—Pues sí, señora: a Vicky nunca le gustaron las navajas. Por algo se le puso carne de gallina al ver que aquella le apuntaba al riñón.

Así que, al dárseme por muerta, sin un suspiro, sentí como si Chema me apuñalara a mí.

Y no lo digo por hacerme la santa, pues la culpa de todo la tuve yo.

Fue un error llevármela a Tánger. Pero había conocido a Chema en esa edad en que pueden irse con cualquier bragueta, y no quise correr el riesgo de dejarla en casa. Sólo una cosa me estremecía: que fuese un estorbo entre Vicky y yo.

Y pensando que la autoridad de mi dinero podría facturarla, si sus gritos nos corrían el rímel a la otra y a mí, devolviéndola al basurero de donde la saqué cuando ganaba su pan haciendo la carrera, me tranquilicé.

El otro pensamiento me complacía más cuando me montaba en vísperas del viaje. Puesto que Vicky, me decía yo, habrá madurado su juventud y perdido su tosquedad en los pliegues de algún refinamiento, ¿quién mejor que ella, veinte años mayor que Chema, y veinte menor que yo, para dirigir una cama redonda llevándonos a su rival y a mí de las riendas, sujetando sus bravuconadas y espoleándome a mí, haciendo que su boca despabilara mis flaccideces y su bastón el culo de la otra, donde yo rara vez lo podía untar?

Poco sospechaba yo, entre tantos supuestos, que Chema iba a hacer verdad a punta de navaja una mentira de veinte años. Y aunque el engaño de su propia muerte lo urdiera Vicky a costa mía, no le agradezco que me la matara.

No sé si habréis conocido a más Chemas que yo, pero dad por seguro que a ninguna igual. Y eso os lo dice quien es un rato larga. Ya sé que es peligroso correrse en la cama con quien puede partirte el brazo por birlarte el reloj. Pero es la clase de cuerpos que me lo ponen duro, y vuestra carne me enciende tanto como a vosotras la mía, que demasiado sé lo que os cosquillea en cuanto entráis aquí.

¿Nunca le habéis sacado punta al lápiz para huir del peligro de que os partan un hueso? Pues de esa sensación de que los años no pasan por una sin descolgarle los pechos vino a sacarme Chema cuando sus dos zarpas me atraparon con fuerza y yo presentí que me iba a dar. Y si ese barrunto despertó a la vieja, haciendo que aquel inútil vellón de lana se pareciese a un clítoris, en el momento que Chema apuntó el suyo detrás de mí y lo clavó de un golpe, atenazando con sus dedos mis carnes blandas y gritándome groserías en la oreja, entonces me lo puso diamantino. Y aunque ya era tarde, aunque no podía soñar con invertir los papeles, aunque le hice promesas por dejarse encular, aunque entonces apretó más aún y de su boca surgieron un torrente de obscenidades, yo fui feliz hasta el último suspiro de la bragueta.

Chema y Vicky eran tan distintas como distinta me habían hecho a mí los veinte años de separación.

Para vosotras, refugiadas en este pub como flores de estufa, donde bebéis vuestros whiskys oyendo gorgorizar a la Marquesa sin atreveros con los golfos que os hacen la calle, Vicky hubiera sido vuestra novia ideal, porque era dulce, y discreta, y se dejaba hacer, como lo fue para mí cuando el olor de una axila me lo empinaba, que ninguna hemos nacido con patas de gallo, y yo menos que nadie.

Sacándola de los latines del Seminario, yo hice la Vicky que necesitaba. Lavé sus cabellos, cuando me dio por besárselos. Se los hice cortar a cepillo, para que cosquillearan. Maquillé sus ojos y recorté sus pestañas. Vestí y desnudé su cuerpo según mi capricho, y ni una sola vez metió su cuchara en mi propio cazo sin ofrecérselo yo.

Jamás torcía el gesto si la cedía a otra. Y era Vicky quien abría la puerta y quien me hacía sentar donde mejor la viese, volviendo a mí sus ojos como si fuese yo quien la estaba montando.

—Me gusta cómo lo haces —le dije una vez—, pero debieras quitarte la camisa.

Yo sabía que no era necesario decirle más. Y no me importaba compartirla con otras, porque siempre era yo quien se la tiraba.

Con Chema nada fue igual. Vicky era morena, de pelo lacio, y ella lo tenía color de bronce. El cuerpo de Chema era macizo, y tan robusto que sus piernas me amorataban al ponerse encima. Cuando la conocí tenía la piel tostada, y todos los músculos de un peón de albañil sobre los que gustaba dejar correr la lluvia. Vicky, por el contrario, fue la seminarista a quien afectan cualquier corriente de aire y todo esfuerzo físico. En eso era igual que yo, y quizá por ello nos llevábamos bien.

De Chema podía decirse que era una salvaje, cuya fuerza y brutalidad te estremecían a veces, pero el sexo de Vicky aventajaba al suyo en más de dos dedos. Lo que fue motivo de muchas peleas al mencionárselo, y de que alardeara de su fuerza física en la cama y en cualquier lugar.

Yo sabía que Chema nos despreciaba. Lo supe en cuanto la vi en la pista de baile, y ella, en mala hora, me miró a mí.

—Oye —me dijo, habiendo acudido al chis–chis con que me reclamó—, no te vayas sin darme un cigarro.

Yo me entregaba por aquel entonces a releer las cartas que Vicky había escrito. Y cuando al final de la noche le leí unas cuantas, escogiendo las que más admiraba, me dijo:

—No sé cómo pudiste aguantar cinco años con esa maricona.

—Llámala maricona, o como tú quieras —le dije yo—, pero de su lavativa podían hacerse dos como la tuya.

Vicky era mariquita de pies a cabeza, pero Chema no fue más que una golfa que sólo te dejaba que lo mirases cuando la erección se lo desplegaba. Mientras Vicky podía lucirlo con orgullo en cualquier momento, Chema necesitaba masajearse el rabo para añadirle lo que no tenía.

Así que nuestra relación y lo sucedido en Tánger sólo fue el corolario de esa primera pulla. Pues si a partir de entonces me hice la promesa de no defender a la desaparecida, o al menos de no hacerlo en forma tan hiriente para aquel rabillo de aficionada, Chema estableció un modo de joder conmigo en que la fuerza —su fuerza— lo avasallaba todo. Y en ese todo me incluía a mí.

No creáis, pues, que no supe desde el principió quién era yo para la ninfa de diecinueve abriles que calentaba nuestro colchón, y lo poco que podía esperar de sus delicadezas. Pero, si es cierto, como decís, que seguí con ella cegada por su clítoris, nadie de vosotras la hubiese despedido. Porque si la Chema complaciente de la primera noche sólo consiguió hacerme correr en los umbrales del culo, pese a que ella misma le abrió sus puertas de par en par y con ambas manos, como haciendo culpable de mi fracaso a su bisoñez y no al chicle de fresa con que intentaba deshojarle la margarita, su brutalidad de la siguiente noche, y las sucesivas, me devolvió tal confianza en mí que pude hundirlo cómodamente donde primero había fracasado.

También puede ser cierto que Vicky me hubiese habituado mal. Pero sigo pensando que la ninfa del Emperador no estaba hecha de su misma pasta. Y, si no me creéis, tocad madera al menos para no tropezaros con otra igual.

La noche que me brutalizó las ancas, Chema llevaba puesto un jersey de boutique, y las dos nos habíamos sentado en el sofá, ella en un extremo y yo a su lado frente al televisor, como lo hiciera con Vicky antes de llevársela.

Pese a que eran las tantas de la noche, y no esas de la tarde en que Vicky y yo nos dejábamos ir somnolientas entre caricias y miradas dulces, me fui al extremo contrario, me desprendí las zapatillas y reposé la cabeza en el brazo del sofá y los pies en su muslo.

Siempre he puesto especial cuidado en borrar de mis pies su función pedestre, y esa noche la laca de las uñas no habría escapado a la atención de Vicky como escapó a la de Chema. Como tampoco hubiese dejado de prodigarles un sinfín de caricias, que a mí me satisfacían tanto más por ser aquella la parte de mi cuerpo con la que no podía corresponderle, para acabar cobijándolos bajo su jersey, como dándoles calor mientras los acariciaba obstinadamente debajo de la lana.

Pero esa noche mis pies siguieron recostados ante el jersey de Chema, ansiando el mimo de aquellas manos que ahora se llevaban el licor a los labios, ahora el cigarrillo, y que sólo dejaban en ellos el aire de su continuo revolotear.

Así que me entretuve con el jersey, que colgaba sobre la curva de la bragueta, lo alcé cuidadosamente con uno de los pulgares, y, alejando los pies del bulto informe que comenzaba a endurecerse, los introduje en el agujero y los oculté bajo el manto amarillo hasta sentir el calor de la piel y el roce del vello.

Chema tensó los músculos, y, como si levantase dos sacos de patatas, los separó del vientre. Y haciéndolos descansar sobre el bulto nuevamente informe, a la distancia que dio de sí la lana que los envolvía, me dijo:

—Anda, que no los tienes fríos.

—Perdona —le dije, un tanto corrida—, pero la culpa es de Vicky. A ella sí que le gustaba que los metiera ahí…

—Pues no entiendo que pudiesen gustarle esas dos neveras. Anda —me dijo a continuación—, písamela un poco, pero ten cuidado.

Hice lo que pedía. Pero su gesto y sus palabras me sonrojaron a tal extremo que bastó su primer mohín de disgusto para hacerme plegar las piernas.

Y aunque la acción del programa me decía que sólo transcurrieron escasos minutos, a mí me pareció que llevábamos mudas más de una hora cuando me incorporé para ir al baño.

La lluvia repiqueteaba en las hojas de jardín, y las ráfagas de viento la precipitaron contra los cristales cuando dejé correr el agua caliente y me senté sin más compañía que los relámpagos y truenos que rodaban afuera como si pretendiesen acabar con el mundo.

Rara vez se me enfrían los pies, en cualquier época del año y a cualquier temperatura. Pero esa noche los tenía helados. Una secreción los envolvía como sudario cuando los introduje en el bidé, notándolos palpitar hasta que el temor de ser sorprendida me incorporó.

Los sequé dedo a dedo, comprobando la laca y, al abrir el armario en busca de desodorante, vi la caja donde Vicky y yo guardábamos los aderezos. Los anillos de fantasía, las pulseras y collares, las ajorcas, y las cadenitas y medallas que solíamos colgarnos estaban en ella. Pero no me decían nada. Ninguno de ellos, salvo los pendientes de plata, herencia de mi madre, con los que nos engalanábamos Vicky y yo.

Los saqué de la caja, olvidando el desodorante, y cerré el armario. Me puse delante del espejo y probé a sujetármelos en los lóbulos, a los que tuve que aplastar un poco, puesto que la pinza no los abarcaba.

Me observé repetidas veces en el espejo. Los hice balancear a derecha e izquierda. Forcejeé con la pinza para sujetarlos bien, y aunque me estaban coloreando las orejas y no llevaba puesta la falda de volantes, apagué la luz y avancé hacia el salón con los brazos plegados y las manos abiertas, tonta de mí, como si temiera que de un momento a otro fuesen a caer.

Pero en el salón no era Vicky quien me aguardaba, dispuesta de mil amores a seguir el juego, sino Chema. Y si Vicky no hubiese tardado en completar con sus fantasías mi escaso disfraz, arrojándose a mis pies con las manos en el corazón, o besándome el filo de la bragueta como solía hacer, Chema ni siquiera los vio cuando le pregunté, poniéndome ante sus ojos:

—¿Qué te parezco?

—¿Qué me pareces? —me preguntó a su vez.

—Sí, ¿qué te parezco? ¿A que podría cantar con ellos un pasodoble con más salero que Lola Flores? —volví a decirle, abanicándome las joyas para hacérselas más visibles.

—Lo que has de hacer es quitártelos, no vayan a crecerte las orejas como a las de África —me dijo, estirándose las suyas—. ¿No te las ves?

Sí, me quité los pendientes. No creáis que soy incapaz de sentirme tonta, ni que no deseara escapar de ella al introducirlos en el batín. A mí me habréis visto muy pocas veces hacer la mona, y no pensaba cambiar un pelo ni por Chema ni por la Luna.

Guardé, pues, los pendientes en el bolsillo y me sentí avergonzada de aquellos pedazos de metal que tanto hicieron reír a Vicky.

«—¡Te juro que eres de lo más simpática! —me dijo, la primera vez que me los vio puestos, abrazándome y besándome.

»—Pues eres la primera en decírmelo —le contesté, entre asombrada y feliz.

Y ella añadió:

»—Anda, túmbate un poco.

»—Sí, y de esa forma estiraré las piernas. Pero siéntate a mi lado —le dije yo, que había cavado en el jardín y tenía calambres y agujetas de morirme, pese a las cucharadas de bicarbonato.

»—No, no. Yo me pondré aquí —me dijo ella.

»—Mira, si no te pones a mi lado no me estiro —aseguré yo.

»—Sí, mujer, que te sentará bien en las piernas —volvió a decirme.

»—Que no.

»—Que sí, mujer, que sí».

Tal vez fuesen nostalgias de la lluvia, que caía en las hojas de aquel jardín que habíamos mimado Vicky y yo, las que me hicieron seguir diciéndole que me cubrió las piernas con una manta, porque el calor me sentaría bien, apartándome los dedos de la boca cuando vio que intentaba morderme las uñas.

«—¿No tienes cosquillas? —me preguntó, pues había consentido sentarse en un extremo.

»—Según cómo los toques —le dije yo, con todos los sentidos puestos en los pies.

»—Como te hago así, así, y no los mueves…».

Comprendí que había dicho lo suficiente, y callé. La sofoquina que me había dado su falta de cariño —yo me resistía a creer, en esa segunda noche, que lo hubiese hecho por aversión— había pasado ya y no deseaba huir del salón, ni mucho menos de la casa, como en ese primer instante de bochorno en que deseé ponerme bajo la lluvia y respirar los aires del jardín. Le había cantado cuatro verdades, y estaba orgullosa de mi comportamiento.

Ya sé que vosotras sabéis de qué os hablo, y que si solas bebéis vuestros whiskys y solas os marcháis, es por no dejaros batir el chocolate por esos golfos, pese a tenerlo a punto. Que a mí me enseñaréis a hacer moneda falsa, pero a otra cosa no.

Pues lo mismo que el vuestro estaba mi culo, cuando cambié de canal. Y el de Vicky, durante los cinco años que vivimos juntas. También en ella me amaba a mí misma. Y en su carne prieta y en su cosa erguida me adoraba yo.

De todo esto nada dije a Chema, mientras me entretenía junto a la pantalla en hacer menos rojizos los rostros de «La Clave».

¿Cómo queréis que le declarase el estado de mi fogón, cuando yo ansiaba repetir en el suyo mi experiencia con Vicky? En el supuesto de que Chema no entendiese una papa —pues sólo fue marica por conveniencia—, ¿iba a abrirle los ojos y hacer que me saltara encima en lugar de clavárselo yo?

Ya sé lo que pensáis: que debía estar ciega al pensar que, ocultando unas pobres palabras, podría torcer el rumbo de las cosas. Pero ¿qué queréis? Una no siempre encuentra a su alcance ese espejito mágico que le diga quién es. Podía el clítoris indicarme que nones, que mi cuerpo agradeciese más un asiento que estar de pie, y pedirme la cama más que el sofá… Pero todo iba a ser tan brutal con aquella loba que esos veinte años en que no di la vuelta a las hojas de mi almanaque transcurrirían en escasos minutos.

Chema, que me tenía enculada tras hacerme perder el equilibrio, había metido las manos por el batín, pues no aguardó que me lo quitase, cuando me dijo:

—¡Vaya tetas!

—Claro —le dije yo—, como que me estoy poniendo como una vaca.

—También lo estaban las otras, y no las tenían así —me dijo, pellizcándome.

Yo había permanecido de pie todo el rato, ajustando el sonido del televisor. Y si me había puesto un batín tan corto y no llevaba slip no fue para que Chema me cayese encima, como me cayó. Yo no sabía en qué ocupaba su malhumor, pero sí lo que estaría viendo un poco por debajo de mis espaldas y del batín. Porque este no me cubría más que los riñones, en posición normal, y no digamos en la que yo estaba, con el cuerpo inclinado hacia la pantalla y los dedos en las clavijas. Y como nunca le he envidiado su birla a ninguna prójima, supuse que algo de ella debía asomar entre los globos del culo, si acaso estos no eran suficientes para mover el cuerpo de la que estaba detrás de mí.

Así que, al oír la hebilla de su cinturón, estiré los brazos un poco más y seguí con la oreja izquierda el zip de la cremallera y el roce de una tela deslizándose piernas abajo.

Ese cúmulo de ansiedades que yo despertaba en Vicky cuando ponía mis manos en el cinturón haciendo tintinear la hebilla yo lo gozaba tan en carne propia que sólo el inmediato, aquel de la puya entrando hasta la cruz, me lo hacía olvidar.

Pero, escuchando el cinturón de Chema, con mis manos en la pantalla y las piernas abiertas, me sentí tan indefensa y horrorizada como si alguien con una porra me hubiese puesto de cara a la pared.

Y lo más chocante era que aquel horror, lejos de arrugármelo como a Vicky, me lo estaba encabriando de tal manera que, al caerme encima las dos manos de Chema y agarrarme por el batín, yo estaba armada para hacer en su culo lo que la muy bestia me hizo a mí.

—Ven acá, puta vieja, que te voy a dar lo que necesitas —me dijo, derribándome en el sofá.

Chema poseía la intuición del lenguaje. Porque, si llega a decir cualquier cosa que hubiese respetado mi título de médica, mi edad o mi fortuna, no me hubiese arrastrado al sofá, ni me habría tumbado boca abajo, ni puesto de rodillas como a una carne dócil.

Así que, al clavármelo pese a mis protestas, y agarrarme los pechos haciéndose la sorda, empujé su culo contra el mío y dije:

—¡Uy, qué groseras estamos esta noche!

O a Chema la cogí poco baqueteada, o nunca se había cepillado a alguien como yo. Y hasta puede que se sintiera no poco sorprendida al ver que se estaba corriendo, que se corría ya, dentro de aquel culo que creía estar cabalgando sin gusto y por dinero. Pues, de no ser así, no me explico que aquella noche me cediera el suyo, cuando se desfogó, y que no consintiese hacerlo en adelante sino a fuerza de muchos ruegos.

La noche en que me hizo chis–chis, Chema llevaba pantalón vaquero y una camisa abierta por los costados que le descubría las tetas mientras bailaba, olé de bien. Ni ciega de ambos ojos hubiese dejado de ver semejante perla, y yo entré en la pista con los míos abiertos para no clavarme los huesos de las bailarinas.

Pero no iba a contaros cómo la ligué, sino las consecuencias que tuvo para ella correrse conmigo. Y también para mí.

A Chema todos los lujos le parecían pocos, y para ella lo constituía beber cerveza en el Emperador. Y yo, que había ido por ser el único local de ambiente donde ligar polluelas de su plumaje, no tuve reparo alguno en regresar con ella a los pocos minutos de su bautismo.

No sé con qué frecuencia lo visitaba, ni a quién buscaría. Pero, por su forma de acodarse en la barra y pedir cerveza a la mariquita que la atendió, comprendí que muy de tarde en tarde y que a nadie en concreto. El pantalón que llevaba esa noche le apretaba el mondongo más todavía que el de la primera. Lo que sí os aseguro que no habían cambiado eran el cinturón y el jersey amarillo. El primero era fuerte y ancho, y su hebilla sonaba como la cerradura de un calabozo. Y como jerseys le compré dos más para que tuviese de quita y pon, con el paso del tiempo llegué a temer que aquellas ropas fuesen mi talismán, y que sólo jodiéndome con ellas se me pondría duro.

O a Chema le incomodaba mi compañía o las corrientes de aire le habían enfriado el culo —y con él la arrogancia— cuando lo desnudó en mi casa minutos antes, porque el hilo de voz con que pidió cerveza a la mariquita sólo fue atendido la tercera vez.

Si conociéseis a la del mostrador sabrías cómo es de palanganera. Allí nadie mira a los ojos como te mira ella, ni da pasos de baile en la pista de acero tan provocadores como los suyos, yendo de mesa en mesa y de sillón en sillón.

Así que, cuando el tercer hilo de voz se le enhebró en la oreja, y le puso delante la cerveza alemana, le preguntó:

—¿Tú entiendes?

¿Quién de nosotras no hubiese interpretado sin titubeos el sentido de aquellas dos palabras, por no decir el deseo de compartirlas? Yo así las tomé. Pero Chema se quedó mirando a la loca de la camisa negra, y no dijo nada.

—¿Tienes pluma? —insistió ella, acodándose en la barra.

Chema siguió mirando aquella cabeza, tan cerca entonces de la suya, y le contestó:

—Yo lo que tengo es un par de leches para ti, si no cierras la boca. ¿Tú cómo lo ves?

Y se fue con botella y vaso camino de la pista, sin mirar si yo la seguía o no.

Por eso os digo que no estéis tan seguras de que poner el culo le había soltado el pelo. Lo que, por otra parte, a mí me daba igual cuando fuimos a sentarnos muslo con muslo al lado de los espejos, donde ensayaban posturas las bailarinas.

Yo acababa de cumplir sesenta abriles, pero el recuerdo de Vicky había detenido mi calendario en los cuarenta. Lo cual llevaba camino de amargarme los que quedaran, pues no veía medio de hacérmelo empinar.

Las que cruzaban sus piernas conmigo estaban como yo, y sólo tropezaba con calvicies, arrugas y desfondamientos. Pues tanto si vestían chaqueta y corbata, como si se echaban por los hombros un suéter amarillo o color azul cielo, tanto si se masajeaban las mejillas con loción Varón Dandy, como si se cubrían con peluquín, el resultado era el mismo: aquella juventud de boutique y cosméticos se marchitaba en las carnes fofas, y el plátano que me daban a comer no pasaba de higo.

Yo, naturalmente, no me veía así, y atribuía la turgencia de mi culo, y de toda mi piel, a la energía con que lo restregaba con manopla de pita. Y como siempre he tenido cara de niña y la gimnasia me había endurecido, yo tenía mis razones para opinar que la vista no me engañaba y que todas parecían ballenas, excepto yo.

Sólo en una cosa no había podido engañar al tiempo, y ya sabéis en cuál. Pues ni los disfraces, ni los baños comunes, ni las películas, ni los excitantes de las destilerías o de la mesa me la empinaban más allá de unos límites que me hubiesen avergonzado de no encontrarse a su misma altura las que me rodeaban.

¿Que cómo creía yo que aquellas carnes blandas eran el origen de mi impotencia, sin concluir que tal vez las mías estaban provocando igual postración? Eso ni me lo preguntaba. Y tanto era así que yo, que siempre me había gustado picar al prójimo, al ver que me estrellaba contra el fogón de turno sin encontrar vaselina que me ayudase, decidí dar la vuelta y ofrecer el culo, aunque me lo estimaba más que a mi vida.

Pero mal podían picarme el ano aquellos espadines de mantequilla, aquellos vientres que se apretaban con la firmeza de sus muelles rotos, y aquellas manos que me agarraban con la delicadeza de dos nodrizas, por lo que mi clítoris no experimentaba mayores sobresaltos que los inducidos por su propia mano.

No sé el tiempo —los años— que estuvimos así, ni si ellas llegaron a darse cuenta. A mí me dolía la lengua de repetirlo, pero como si no. Y, si seguían desnudándose sin ningún pudor, mostrando yerto lo que diez años atrás lucieron erguido, poco podían hacer por mí. Pero hay evidencias que te ponen mala, y no tuve valor para ver las mías, hasta que una tarde salimos de compras Josi y yo.

Por toda la ciudad se respiraban aires de primavera. A los gruesos jerseys que deforman el cuerpo los habían sustituido las camisas y camisetas que se ceñían al tórax de las más jóvenes, por lo que yo, salida del otoño y contemplando su gallardía, creí estar tocando la felicidad.

Mi convivencia con el otoño jamás ha sido buena. Ni lo es a los sesenta, ni lo fue a los cuarenta cuando Vicky se lamentaba de lo poco que la jodía, hasta que una mañana cualquiera me ponía a husmear el viento, sentía que el jersey me escocía en los pechos, que el pantalón de pana me pesaba en las piernas como una armadura y deducía por todo ello que el calor de la primavera pronto reconduciría al sexo la energía que malgastaba en combatir el frío.

Y esa tarde en que salimos de compras todo el aire del jardín me hizo mudar de ropa, lo mismo que a Josi, según fue a recogerme en su coche. Yo llevaba una camisa discreta, y nada más. Pero ella, más precavida, se había echado sobre los hombros un suéter azul, cuyas mangas pendían sobre una camisa de otro azul más pálido.

Al principio no presté atención. Yo iba tan ocupada en admirar braguetas de color tejano que no lo advertí. Además, y eso lo sabéis, acostumbradas a que ningún chico nos sorprenda con la mirada en sus partes, mal podía saber si nos miraba alguno.

Caminábamos por la calle Quevedo, recién desembarcadas en el parking de ese hospital, cuando un claxon sonó a nuestras espaldas. Yo la agarré del brazo, empujándola a la acera, y me volví. El coche era un taxi, y el conductor sacaba el brazo por la ventanilla, riéndose con toda la bocaza.

Pero no fue eso lo que más me extrañó, pues algunos reían desde la acera, vueltos a nosotras, con parecidas bocazas a la del conductor.

Dejé a partir de ese instante de explorar braguetas. Y aunque nada de ello dije a mi amiga, solté su brazo y comencé a mirar por el rabillo del ojo.

Pues bien: pocos de los que se cruzaron con nosotras dejaron de mirar, y casi todos se daban la vuelta.

La boutique donde entramos tenía forma de palomar, y no era mucho mayor que eso. No era sitio donde encontrar rebajas, pero dudo que existiera otro con géneros tan finos como los suyos. En eso, Manoli nos tenía bien enganchadas, y a ella acudíamos para renovar nuestro vestuario.

Un rectángulo de cuatro por dos metros era toda la superficie que podía pisarse en la planta inferior, sin tropezar con los dos maniquíes, el mostrador, o la trepadora. En cuanto a lo que pudiera albergar Manoli en la parte alta, ese era su secreto. Para mí era tan inaccesible su escalera de caracol construida en madera como la punta del sofá beige que se veía a través de los torneados de la barandilla.

Por lo demás, el buen gusto de Manoli nadie lo discutía. Un gran espejo, que era también la puerta por donde se entraba en el probador, donde pisabas una moqueta de color y textura distintos a los que alfombraban el exterior, permitía hacernos creer que su tienda no era tan exigua como cualquier cinta métrica podía mostrar.

Manoli era calva. Y lo era completamente. Como también el ave con más plumas de cuantas trasponíamos la puerta de su boutique. Ahora bien, si en lo que a géneros se refería ninguna ponía reparos a los suyos, en cuanto a sus inclinaciones todas éramos de lo más suspicaces.

Y no porque el trato que daba a sus clientes hiciera temer que nos tomaba el pelo, porque sus zalamerías y cucamonas, el ir y venir de sus manos de aquí para allá, la abundancia y naturalidad de sus femeninos —titi, nena, cariño, corazón— su voz y sus perfumes, el color bronceado y los tonos con que se cubría las arrugas del cuerpo, le daban tales visos de autenticidad que sólo la circunstancia de ignorar el sexo ante el que perdía la compostura nos hacía dudar de la clase de pelo que conducía al sofá, una vez echado el cierre al negocio.

—¡Uy, duquesa! —me saludó al entrar—. ¡Cuánto tiempo sin venir a verme!

—De temporada a temporada, Manoli —le dije yo—. Pero ya sabes que no te fallo.

—¡Ay, sí! ¡Ya sé que nunca olvidas a tu Manoli! ¿Y tú, nena? —dijo a mi amiga—. ¿Pero qué haces con eso encima? ¡O cambias la raya a tu peluquín, o te mudas de sitio la cabeza! ¡Qué horror!

Al decir esto se llevó ambas manos a la cara y cerró los ojos con fuerza. Y mi amiga, que había abandonado su bisoñé de malla poco tiempo atrás, alegando que la luz del sol le producía brillos, se llevó una mano al recién estrenado y lo palpó. Y al tropezar con pelo por todas partes, sin resbalar en la calva que le cubría, miró dudosa a Manoli cuando esta abrió los ojos.

—¡Ven y mírate tú, cariño, y que el espejito te diga la verdad! —le dijo Manoli, haciéndose a un lado.

Lo que el espejo tenía que decirle yo ya lo había visto. El peluquín se le había atravesado en la cabeza como gorro de legionario, y la raya que peinaba al medio, por habérselo aconsejado la peluquera, le hendía el cráneo desde la sien izquierda al occipital contrario.

A la escena vivida en la boutique de Manoli le sucedieron en mi memoria, como los árboles que dejábamos atrás en la carretera, una multitud de otras semejantes. No estará bien que lo diga, pero fue así.

Para Josi, que no había reparado en las risas burlonas, de las que nada dije, el incidente se resolvió imprimiendo a su peluquín un leve giro con ambas manos delante del espejo. E incluso me obsequió con una sonrisa de complicidad, como si todo aquello fuese fruto de la juventud que aún fingía sentir por sus venas. Yo le sonreí también, y salimos al aire de la ciudad, ayudándonos la una a la otra con los paquetes, disolviéndonos en el gentío.

Yo os estaría mintiendo si afirmara aquí que me gusta pasear sin que nadie me mire, pues la verdad es todo lo contrario. Me gusta que lo hagan, lo deseo, e incluso lo provoco cruzándome ante los ojos de las más guapas, aunque para ello tenga que desviarme.

Y si esa tarde vi con satisfacción que no parecían reparar en nosotras, ni en nuestros paquetes, ni en el peluquín, ni en nuestra indumentaria, se debía a que del cieno de mi conciencia estaban aflorando a la superficie muchas otras escenas, como burbujas de gas.

Así que, al entrar Josi en la perfumería, pidiéndome que la aguardase en la puerta, ni siquiera me vino a la memoria que una de las cosas que echaba de menos en mi tocador la vendían allí. Todos los paquetes quedaron conmigo, pues Manoli y la perfumista se habían peleado recientemente, y me di la vuelta ocultando la cara en el escaparate.

Al llegar a mi casa nos desnudamos y, hechas un ovillo bajo la manta, nos acostamos en el sofá, uniendo los pies y entrechocando nuestras rodillas.

Desde el primer instante supe que quería decirme algo. Y más todavía cuando puso en el cielo la seda de mis pestañas, como si yo ignorase sus escasos méritos.

Pese a que ella había fingido premiar así el beso que acababa de darle en la boca, como si hubiese querido disipar con él los nubarrones de la velada, a mí no me engañó.

Sus pies dejaron de juguetear con los míos, y añadió:

—¿Te he dicho que esta noche cenamos juntas Manuela y yo?

¿Sabéis cómo supe que era eso lo que intentaba decirme? Porque puso los ojos en el techo y apartó sus pies de los míos. Josi era incapaz de tocarte un pelo, ni dejar que se lo tocaras, ni de mirarte directamente, en esas o parecidas circunstancias.

Y yo, que hubiese necesitado mayores agasajos que los dedicados a mis pestañas para tragar el nudo que me subió, le dije con frialdad:

—¿Cómo es eso?

—Porque es la sexta vez que me llama, y me ha sabido mal decir que no.

Pura palabrería de su mala conciencia, porque la suya era una cita nupcial.

—¿No te gusta mi novia? —añadió, como si estuviese escuchando mis pensamientos.

—Lo que no me gusta es el papel de cabrona —le dije yo.

Creo que, de no haberse levantado ella, lo habría hecho yo. Nunca he podido fingir con nadie y, si me hubiese puesto la mano encima, le habría contestado con un bufido.

Tampoco la miré cuando me abandonó debajo de la manta, porque ver el desnudo de alguien a quien odio me produce náuseas. Y en ese momento la odiaba a muerte. Ya estaba harta de tragar saliva, y no podía más.

Por un instante pensé que iba a dejarme sola Y estaba preguntándome si respondería con un adiós a su adiós, o si lo haría con el silencio, cuando apareció ante mí con su pollita balanceándose de un muslo al otro como el badajo de una campana.

—¿A que te gusta lo que te he comprado? —me dijo, colocando ante mis ojos un pequeño estuche.

Era un cepillo dental de color verde. Uno de esos con prendedor como si una fuese a pasearlos en el bolsillo de la chaqueta. Y como un capuchón cubría las cerdas y volvió a acostarse, me entretuve en abrirlo y cerrarlo, haciendo sonar el clip–clip, mientras me contemplaba con ojos que parecían salírsele de las órbitas en busca de los míos, obstinados en no mirarla.

Y como además incluyó en su regalo un nuevo tipo de pasta que, al decir de los fabricantes, tenía magnífico sabor y cremosidad perfecta, y me instó repetidas veces que la probara, me levanté del sofá dejándola a solas con sus deseos. Que a mí no se me altera así como así.

Nuestra despedida fue tan breve que ni ocasión tuve de decirle adiós, ni tampoco de comunicarle las excelencias de la tal pasta que me obstruía la boca cuando pasó junto a mí.

Instantes después me dejó oír el ronroneo de su motor de arranque, hasta que escuché los neumáticos en la gravilla y respiré aliviada.

Si la experiencia nos viene diciendo que hay favores que matan y zancadillas que nos hacen andar derechas, el tupé con que Josi me declaró, desnudas y en el sofá, su intención de quilarse a Manuela tras un ágape preparatorio, me decidió a poner en práctica esa misma tarde lo que venía rumiando de tiempo atrás. Pues, si su fogón apenas me lo empinaba, el remedio a mis penas debía buscarlo lejos de sus carnes blandas y su peluquín de bisutería.

Y esa medicina yo sabía dónde encontrarla, que no iba a morirme yo para que viviesen otras.

¿Cómo no creer en la culpa de sus traseros si, al pasear la mirada por mi entrepierna, se me iban las dudas? Me diréis que, conociendo la receta, tonta había sido de no aplicarla antes. Pero a esa opinión, que me parece justa, he de objetar que nunca hasta entonces había recurrido a la vaselina del Banco de España.