que yo, al igual que Manuela. Y si en su juventud había disimulado con andares de bailarina que sus pies eran planos, su obesidad de entonces y la debilidad de sus pantorrillas la hacían caminar a pasitos cortos y arrastrando los pies. Era el suyo un andar suave, ya que apenas movía los brazos, pero tan estruendoso al llegar al suelo como las ruedas de un coche sobre alquitrán mojado. Sin otro ruido que la disimulase, a Rafaela se la oía llegar a treinta metros. Nunca atravesó el sendero de mi jardín sin que yo supiese que se trababa de ella. Y hasta las piedrecillas parecían hacerse a un lado sin que las golpeasen las puntas de sus pies. Os estoy hablando, naturalmente, de la sesentona. Porque la Rafaela de sus años mozos tenía músculos para dar y vender.

Ver su cabeza y la de Manuelita cuando paseaban era ver una y la misma cosa, pues apenas se las distinguía en que el pelo de una era blanco y el de Manuela tiraba al amarillo, no sé bien si a consecuencia del agua oxigenada o de los tintes, porque eso nunca lo confesó. Su tipo no se parecía al de Rafaela. Pero no creáis que esa diferencia la favorecía, puesto que ni una ni otra me lo ponían duro, ni vestidas ni en cueros. Mientras que a Rafaela la habían redondeado las mantecosidades como a una vejiga, a su socia se le habían puesto en el vientre y en el trasero que, aplastado y muelle, le bailaba al caminar sin que sus brazos, rígidos a lo largo del cuerpo como dos contrafuertes, pudiesen hacer nada por evitar el desmoronamiento. Y como su vientre venía a sumar cuantiosos centímetros a los que medía entre cadera y cadera, no había cinturón a su medida que no fuera abrochado en el último ojal.

Mas todos estos rasgos, excusables por ser producto del envejecimiento, aún los veía peor en ellas que en mí. Puesto que, en lugar de exprimir el seso intentando adaptarse a su realidad, no hacían más que agravarla con modas juveniles y aires veinteañeros, que, si a mí me hacían sonreír, excuso deciros lo ridículas que parecerían a las demás. Yo desde luego procuraba no presentarme en su compañía. Y si en alguna ocasión me reprochaba haber sucumbido a la tentación de enfundarme un suéter que no iba con mis años, o unos pantalones que me hubiesen caído de maravilla en la juventud, no tenía más que volverme a ellas para asegurarme de mi discreción.

Tal vez por haber seguido parte de mis consejos, tal vez porque el tiempo no había sido tan cruel con ella, las carnes de Josi aún no se habían reblandecido como las de Manuelita y Rafaela, de quien había sido amante hasta que pasó a mi cama tras la desaparición de Vicky. Y aquel triste suceso fue la suerte de Josi, pues en tanto las otras vivieron sus cuarenta años como si no fuesen a terminar nunca, ella y yo nos sometimos a un régimen sin más grasas ni calorías que las necesarias para tirar de clítoris. No digo que, de haber perseverado en la gimnasia, hubiese tenido a los sesenta años un cuerpo que galopar, pues, si colocaba el mío delante del espejo, acababa cerrando los ojos convencida de que con alguien así tampoco quilaría yo, y a Josi no le habría ido mejor que a mí. Pensándolo entonces, casi me alegraba que sus devaneos de hacía diez años con algunas parásitas me hubiese hecho tirármela de encima. Ya conocéis la aprensión que me daba cualquier contagio. Y el miedo a que Josi me transmitiera un chancro, tras haberla corrido con cualquier pelandusca, me hizo romper nuestra relación con la firmeza que no hubiese tenido a los sesenta años. Y, si he de seros franca, primero hubiese abandonado mi propia casa que seguir con ella. A Josi podía intentar comerle el culo una vez al año, pero no tenerla de postre todos los días.

El ridi en la boutique de Manoli fue la chispa que me hizo estallar. Aún tenía en los oídos sus lamentaciones de diez años atrás, cuando me reprochó que quisiera abandonarla en la vejez tras haberme dedicado su juventud. Y si entonces no fui capaz de confesarle que lo hacía por repugnancia, tampoco esa tarde le hubiese dicho que era la aversión a sus peluquines y sus disfraces lo que no soportaba, porque tenía las lágrimas demasiado fáciles.

Así que, al arrojarme al rostro que había aceptado cenar con Manuela, como diciéndome que no era yo la única, y que las tenía así, me vi el terreno libre. Aún no habría llegado Josi a la carretera cuando ya tenía ante mí la página de anuncios, memorizando la dirección que me interesaba.

Seguía yo haciendo planes acerca del futuro que se abría ante mí cuando sonó el teléfono. Era Josi, diciéndome que había decidido anular la cita y que así se lo pensaba decir a Manuela en cuanto colgásemos. Que no había tenido intención de herirme y que eso de cabrona ni hablar. Que no le había gustado que lo dijese y que todo continuaba como hasta entonces. Por mi parte todo lo que dije fue que hiciera su voluntad.

Creo que fue prepararme una cena fría lo que me ayudó a olvidar que de nuevo era yo la responsable de abandonar a Josi, pues sólo pensar que todo seguiría como hasta allí me puso lágrimas en los ojos. Si la continuidad que me había propuesto significaba cenar y acostarme sola, ya podía darme por muerta. Tras haberme abierto las puertas del cielo aquella idiota las volvía a cerrar, dejándome con la miel en los labios y con tal congoja que apenas podía ver las rodajas de salchichón que puse en el plato.

Cuando me levanté de la mesa y vertí las migas de pan y los restos de fiambre en la basura había decidido ya dar por no oída su confesión. Y, más que eso, dar por seguro que Josi no cumpliría. Y si el banquete les daba fuerzas para intentar follarse, que lo probaran. En cuanto a mí, estaba hasta el gorro de no poder hacerlo. Y, si os parece, me llamáis quisquillosa.