Paqui tardó en llamarme cuatro días y medio. Dos más de los que necesitó mi espalda para recobrarse de sus dolores, pues el desorden muscular que le produjo lo enmendó el masajista en diez minutos. Podéis reíros cuanto queráis, pero si esa tarde llegué a la clínica por mi propio pie fue gracias a su ciencia y a nadie más.
Para quien admira la piel lustrosa comprenderéis que aplicarse a diario sobre tumores, herpes, eccemas y toda suerte de dermatosis no sea el mejor plato que puedan darle. Las razones por las que había elegido en mi juventud la especialidad me parecieron entonces tan válidas como absurdas después. Yo había soñado con el ideal griego, y los cuerpos que llegaban a mi consulta no tenían la piel de mármol.
Imaginaos por un momento que remangáis las bolsas de quien sufre herpes entre las ingles, y sabréis lo que os digo. ¿Cómo podía entretener mis ojos en los pliegues del ano, si todo alrededor era una mancha de color violeta? Por más que a veces una de esas lesiones me permitiera bajar las manos donde no las había, no eran satisfacciones para hacerme olvidar que en todo sexo puede yacer dormida la sífilis más devastadora.
Nada os he dicho del horror que me producía enfrentarme a un pene roído de pústulas, pero cada vez que entraba alguien en la consulta caminando torcidamente yo me echaba a temblar, preguntándome si sería una llaga en los pies, o si sería un chancro como la copa de un pino. Con el tiempo me fui habituando a ver glandes deformes, bálanos con llagas, prepucios con herpes y escrotos mordidos por la sífilis, pero no tanto como para librarme de una aprensión que me hacía examinar con ojos de beata cualquier fogón, o a simular un juego con cada polla que me hacía tilín antes de llevármela a ningún agujero.
Así que, al comprender que mi salud dependía de la que gozase el último estoque que se hubiese clavado en aquel trasero, decidí encontrar un culo para mí sola o limitarme a la masturbación. Y como era imposible confiar en ninguna de las que conocía, pues se sentaban sobre el primero sin pensarlo dos veces, pasé más de un año haciéndome pajas hasta encontrar a Vicky. Sólo a ella me confié. Y las dos estuvimos de acuerdo. Vicky le temía a la enfermedad tanto como al trabajo, y no me fue difícil lograr de ella que no se corriese lejos de mí.
Pero a Vicky se la llevaron al África de los moros cinco años después, y yo me vi de nuevo ante el mismo horror. Todo un lustro de convivencia no fue suficiente para borrar de mí el repeluzno que me producía imaginarme atacada por la enfermedad, por lo que no me atrevía a clavárselo a nadie que no hubiese hecho pasar por la cuarentena. El día en que Vicky se licenció, desapareciendo incomprensiblemente en la estación de Córdoba, yo tenía cuarenta y dos años y había perdido el gusto a la masturbación. Por lo que dieciséis meses de castidad forzada, y cuantos me veía llegar encima, me hicieron reflexionar.
Lo pensé detenidamente. Y cuando decidí que la mejor medicina es la que más duele, puse en práctica mi determinación. A partir de ese día no desfiló pene por mi consulta que yo dejara sin fotografiar. Y cuanto más tumefacto, escamoso, deforme y manchado veía un glande, un bálano o un prepucio, más lo ponía ante el objetivo con la ilusión de obtener una copia en todos sus colores, sin que enfermo alguno pusiera obstáculos cuando me veía con los focos y el trípode. Así que descapullándose, remangando el prepucio, dando la vuelta al glande, o retirando el bálano para dejarme fotografiar las llagas del escroto, me ayudaron a reunir la colección más espantosa de clítoris con que había soñado hasta la fecha. Y eso que tuve pesadillas de mil colores.
Cuando pensé tener fotografiadas todas las formas en que podía hundirme la mala suerte, las hice ampliar sobre papel Kodak advirtiendo al del laboratorio que no dejase fuera ningún detalle. Así que los muslos y los vientres, las nalgas, los esfínteres y los ombligos que rodeaban al actor principal no sólo hacían de telón de fondo, sino que contribuían, con su buena salud, a hacer creer que eran desvíos de la naturaleza y que tenían tanto derecho a existir como el que más. Yo sabía que no era así y que en los planes de Dios no entra fabricar clítoris en semejante estado, pero si mis fotos lograban transformar en congénito lo adquirido por vía de contagio, detrás de eso iba yo.
Algo a lo que al principio no di importancia iba a convertirse en protagonista de esa transformación. Pues, si no les había dado instrucciones sobre el modo de colocar las manos, estas aparecían como el toque genial, y casi artístico, que hacía verosímil la naturalidad del cuerpo tumefacto. Porque aquellas manos que pellizcaban frenillos, retiraban prepucios, elevaban glandes o levantaban escrotos parecían hacerlo por pura diversión. Y como las uñas estaban más o menos limpias, y los dedos no tenían enfermedad alguna, todo el conjunto parecía una sucesión de pajas.
Construí un panel de madera y pegué las dos docenas de masturbaciones protegiéndolas con una lámina de metacrilato. Desnudé la habitación de cuanto pudiera distraerme. Enfoqué las luces de tal manera que todo quedase en sombra, a excepción del políptico, y coloqué en el centro el sillón más confortable que pude hallar, sentándome en él todas las noches sin que mis ojos perdiesen detalle.
Al cabo de unos meses de hacerlo así me había curado. Por lo que levanté la guardia, me di a follar sin que tuviese que lamentarlo y cubrí el panel con una cortinilla. Y como había adquirido el hábito de visitar aquel oratorio, coloqué en el tabique de enfrente un nuevo panel, con las fotos en blanco y negro de los capullos enviados por Vicky, y di la vuelta al sillón.
Durante el primer año gocé aquellos frutos del ingenio de Vicky noche tras noche, admirando su habilidad y su sangre fría. Porque, si yo, rodeada de instrumentos y a puerta cerrada, me las vi y deseé para conseguir los mejores efectos utilizando el color, que ella hubiese logrado unos glandes que parecían vivos con máquina de paso universal y sin más luz que la del desierto, lo tenía por milagroso. Y un milagro me parecía también que no les hubiese temblado el pulso ni a ella ni a las retratadas, vestidas de militar y con la urgencia de no ser sorprendidas. Siempre me había tenido por mejor fotógrafa, e incluso le escribí más de cuatro consejos cuando decidió ganarse un duro haciendo fotografías por los cuarteles. Pero sus tomas me hacían rechinar los dientes de envidia.
Ya sé que no es lo mismo retratar clítoris, que además de fláccidos estén ulcerosos, que aquellos bastones llenos de vigor que hicieron guiños ante su cámara. También supuse que, en cuanto al tamaño, no serían copia fiel de los originales y que buena parte de su desmesura se debería a la deformación.
Que Vicky hubiese establecido comparaciones en detrimento del mío, y hasta la duda de haberlos usado para algo más que como modelos, me tuvo tan amargada durante dos meses que no pude gozar su contemplación. Yo me sentaba de espaldas a la cortinilla que ocultaba los penes abyectos y dejaba vagar los ojos por aquellas columnas que aprisionaba el metacrilato. Y al no aparecer ninguna mano que las sostuviese en vilo, pues no necesitaban de muleta alguna, me daba la impresión que sólo aguardaban para correrse la ayuda de las mías. Y como mi desnudez se reflejaba en el metacrilato y la soldadesca la acosaba por todas partes, comparaba la hipotética longitud de sus erecciones con la que yo medía en el propio, conseguida a fuerza de muchos sudores.
Pero no creáis que aquellas erecciones me daban placer, pues antes bajaban la cabeza que sobrevenía la eyaculación. Había demasiados factores en su contra, de los cuales mi honrilla de fotógrafa aun era el menor. El primero de todos radicaba en que yo había perdido el gusto por la masturbación. No digo que no fuese capaz de correrme al cabo de algún tiempo, pero sí que me negaba a hacerlo.
Otra de las razones era el recuerdo de aquella novia que despedí en el tren. Porque yo no entraba sola en la habitación. Las cartas que Vicky me había escrito me envolvían con la tristeza de su desaparición y la soledad en que me había dejado. Aquellas cuatrocientas cartas que releía cuidadosamente, haciendo ir mis ojos de sus descripciones a los retratos de enfrente, no podían sino hacer más odiosa mi situación. Vicky había muerto, y el destino que juntas planeamos para aquellos penes no podría cumplirse. De ser animadores de nuestras veladas, se habían transformado en testigos mudos de mi soledad.
Una de las tardes en que caminaban sin saber dónde ir vi en un escaparate el que iba a ser mi juego favorito durante semanas, y también la causa de que pudiera asomarme al políptico cuartelario sin ninguna envidia ni resquemor.
Se trataba de una de esas cámaras que retratan y entregan la copia en muy pocos instantes. Yo había dispuesto hasta entonces del laboratorio de una buena amiga, a quien llevaba cualquier clase de foto; las de Vicky primero y las de mi consulta después, todas pasaron por su ampliadora. Pero a mi amiga le cerraron la tienda porque uno de los chicos que fotografiaba se lo confesó al padre, cuando este le preguntó de qué mina sacaba el dinero que le veía gastar, y yo, que sabía cómo salir de dudas sobre si aquellos que veía enfrente eran más largos que el mío o no, me quedé sin su auxilio. Sólo a otra que fuese como ella podía llevarle los frutos de mi ingenio. Y yo no la conocía.
Así que me hice explicar el funcionamiento del aparato, compré también numerosas cargas y otras tantas bombillas, y esa misma noche me encerré con ella. Y si por un momento tuve la duda de que no me viniese ninguna erección, o de que no aguantase lo suficiente, pronto comprendí que no había cuidado. Pues desde el momento en que desplegué las patas del trípode y atornillé encima la cámara, y durante el proceso de colocar la película y llevar el obturador hasta el automático, me sobrevinieron tales espasmos en la bragueta que lo elevaron como un bastón en cuanto lo saqué de los pantalones. Por lo que sin más magreos enfoqué la cámara, pulsé el automático, y me apoyé, de pie y en cueros, en el sillón.
La luz de la bombilla no me dio tiempo a componer la pose. De manera que, al tirar de la película, lo hice temblando. Muy lento al principio, mi cuerpo fue dibujándose en todos sus colores y vi que me había situado ante la cámara con menos improvisación de la que temía, puesto que, en lugar de colocarme de frente, lo había hecho de perfil, y el clítoris emergía como una viga a punto de ser cargada, proyectando su sombra sobre el sillón. Algunos segundos más y me tuve en las manos tal como la cámara me había visto: sonriente y medio calva, contenida la respiración para ocultar el vientre, y con un miembro de bálano oscuro y glande rojo que me apresuré a llevar junto a los militares.
Comparé el mío con los que me habían hecho pasar los peores ratos y, aunque fue difícil con algunos de ellos, no tardé en concluir que, si bien había uno o dos como él, ninguno lo superaba.
Ya más sosegada y segura de mí, volví la noche siguiente. Y como no hacía más de dos fotos, llegué a invertir tres semanas en agotar las poses que me sugería la imaginación. Compuse un nuevo panel con las cincuenta imágenes de aquel que no parecía cansarse nunca, y lo clavé en el tercer tabique, entre los otros dos.
De pie junto al asiento, asomándome detrás de su respaldo, tumbada sobre él con las piernas al aire, o frotándome en la tapicería, todo lo ensayó mi ingenio y el resultado estaba allí.
Yo iba de un panel a otro, incorporándome con presteza si algo que hasta entonces no creía haber visto me reclamaba junto a uno de los dos. Y, cuando volvía al asiento, otro detalle se había incorporado a mis fantasías. Y no creáis que era el cuartelario el que me atraía con mayor frecuencia, pues sus imágenes podían verse desde una distancia en que las mías eran puros borrones. Ya comprenderéis que la ampliadora de mi buena amiga no anduvo con rodeos a la hora de centrarse en los obeliscos, por lo que estos no necesitaban ser mirados con lupa para ser captados en toda su extensión.
Vosotras me diréis que bastante visto lo tendría ya. Y, si es así, os sugiero que hagáis la prueba. Porque no es lo mismo bajar la vista que admirarlo en postal. Para mí era tan distinto al que venía manipulando desde que tuve uso de razón, como si acabasen de injertármelo por aquellos días. No os extrañe, pues, que yo visitase con mayor frecuencia el panel de enfrente que aquel que entonces tenía a mi derecha, ni penséis que lo hacía así por miedo a las comparaciones. A aquel trozo de salchichón no podían negarle su grandeza las pésimas condiciones en que fue retratado, y ya me hubiese gustado ver en qué quedaban los otros sin los prodigios de la ampliadora.
Así que con una panorámica en tres dimensiones, desnuda y pasando de una carta a otra, no sabiendo si admirar el ingenio de Vicky o su constancia en crearme la ilusión de joder con ella salvando los dos mil kilómetros que nos separaban, concebía la idea de darlas a publicar. Porque, así como el clítoris me parecía más admirable en las fotografías, también las cartas iban a salir mejor en la copia impresa que en el original.
Noche tras noche, aquellas lecturas hicieron el milagro de que Vicky acompañase mi soledad. Y si por un momento pensé completar las fotografías con otras dos de ella, pronto lo descarté. Vicky y yo siempre habíamos vivido entre fantasías, y era más fantástico alterar sus rasgos a mi voluntad que tenerla colgada como había sido. Ella seguía existiendo en aquellas cartas, y en ellas debía continuar.