Desperté con un dolor que me impedía mover el brazo aunque sólo fuese para mear. Intenté incorporarme, y el esfuerzo me tumbó en la cama. Y como no creía en mi invalidez, concluí que los masajes de Paqui me habían sentado peor que mal y que sus conocimientos del cuerpo humano no se extendían más allá del sexo. Aún llevaba la redecilla, pues dormí con ella como quien se acuesta con escapulario, y ya no me servía. La buena suerte no me había durado ni doce horas.
¿Podéis imaginar mi desesperación, pensando que podría telefonear esa misma tarde, hallándome inútil para cualquier trajín? Quise incorporarme para saber hasta dónde llegar sin hacer el ridículo, y el dolor de la espalda me tumbó de nuevo. Clavé el codo y sólo logré sentarme tras unos movimientos tan inseguros que hubiesen permitido a Paqui vestirse dos veces. Por lo que me dije que estaba out, y que me convenía descolgar el teléfono.
El esfuerzo me había mareado, y cerré los ojos. Intenté inclinar la cabeza, y el dolor la volvió a incorporar. Me eché hacia atrás y quedé contemplando la redecilla y cuanto asomaba por los agujeros. Palpé los cordoncillos, y los desaté. Luego la arrojé a la alfombra. En mi estado podía prescindir de los auxilios de aquel instrumento durante las siguientes cuarenta y ocho horas. Y eso, me dije, en el mejor de los casos.
Pasé el día aplicándome ungüentos y supositorios, y como tuve miedo de conducir me hice arrastrar en taxi a la consulta. Sólo me quedaba esperar dos cosas: que Paqui no llamara estando yo así, y que los potingues hicieran su efecto.
Pero el día siguiente no me regaló con la mejoría que yo soñaba. Así que, habiendo heredado de mi madre algo más que pendientes, me fui a los masajes donde curaron en mi niñez algunas indigestiones y torceduras.
Bajé del autobús y dudé qué calle tomar, pues recordaba haber visto por los ventanales casitas con jardín en la acera de enfrente. Y al asomarme a la primera esquina, vi un grupo de chalets detrás de cuyas verjas se soleaban jazmines y ficus, y algún limonero.
—Perdone —dije en la panadería donde entré—, ¿hay en esta calle una clínica de masajes?
—Tres puertas más abajo —me respondió la mujer, sin apenas mirarme.
De las cinco personas a quienes me uní, dos parecían el padre y la madre de los dos niños. Quien completaba el quinteto era una mujer aún más vieja que yo, con un bolso de compras.
—Estoy dando vueltas desde las ocho sin encontrar el sitio —decía—, y ahora no contestan al timbre.
—Pues seguro que están arriba, porque abren a las nueve.
Quien había hablado era la madre de las criaturas, a las que el padre, fornido y con barba, ayudaba a comer pasteles de crema. Si lo que padecían era indigestión, la madre que yo tuve no les hubiese dado una cosa así.
Entré en el portal tras el último de los niños. Y al hacerlo en la clínica, no la reconocí. Habían cubierto las paredes con láminas de plástico imitando pino, y unos silloncitos de madera con brazos de hierro apoyaban en ellas sus respaldos. Un ventanal dejaba entrar la luz del patio interior. Un vano de puerta se abría en la pared sin sillones. Y cuatro de estos bordeaban otra abertura camino de la clínica donde me ayudaron a cagar más de un empacho.
—¿Quién es la última? —pregunté.
—La última soy yo —me contestó una mujer.
Me senté junto a ella y la miré. Tenía alianza de oro en uno de los dedos, y era de piel tan blanca que en algunas partes se veía cerosa. Pensé en los fermentos que almacenaría y en sus gorgoteos al montarla el marido, y me alegré de no estar casada.
Frente a mí, con la cabeza al aire del ventanal, se sentaba una gorda de piel blanca y tobillos hinchados que, si en aquel momento calzaba sandalias, no siempre lo había hecho así, pues dos gotas de mercromina le escurrían hasta los talones. A su lado se sentaba algo así como un hombre que hacía lo posible por no parecerlo. Las sandalias apenas podían con sus pies. Y al remangarse los pantalones dejándonos ver los gemelos más cortos y anchos que haya podido criar la naturaleza, a mí me produjo un sobresalto del que logré salir diciéndome que no entraría en la cama con aquel hombre aunque fuese mujer.
Si el de las pantorrillas sudaba a mares, el que no hacía más que escuchar parecía tener tanto frío que su nariz se transparentaba como los lentes que llevaba encima. Estaba ya por decir que los dos hilos de alambre que ocultaban sus pantalones no podrían con los ataúdes que llevaba en los pies, cuando se levantó.
Miré el reloj. Habían transcurrido dos horas y empezaba a sentir angustia. Nunca me han gustado los hospitales, y allí había tanto enfermo a la vista como en el que más.
Pensé en el aire de los ventiladores, y me incorporé. Apreté el botón y las aspas no respondieron.
—Sólo se pone en marcha desde la clínica —me dijo una de las mujeres, de las que se habían juntado más de docena y media.
Por el mismo vano que lo había engullido apareció el enfermo de los zapatones. Las dos puntas del cinturón le colgaban a derecha e izquierda, y su cuerpo parecía a punto de troncharse por la cintura. Las gafas se le habían escurrido. Y las orejas parecían dos manchas de tinta sobre un papel. Arrastró los pies por el suelo color manteca, y fue a sentarse en el sillón. Al de las pantorrillas y a su mujer los habían llamado momentos antes, y él quedó con la cabeza baja y la vista en el suelo, pensando, sin duda, acostarse en él.
Una mujer con batín blanco se asomó a la puerta y dijo:
—La siguiente.
Y como era yo me dirigí a la consulta.
La mujer debía estar en los sesenta años, y su pelo iba del blanco al rubio sin que le faltaran otros muchos colores. Su cuerpo era macizo. Y en cuanto a las piernas no podía quejarse, si sólo las quería para mantener en vilo su corpachón. Pensar que aquel alud de carne podía caerme encima me dio escalofríos, hasta que la vi meterse tras el biombo donde la esperaban.
Una mesita separaba dos sillas, en una de las cuales se sentaba un hombre. En otra igual que las anteriores estaba el masajista. Con una mano le sobaba el vientre. Y con la derecha un cigarro puro.
—Siéntese, siéntese —me dijo, señalando la silla.
El otro llevaba los pantalones desabrochados y un vientre tan puntiagudo como una pera. Las friegas debían indicar a las heces el camino del recto. Pero me dije que sobraban caricias, y eso me animó.
Sus pies apuntaban a la pared de enfrente, en la que colgaban tres diplomas encima de anaqueles con vendas y pomadas, cajas de analgésicos e inyectables de los que debía intentar olvidarse cerrando los ojos.
—¿Qué le pasa? —me preguntó el masajista.
—Que tengo un dolor en la espalda que no me deja mover el brazo —le dije yo.
—¿Algún esfuerzo? —volvió a preguntarme, sin que su mano descansara un momento.
—No lo sé, porque esfuerzos no he hecho ninguno —le dije.
—Bien, ahora lo veremos, me dijo él. Y añadió: Entonces, ¿no es nada del vientre?
La mujer del batín apareció a mi izquierda secándose las manos, y me estudió.
—Sí, eso también —me apresuré a decirle.
—Bien —me dijo él—, siéntese aquí y vamos a verlo.
Hice como indicaba, soltándome los pantalones, y me dejé tocar. La mano me apretó el ombligo y el hombre comentó:
—Esto va mejor.
Creí que se refería a mí. Pero el otro torció la cabeza y dijo:
—Sí. Ayer hice ya tres o cuatro bolas.
—Con dos masajes lo soltará todo —afirmó el masajista.
Su mano se detuvo. Apretó con fuerza y dijo:
—Debe ser cosa de nervios. ¿Ha tenido algún disgusto comiendo, o recién comido?
Si hasta ese instante no me había pasado por la cabeza que el masajista supiese distinguir lo sano de lo enfermo, sus preguntas me preocuparon.
Así que, uniendo a su diagnóstico la verdad de mi encuentro con Paqui, le dije:
—Seguro que es eso, porque anteayer tuve mucho trabajo.
—Pues ahí lo tiene. No toco nada que lleve retenido más de ese tiempo.
Resbalando sobre los polvos, la mano continuó. Y como su izquierda hacía otro tanto, llevando ambas el mismo compás, tuve que distraerme con la lectura de los tres diplomas. Me era difícil no pensar en el otro. Y sólo su estado físico y las descripciones a que se entregó lograron sacar su clítoris de mi cabeza. Siempre podría justificar mis sonrisas con el cosquilleo. Pero no que a una enferma se le pusiese duro en la silla de operaciones.
En esto salieron las del biombo:
—¿Puedo trabajar en algo?
—Con atender a su hija y a su marido ya tiene bastante —contestó la del batín.
Y la enferma, que había metido la mano en el bolso, dijo:
—¿Cuánto les debo?
—Trescientas pesetas —dijo el hombre, hundiéndome la mano en el mismo punto que a mi vecino.
Aquello me hizo pensar que, si las tarifas de semejante clínica no distinguían sexos, no habría en la ciudad quien rae alegrara el clítoris por tan poco.
La mujer del batín cerró la puerta y se quedó de pie. Así que, al dar el masajista dos golpes en el vientre de mi vecino, comprendí que iba a disfrutar yo sola de las delicias del tratamiento.
El hombre se arregló la camisa, se ciñó la correa y cambió algunas palabras con la del batín, ninguna de las cuales se refirió a dinero.
La mano del masajista no cesó de dar vueltas a los muchos metros de tripas sanas que tenía debajo. Y aún hizo más. Porque si lo suyo era empujar hacia el culo los cagajones, lo que intentó con los míos fue sacármelos por la boca.
—Listo —oí que me decía. Y sin recurrir a las palmadas de despedida, añadió—: Vamos a ver esa espalda.
Dejé mi mente en suspenso y me abroché el cinturón ante la cabeza de una mujer que me lo miraba con sus ojos vacíos. Y como estaba en lo alto de una vitrina, detrás de cuyos cristales se guardaban toda suerte de supositorios, grageas, vendas, pomadas e inyectables ajados por el uso me dije si no serían exvotos de cada una de las agraciadas por la taumaturgia del masajista.
Mientras yo admiraba su colección, el hombre corrió las cortinillas y me hizo pasar al biombo.
—Siéntese aquí —me dijo, poniendo sus manos en una banqueta sin respaldo.
Me miré la cara en un espejo surcado de rayas negras y me quité el jersey y la camisa, dejando que me examinase mientras buscaba donde colgarlos. Cuando hizo que me sentara, coloqué ambas prendas en mis rodillas. Ni yo encontré percha alguna, ni él me dijo dónde encontrarla.
—¿Le duele? —me preguntó, tirándome hacia atrás los dos hombros a un tiempo.
—No. Así no —le dije, haciendo lo posible por ayudarle.
De pronto comprendí que aquel hombre era otro, pues a quien me anduvo por la barriga yo lo recordaba como a mi propio padre.
—Tiene un ligero esguince —me dijo—. Es muy poco, y creo que con un masaje lo aliviaré.
Calló de nuevo, y volví a pensar en el absurdo que me había llevado a él. ¿Cómo no se me había ocurrido que del brujo de mis empachos no debían quedar cenizas?
—¿Ha tomado analgésicos? —me preguntó.
—No. Sólo me he puesto Tantum un par de veces —le contesté.
Cuando el hombre creyó que todos los músculos estaban en su sitio, pasó la mano sobre ellos repetidas veces y dijo:
—Bueno. Esto ya está. Siga con el Tantum al levantarse y acostarse. Y si la semana que viene nota molestias, venga por aquí.
—Yo debo ser el decano de esta casa —le dije, poniéndome la camisa.
—Puede ser —oí que decía la del batín—. Este mes hace treinta años que murió papá.
Me cobraron cuatrocientas cincuenta pesetas, y me marché.