Capítulo XI

Capítulo XI

El mismo día de la nevada, un nuevo infortunio conmovió dolorosamente a Isidro.

Al volver a su casa pudo comer. El dueño del tenducho de las Cambroneras pareció apiadarse de su miseria, aceptando todas las promesas de pronto pago. La inclemencia del tiempo ablandaba al tendero, y el joven logró subir con dos panes, una botella de vino, queso y una lata de sardinas.

Fiesta completa. Después de comer, sintió un renacimiento de su amor a la vida. Arañó sus bolsillos para reunir las últimas briznas de tabaco; lio un pitillo, y despidiendo nubes de humo con la voluptuosidad del bienestar, contempló detrás de los cristales el paisaje nevado que tan honda tristeza le inspiraba horas antes.

Feli apenas pudo comer: sentía repugnancia ante aquellos manjares. Una náusea los repelía de su boca, y de nuevo se sumió en su inmovilidad, en aquel agotamiento que la hacía permanecer como insensible.

El joven se apartó de la ventana al oír un suspiro de angustia.

—¡No veo… no veo! —gimió Feli, llevándose la mano a los ojos.

Maltrana corrió hacia ella.

—¿Qué te pasa, nena? ¿Qué sientes?

—Mi padre… —dijo con voz lenta—, mi tío Manolo… frío, mucho frío.

La incoherencia de sus palabras inspiró miedo al joven.

Sus ojos estaban inmóviles, considerablemente agrandados, con un estrabismo que dejaba al descubierto toda la córnea, empujando la pupila a un ángulo de los párpados. Se llevaba las manos a la frente.

—Dolor… mucho dolor —murmuró como una niña enferma.

Después se tentaba el estómago, repitiendo el mismo quejido. Inclinaba la cabeza, como si no pudiese resistir el peso de aquella cefalalgia que entorpecía sus facultades intelectuales. Contestaba con incoherencia a las angustiosas preguntas de Isidro o no las contestaba, permaneciendo en un silencio enfurruñado.

De repente se quejó del zumbido de sus orejas, que parecía enloquecerla, del hormigueo que sentía en su cuerpo, de la rigidez que inmovilizaba sus miembros.

—Todo rueda —gimió—. Ruedan las paredes… se abre el piso… un agujero muy negro, ¡muy negro! Isidro, cógeme… agárrame, que me caigo… ¡qué me caigo!

Y a pesar de que el joven la tenía fuertemente sujeta entre sus brazos, ella manoteaba, defendiéndose para no caer en el negro abismo que veía su trastornada imaginación.

Luego dio un alarido y rompió a llorar con desesperados gritos:

—¡Mi padre… mi pobre padre! Míralo: está en la puerta… entra… nos mira; lleva una mortaja… blanca, blanca como la nieve.

Sus ojos extraviados miraron hacia la puerta; y había tal seguridad en sus palabras, que Maltrana se volvió, creyendo por un momento en la certeza de la alucinación.

Con grandes esfuerzos pudo llevarla hasta el pobre lecho y la tendió en él, creyendo terminada la crisis. Seguía llorando; el joven esperaba que las lágrimas la librasen del dolor que le oprimía los pulmones y le atravesaba la frente como si fuese un clavo enrojecido.

Pronto se convenció de que la crisis iba en aumento. Feli, tendida en la cama, ya no movía su cabeza de un lado a otro con penoso vaivén. La inclinaba sobre el hombro derecho, al mismo tiempo que sus ojos seguían mirando hacia la izquierda con una fijeza inquietante, como si contemplasen algo que la infundía pavor. Las pupilas se dilataban; la boca entreabríase con el temblor de las mandíbulas o se cerraba oprimiendo la lengua. La palidez de su rostro tomaba un tinte lívido; la respiración era penosa, breve, irregular, agitada por ruidosos suspiros. De pronto, interrumpiose aquella con una contracción violenta de los músculos del pecho, y la enferma quedó inmóvil, como si fuese a perecer por asfixia.

Maltrana agitábase en torno de la cama, aturdido, sin saber qué hacer, aterrado por su soledad y su inexperiencia.

—¡Feli… nena mía; respira… habla! ¡Dios mío!, ¿qué es esto?

Y la golpeaba las manos, tiraba de sus brazos, la soplaba en la boca como si quisiera devolver aire a sus pulmones.

Duró esto menos de un minuto, pero al joven le pareció interminable; sentía una angustia casi igual a la de la enferma. Volvió esta a respirar, y su inmovilidad se trocó de pronto en una agitación loca. Los músculos orbiculares se contrajeron y ensancharon, los párpados se cerraron y abrieron, aleteando con loca rapidez. Los ojos rodaban en sus órbitas, lanzando una luz extraña, como si la electricidad de la convulsión reflejase en sus pupilas verdosas centellas. Las mandíbulas se cerraron fuertemente, ensangrentando la lengua. Una espuma burbujeante asomó a las comisuras de los labios, con sordos rugidos. El cuerpo se contraía y dilataba, doblándose como un arco, mientras la cabeza y los pies se hundían en las desordenadas ropas del lecho.

Isidro corría como un loco por la habitación. Después abrió la ventana.

—¡Socorro!… —gritó—. ¡Teodora!… ¡señora Teodora!

Nadie le oía. La calle, la plaza, el inmediato callejón de los gitanos, todo estaba en silencio, cubierto de nieve, sin la negra silueta de una persona. Siguió gritando, con la angustia del miedo, y por fin, de la primera casucha vio surgir una cara bronceada llena de arrugas, con ojos de curiosidad.

—¡Salguerillo… Salguero! ¡Por tus muertos te lo pido! Avisa a la Teodora… que venga. Mi mujer se muere.

Cuando se retiró de la ventana vio a Feli revolviéndose en el suelo, rugiendo con una expresión espantable que crispaba los nervios, llena la boca de espuma que se coloreaba de rojo con la sangre de la lengua. Las convulsiones la habían hecho caer de la cama, golpeando el suelo con su vientre. El joven tuvo que realizar grandes esfuerzos para subirla y sujetarla, evitando que rodase otra vez.

Su respiración comenzó a ser menos agitada. Abriose su boca, absorbiendo el aire con grandes y ruidosas aspiraciones; la nariz se dilató desmesuradamente, chocando después sus alillas al contraerse. Comenzaron a descender en intensidad los estremecimientos; los músculos cesaron de contraerse. Los brazos se extendieron pegados a las piernas inmóviles. Los ojos mostraban las pupilas dilatadas, con una veladura mate, como si fuesen ojos de cadáver. Un sueño pesado, letárgico, se apoderó de ella.

Maltrana creyó por un momento que había muerto, pero al aproximar el oído a sus labios se tranquilizó. Una débil respiración animaba con su estertor el cuerpo inmóvil.

Entonces oyó que llamaban a la puerta, y fue a abrir para que entrasen la Teodora y otra vieja. ¿Cuánto tiempo había transcurrido?… Las gitanas llegaban corriendo, alarmadas por el recado de Salguero, pero Isidro creyó que había pasado algo así como un siglo.

Dejose caer en una silla, como si al recibir el auxilio de aquellas mujeres sintiese de golpe todo el terror que la crisis le había causado.

La Teodora examinó a la enferma, mientras Isidro le explicaba lo ocurrido con voz temblona. Ella conocía estos accidentes: había visto a muchas mujeres sufrir lo mismo en sus embarazos.

—Es mal de corazón, don Isidro —decía con la certeza que le proporcionaba su ciencia—. La señorita es tan poca cosa, que el embarazo la trae trastorná. Esto, en cuanto suerte la churumbela que yeva dentro, ya no se repite.

Después habló de sangrarla; ella era capaz de hacer la operación. Había pinchado a todos los enfermos del barrio con una maestría que ya quisieran tenerla muchos barberos. Pero ante el gesto de Maltrana se contuvo. Conformes: no la sangraría; por el momento ya había pasado el peligro; pero en cuanto despertase la pobre «señorita», iba a administrarla unas tacitas de un cocimiento que hacía milagros: hierbas del campo recogidas por ella misma y que guardaba en su casa. La compañera fue por los hierbajos, y Maltrana y la vieja quedaron junto a la enferma, contemplándola silenciosos.

Feli dormía tranquilamente, con los ojos cerrados. El sueño parecía arrollar en su avance los últimos signos de la enfermedad.

Cuando despertó, después de anochecer, llevose la mano a la frente, como si quisiera fijar sus recuerdos. Miró en torno de ella, titubeando, como extrañada de verse en el lecho, en plena noche, a la luz de una bujía que marcaba en la pared las sombras de Isidro y la Teodora, sentados junto a la cama.

—¡Ya está buena la señorita! —gritó la vieja—. ¡Olé, ya tenemos niña!

Maltrana, instintivamente, se abalanzó a la enferma, besándola repetidas veces, sin hacer caso de la extrañeza de Feli, que pugnaba por reunir sus recuerdos.

La gitana, ayudada por su compañera, confeccionó en la cocina su famosa infusión, de la que hizo beber varias tazas a la enferma.

Viendo tranquila a Feli, se fueron las dos viejas, recomendándola que no abandonase el lecho. Aquello no había sido mas que una crisis propia de su estado: tal vez habría cogido frío. Había que cuidarse, que el tiempo era muy perro.

Al quedar solos los jóvenes, Isidro habló a la enferma del miedo que había sentido.

—Creía que ibas a morir, que te perdía en un instante.

Y añadía con sencillez, temblando aún su voz con el recuerdo de la pasada emoción:

—¡Ay, Feli! ¡No mueras, mi alma! No he sabido lo que te amo hasta esta tarde, en que creí que te ibas para siempre.

La enferma movía con pereza una de sus manos y acariciaba la cabellera crespa de Maltrana, lamentándose de la forma aterradora de la crisis, como si esta fuese un acto de su voluntad.

—¡Pobrecito! —decía lentamente— ¡qué susto te he dado! Aún se te conoce en la cara; estás pálido, te tiembla la voz. Ríñeme, por mala… Te juro que no lo haré más. Contendré mis nervios; procuraré no dejarme llevar por ellos, aunque reviente.

Volvió a dormirse muy entrada ya la noche. El silencio era absoluto. Fuera de la casa, ni un ruido de pasos, ni una voz: la nieve pesaba sobre la vida, ahogando sus movimientos.

Helaba. Un frío punzante e irresistible, el frío que sigue a las grandes nevadas, deslizábase por las rendijas de las maderas, filtrábase por las paredes.

Feli se agitó en el lecho, murmurando con suspiro infantil, sin abrir los ojos:

—Frío… mucho frío.

Estaba cubierta por la única manta que tenían en la casa y el mantoncillo que le había comprado Isidro al comenzar el invierno. El joven extendió sobre el cuerpo de ella un traje de percal y la poca ropa blanca que colgaba de unos clavos. Estas telas sutiles eran de un abrigo ilusorio.

La enferma seguía estremeciéndose, y el pobre Isidro, que temblaba de frío, se quitó el macferlán para añadirlo a la cubierta.

Era una noche terrible. Maltrana paseábase por el cuarto como si estuviese en medio de la calle. No se oía ruido de viento: la calma era absoluta; pero en este ambiente tranquilo, el frío resultaba más punzante, más mortal. Parecía que el mundo acababa aquella noche, que el sol ya no saldría más, que la tierra iba a permanecer por siempre bajo su mortaja de nieve.

El joven entró en la cocina. En una cazuela quedaban unas brasas, abandonadas por la Teodora después de su cocimiento. Metió en la habitación este anafe improvisado, colocándolo cerca de la cama.

Feli seguía quejándose entre sueños.

—Frío… mucho frío… Tengo los pies de hielo.

Maltrana se quitó la chaqueta, una prenda de verano que aún subsistía sobre sus hombros como testimonio de pobreza, y la extendió encima de la cama.

El fuego mortecino iba extinguiéndose. Isidro pensó con envidia en la fuerza de los obreros. De tener el vigor de un albañil, de un peón del adoquinado, arrancaría una puerta, haría astillas una ventana para mantener el fuego; se defendería de la noche cruel, eterna como la muerte. Lamentaba su miseria física, que añadía nuevas tristezas a su situación. Estaba desarmado para la vida: el último de los vagabundos que marchaba por las carreteras valía más que él, con toda su cultura inútil.

Fuego… necesitaba lumbre. Se lo pedía Feli angustiosamente, en el tormento de la congelación que turbaba su sueño.

Miró con rabia los papeles y libros apilados en un rincón. En Madrid no encontraba quien le diese pan, pero siempre volvía a casa con los bolsillos llenos de papeles. Los camaradas le ofrecían periódicos para que leyese sus artículos; los autores le regalaban libros con pomposas dedicatorias. «Al erudito y notable escritor Isidro Maltrana, su admirador…». ¡Le admiraban! ¿Por qué? Tal vez por su miseria. Vendía los libros por unos cuantos reales, por lo que querían darle, y sin embargo, siempre tenía volúmenes en su casa: versos tristes de gentes con salud y medios para defenderse del hambre; novelas sobre crisis de las almas; tratados para resolver el conflicto social. El papel le perseguía, le rodeaba; había nacido para ser su siervo. ¡Siempre el papel, negro de tinta, acosándolo, cerrándole el camino! Mientras tanto, el pan y el bienestar huían de él, yéndose en busca de los brutos.

Con la cólera que le inspiraban estos pensamientos, arrojó en el triste rescoldo un volumen, el primero que halló a mano. El papel grueso y brillante se ennegreció, al mismo tiempo que de sus páginas, encorvadas por el fuego, surgía una llama, esparciendo denso humo por la habitación.

Ni calor podía dar el maldito papel, motivo de envidias y locuras para muchos imbéciles. Y temiendo que el humo le obligase a abrir la ventana, cogió la cazuela con el volumen chamuscado, llevándola a la cocina.

Al volver, paseó largo rato con los brazos cruzados y las manos en los sobacos, temblando de frío, agitando sus piernas violentamente, como si temiese quedar yerto.

Feli abrió los ojos y mostró asombro al ver a Isidro en mangas de camisa. Iba a constiparse: hacía mucho frío. ¿Dónde tenía sus ropas?…

Maltrana mintió con un cinismo que hacía llorar. Había dejado su abrigo sobre la cama porque tenía calor. La noche era magnífica: aún sentía en su estómago la tibieza del vino que había bebido por la tarde y de aquellas sardinas que eran un bocado de príncipe.

El joven, al decir esto, daba diente con diente, y fingía reírse para ocultar su temblor.

El frío acabó por obligarle a refugiarse en el lecho. Feli protestaba contra su empeño de permanecer en vela; sentíase bien: el peligro había pasado…

Juntáronse los dos cuerpos por la atracción del calor, pegándose el uno al otro con intensos escalofríos. Se confundían sus alientos y los sudores de su piel; experimentaban la voluptuosidad del bienestar animal al ir calentándose poco a poco en esta comunión de sus cuerpos. Maltrana sentía la dura redondez del hemisferio materno, el contacto de aquel fardo de vida que amenazaba su porvenir. La juventud había huido de él para condensarse en esta cavidad. La pobre Feli había perdido de golpe la alegría y la salud. Se habían unido, creyendo en la hermosura de la vida, en la eterna primavera del amor, con las risas e inconsciencias del pájaro, para verse de pronto prisioneros de su propia obra, transformados en vulgares procreadores, con todas las angustias de la responsabilidad.

Feli dormía otra vez, y su amante pensaba. La obscuridad de la habitación parecía embrollar sus ideas. Sin saber por qué, recordó uno de sus juegos en el Hospicio. Los muchachos cogían una mosca, la arrancaban las alas y empujábanla después, pretendiendo que volase.

¡Ay! El era como aquella mosca. Le habían arrancado las alas; le habían arrebatado las armas naturales para la lucha por la vida. Hubiese sido mejor dejarle en las profundidades sociales donde había nacido, dedicado al trabajo manual como sus ascendientes. Sus brazos serían fuertes, sus manos estarían duras; no le faltaría el pan. Atravesaba Madrid con el rubor del pedigüeño, con la vileza del mendigo de levita, inventando embustes para comer, mientras los hambrientos de blusa encontraban siempre un medio para satisfacer su hambre. Aquí, ayudaban a descargar un carro; más allá, abrían la portezuela de un carruaje; pedían a todos, y las manos caritativas daban y daban, como si la tosquedad del trabajador manual despertase mayor compasión. El vagaba encogido, vergonzoso, sin otro recurso que asediar a los amigos con el espectáculo de su miseria, y se oía llamar sablista inaguantable, mientras el otro era el pobre obrero, merecedor de protección.

¡Ay, aquella pobre señora que le había trasplantado!… ¡Cuánto daño le hizo sin saberlo! Pensaba en ella con agradecimiento, pero decíase que hubiera sido mejor no conocerla nunca, no haber abierto un libro, pasar del Hospicio al aprendizaje. Ahora sería oficial de albañil; su Feli le llevaría la cesta a la obra, como la llevaba su madre; comerían en una acera, en un paseo, sin otra aspiración que la alegría de satisfacer las necesidades del cuerpo. Hasta los peligros de muerte constituían una ventaja. La caída del andamio, el derrumbamiento de un piso, eran medios para salir rápidamente de este mundo de miserias, acabando de una vez.

Todo resultaba preferible a su existencia actual, a su situación ambigua, sin el mendrugo de los de abajo ni el bienestar que gozan los de arriba. Ni era de los siervos alimentados, ni de los señores que dominan.

Había estudiado para ser infeliz, para conocer y paladear todas las fealdades de la existencia. No podía creer en las mentiras aceptadas por la buena fe de los humildes. La instrucción le había servido para rozarse con los privilegiados, conociendo las abundancias que les rodean. Carecía de vigor físico para trabajar como un hombre; era un enclenque debilitado por el estudio, y el desarrollo de su pensamiento no le servía para abrirse paso.

¡Pobre mosca mutilada! Le habían arrancado las alas de su nacimiento, y la mala suerte se divertía empujándole, gritando: «¡Vuela!». ¿Cómo iba a remontarse? Estaba vencido sin remedio, caído en el suelo, sin fuerzas para moverse. El estudio desordenado y ansioso sólo servía para anular su voluntad. Pasaba la existencia enterándose de lo que miles de seres pensaron a través de los siglos, y cuando las necesidades de la vida le impulsaban a la acción, encontrábase desarmado, sin fuerzas para seguir su camino.

La sombra que le envolvía al pensar esto era una imagen de su existencia. ¡Todo negro! ¿Adónde ir? ¿Qué hacer?… Y como si su propia desgracia no le bastase, el amor había unido a él una infeliz, cuyo único delito era quererle y admirarle; la había colgado de su brazo para que marchase con más dificultad, tropezando a cada paso, tirando penosamente de esta compañera, que al principio era la alegría y se trocaba poco a poco en una cadena que arrastraba tras él, impidiéndole avanzar. Todo lo veía negro, con la lobreguez de una miseria a cuyo fin estaba la muerte. Deseaba morir, acabar de una vez esta existencia sin objeto, dar fin a una vida fracasada, irresistible y penosa, como una equivocación de la Suerte. Pero ¿y ella?, ¿y la dulce compañera, que había abandonado la órbita de su existencia para seguirle, arrebatada por la atracción de su mala fortuna?…

Maltrana, escuchando la respiración de Feli, palpando en la sombra su cuerpo desfigurado por la maternidad, experimentó el mismo remordimiento que si la hubiese asesinado y tuviera el cadáver tendido junto a él. Sintió la cobardía de aquella tarde ante el espacio cubierto de nieve; un empequeñecimiento de niño abandonado, un deseo de achicarse, de dejar de ser hombre, de convertirse en un insecto, en una planta, en una piedra, en algo que estuviese por debajo de las crueldades humanas; y rompió a llorar silenciosamente, permaneciendo entre el sueño y el doloroso desvelo, víctima de pavorosas alucinaciones, hasta que se filtró la luz del día por las rendijas de la ventana.

Al volver de Madrid, en la tarde siguiente, pisando la nieve convertida en fango, encontró su vivienda en revolución. Venía alegre: había logrado reunir unas cuantas pesetas; pero olvidó su gozo al ver a la Teodora con otras gitanas en torno de Feli, que estaba en el lecho, sumida en el sopor de la crisis.

Habíase repetido el ataque. La enferma tenía en la frente una contusión que denunciaba su caída al suelo. Las gitanas, advertidas por una vecina, habían corrido en su auxilio.

La Teodora fruncía el ceño al hablar al joven… Don Isidro, la pobre «señorita» estaba muy enferma. Estos ataques iban a repetirse con frecuencia. Eran cosas del embarazo, que se presentaba muy mal. Según su cuenta, faltaba un mes para que Feli llegase al parto, pero este mes era de grandes peligros. No tenían dinero para pagar a un médico; allí faltaba todo. El tenía que salir a ganarse el pan, ellas podían hacer un favor de vez en cuando, como buenas cristianas que eran, aunque gitanas; pero esto no era posible a todas horas, pues sus casas y familias también exigían cuidados.

—En fin, don Isidro —dijo la gitana—, hay que tomar una resolución. Pecho al agua; algo durilla es la cosa, pero yo creo que la probe señorita estaría mejó en el hospital.

¡El hospital! Maltrana quedó aturdido, como si esta palabra equivaliese a un golpe… Pasado un rato, pudo reflexionar. ¡El hospital! ¿Y por qué no? Lo habían hecho para las gentes como ellos: era un lugar de delicias, comparado con esta habitación desmantelada, en cuyos rincones creía ver encogidos los espectros del hambre y el dolor… En él habían muerto sus padres.

Pasó aquella noche sin acostarse, velando a Feli, que había recobrado sus facultades, pero apenas podía hablar. Su lengua estaba hinchada, con grandes rasguños, por habérsela mordido durante la crisis.

Isidro se explicó tímidamente, mientras ella lo contemplaba silenciosa, con sus ojos que parecían agrandados por los recientes espasmos. Allí estaba muy mal: podía morir abandonada durante una ausencia suya, lo mismo que morían los irracionales, y él estremecíase sólo al pensarlo. ¡No, no!… Y gesticulaba enérgicamente, como si la viese ya en su imaginación muriendo durante la noche, sin otro socorro que los gritos y las carreras del amante, enloquecido por la desgracia.

—Yo no sé cómo decírtelo, nena —murmuró con voz temblona, haciendo largas pausas—. Hay que tener valor… apreciar las cosas tales como son. Lo que voy a decirte no es mas que una idea… Si tú no quieres, no será… Podías entrar en el hospital… No, no te asustes. No en el hospital adonde van todos; en las clínicas, en la Facultad. Yo tengo buenos amigos de mis tiempos de estudiante… Te visitarían los catedráticos… todos unos sabios. Asunto de permanecer allí un mes cuando más. Tendrías la criatura, rodeada de más cuidados que aquí… sanarías, y luego… luego continuaríamos nuestra vida más feliz que ahora, pues la mala suerte no va a atormentarnos siempre.

Isidro esperaba una explosión de llanto, la protesta de una repugnancia instintiva, y quedó asombrado al ver la inmovilidad del rostro de Feli, sus ojos fijos y tristes puestos en él. Tras una larga pausa, bajó la cabeza en señal de asentimiento. Sí que aceptaba: iría al hospital, pero sin participar de los optimismos del joven.

—No siento —murmuró, moviendo su lengua con gran dificultad—, no siento mas que el no verte… y que tal vez no volveremos a vernos nunca.

—¡Feli de mi alma —gritó Isidro—, no digas eso; no lo creas, nena mía!… Volveremos a ser felices. Verás qué bien te tratan allí.

A la mañana siguiente, Maltrana salió muy temprano, dirigiéndose a la calle de Atocha para esperar en la puerta de San Carlos a un antiguo camarada de la época estudiantil, que ya era doctor y ayudante en una clínica.

Apellidábase Nogueras, y era un joven de carácter alegre, pequeño de cuerpo, con lentes de grueso cristal, que tomaba a broma los lances de la vida, como si le curase de todo espanto el diario espectáculo de las miserias y desarreglos de la máquina humana. No había visto a Isidro en mucho tiempo, y al reconocerle en la puerta de la Facultad de Medicina, le echó los brazos al cuello, riendo de su facha miserable.

—Eso de la literatura debe de ir mal —dijo—. ¿Necesitas algo de mi? Pide lo que quieras, menos dinero. Ya ves: doctor, profesor clínico, y tengo mil quinientas pesetas al año… con descuento. Menos que los que barren los ministerios.

El alegre doctor cesó de reír ante la gravedad de Maltrana. Este le habló de Feli y de su enfermedad.

—¡Vamos, es una queridita que te has echado! —dijo el médico.

Isidro contestó afirmativamente. Sí; una querida a la que amaba como muchos maridos no aman a sus mujeres; una querida que podía gloriarse de una fidelidad que pocas esposas conocían.

—Bueno, adelante —dijo el médico levantando los hombros—. ¿Y qué es lo que tiene?

Maltrana explicó las crisis de Feli, haciendo un esfuerzo para recordarlas en todos sus detalles.

—No digas más —interrumpió el doctor—. Los síntomas son claros. Pensaba bajar contigo a las Cambroneras para verla, pero ya no es necesario: eso es lo que llamamos nosotros eclampsia puerperal. Hay que provocar el parto, acelerarlo, o corre peligro de muerte. Tráela esta tarde; te esperaré en la Comisaría. La meteremos en la clínica de partos. Yo no estoy en ella, pero recomendaré tu socia al compañero, con grandísimo interés… Hasta la tarde, ¿eh?

Tenía prisa: su catedrático le esperaba en la sala de profesores. Le mostró la entrada de la Comisaría, una puertecita algo más abajo del gran portalón de la Facultad. Allí, a las cuatro.

Y se fue sonriente, sin que el dolor de su camarada arañase el caparazón de indiferencia con que parecían acorazarle las desdichas humanas.

Por la tarde abandonó Feli su casa. Fue una marcha lenta, que hizo sufrir mucho a Maltrana. Al verla pasar la puerta del tabuco creyó percibir en su oído un lamento desgarrador. Se iba para no volver: se cumplirían los presentimientos de la enferma. ¡La perdía para siempre!

La cuesta de las Cambroneras y el paseo de los Ocho Hilos fue una calle de Amargura.

Feli, envuelta en su mantoncillo, cubierta la cabeza con un pañuelo que formaba visera sobre sus ojos, avanzaba con torpe paso apoyándose en su amante.

Sus piernas hinchadas apenas podían moverse; el abdomen monstruoso la atormentaba con peso sofocante. Las largas semanas de inacción en su casucha de las Cambroneras habían entorpecido los resortes de su movilidad. Deteníase a los pocos pasos; se dejaba caer, jadeando, en todos los bancos y poyos del paseo.

La Teodora quiso acompañarla hasta la Fuentecilla, animándola con sus palabras y gesticulaciones gitanescas.

—Arriba, mi niña… A ver cómo echamos unos pasitos más; a ver cómo se mueven esos pinreles bonitos.

Y volviéndose hacia Maltrana, murmuraba con expresión llorosa:

—¡Está muy malita, don Isidro! ¡Qué bien jase usted en llevársela!…

Pasaron la Puerta de Toledo, y en la Fuentecilla se separó la gitana, después de dar varios besos a la enferma.

—¡Que el Baró der sielo te ponga pronto buena; que su santísima mare no se aparte de ti… Adió, terronsito de asúcar; adió, armendrita durse!…

Y sus últimas palabras ya no se oyeron, pues se alejó con la cara oculta en el delantal.

Isidro hizo subir en un carruaje de alquiler a la llorosa Feli, conmovida por los adioses de la gitana. Recordaba el joven los primeros tiempos de su amor, cuando vagaban por las cercanías de Madrid, ocultándose de las gentes. Desde entonces no habían ido en coche. Ahora, todo el dinero que guardaba en el bolsillo, una peseta y algunas monedas de cobre, era para pagar esta carrera de dolor, la última tal vez que harían juntos.

Entraron en la Comisaría por entre varios grupos de mujeres andrajosas con niños al pecho y hombres de mísero aspecto, todos mostrando repugnantes enfermedades: cegueras purulentas, costras roedoras, abcesos que desfiguraban sus miembros, retorciéndolos. Esperaban su turno para la consulta gratuita. Un fuerte olor de antisépticos impregnaba el ambiente.

Nogueras, el alegre doctor, les vio por un ventanillo del despacho inmediato y salió a su encuentro. Miraba con fijeza a Feli, y esta bajó los ojos, avergonzada… ¡Pchs! No era gran cosa como mujer…

Quedaron los dos amantes frente a frente, en una situación embarazosa.

Maltrana, al venir en el carruaje, estremecíase pensando en el horror de la despedida, llantos, gritos, abrazos, y tal vez un nuevo ataque de la enferma.

No fue así; no hubo nada de esto. Sólo un silencio, una sencillez en la separación, más desgarradora que los extremos ruidosos del dolor.

El médico habló de las recomendaciones que había hecho a su compañero de la clínica de partos. Tenía ya su cama reservada; hasta había interesado a la monja del departamento.

—Cuando usted quiera, la acompañaré —dijo mostrando cierta prisa.

Por fin se miraron, sin una lágrima, sin un suspiro, abriendo los ojos desmesuradamente, con expresión de terror. ¡Iban a separarse!…

Ella fue la primera en dar un paso. ¡Ay, el valor de las mujeres!…

—Adiós, Isidro.

—Adiós, Feli.

Sus voces eran gemidos; pero no lloraron, no se atrevieron a besarse, a estrecharse las manos en presencia del mediquillo burlón y de aquellos enfermos que les miraban fijamente.

Ella se alejó por un corredor obscuro, precedida por el médico. Su paso vacilaba… pero no quiso volver el rostro atrás, como si temiese perder toda su firmeza.

Maltrana salió a la calle, y a los pocos pasos hubo de apoyarse en la pared. Tenía frío: un frío de sepulcro, que se le colaba hasta el alma. Lucía el sol de la tarde, un sol que Isidro no había visto nunca; un sol obscuro, empañado, fúnebre, como si el astro del día enviase sus rayos al través de negra urdimbre; como si estuviese envuelto en un crespón.