Al lector
En 1905, cuando vivía yo en Madrid y era diputado, al salir muchas tardes de mi casa con dirección al Congreso, torcía mi camino, como un escolar que siente la atracción tentadora de la libertad y y en vez de dirigirme al llamado «santuario de las leyes», prefería alejarme de él, siguiendo el contorno de los suburbios de la villa.
La situación de mi vivienda, al final del paseo de la Castellana y casi en el campo, ayudaba a esta fuga parlamentaria. Los yermos alrededores de Madrid, con sus altozanos amarillos cubiertos de rastrojos y sus edificios diseminados, me parecían de mayor atractivo y hermosura que el salón de sesiones del Congreso, lóbrego en las primeras horas de la tarde, con un ambiente espeso de bodega.
Además, estaba convencido de la inutilidad de mis funciones de diputado republicano dentro de una Cámara fabricada por los monárquicos, en la que resultaban inútiles razonamientos y demostraciones, pues el argumento más convincente no torcería una opinión, ni quitaría un voto al gobierno. Era preferible vagar por los alrededores de Madrid, viendo los curiosos personajes de la miserable horda suburbana.
En estos paseos, que tenían algo de exploraciones, ya que me sirvieron para descubrir un mundo nuevo ignorado por la generalidad de las gentes, fui conociendo a los más de los personajes que figuran en la presente novela, o más exactamente dicho, a los seres reales que empleé como modelos de mis tipos imaginarios.
Ninguna de mis obras tiene una base tan amplia en la realidad. No existe un solo personaje en La horda, ni aun los más secundarios, sin su correspondiente hermano de carne y hueso. Ninguna tampoco de mis novelas fue precedida de una preparación tan minuciosa. Durante un año examiné las diversas agrupaciones acampadas en torno a Madrid, con una observación sin objeto, por puro recreo de paseante, y sólo pasado ese tiempo se me ocurrió la idea de escribir La horda.
En mis exploraciones tuve varios acompañantes. Cuando estudiaba las costumbres de los gitanos instalados junto al puente de Toledo, vino conmigo varias tardes el gran poeta hispanoamericano Rubén Darío, interesado por mis relatos sobre las costumbres de estas gentes de origen nómada, entregadas a una vida sedentaria.
Para estudiar a los cazadores furtivos de las propiedades reales me acompañó Pedro González–Blanco, escritor que ha errado luego la mayor parte de su vida por América, hermano del inolvidable Andrés González-Blanco, muerto en plena juventud, bajo las primeras sonrisas de la gloria.
Juntos, y vestidos con nuestras peores ropas, para que nos sirviesen de disfraz, fuimos una noche a cazar conejos en El Pardo, con unos cuantos hombres que exponían su vida en este trabajo peligroso, ilegal y poco lucrativo. La descripción de dicha cacería, que figura en La horda, refleja exactamente la realidad. Sufrimos las mismas fatigas que los personajes de la novela, arrostramos iguales peligros, tuvimos que saltar el muro de El Pardo, como los cazadores fuera de la ley.
Creo que pocas veces un novelista ha llevado tan lejos su deseo de estudiar directamente la realidad.
Guardamos en secreto algún tiempo esta hazaña penal pero finalmente, a causa tal vez de una indiscreción de mi amigo, acabó por hacerse pública, y el Heraldo de Madrid contó en un gracioso artículo cómo el autor de La horda había acompañado a los explotadores furtivos de El Pardo para verles trabajar, con riesgo de su propia vida.
Los guardas reales podían haber tirado sobre el grupo de míseros cazadores nocturnos, resultando, como dijo el citado diario, una sorpresa extraordinaria, inaudita, al recoger herido o muerto a uno de los culpables, encontrarse con que era un diputado a Cortes.
V. B. I.
Mentón (Alpes Marítimos) 1925