Mantuve el dedo junto al botón, hasta creerlo con fuerzas para no huir del timbrazo en el sexto piso, y lo apreté.

La voz que respondió desde el altavocillo parecía estar aguardándolo. Era, por sí sola, una invitación a entrar. Y fue lo que hicimos cuando el clic eléctrico nos abrió el portal.

La madam nos aguardaba a mi dedo y a mí a la salida del ascensor. Y en el silencio de aquel rellano, le supuse veintiséis años de vida y un cuerpo para abrazarse a él.

Vestía traje de chaqueta, y una corbata con alfiler se interponía entre sus pectorales. Y como estos le abombaban las solapas, y los hombros y la nuca que le vi por detrás eran los de una atleta, me dije que de tal masajista sólo cosas buenas cabía esperar.

—Usted dirá —me dijo, sonriente.

Me había hecho sentar en un sillón, frente a una mesa con tapa de cristal, en cuyo centro se alzaba el búcaro con claveles rojos. Ella se sentó al otro lado y miró las botellas de licor y los cubitos de hielo del carro próximo. El salón olía a perfume, a vapor de agua y a gel de baño.

—Pues, nada —le dije—, que he leído su anuncio y he venido a ver.

Un bigote tan denso como postizo, sobre el que resbalaba la punta de su nariz, le cubría el labio. Un adorno del que debía estar satisfecha, aunque no se lo acarició ni una sola vez.

—Muy bien —me dijo, montando una pierna sobre la otra, como previendo que nuestra conversación podría ser larga—. Usted ya sabrá cómo es esto, ¿no?

Sus ojos eran pequeños, marrones y vivaces. Su cabeza, pequeña también, y la oscuridad deslumbrante de su piel, de poros muy abiertos, le daban cierto aire exótico que me hizo tartamudear:

—No. Verás… Verá. Bueno, yo es la primera vez que vengo a un sitio así.

Era una invitación a dejarme engañar, pero yo estaba resuelta a no salir de allí sin probarlo todo, y no me importaba el billete de más que pudiera cobrarme.

La joven tenía cicatrices a un lado de la frente. Y el aire turbulento que los costurones añadían al rostro, ya de por sí inquietante, y los cuatro pelos de sus fosas nasales que no cesaba de tironear, me produjeron un vaivén en la tripa.

—Bueno, pues es sencillo —me contestó—. Un masaje con ducha cuesta cuatro mil. Un masaje con ducha y coito, seis. Y un masaje con ducha, coito y baño, ocho mil. Puede elegir lo que prefiera. Ahora yo llamaré a las chicas, y usted me indica la que más le guste.

No quise anticiparle «mi elección eres tú», y asentí.

Apretó uno de los botones que asomaban de una caja de plástico sobre el carrito, y me preguntó:

—¿Le sirvo de beber?

Y como no hago nada sin pensarlo antes, me vi a mí misma coger la copa temblándome la mano, y le dije que no.

La primera ninfa que abrió el desfile tal vez tuviese más de diecisiete años, pero no se los vi. Llevaba puesto un bañador rojo y tenía los brazos y las piernas largos y finos. El cuerpo, que debían habérselo bronceado a fuerza de lámparas en aquel mayo cargadito de nubes, le concluía en una cabeza tan parecida a la de aquella que me la presentó como Paqui que me pregunté si no serían hermanas. Paseó dos veces por delante de mí los perfiles de una y otra nalga, pues el bañador apenas se las cubría, y, al despedirse con un beso en mi boca, vi que no tenía un solo pelo en la piel.

La siguiente en entrar se llamaba Luisa, y era más alta y recia que la anterior. Ancha de hombros, de cabeza fuerte y pelo rizado, grandes cejas en arco, ojos azules, y un par de labios que estimé de primera cuando besó los míos. Si Paqui paseó descalza sobre la moqueta, esta lo hizo calzando zapatillas, muy por encima de las cuales se cubría el sexo con un pantalón de deporte del mismo color. Entre una y otras prendas había vello, ensortijado y rubio, para hacer dos peluquines como el de Josi.

El tórax y los brazos se los cubría una camiseta blanca, sin ningún adorno. Pero era tal el paquete de músculos que se le agitaban al caminar, del pantalón abajo, que bien podía imaginarme los que ocultaba la camiseta.

—¿Qué le parecen? —me dijo, cuando la llamada Luisa cerró la puerta.

Fue una tontería prolongar el desfile, y a mí no me hizo ningún favor. Aquella madam conocía su oficio y debió comprenderme mejor que nadie en cuanto puso sus ojos en mí.

Pulsó de nuevo uno de sus timbres, y oí ruido de pasos en algún lugar.

El nuevo figurín que se me ofrecía entró caminando desde el pasillo. Y si no vestía en la boutique de Manoli, no sé en qué otra podría hacerlo.

Llevaba traje completo de color caña, corbata a tono, zapatos marrones, tan relampagueantes como dos espejos, y un rostro de yatchman encima del cual no peinaba canas gracias al tinte que se las cubría.

Tuvo el buen gusto de despedirse sin el beso protocolario, y se lo agradecí. Por mí ya podía atarse una piedra al cuello e irse a buscar tesoros al fondo del mar, que yo no estaba allí para darme el pico con ninguna anciana.

Volví a escuchar pasos en el corredor, y me dispuse a cerrar los ojos a quien pudiese entrar.

A todo esto yo no podía perder un minuto, pues mi consulta se abría a las cuatro y aún ignoraba el número de ninfas que aguardaban su oportunidad en aquel mundo de puertas y pasillos, el tiempo que duraría la sesión que aún no había pagado y si estaría libre la de mi elección, pues era muy improbable que no hubiese acudido más clienta que yo.

Pronto iba a salir de dudas, puesto que la edad de quien irrumpió en la sala parecía poner punto final al desfile. Pues, si aún no estaba en el acto final de su propia vida, no debían faltarle muchos capítulos.

En su juventud debió parecerse tanto a la llamada Paqui que bien podía tomárselas por madre e hija, llegando su parecido a tal extremo que las dos se llamaban igual.

Francisca, pues ese era su nombre, debía vestirse donde Alejandra, aunque con aire más juvenil. Lo que no servía para disimularle un año de los muchos que le sobraban. En lugar del complet que luciera aquella, Francisca se había echado un suéter azul cielo que cubría los hombros de su camisa. Y, a fin de que no le faltara ningún detalle, se había colgado un collar al cuello cuyas cuentas no parecían de vidrio, aunque tampoco mucho más valiosas.

Un pantalón vaquero, que ella paseaba como de smoking, le cubría las piernas y buena parte de unos zapatos de color violeta con los que yo no me hubiese atrevido a caminar por la calle.

Paseó dos veces por delante de mí, haciéndome admirar su buen estado de conservación, y la imaginé malgastando en ejercicios físicos las fuerzas que no utilizaría poniendo el culo. Yo, desde luego, poco iba a fatigarla. Ni tampoco pude imaginarme quién, hasta dar con los nombres de mis tres pavas.

Y como estaba pensando decirle a Josi que se diera una vuelta por el salón y preguntara en él por doña Francisca, apenas supe si lo que me dio fue un beso de protocolo o un morreo de lo más vulgar.

—Bien —me dijo la madam, cuando dejamos de oír el taconeo de aquella madre de todas—, ¿ha elegido ya?

Creí que sí, y no dudé en decírselo.

—¿Tú trabajas? —le pregunté.

—No, no —sonrió—. Yo estoy retirada.

—Pues con ninguna entraría mejor que contigo —insistí.

—Pero no puede ser —me dijo con firmeza—. Yo estoy jubilada y jodo con quien quiero. Alguna le habrá gustado, ¿no?

Os parecerá extraño, pero en ese instante me serené. E incluso llegué a aceptarle el whisky con hielo, segura de que la mano no me iba a temblar.

—Siendo así me quedaré con la primera —le respondí.

—Muy bien —me contestó, incorporándose—. Continúe bebiendo mientras digo que se prepare. Póngase a gusto, que está en su casa.

Para mí se limitaba hasta entonces a aquel salón, una de cuyas puertas cerró tras de sí al salir en busca de mi futuro, y a la parte del pasillo que veía desde el sillón. Las dos ancianas de mi misma edad habían salido por la otra puerta, y unas cortinas de paño grueso tapaban el ventanal que debía abrirse, por la derecha, a un patio de luces desde el que llegaban las voces y la música de un televisor. Durante el tiempo que duró su ausencia, que no fue mucho, estuve acompañada por mi propia imagen reflejándose en el espejo de un gran aparador, cuando la puse en pie, sobre el que descansaba un cestillo de cerámica con frutas de cera.

Al regresar con Paqui, esta llevaba consigo dos toallas y el mismo bañador, además de dos zapatillas que sentaban divinamente a sus dos tobillos.

—Bien —me dijo la madam—, sólo falta que usted elija cómo quiere hacerlo. Ya le he dicho de qué va, y los precios. ¿Qué le parece?

Y yo, que hubiese dicho que el máximo y aún más, de habérmela podido llevar del brazo, le dije que lo segundo. Si el coito era lo que me había empujado allí, y no me veía envuelta en espuma con la del bañador rojo, que se me escurriría como jabón, ¿qué otra cosa podía hacer?

El cuarto de aseo donde me condujo estaba provisto de una gran bañera de porcelana rosa, un bidé con los grifos dorados, lavabo y toallero, y dos espejos, uno frente al otro, que comenzaban a los pies de la alfombra y concluían a la altura del cuerpo humano.

—¿Quiere que la desnude? —preguntó Paqui, yendo a colocarse descalza sobre la alfombra.

—Claro —le dije yo, sacando los pies de los mocasines y situándome frente a ella.

Levanté los brazos para que pudiera estirar del jersey, y, cuando comenzó a desabotonarme la camisa, le puse las manos en la espalda y comencé a bajarlas.

Estaba a punto de alcanzar las nalgas cuando alguien llamó a la puerta y entraron la madam y sus cicatrices.

—Perdone —dijo desde la entrada—, pero se me había olvidado que, si quiere tomar alguna cosa, Paquita se lo traerá.

—No, muchas gracias —le dije yo, deteniéndome.

Me sonrió, cerró la puerta y volvió a abrirla.

—Si le pone vaselina, deje que lo haga. Es muy joven.

Yo quedé inmóvil, por si la abría de nuevo, pero Paqui no. Así que retiré las manos de su espalda y me dejé quitar la camisa.

He de confesaros que oír vaselina despertó al que llevaba dormido, y que no parecía querer despabilarse. Amagos de erección los había tenido, pero empecé a perderlos al pulsar el timbre, acabaron por disolverse durante el desfile, y sólo volví a recuperarlos al presentir que podía conseguir que Paqui no olvidara haber jodido con un buen rabo.

Tentada estuve de hacerla volver y darle un toque sin vaselina, como me ordenaba el patrón de abajo. Calculé dónde pondría sus manos mientras se lo hincaba, y vi un punto de apoyo.

Y al ir a soltarme el cinturón delante del espejo me vi a mí misma espolear a Paqui sin el consuelo de la vaselina, y la hice dar la vuelta.

Nunca me arrepentiré bastante de no haberla montado frente al espejo. Pues allí estaba Paqui —la equis de mis sueños— sorprendida por mí a punto de ducharse, dócil, e incapaz de oponer, no ya un manotazo, ni siquiera un grito que me hiciera forcejear.

Pero ya os lo he dicho: no soy de las que actúan sin pensarlo dos veces, y eso me perdió. Pues si le eché los brazos al cuello dejándome desnudar, no fue por falta de un buen aguijón.

Y ella debió comprenderlo así, porque se incorporó, tras lamer el slip, y dijo:

—Lávese.

Que le dijera eso a una que se bañaba a diario, que se llevaba los dedos a la nariz cada vez que se la palpaba tratando de oler restos de sudor u orinas, que se había cubierto el clítoris de desodorante y el vello de perfume, me sorprendió más por su desgana que por la sospecha de haber olido a cuerno cuando la atraje hacia mí.

Pero fui obediente, y ese fue el principio de que las cosas se pusiesen mal. Porque, al bajar yo misma el slip y mostrarle una lanza de emperadora, en lugar de obligarla a sucumbir ante ella, me senté en el bidé de los grifos dorados, dejando correr el agua sin poner el tapón y sin que la mojase.

Fue una precaución inútil, pues en seguida la vi amustiarse, y ni el agua caliente, ni las caricias que le prodigué, lograrían que impresionase a Paqui cuando caminé hacia la puerta donde aguardaba.

Yo no me había fijado hasta entonces en que el cuarto carecía de inodoro, y que en el rincón donde este debía alzarse había una puerta que la cortinilla que levantaba Paqui me había ocultado.

La habitación contigua no era mayor que la otra, y parecía el resultado de la división de una pieza más grande. Una mesa de masajista, casi pegada a la pared de enfrente, y una cama con colchón y sábanas, adosada al tabique de separación, constituían todo su mobiliario. De unas perchas de cerámica colgaban las dos toallas de Paqui, y unas ligas de seda con pompones.

—¿Le pongo crema para el masaje? —me preguntó, dejando caer la cortina.

Yo miré su bañador rojo, y pregunté:

—¿Por qué no?

—Porque hay quien lo prefiere sin.

—Y eso, ¿por qué?

—Porque dicen que huele mucho, y se lo notan en casa.

—Pues por mí no te preocupes, y ponte lo que quieras. Y quítate ese trapo, si es que entra en el programa —le dije.

Ella obedeció. Y, al dejar caer el bañador hasta el suelo, donde lo pisó con los pies descalzos, vi lo que no esperaba. Paqui se había rasurado el vello tan perfectamente que todo su cuerpo, desde la frente a los talones, parecía de cera. Y aunque pasé mis dedos por el afeitado, sólo rocé un poco en los cascabeles.

Mi clítoris se hundió entre las nalgas, blando como una esponja, y la sirenita fingió unos temblores que no me engañaron.

—¿Por qué te has afeitado? —le pregunté.

—Algunas nos prefieren muy jovencitas, y yo siempre lo he llevado así —me contestó.

Le di la vuelta. Me puse de rodillas ante su vientre y me llevé a la boca aquel trozo de carne desprovisto de vida. Lo paladeé mientras frotaba mi nariz contra los poros recién rasurados, y lo abandoné a su suerte con buena parte de mi saliva.

—¿Quiere acostarse? —me dijo, señalando la mesa.

Si mi espadín hubiese tenido entonces la arrogancia anterior le habría tapado con él la boca. Pero no era así, y quise darle la oportunidad de ponérmelo a tono.

Agarré sus muñecas, le estampé dos besos en una y otra mano, y me acosté en la mesa.

—Póngase boca abajo —me pidió, antes de alejarse.

Yo lo hice así. Y, al regresar con un tarro de color azul, cerré los ojos.

La crema estaba fría, y me estremecí. La extendió lentamente por espalda y glúteos, permitiendo que mi mano izquierda le sobara el clítoris, y, cuando me tuvo bien embadurnada, cerró el tarro y comenzó a frotar.

Durante diez minutos, Paqui prodigó a mi espalda la misma clase de favores que hubiese esperado de un curtidor de pieles. Si todos sus afanes iban dirigidos a que me corriese, del fracaso de sus esfuerzos sólo su torpeza y mi forma de ser fueron los responsables.

Mientras me masajeaba con entusiasmo, y yo le acariciaba el cuerpecillo, estuve pensando si nuestra relación sería la correcta y si no convendría que yo fuese la curtidora. Pues si Paqui no era capaz de despertar en mi cuerpo la menor inquietud, yo me comprometía a suscitarla en el suyo.

El solo pensamiento de aterrorizarla me la empinó. Y, si no llegó a más, fue porque sus dedos empezaron a ocuparse de mis dos nalgas. Por la forma de atacar mis carnes, y por su empeño en separar ambos hemisferios como si quisiera estudiar a fondo los repliegues de su floresta, supuse que su desaliento tenía un límite y que Paqui urdía el asalto final. Así que, al decirme sus manos que abriese las piernas de par en par, supe muy bien lo que ocurriría a no tardar, aunque sus dedos tornaron a estrujarme las ancas en un movimiento de vaivén, más dirigido a masajearme el coño que a ellas mismas.

Pese a no estar haciéndolo del todo mal cuando se abrió la puerta, siempre tendré la duda de sus resultados. Porque el débil sonido de la falleba, al otro lado del tabique, no sólo destruyó el encanto que nos envolvía sino que me hizo recordar a los enfermos que me aguardaban. Y como la puerta volvió a cerrarse con igual sigilo, y Paqui dejó de calentarme el culo, supuse que sería señal convenida, y que no habría en la casa más duchas y mesas que las ocupadas por ella y por mí. Lo que no dejó de sorprenderme un poco, pues yo no entraría en un retrete recién rociado de vapor de agua ni por todos los culos del universo.

Durante el breve reposo que dio a mis ancas, oí que Paqui abría el tarro. Pero el nuevo acopio de lubricante no les estaba destinado a ellas. Aquella ninfa debió pensar que con mariconas de mi plumero era inútil andarse por las ramas, y me hundió el dedo índice cuanto dio de sí.

Si nunca os ha sucedido quedar expectantes al primer puntazo, ya es hora que lo probéis. Pues eso sentí yo al penetrarme el dedo, y puse de mi parte todo cuanto supe, imitando el vaivén y alzándole la grupa para que lo hiciese a su comodidad, pese a que dedos como el de Paqui yo podía albergarlos de cinco en cinco.

Pero a su mano izquierda no le dio descanso, y en eso se equivocó. Porque, al apoyarse en mi rabadilla y separar las carnes de uno y otro lado, lo hizo con tal fuerza que tuve que cesar todo movimiento. Paqui no lo necesitaba para calarme a fondo, y a mí me puso de lo más cansada.

—Déjalo —le dije—, o no acabaremos nunca.

Paqui retiró la mano y se quitó un dedil que ni yo sabía que llevara puesto, ni creáis que fue el asco el que se lo hizo usar. ¡A buena hora iba a consentirle que andara con remilgos, la madam!

Paqui había dejado crecer las uñas y se cuidaba las manos de tal forma que bien podía imaginármelas al extremo de unos encajes. Mirándola bien, a poco que enmendaran los mínimos disparates que había cometido la naturaleza, pronto podrían hacerla desfilar como modelo de alta costura. Y si de momento el filo de las uñas le imponían el uso del dedil, puedo aseguraros que deben estar haciéndole un gran papel.

—¿Vamos a la ducha? —me preguntó.

Eché una ojeada a la cama próxima y me palpé la espalda con la seguridad de que ni sus poros, ni un millón más que hubiese tenido, habrían sido capaces de absorber toda la crema con que los regó. Sentí un escalofrío y le dije que sí.

Hice a un lado la cortina y resbalé en el suelo de la bañera, teniendo que agarrarme a los grifos para no caer. Y hasta es posible que hubiese acabado por romperme un hueso, de no apoyarme en Paqui con la otra mano.

—¿Por qué no ponéis algo en el suelo? —le pregunté, pensando en las flores de plástico que pegué en la mía.

—Porque son un engorro, si te han pedido con baño —me respondió.

—¿Un engorro? —dudé.

—Sí, porque, si usted me pide que me acerque, estando las dos acostadas, a ver cómo me escurro yo si hay algo en el fondo…

Me costó asimilar lo que estaba diciendo, pero recordé que de algo parecido se quejaba Vicky en la urbanización, y lo comprendí. De cualquier forma, y no habiendo pagado más que los servicios de seis billetes, seguí agarrada al grifo y le dije, volviéndome de espaldas, que tuviese a bien librarme de aquellas mil pesetas de grasa que la cubrían.

La oí manipular los grifos de la regadera. Y cuando se cansó de salpicarme, probando y reprobando la temperatura, me dejó caer los chorros por la cabeza. Yo los dejé correr, retirándome el agua de los ojos. Y al preguntarme si estaba buena, le dije que sí.

Durante un buen rato me estuvo sometiendo a un masaje más rudo, violento y áspero que el anterior. Debía haberse puesto manopla de pita, en lugar de hacerlo con una esponja, y el gel que combatía la grasa, o no sacaba espuma en el primer momento, o era muy escaso, porque temí que me desollara.

—No aprietes tanto, que no soy de madera —le dije.

Ella obedeció. No creo que en aquel palacio tuviesen libro de reclamaciones, pero la posibilidad de que yo cruzase unas breves palabras con la madam, a propósito del servicio, debió alterar el curso de su mano y restarle vigor.

Paseó después su desengrasante por las dos nalgas que yo ofrecía, habiéndome hecho probar su aspereza alrededor del clítoris y, al intentar hundírmela entre la regata, le dije que no. Por la espuma que vi correr a mis pies yo debía parecer una pepona de nieve.

Volvió a cerrar los grifos, y me di la vuelta.

Paqui había dejado la manopla medio dentro, medio colgando de la jabonera, y se ocupaba en destapar uno de los frascos de champú.

El champú era pastoso, marrón, y estaba frío, y ella me descargó dos chorros en los pezones, procurando que su mano libre no lo dejase escurrir. Por no ablandar las uñas, o por no hacerme sangrar con ellas, sus dedos formaban ángulo con mi piel y sólo la palma de la mano restregaba el champú. Si era así como me había trabajado la espalda, las razones de mi desaliento estarían más que justificadas.

Mientras parecía absorta en calcular el peso de mis tetas, elevándolas y dejándolas caer, yo centré mi atención en las suyas y en todo su cuerpo, que le bajaba, desde los hombros a las caderas, en dos líneas verticales. La grasa de sus pocos años le redondeaba músculos y tendones, y se agitaba, al llegar al abdomen, con temblores de gelatina. Los pezones, cuyos extremos parecían pequeñas cabezas de alfiler, tenían un tinte rosado, y, lejos de aplastarse contra la carne, que se inflaba en unos pectorales de lo más femeninos, estaban ahuecados igual que costurones. Parecían dos pequeñas bolsas esperando que alguien las rellenase.

Se los acaricié, distendiéndolos repetidas veces mientras hacía lo propio con uno de los míos bien rebozado en champú, y la miré a la cara. Al principio tomé por mancha aquella cosa bajo el ojo izquierdo, en el arranque de la mejilla. Pero, al tocarla, y al esquivar mi gesto, comprendí que no.

—¿Qué es eso? —le pregunté.

—No lo sé. Creí que era un granito y lo arranqué con la uña. Me hice un poco de sangre, y a los pocos días se puso negro y cada vez lo tengo más grande. Me han dicho que es un lunar.

Me dije que probablemente no sería gran cosa y que una coagulación la libraría de él, pues de lunar no tenía nada, y menos de gracioso. Y así iba a decírselo cuando pensé en las aprensiones que algo así despierta, y decidí explotarlas.

—Pues yo me lo haría ver —le dije.

Había sembrado la semilla, y no tardó en germinar.

—¿Usted cree que puede ser algo? —me preguntó.

El algo a que se refería le produjo un estremecimiento. Si el cuerpo de aquella orate era para mí un hallazgo, el tema de la verruga me lo podía situar en casa sin más ofrecimientos que el de mi ciencia. Estábamos ya a mitad del programa que había pagado con los seis billetes, y la ocasión me venía al pelo.

—¿Usted cree que puede ser malo? —volvió a preguntarme.

—Tanto como eso, no —le dije—. Pero habría que hacerlo analizar, antes de tocarlo.

De nuevo le tembló el abdomen, y la mano se paralizó. Volvió a frotar y me miró fijamente, tratando de adivinar lo que aún callaba. Ni siquiera Vicky hubiese reaccionado así.

—¿Y cómo se analiza eso? —preguntó.

—Bueno —le contesté—. No es difícil. Se corta una porción pequeña y se lleva al laboratorio.

De cosas de mujeres sabréis más que yo, pero no de decirle lo más adecuado a cada enferma.

Y Paqui lo estaba, aunque no de donde temía. Dolencias como la suya no matan a nadie, mas a mí podían hacerme resucitar.

—¿Y tendrían que anestesiarme?

—Un poco de éter. O anestesia local. Ya veríamos —le contesté.

—¿Una inyección en la cara? —me preguntó, haciendo muecas.

Yo llegué a sentir vergüenza de mi propio estoque. Que aquella ninfa estuviese al desmayo y que la erección lo hiciese tropezar con el que ya no era ni dedo meñique, me hubiese subido los colores de no estar ya roja de excitación.

—De una inyección de Novocaína sólo se nota el pinchazo —le dije, dando por seguro lo más espantoso.

No puedo deciros los gramos de terror que le metí en el cuerpo, pero a mí me parecieron tantos que la erección le hizo bajar los ojos.

—¿No me estará asustando? —me preguntó, tirándome el pellejo atrás.

—No, no —le aseguré—. Pásate por mi clínica cuando quieras, y verás qué fácil.

—Es que a mí eso de las inyecciones… —me dijo, sin dejar de arrugar y desarrugar.

—Inyecciones, u otra cosa. Dos bocanadas de éter, y ya está —le dije.

—Pero a mí me han dicho que es peor al despertar —me dijo.

Paqui había sumergido mi pez espada en un estanque de champú, y todas las prisas con que la puerta pareció acuciarla se le habían borrado de la cabeza. Para ella sólo existían la verruga —cancerígena, a no dudar— y aquel monstruo que buceaba en un piélago viscoso.

Se lo paseó repetidas veces por el abdomen con una mano, mientras la otra hacía de cuenco bajo los cascabeles, y, cuando lo vi tan pintarrajeado por el marrón como yo lo estaba, le dije:

—La gente exagera, y no sabe de qué habla. Yo te aseguro que no te enterarás.

Y eso, que hubiese dado ánimos a la más cobarde, pareció dárselos también, demostrándome que sus conocimientos acerca del clítoris eran tan profundos como su ignorancia.

Sus uñas siguieron con el capullo, y pronto me hizo ver que no las llevaba por compromiso. Cada vez que lo rasguñaban, yo sentía tal suerte de convulsiones que cerré los ojos presintiendo que en una de ellas me iba a correr.

Que fue lo que hice cuando adiviné que su onceavo dedo se había endurecido y colaboraba con los otros diez.

Y yo, que le había pasado los brazos por los hombros y apretaba mis pechos contra los suyos, habiendo retirado el culo para no entorpecer sus habilidades, me mantuve así sintiéndome temblar. El blanco de mi flujo y el marrón del champú siguieron combinándose mezclados por ella, quien sólo se detuvo cuando dije basta.

Dejé de estrecharla y le besé la boca, llenándome la mía con el sabor de gel. Y en ese instante, ensopadas de agua, de semen, de champú y de gel, la hubiese sacado de aquel palacio ante los ojos de la madam.

—¿Quiere que vayamos a la cama? —me preguntó.

Ya me había secado, primero con una toalla y después con otra. Y sea por haberme masajeado con esta última, o por haberme corrido sin ningún esfuerzo, mi clítoris no parecía tener bastante y hacía amagos de ponerse tieso. Ni Paqui merecía tanto, ni él era capaz de tanta proeza. Por lo que deduje que sólo lo impulsaba la vanidad y opté por una salida airosa.

—No, no. Ya iremos otro día —le dije yo.

Pero ella, que debía tener en gran estima su puesto de trabajo, no parecía querer dejarme así como así.

—Pero usted ha pagado un coito —me recordó.

—¿Y qué? —le dije.

Al ofrecerme el slip con ambas manos, como diciéndome que de mí dependía la decisión, le puse las mías en los hombros, empujándola hacia abajo, y flexioné las piernas.

Si la sensibilidad de aquella ninfa era algo que aún estaba por ver, pronto me iba a sacar de dudas. El slip comenzó a ascenderme por los tobillos cosquilleando la piel, y las manos de Paqui, que lo empujaban desde el interior, lo ajustaron por detrás a las nalgas, dejando el mondongo al aire.

Hizo que sus dedos descendieran desde los riñones con lentitud, arañando cuanto encontraban en su camino, y, al llegar al cañón, que parecía estar apuntando desde los bordes de una muralla roja, continuaron escurriéndose piernas abajo hasta alcanzar los tobillos. De manera que, al coger los pantalones y meterme una y otra pierna por los agujeros, los cascabeles seguían de codos en el slip.

Procuró hacerme sentir alguna cosa en los pies, rozándolos con la tela y, cuando hubo pasado ambos canales por encima de los tobillos, comenzó a tirar hacia arriba agarrándolos por la cintura. Puso el botón dentro del ojal, me ciñó la correa pasándola por las trabillas y bajó las manos hasta el cierre de la cremallera.

Lo que temí por un instante no sucedió, pues el dorso de la misma mano que la subía hizo de tope, al encontrarse con los cascabeles, como si quisiera librar de estorbos a la cremallera, o a ellos de su mordedura.

Sentí el frío de la cremallera lamiéndome las bolsas y me miré en el espejo. Cascabeles y clítoris asomaban por la bragueta como por el cepo de una guillotina, y de su arrogancia anterior no quedaba ni rastro. Paqui comenzó a ponerme la camisa, y cerré los ojos. No sólo estaba satisfecha de sus habilidades, sino del sentimiento que se las dictó. Ahora bien: si ella sabía jugar con braguetas y estremecer al que las habita, yo podía arrugarle el ombligo con el tintineo de mi cinturón y que no volviese a cagar duro en su vida tras hacerle dos pases mágicos.

—¿Me lo vas a envolver, o voy así por la calle? —le pregunté.

Yo seguía con los faldones de la camisa colgando, por lo que era previsible que el numerito no hubiese terminado aún. Pero, al meterme Paqui el jersey y abombacharlo con suaves pellizcos, temí que la última operación fuese a mi cargo. Ya me había hecho lavar en el bidé y podía esperarlo todo.

—¿Le gustaría? —me dijo, sonriendo.

—En un bosque, y contigo al lado, no estaría mal —le dije—. Pero en la calle no me iban a dar gusto precisamente.

Para entonces había comprendido ya que lo tenía todo muy bien pensado. Así que, al desaparecer tras la cortina y volver a mi lado con alguna cosa, empecé a deleitarme con el nuevo truco.

Hizo que el papel crujiera entre sus dedos. Dio un mordisco al cierre engomado y sacó una malla negra que, si en principio tomé por bañador, luego me pareció una redecilla de esas que algunas se ponen para dormir.

A mí tanto lo uno como lo otro me parecieron de lo más insólito. Para ser bañador le sobraban agujeros. Y para redecilla que protegiese el peinado yo no conocía cabeza de marica donde ajustarla. Aunque tampoco quien la fabricase para el uso que Paqui iba a darle. Porque, arrodillándose en la alfombra —no sé si por comodidad o porque yo no perdiese detalle a través del espejo—, me recogió el mondongo en un solo paquete, puso debajo la red, a la que dio forma ahuecándola con los dedos y lo introdujo en tan singular recinto atándolo en la base con los cordoncillos.

Comprendí la gracia y sonreí. Si exangüe como estaba sentía en el clítoris la mordedura de sus cien hilillos, pensar en someterlo a sus alfilerazos durante todo el día, y muchos más que entonces a medida que las cien sensaciones lo desplegasen, me dio tanto gusto que lo sentí crecer. Y como la erección me llegaba envuelta en una nube de caricias que se intensificaban al compás que crecía aquel, y eran tan indefinibles como nuevas, temí por un momento que lo harían girones.

Pero él sabía mucho más que yo, y se detuvo a tiempo. Aquel instrumento lo había pensado un dios, y lo había pensado con su cerebro.

Así, pues, no fui yo quien ordenó que se contuviese, sino que fue él mismo, al sentirse herido, quien supo que no debía expandirse más. Pero en su repliegue le acompañaron nuevas caricias, y de nuevo se lanzó adelante, tropezando con las hachuelas de sus cien verdugos.

—¿Le gusta? —me preguntó Paqui, que había seguido desde la alfombra los cabeceos.

—Mira si me gusta —le dije yo— que voy a limpiarte esa verruga como agradecimiento.

—¡No me la recuerde! —me dijo ella, ajustándome el mocasín derecho.

—Pues, ¿qué quieres? ¿Verla crecer hasta que te tape el ojo?

Por no sé qué razón el zapato izquierdo me entraba más justo que el del otro lado, además de no deslizarse porque el pie no estaba bastante seco. Así que tuve que ayudarla poniéndole una mano en el hombro y pisando con fuerza. Le levanté la cabeza por la barbilla y rocé la verruga, palpando aquel montículo aterciopelado mientras pensaba en el chisporroteo del electrodo. La imaginé tumbada en mi mesa, con los ojos cerrados y el plomo en el pecho, y le dije:

—Voy a darte mi tarjeta, y vienes a la consulta cualquier día. Pero ven a primera hora.

—¿Lo analizará usted misma? —me preguntó.

—No es necesario. Ya veo que es una simple verruga —le dije yo.

Me incorporé. Hice a un lado la banqueta poniéndola junto al lavabo, y saqué la cartera.

—Toma —le dije, tendiéndole una de mis tarjetas—. Llama un día antes a ese teléfono para que yo me prepare. Y no tengas miedo, que no lo vas a sentir.

—Ya veremos si me decido —me dijo ella, dejando la tarjeta encima del lavabo.

Ver expuesto mi nombre a las miradas de cualquiera que entrase detrás de mí me hizo tan poca gracia que dije:

—Quítala de ahí, no vayas a perderla. Y cuanto antes me llames, mejor. Dos semanas más, y tendré que hacerte un agujero del tamaño de un duro.

Paqui cogió la tarjeta, leyó mi nombre impreso y miró alrededor suyo. Sin más ropa encima que aquella que llevaba puesta al nacer y sin otro armario que el de la habitación contigua, tuve el presentimiento de que al dársela no lo había hecho bien. Ni la casa, ni las cicatrices de la madam, ni los cuatro culos que me había mostrado me inspiraban la menor confianza. Yo no tengo por norma decir quién soy. Y, si con Paqui me había visto obligada a ello, la posibilidad de que mi nombre circulase de boca en boca por la mansión no entraba en mis cálculos.

—Mira si tienes algo para escribir y te anotaré el número de teléfono —le dije.

Todo lo que pudo facilitarme, tras hurgar en el armario de las pomadas, fue un lápiz de ojos y un kleenex sobre el que garabateé los siete números de la urbanización y el nombre de la calle, apoyándome en el lavabo. Esto ya no lo necesitas —le dije, recuperando la tarjeta—. Llámame a ese número un día antes.

—¿He de ir en ayunas? —me preguntó, tras asegurarse que era capaz de leer mis números.

—No —le dije—. Pero tampoco vayas recién comida.

—Conforme —me dijo, resignándose—. Prométame que no me hará daño.

—Nada, mujer —le sonreí—. Será como si estuviese quitándote un poro.

Todo lo que tenía que hacer allí ya estaba hecho. Y como Paqui debía pensar lo mismo, abrió la puerta y me invitó a salir.

En el corredor no había nadie, y yo me orienté a la derecha. Pero Paqui me retuvo y dijo:

—Venga por aquí.

Paqui abrió la marcha con las toallas colgándole del brazo y un movimiento de músculos en las nalgas que no me produjeron ninguna inquietud. Allí no había fuerzas para cerrarse en banda ni ante la más tímida violación.

El nuevo salón era menos espacioso que el del desfile. Los dos sillones y el sofá estaban tapizados en la misma tela. Y sobre una mesa con tapa de cristal vi algunas botellas de iguales marcas que en el carro del anterior. Lo que no vi fue ninguna caja con pulsadores, por lo que supuse que la madam debía llamar con los nudillos a las puertas cerradas que observé a la izquierda.

La que abrió Paqui daba al rellano de la escalera. La hice aguardar con ella entornada mientras examinaba el promontorio de mi bragueta ante el espejo de otro aparador, convenciéndome de que no era tan llamativo como las mallas me hacían sentir. Dejó un hueco para que pudiese pasar por él, y antes de que cerrara detrás de mí le acaricié una mejilla y dije:

—No dejes de telefonear, que bastante te has descuidado. Y si puedes mañana, mejor.

—Sí, sí que lo haré —me contestó—. Llame usted misma el ascensor.

Lo último que vi de ella fue que se cubría la parte de abajo con las dos toallas. Pulsé el botón de llamada con los calados de la redecilla andándome en el clítoris como si lo llevase metido en un hormiguero.

El rellano era el mismo. Pero la puerta, no. Miré a la derecha, y comprendí que las masajistas tenían destinada a su negocio toda la planta del edificio. Ni siquiera yo disponía de tanto para mis correrías en la urbanización, a no ser que me expusiese a ser vista desde los jardines.

Y diciéndome que tenían bien merecida su prosperidad abrí la puerta del ascensor.

No sé quién de las dos puso peor cara, porque la mía no me la vi. Pero jamás hubiese superado a la que me miraba boquiabierta desde el interior, a no ser por la armadura del pecho. Todo un pectoral de cuero, ceñido a sus hombros por dos correas, le cubría el tórax. Y como el hombre era pragmático y llevaba su cabeza tan erguida como un romano tuve la sensación de hallarme frente a uno de los que se jugaron la túnica de Nuestro Señor.

—Perdone —le dije—. No sabía que estaba dentro. ¿Sube, o baja?

—¿Qué piso es? —me preguntó.

—El sexto —le respondí.

—Entonces es aquí —me contestó.

Sujeté la puerta, y me hice a un lado.

—Adiós —me dijo, sin volver la cara.

Yo no respondí y me introduje en el ascensor. Me miré en el espejo de arriba abajo, y me dije que si aquel monstruo iba a ocupar a Paqui motivos le daría para acordarse de mí.